21
ALCOHOL DE QUEMAR
El sonido del tren sacudía su cabeza con un traqueteo nostálgico. El tren siempre había significado eso para él, una partida o un regreso, pero aquel día las sensaciones eran un tanto diferentes. Unas tímidas lagrimillas se escurrían de sus ojos mientras el vagón se alejaba lentamente del andén, las puertas se habían cerrado y su vida había quedado tras ellas, ralentizándose y perdiéndose a sus espaldas como siluetas de vapor entre la niebla matutina.
No era lo mismo, esta vez no era lo mismo, porque sabía que era una partida, pero que jamás habría regreso. Se imaginó a sí mismo volviendo a recorrer aquellas calles años después y vio a un extraño, a un muchacho asustado que se marchó para volver hecho un hombre, el hombre que nunca había esperado ser. Pero... ¿Qué se puede hacer cuando la vida deja de ser vida, cuando tras de uno solo queda la tristeza y la memoria? Marcharse era la única salida, no podía quedarse allí, el recuerdo era demasiado poderoso en cada chaflán, en cada avenida, y él únicamente quería olvidar.
A cada paso atarazado de la máquina, sentía que un pedazo de su alma escapaba por la ventana, y las lágrimas, primero cautas, pasaron a ser un auténtico reguero. No le importaba llorar y no se esforzó en secarse las mejillas rosadas; el llanto era para él la única señal de que todavía era capaz de sentir, de que quemaba en el corazón todo cuanto había pasado. Sus dieciocho años eran todo temblor e inexperiencia, y ahora se encontraba solo ante el mundo, un mundo que desconocía y que tenía miedo de conocer.
Él fue quien la encontró por la mañana, cuando volvía de trabajar. Los ojos le escocían por el humo de los cigarrillos y la ropa le olía alcohol ajeno, el de los clientes que cada noche se embriagaban en el bar donde se ganaba unos duros. Aquel no era un sitio para él, nunca lo había sido, aquellos pobres bebedores tenían miradas cansadas, malgastadas por los años vacíos; eran todo lo que él siempre había temido ser algún día. Ir allí cada fin de semana era como una advertencia: «Haz algo con tu vida, no la desaproveches». Y por Dios que el mensaje calaba hondo viendo aquellos rostros compungidos.
Cuando al alba cerraba la persiana, acortaba por la avenida el largo kilómetro que lo separaba de su casa paterna y único cobijo. Los pies encallecidos le escocían a cada paso recordándole el significado de la palabra dolor, pero se alentaba pensando que solo le quedaba un trecho más, una pequeña caminata para meterse en su cama caliente y dejarse llevar por los sueños hasta la hora de comer.
Subió a pie los peldaños que lo llevaban al tercer piso de un modesto bloque de viviendas, y allí, sacó del bolsillo de los vaqueros la llave que habría de entrar en la cerradura. Cuando se dispuso a meterla, vio que del agujero ya colgaba otro juego de llaves, una vez más. Aquello nunca era buena señal, nunca. Por mucho que pasaran los años, jamás le había perdido el miedo a aquel llavero con un escudo de la BMW; el llavero de su padre.
Abrió la puerta con el corazón en un puño y nada más hacerlo escuchó el rugir de una televisión encendida, el volumen demasiado alto, el resto de la casa demasiado silenciosa. Dejó ambos juegos de llaves en la mesita del recibidor y caminó con cautela por al largo pasillo en penumbras. A su izquierda, la cocina, solo sombras y el sonido de un par de moscas; más adelante y a la derecha, la sala de estar, y el lugar al que más temía asomarse. Sus pasos eran lentos y temerosos, agoreros de algo que podía haber pasado y nunca llegaba a pasar.
—Señor, el billete por favor —le devolvió a la realidad la voz del revisor.
—Sí, claro.
Sacó de su bolsillo la cartera de piel y mostró el papel arrugado. El hombre lo miró con extrañeza y él recordó de pronto que había estado llorando. No se molestó en decir nada, simplemente esperó a que este decidiese marcharse. A fin de cuentas, su estado de ánimo era problema suyo y de nadie más.
De nuevo el traqueteo y la nostalgia, algún que otro chirrido en los raíles que se le antojaba como un verdadero grito de auxilio, el que pedía él por que alguien lo despertase de aquella pesadilla. Enfrente, al otro lado del pasillo, tomaron asiento una madre y una hija —dedujo—, la madre estaba enfrascada en una revista del corazón mientras la niña se esforzaba por colocar una mochila en el portamaletas, demasiado alto para ella. Cuando al fin se acomodó, quedó mirándolo estáticamente, con la noble curiosidad de una inocencia de menos de diez años. Sus ojos le dieron más ganas de llorar, como si ella pudiese ver dentro de él, como si fuese la única persona capaz de comprender lo que le pasaba.
Y el pasillo, la luz apagada y los tonos grises, la tele encendida y el volumen ensordecedor haciendo mella en sus oídos. La voz de un noticiario, algo sobre un accidente de tráfico; y la puerta mal engrasada gime al abrirse; la oscuridad; el miedo recorriendo su cuerpo; y el silencio entre tanto sonido, un silencio de muerte. El olor a encierro, aire viciado entrando por sus fosas nasales, y unos ojos abiertos, el pánico que se adueña de todo. El sonido de sus propios pasos en la alfombra. Está sucia, a alguien se le ha caído un plato y los trozos asoman por doquier; el sofá, y una silueta, quieta, imperturbable, blanca a cada destello del televisor encendido. Él la llama, pero ella no responde, no se mueve, sus brazos tendidos sobre el regazo; y el color rojo, el color rojo de la vida que se escapa, la vida que ya no volverá.
—¿Mamá?
Cervezas vacías sobre la mesa, latas que hablan de lo que ocurrió, pero él no quiere escucharlas; y la madre que no responde, la madre que no se mueve ni parpadea, y el rojo sangre deslizándose desde su pecho hasta sus piernas, cayendo hasta sus pies descalzos. El televisor que no calla; y su cabeza a punto de estallar; un fuerte dolor en el pecho; y ganas de gritar, pero no grita, no puede siquiera hacer eso.
—¿Ma... ?
Y la voz que se quiebra; las lágrimas que escapan a su control; los puños cerrados y la impotencia; el corazón que se rompe, que se despedaza en mil recuerdos rotos; y los ojos que no aceptan lo que ven; la voz que sigue llamando a la madre aunque sabe que está muerta.
—¿Madre...?
El tren se detuvo en una parada y varias personas se apearon. Otras tantas entraron al vagón, casi repleto, pero nadie se sentó junto a él, debía de ofrecer un aspecto lamentable. Lo observaban, notó las miradas clavadas en la nuca, oyó que alguien susurraba algo y los odió a todos, pero ellos no tenían la culpa de nada. Y otra vez la bocina, y los motores que se ponían en marcha, el paisaje perdiéndose en las ventanas y los ojos que descuidan el interés por él.
Se enjugó las lágrimas, y apretó su mochila negra contra el pecho, como queriendo protegerla. El tiempo se desvaneció en las escenas cambiantes que vislumbraba a través del cristal, montañas, árboles y bosquejos que parecían despedirse de él, pero era él el que se despedía de todos ellos. El muchacho había muerto, había nacido el hombre.
No era un trayecto largo, pero el ferrocarril se movía a una velocidad tediosa: no le importaba, no tenía prisa por llegar a ningún lugar. Las vías se internaban en túneles atravesando las entrañas de los montes, y ni tan solo cuando el tren se deslizaba en la oscuridad el muchacho parpadeaba, continuaba estático, la vista perdida en la negrura de los vidrios. La línea ferroviaria lo llevaba lejos de lo que había sido su hogar, en su idea insensata de escapar de su pasado. No sabía que el ayer siempre vuelve, que el ayer siempre persigue y persevera, no sabía que la distancia no es más que tierra de por medio.
—Disculpe. ¿Se encuentra bien?
El bar estaba repleto, el olor a cigarrillo barato lo impregnaba todo. La camarera le dirigió una expresión de impaciencia.
—Una cerveza por favor —se limitó a responder.
Ahora él estaba del otro lado de la barra, del lado de las miradas carcomidas y recelosas, de los ojos consumidos por tiempos poco amables y punzantes: los tiempos que le había tocado vivir. Era casi paradójico, se estaba convirtiendo en lo que siempre había detestado, en aquello que siempre había temido y despreciado con tanto ahínco.
A sus espaldas la puerta se abrió, y la brisa nocturna le llegó hasta la nuca envolviéndolo en el abrazo de un frío recuerdo, el de un vagón que se abrió en una parada sin nombre. Su memoria guardaba el momento como si de ayer mismo se tratase, la madre y la hija, los viajeros curiosos, y su rabia contenida, su ira contra el mundo. La mochila negra apretada contra su pecho, en ella llevaba todo cuanto le quedaba, y sus manos temblorosas mientras se levantaba de su asiento y se apeaba del tren.
Ya nadie lo observaba, pero él seguía sintiendo que tras de sí todo el vagón permanecía vigilante. Dio un traspiés y la bolsa salió volando, la mochila negra donde guardaba todas sus pertenencias. Al caer se hizo daño en las rodillas, probablemente tuviese sangre, pero no se paró a lamentarse, solo quería recuperar sus cosas. Sus brazos se perdieron en una marea de piernas, pertenecientes a aquellos que atravesaban la estación en su frenético ajetreo. Estaba asustado, había perdido de vista la bolsa tras los pies de un hombre trajeado; sus zapatos negros brillantes como ningunos otros. Se levantó, la vista todavía clavada en el suelo, cuando una voz le instó a alzar la mirada.
—¿Te has hecho daño?
Vio la mano tendida hacia él y algo se le removió en el estómago, estaba demasiado sensible y un gesto amable le afectaba más de lo habitual. Se limpió las palmas en los pantalones antes de saludar al hombre, que lo recibió con la más amplia de las sonrisas y su mochila negra suspendida del otro brazo.
—¿Qué llevas aquí que guardas con tanto recelo muchacho? —era una pregunta retórica, en un segundo se hallaba escarbando en el interior del zurrón—. Pero qué tenemos aquí. ¿Te gusta la fotografía?
No le agradaba que manejasen su cámara, pero estaba demasiado cansado como para protestar, el hombre se puso el aparato en las narices y empezó a toquetear el enfoque, al parecer sabía lo que hacía.
—¿Me dejas? —no le dio tiempo a contestar, el tipo se dio la vuelta y sacó una instantánea del tren—. Ten, tienes una buena máquina chaval.
Su forma de hablar hizo que lo mirase con más detenimiento, en realidad era más joven de lo que en un primer momento le había parecido, no llegaría siquiera a los treinta.
—¿Cómo te llamas chico?
—Esteban, Esteban Belmez.
Y una vez más volvía al bar y al estruendo que causaban sus ocupantes. No sabía por qué motivo su cabeza viajaba a aquellos recuerdos. ¿Cuanto hacía, diez, doce años? Ya era hora de olvidar, sorbió un buen trago de su cerveza recién pagada y la dejó caer sobre la mesa con un estruendo. «Latas de cerveza vacías», lo atormentó su pensamiento como en un sueño, «un plato roto en la alfombra, y unas llaves tintineando en la cerradura, las llaves de...».
Llegó a la calle donde vivía algo más sobrio que de costumbre. Se había marchado del pub sin terminar la última consumición. ¿Qué clase de farsa era aquella? Ya estaba bien de castigarse, al menos por aquella noche. Vio la silueta escurrirse bajo un coche, era un gato negro, de aquellos de sus fotografías; si hubiese llevado la cámara le hubiese sacado un retrato. Se acercó al portal con desgana y buscó las llaves en los bolsillos, el animal maulló a sus espaldas y una voz retumbó en su cabeza; le extrañó que no fuese la suya: «Me preguntaba si serías uno de esos... el tipo de gente que dice apasionarse por un animal y luego no tiene ninguno en casa...».
—¿Quién me manda... ?
Dio media vuelta en busca del gato, murmurando entre dientes, y allí estaba, a menos de dos pasos de él, sentado en el suelo y observándolo con total parsimonia. Esteban se agachó y lo llamó con siseos y extendiendo la mano derecha, y el animal se acercó con movimientos señoriales, como si comprendiese que acababa de ganarse el cielo.
—Vamos, ven aquí, estás de suerte pequeñajo.
Lo cogió y él se dejó hacer. El fotógrafo, a pesar de todo, sabía manejarse bien con los animales, siempre le habían gustado.
—¿Cómo te vas a llamar? —le inmovilizó con una mano las patas delanteras y con otra las traseras, y lo puso panza arriba para ver si era gato o gata—. Casiopea, te vas a llamar Casiopea —dibujó una sonrisa en los labios.
Cinco minutos más tarde estaban compartiendo lo que quedaba en la nevera, un paquete de salchichas de Frankfurt, crudas, como a él le gustaban. A Casio no le parecieron tan sabrosas, y tuvo que darle algo de jamón york en lonchas. Acababa de llegar y ya era el ama de la casa, después de tragar delicadamente los trocitos de fiambre se relamió, y a los pocos segundos estaba encima de la cama ronroneando y haciendo monerías. Era graciosa, y aquella noche hizo que se sintiese menos solo.
Se acostó, extrañado por la asombrosa habilidad que tenía para desvestirse, hacía muchos sábados que no llegaba tan sereno a casa, es más, no recordaba la última vez. Se sintió reconfortado, era como ganarle una pequeña batalla al alcohol, tan detestable y necesario en su vida. Dios, entre semana no bebía ni una gota... ¿Por qué era incapaz de hacer lo mismo en vísperas de festivo? Casio pareció comprender su desasosiego y se acercó a hacerle unas caricias, habían conectado a la perfección desde el primer momento.
La luz de la luna se colaba por las ventanas, iluminando sectores de pared repletos de fotos: sus fotos. Aquel mural de imágenes era mucho más de lo que en realidad parecía, cada instantánea significaba algo muy especial para él. La primera era aquel tren detenido en el andén, gente anónima entrando y saliendo; ni siquiera la había hecho él, pero significaba el comienzo, el comienzo de todo cuanto era y cuanto había deseado ser. Era la imagen que debiera representar un nuevo inicio, aunque en realidad, lo único que le inspiraba era culpabilidad, la de alguien que dio la espalda a su propio pasado. Después había muchos retratos de gatos, le fascinaban porque como él, estaban obligados a la supervivencia en un terreno que cada vez se parecía menos a su hogar, eran criaturas realmente asombrosas, independientes, casi orgullosas. Un perro es servicial por naturaleza, leal y cariñoso, pero un gato... a un gato no te lo ganas así como así.
Casio empujo las mantas con el morro y él dejó que se metiese entre las sábanas junto a su brazo. Desprendía un calor agradable, un calor que hacía mucho tiempo que había olvidado y le provocó un dulce sopor. Siguió mirando sus cuadros: aquellos felinos, en su alocada idea de lo que era el verdadero arte, representaban todos los valores que un hombre podía admirar. Esteban era fácilmente herido en su dignidad, sentido, y eso hacía que conectase especialmente con aquella clase de animales. Entre todos ellos, había una foto algo más grande que las demás: era Sirius, el gato más inteligente que jamás había conocido.
Lo encontró en la calle, en una noche cerrada de frío invierno, el pobre estaba empapado y famélico, al borde de sus fuerzas, y lo llevó consigo a casa para curarlo. El gato blanco y negro de raza europea apenas comía, solo quería esconderse, que lo dejasen en paz, y Esteban comprendió lo que en realidad le ocurría. Hasta entonces no había congeniado demasiado con los animales, pero cuando entendió el sentimiento de aquel pobre gato harapiento, se le rompió el corazón. Quería estar solo, estar solo para que nadie lo viese morir. Esa fragilidad, ese honor, esa determinación, hicieron que el fotógrafo nunca mirase igual a un felino, aprendió a amarlos y, por encima de todo, a respetarlos.
Aquella misma noche tomó la determinación de no dejar que muriese, aquel animal merecía la vida más que muchas de las personas que él había conocido. Le dio de comer con una jeringuilla de plástico e hizo que bebiese de igual modo. El animal, demasiado cansado para quejarse, se dejaba hacer. Pasaron la noche en vela, una noche silenciosa únicamente perturbada por la música de la lluvia, y cuando a altas horas de la madrugada el cielo se despejó, Esteban vio la enorme estrella brillando en lo alto. Conocía su nombre, era la más brillante del cielo nocturno vista desde la tierra, un lucero ominoso que parecía desafiar al propio firmamento desde las alturas. Así fue como su compañero recibió un nombre digno de su valía: Sirius.
Contra todo pronóstico el animal sobrevivió, y Esteban supo ver en sus ojos. Había agradecimiento, admiración, y allí, en la misma cama en que ahora descansaba, le había tomado aquella enorme fotografía, la primera de su más valiosa colección. Después de esa vendrían muchas más, pero ninguna igual. Cada uno de los animales que retrataba tenía su propia personalidad, algo que la mayoría de las personas ignoraba.
El día que Sirius murió, ya de viejo, no fue a esconderse. Esteban lo acarició mientras encima de su sofá y arropado por las mantas, el gato se despedía de la vida. El animal se había ganado la más digna de las partidas, pero el hombre había ganado mucho más, el honor de acompañarlo en el último viaje que habría de emprender. Juntos lloraron el adiós, y Esteban, como siempre, en su particular interpretación de todo cuanto zarandeaba su vida, sintió que dentro de él algo cambiaba para siempre.
El sueño se lo llevó aquella noche con una sonrisa en los labios, el calor de Casio lo reconfortaba y le hacía recordar la clase de hombre que era. Él era Esteban Belmez, el fotógrafo freelance, incorruptible por testarudo y débil por bondadoso. Le gustaba ser así, siempre le había gustado. La noche lo entregó a su cansancio arropándolo en un manto de satisfacción, la luna menguante continuó desplazándose en el cielo como por arte de magia, alumbrando una a una todas aquellas fotografías magníficas, las de un genio incomprendido que además de en sueños seguía soñando en vida.
Allá, en lo alto, anclada en la cima de una enorme atalaya imaginaria, e incandescente como el más ancestral de los fuegos, ardía fulgurante la más grande de las estrellas, la que habría de recordarle que hasta en el cielo, hay astros que deslumbran con más pureza que otros.