15
A pesar de ser mucho más ligera y rápida que su rival en sus movimientos Isabel comenzaba a acusar el cansancio. El marinero al que se enfrentaba tenía años de experiencia en la lucha y sabía que tan sólo estaba jugando con ella. En cualquier momento podría poner final al juego, sin tan siquiera despeinarse. Evidentemente, eso era un decir, porque los cuatro pelos mal puestos sobre la cabeza del pirata flotaban a su antojo, cosa que no parecía importarle demasiado a aquel rufián.
Con un movimiento rápido y certero, que pilló desprevenida a Isabel, Tapps consiguió cortar la cinta que cerraba el cuello de su camisa.
Estupefacta, lo miró con los ojos muy abiertos durante unos segundos, para luego entrecerrarlos despacio. Colocó los brazos en jarra y dibujó en su rostro una expresión de auténtica furia.
—¿Qué te crees que haces? —gritó tan alto que consiguió hacerse oír por encima del vocerío de la tripulación, que, ante el bramido, enmudeció sorprendida—. Te parece bonito haberme roto la única camisa de la que dispongo —continuó gritando y acercándose amenazante hacia el hombre, que anonadado retrocedió sin darse apenas cuenta—. Tendría que obligarte a remendármela, aunque dudo que esas torpes manos puedan siquiera sostener una aguja.
Aún no había terminado de pronunciar estas palabras cuando, con un rápido movimiento, Isabel dejó a su contrincante mudo y sin camisa.
Un silencio espeso, tan sólo interrumpido por el rugido del mar, se instaló sobre la cubierta cuando Tapps se contempló la prenda rajada de abajo arriba. Isabel, con un brillo de triunfo en la mirada, esperó la reacción de su rival sin moverse.
La tremenda carcajada del filibustero llenó el aire y todos los presentes parecieron soltar el que mantenían retenido en sus pulmones, y estallaron también en una coral de risas y comentarios jocosos.
—Debería arrojarte por la borda —tronó la potente voz de Harrys en medio del jolgorio, haciendo que todos volvieran a enmudecer—. Aunque tendría que decidir si lo hago por batirte con una dama o por dejarte engañar por ella.
Ante tal comentario se oyeron de nuevo algunas risas, aunque en esta ocasión menos impetuosas que las anteriores.
Harrys tomó a Isabel del brazo, sacándola del círculo que formaban sus hombres.
—Y contigo ya hablaré —dijo señalando al cocinero, que, muy ufano, no se inmutó ante la aparente amenaza de su capitán.
—¿Por qué te enfadas? —preguntó Isabel, tratando de soltarse—. Sólo estábamos divirtiéndonos.
—¡Sólo os divertíais! —repitió exasperado—. Podría haberte rebanado el cuello si lo hubiera querido y tus triquiñuelas no hubieran servido de nada.
—¿Tanto temes que dañen tu propiedad? —Ahora también ella estaba de mal humor y no se dejó amedrentar por la feroz mirada de su amante.
—Tú lo has dicho —respondió en tono seco y cortante.
No sabía por qué, pero el comentario de Isabel lo había molestado. Sí, era cierto que ella le pertenecía pero su disgusto nada tenía que ver con aquello. El temor a que la lastimaran iba más allá del estúpido sentimiento de propiedad, si le hubiera pasado algo...
Enfadado también consigo mismo, tiró de ella sacándola de la cubierta. No la soltó, pese a los esfuerzos de la joven por librarse de la garra que la apresaba, hasta llegar al camarote.
—No quiero más «juegos» —recalcó la palabra—, o me obligarás a encerrarte aquí permanentemente. ¿Entendido?
Isabel lo taladró con su oscura mirada, igualando a la suya en ferocidad.
—No puedes hacer eso —protestó elevando el tono.
—¡Ponme a prueba! —La voz calmada, pero claramente amenazante de Stephen, la enervó aún más.
—Eres un maldito patán —espetó—. Los muchachos y yo sólo nos divertíamos.
«¿Los muchachos?», pensó Stephen completamente descolocado. ¿En qué momento de aquella historia habían dejado de ser un atajo de truhanes para convertirse en «los muchachos»?
—Olvidas que son piratas...
—También tú —lo desafió levantado la barbilla y sosteniéndole la mirada.
—Sí, también yo, pero no es lo mismo.
—¡Ah! Perdona, es cierto —dijo exagerando el tono—. Tú eres mi dueño, pagaste por mí al cerdo de Hanks y eso te da derecho sobre mí y mis actos —las últimas palabras casi las escupió.
—No saques las cosas de quicio, encanto. —No era aquél el camino por el que quería llevar aquella discusión. Ella estaba cambiando las tornas y dejándolo a él como el ogro del cuento—. Necesitas tranquilizarte, será mejor que no abandones el camarote en lo que queda de día.
Y con esas palabras se encaminó hacia la puerta.
Isabel apretó las mandíbulas y entrecerró los ojos. La furia que se acumulaba dentro de ella la hacía respirar de forma agitada. Apretó con fuerza los puños y, al hacerlo, notó el tacto de la daga que aún continuaba en su mano. Sin meditar lo que hacía y cegada por la frustración que sentía, echó el brazo hacia atrás y lanzó el cuchillo, que pasó a escasos centímetros de la cabeza de Harrys y terminó clavado en la puerta.
Comprendió la magnitud de lo que acababa de hacer, justo después de hacerlo. No se movió a la espera de la reacción de Harrys, que se había quedado muy quieto y envarado, con la mano en el pomo de la puerta.
Si hasta el momento le había costado respirar, en el momento que el capitán se volvió hacia ella, con deliberada lentitud, pensó que sería incapaz de volver a bombear aire dentro de sus pulmones.
Quería pedir disculpas, explicarle que había sido un impulso y que no lo había pensado, pero las palabras se negaban a salir de su boca. Retrocedió ligeramente cuando él comenzó a avanzar hacia ella. Jamás había visto aquella mirada en sus bellos ojos, y sintió un escalofrío que la recorrió de arriba abajo.
Era la primera vez, desde que estaba en el Lady Catherine, que realmente sentía miedo. La frialdad de sus ojos, la total carencia de emociones o sentimientos en ellos le hacían temer lo peor.
Stephen podía ver el miedo que la envolvía, pero no le afectó. Lo único que quería en aquellos momentos era retorcerle el precioso cuello. La pequeña bruja había estado a punto de dejarlo seco junto a la puerta y tenía que darle un escarmiento.
Alzó la mano y la vio encogerse. Apresó su mandíbula y la apretó. Atrapado en una ira apenas contenible, le alzó el rostro y siseó:
—Si fueras un hombre, ya estarías muerta.
Isabel sentía la presión de aquella garra que se clavaba en su carne. Estaba paralizada por el miedo. La iba a golpear, estaba segura, la expresión de sus ojos así se lo hacía creer.
Pero Stephen, ante sus aterrorizados ojos y sus carnosos y temblorosos labios, se dejó llevar por otro tipo de instinto, no menos peligrosos en aquellos momentos, y se apoderó de su boca con rabia desmedida.
Ante el inesperado ataque, Isabel gimió a causa del dolor que la dura boca del pirata le provocaba, lo que enardeció, aún más, el ya desbocado deseo del capitán. La acercó con fuerza a su cuerpo, pegándola a su excitado miembro, sin reparar en que aún mantenía preso su rostro.
Una mezcla de miedo y deseo se agitaba dentro de ella, y sin poder evitarlo se entregó a la salvaje sensación que la embargaba, respondiendo al beso con igual desenfreno.
La mano de Stephen, por fin abandonó su cara para internarse en la espesura de sus negros cabellos, tirando de ellos hacia atrás sin contemplaciones. Dejó que su boca devorara su garganta, descendiendo inexorable hacia su pecho.
Salvó el escollo que representaba la camisa de Isabel rasgando la tela con un brusco tirón que dejó la prenda totalmente inservible. Se apoderó de sus pechos, mordiendo, chupando, saboreando, buscando saciar aquel fuego interior que lo abrasaba.
Sin soltar a su presa, la llevó hasta el lecho, obligándola a tumbarse y separándose de ella tan sólo el tiempo que necesitó para librarla de los calzones que cubrían la parte inferior de su cuerpo. No perdió tiempo en desprenderse de sus propias ropas, liberó el rígido mástil que clamaba por hundirse en ella.
No hubo suaves caricias, ni besos provocadores. Fue una unión salvaje, producto de la furia y el miedo, donde los gemidos se volvieron gruñidos y las palabras quedaron desterradas al olvido. Los dominaba la pasión, cegándolos, buscando la liberación casi con desesperación.
Con un grito desgarrador, Isabel alcanzó la cima, explotando en mil sensaciones de júbilo que invadieron su cuerpo y la elevaron hacia lo más alto. Antes de comenzar el descenso, el bramido de Stephen se hizo eco del que tan sólo hacía unos segundos profiriera ella.
Exhausto, se desplomó sobre la joven, que con la respiración aún agitada y los ojos cerrados, enterró los dedos en su cabellera y así permaneció, sin moverse, bajo él.
—¿Te he hecho daño? —preguntó con la voz aún ronca entre sus cabellos, donde tenía enterrada la cara.
Percibió el movimiento de su cabeza que decía que no, pero ni una palabra salió de sus labios. Se incorporó y observó su rostro. Lo acarició con suavidad, relajados ya todos sus instintos.
—Me has hecho perder el control... —sonaba a disculpa.
—Lo sé —lo interrumpió abriendo por fin los ojos, y perdiéndose en la inmensidad azul de los de él.
Depositó un beso en los magullados labios y retiró su cuerpo de encima de ella, dejándose caer a su lado.
Se frotó el rostro con las manos en señal de confusión. Era la primera vez que había perdido el dominio sobre sí mismo y no sabía qué pensar. Aquella mujer se había apoderado de él de tal forma que ya ni se reconocía.
Necesitaba aclarar sus ideas, respirar aire fresco para despejarse.
Se incorporó y recompuso su atuendo. No se volvió para mirarla, y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo al ver el cuchillo clavado en la madera, pero no lo tocó. Abandonó finalmente el camarote, y dejó allí a Isabel, que se hallaba más confundida que él por su reacción.
Tardó en moverse, permitiendo que los rescoldos del fuego que había arrasado su cuerpo se extinguieran por completo.
El capitán, con semblante serio y la mirada perdida en el horizonte, intentaba entender su reacción casi animal.
La voz de May vino a sacarlo de sus cavilaciones.
—¿Te encuentras bien? —La preocupación se reflejó en la pregunta.
—Sí —respondió Stephen sin mirarlo.
—¿Qué ha pasado? —La extraña expresión de su rostro le producía cierto desasosiego y las palabras se le escaparon sin apenas darse cuenta.
—Me arrojó su cuchillo. —Nada en su voz indicaba las consecuencias que había acarreado el acto.
—¿Te lanzó el cuchillo? —La incredulidad enmarcó la pregunta—. ¿Te...?
—No —lo cortó—. Pero faltó poco.
Dejó escapar un suspiro y se volvió a mirar a su compañero. El brillo divertido que apareció en sus ojos aceitunados y la risa contenida a duras penas lo hicieron esbozar una sonrisa y mover, con pesar, la cabeza.
—Y luego yo soy el malvado pirata...
La carcajada de May no se hizo esperar más y Harrys también se sumó a ella.
Aquella bruja iba a terminar con él.
Con lágrimas en los ojos e intentando controlarse, May volvió a interrogarlo.
—¿Qué... qué la llevó a hacer tal cosa?
—La amenacé con encerrarla en el camarote si volvía a hacer otra tontería.
May recuperó la compostura y Stephen fue consciente de la pregunta que le quemaba los labios.
—Sentí deseos de estrangularla —hizo una pausa—. Pero puedes estar tranquilo, no la he castigado.
«Al menos no como imaginas», pensó.
El alivio del segundo de a bordo fue más que evidente.
¿Qué tenía aquella muchacha, que parecía haberse adueñado de todos ellos?
Aquella misma noche, volvieron a perderse el uno en brazos del otro. Sin recriminaciones, sin culpabilidad, tan sólo ellos dos y el deseo de fundirse, de ser uno solo.
Fue en ese momento cuando Stephen tomó conciencia de lo que sentía por aquella hechicera que lo volvía loco con sus encantos. Se había enamorado de ella, sin remedio, sin vuelta atrás. La necesidad de verla, de tenerla continuamente a su lado, de poseerla, de protegerla, no podía ser nada más que amor.
Ahora sabía que jamás saciaría sus ansias por ella, jamás permitiría que se alejara de su lado. Le pertenecía en cuerpo y alma y nada ni nadie se la iba a arrebatar.
Con la aceptación de ese nuevo, y para él, extraño sentimiento, permaneció despierto hasta casi el amanecer, con ella entre sus brazos, saboreando su hallazgo.
Tras muchas discusiones y convincentes alegaciones por parte de Isabel, a Stephen no le quedó más remedio que ceder ante la insistencia de la joven para poder continuar con sus clases de defensa, como ella las llamaba.
—¡Por Dios bendito! —había exclamado alzando la vista al cielo—. ¡Si vivo en un barco pirata…!
Ante aquella realidad, el capitán del Lady Catherine entendió sus razones y cedió. Y se comprometió a ser él mismo el encargado de las lecciones.
Nada de jueguecitos y tontas apuestas con los muchachos en las que podría salir mal parada.
Desde ese día, todas las tardes, la pareja practicaría sobre la cubierta, ante la mirada divertida de la tripulación.
Isabel demostró ser una buena alumna, que en seguida aprendía los movimientos tanto de ataque como de defensa que Stephen le enseñaba.
Pero esas habilidades con el cuchillo las reservaba para un caso de emergencia. Evidentemente, cuando avistaban un barco, corría a refugiarse en el camarote y, enterrando la cabeza bajo la almohada, trataba de hacer oídos sordos ante los inevitables sonidos que acompañaban un abordaje.
Era la parte que no terminaba de aceptar de su nueva vida. Esos ataques eran los que reavivaban la llama que casi se había extinguido dentro de ella, la del deseo de desaparecer de la vida de Harrys. Con ellos volvía a ser consciente de que no era más que una posesión para el capitán y que nunca sería otra cosa. Le dolía en el alma, y le dejaba un gran vacío en su interior. Aquél no era su lugar.
Cuando Harrys regresaba, pletórico y más lleno de energía que nunca, todos sus funestos pensamientos parecían desvanecerse entre la bruma del mar. Pero la llama había vuelto a resurgir y tarde o temprano tendría que tomar una decisión.