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DE CÓMO CANALIZAR LA FUSTRACIÓN
—No podemos saber con seguridad si sigue el tratamiento. Se ven casos a diario, enfermos que no toman su medicación y acaban haciendo una locura.
—Belmez, yo siempre he hecho lo que he podido por ayudarla, cuando la he tenido cerca. Si bien ahora es verdad que únicamente puedo confiar en ella.
—¿Confiar en ella? No se puede confiar en alguien en el estado de Aristea, es casi como jugar a la lotería.
—¿Y qué quiere que haga? ¿Me lo va a decir usted, señor Belmez, o va a limitarse a seguir poniendo en tela de juicio mis métodos?
—Lo siento, no pretendía ofenderle. Solo le estoy diciendo que me preocupa, y que deberíamos pensar algo al respecto.
—Mire señor Belmez, le voy a ser totalmente sincero. Creo que puedo confiar en usted —Esteban se sintió regocijado con aquel inesperado vuelco—. Me preguntaba si habíamos tenido quejas... pues bien, en una ocasión los familiares de un paciente trajeron con ellos a un niño. No es algo demasiado raro que traigan a los nietos de nuestros residentes cuando vienen de visita, aunque por supuesto desde aquel día nos encargamos de que Aristea no entre en contacto con ellos.
—¿Qué es lo que hizo?
—Los familiares se dieron cuenta de que el niño había desaparecido. Al principio pensamos que era una chiquillería, que andaría escondido en cualquier rincón del preventorio. Pero pasaron las horas y no aparecía por ningún lado. Por aquel entonces yo ni siquiera sabía que Aristea se medicaba y no me di cuenta siquiera de su ausencia, dado el revuelo que se había montado en torno a la desaparición del crío.
»Todos dejamos lo que estábamos haciendo para buscar al chico, incluso los ancianos que podían valerse por sí mismos ayudaron en la búsqueda. Yo mismo convencí a los padres de que no llamasen a la policía, queriendo preservar el buen nombre del centro, pero me daba cuenta de que de no aparecer pronto el crío, esta sería la opción más razonable.
—¿Cuánto tiempo pasó?
—Algo más de tres horas. Puede parecer poco, pero para unos padres desesperados eso es mucho tiempo. Ya habiendo agotado todas las posibilidades fue que tuve la idea de bajar al sótano, y allí los encontré.
—¿Qué estaban haciendo?
—Nada.
—¿Nada?
—El crío estaba llorando, y ella estaba sentada en las escaleras bloqueando la única salida. Simplemente mirándolo, sonriente, como si estuviese presenciando algo muy divertido.
—Dios... ¿y qué hizo?
—Por supuesto mi intención fue despedirla, pero primero traté de apaciguar a los padres del chico. No le conté a nadie lo que había visto allá abajo, esperando que ella pudiese darme una explicación razonable a lo que había pasado, y fue entonces cuando me contó su historia, empujada por un fuerte deseo de no perder su trabajo —Hernán suspiró, le costaba regresar a esos extraños recuerdos—. Yo recordaba haber sabido de su caso por la prensa, y fui incapaz de dejarla ir.
—¿Por qué me cuenta esto?
—Le cuento esto porque quiero que entienda que al igual que usted, yo también dudo. Pero creo que Aristea ya ha sufrido demasiado, creo que sería injusto juzgarla de antemano, sin tener conocimiento de que haya hecho nada realmente punible.
Esteban titubeó. Quizá, después de todo, Hernán tuviese razón, y Aristea no presentaba un peligro real para nadie.
—¿Cómo lo hace? ¿Cómo hace para confiar en ella tan plenamente?
—Se llama fe señor Belmez. Tengo fe en ella, y no se cómo, pero estoy seguro de que logra canalizar su fustración de alguna forma.
Aristea se detuvo. Le faltaba el aliento y tenía la impresión de que ya nadie la perseguía. El coche estaba cerca, y trató de serenarse entretanto caminaba azorada hacia él, sintiéndose observada por todo aquel con quien cruzaba su paso.
Subió al Volkswagen y arrancó a toda prisa. El motor diésel rugió y tras meter la primera marcha, salió de allí dejando una estela de miedo a su paso. Estaba nerviosa, todavía temerosa de aquellos que querían darle caza, y aceleró al coger la carretera que habría de conducirla hasta su casa, el único lugar donde podía sentirse realmente a gusto.
Los árboles eran testigos de su paso, meciéndose con el viento a ambos lados de la vía. Y la grava suelta del asfalto, maltratado por los años, hacía que las ruedas patinasen ligeramente en cada curva, tal era la velocidad que ella imprimía al acelerador del coche.
El sol se colaba entre las ramas quejumbrosas provocando un espeluznante efecto de luz, unos rayos luminosos que se filtraban a duras penas entre la frondosidad de las copas, alumbrando trechos aleatorios de carretera y dotando a esta de un aspecto fantasmagórico a pesar de que era totalmente de día.
El vehículo escapó de este juego de luces y sombras para internarse en un camino particular, más despejado en las alturas, pero cubierto de maleza y sin asfaltar. Pronto, Aristea avistó las puertas de su hogar y pudo respirar tranquila.
Detuvo el coche y entró a la casa como llevada por el demonio, tal era su estado de ánimo. Anduvo a través del pasillo hasta el comedor, y allí dio de bruces con el baúl, aquel baúl repleto de muñecas de porcelana inertes, de tez pálida y blanca como la misma muerte, que como si aguardasen su llegada le ofrecían su mejor sonrisa forzada, toda ella hecha de colorete y artificialidad.
Empujó el baúl con fuerza y las cabezas de las muñecas golpearon unas con otras en un sonido sordo. Arrastró el pesado arcón aún más, y a medida que lo hacía se descubrían unas líneas en el suelo, marcas del ir y venir de aquel robusto mueble de madera. Al fin, cuando hubo empujado lo suficiente para ver el secreto que allí se escondía, cesó sus esfuerzos y se permitió un pequeño receso para respirar.
Caminó entonces a su habitación, y de un pequeño cajón extrajo unas medias marrones, algo desgastadas por el uso. Volvió sobre sus pasos poniéndoselas en la cabeza, y se plantó una vez más frente al baúl y su secreto descubierto. El reflejo, en una de las ventanas, de su rostro guarecido tras aquella malla, le resultó desconocido, como si nunca hubiese visto a aquel que se escondía tras ellas.
Una vez más miró aquello que se descubría bajo el arcón. Allí guardaba sus juguetes rotos, los únicos que querían jugar con ella.