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DE LOS SUEÑOS CUMPLIDOS
La luz del sol hizo que llorase. Era tan maravilloso, tan agradable sentir su caricia a lo largo de su piel blanquecina... Corría como llevada por el diablo, tan rápido que apenas distinguía cuanto había a su alrededor. Solo veía los árboles, el sol filtrándose entre sus ramas y ejerciendo un maravilloso juego de luces sobre el camino de tierra.
No sabe dónde está, pero sigue corriendo, huyendo de aquella casa de campo que todavía parece perseguirla, como queriendo darle caza. Llega a una bifurcación, ahora el suelo esta asfaltado y sus pies desnudos manchan de sangre el alquitrán negro de una vieja carretera. Escoge la izquierda, quizá porque asciende y ella ya no quiere descender. Es un camino lleno de curvas que le resulta vagamente familiar, pero ni siquiera se pregunta por qué, únicamente sigue corriendo.
No circulan coches. Como todo sonido se escucha el piar de los pájaros, cuyo canto a ella se le antoja puro y embriagador: está fuera, ha logrado salir. La vía asciende en una ligera pendiente, más alto, y ya queda poco para alcanzar el final. El aire fresco le parece un regalo de Dios, que con su tacto sutil y cuidadoso limpia sus lágrimas y las abandona al viento.
El corazón le va a mil por hora, y casi se alegra de sentir su bombeo de vida, de esperanza y sueños que se cumplen. El camino acaba y ella se detiene, lo que ve le parece demasiado hermoso como para ser cierto. Es un césped alto y de un verde esmeralda, cetrino como el de sus sueños. Más allá solo se divisa el cielo, de un esplendoroso azul, mezcla de tintes rojizos en donde linda con el sol naciente, majestuoso a medida que abandona el horizonte para elevarse a las alturas.
Sus pies, en un extraño deja vú, osan internarse en la espesura de la hierba, que le acaricia los tobillos y le escuece en las heridas, recordándole que está viva y despierta. Cuanto la rodea le parece tan bello que llega a cuestionarse la realidad —no esté inmersa en otro de sus sueños desvanecidos—. Pero aquello es real, percibe el olor de la hierba y de un poco más allá le llega el perfume del mar.
Entonces las oye, las escucha y el vello de todo el cuerpo se le eriza ante la más bella de las canciones: sus olas. Sus olas rompiendo contra la base del arrecife, arrancando el sonido a las rocas en un baile dorado de espuma pletórica. Cuánto le gustaría que su padre estuviese allí, con ella... ¡su padre! De pronto se da cuenta de que lo volverá a ver, y las sombras del corazón se disipan como la nieve que se derrite al contacto con el agua.
Se acerca al borde del precipicio, aquel precipicio con el que tantas veces soñó, ahora real frente a ella, como el mejor de los presentes. Cierra los ojos y siente que vuela, como en sus delirios, siente que se deja caer y vuela acariciando las olas con la punta de sus dedos, y su padre está con ella, y no hay una sola nube en el cielo. Es libre, y aún queda vida para ella.
Tiene la vista nublada, quizá cegada por aquella luminosidad que creyó jamás volvería a ver, y Lord B, como contagiado de aquellas emociones ya no araña la cajita de latón. Como ella, se siente libre.
—No te preocupes. Ya nos vamos a casa.