15

EXTRAÑAS REVELACIONES

 

 

 

La llamada lo cogió de improvisto. Sentado en el sofá-cama de su apartamento, cerca de aquel buda que hacía las veces de puff. Esteban dio otro mordisco a su sándwich de pavo, que había sido ligeramente aderezado con aceitunas rellenas y papas. La televisión estaba conectada, aunque él no le prestaba demasiada atención, simplemente la tenía de fondo para amortiguar las evidencias de su voluntaria soledad.

El telefonazo normalmente le hubiese malhumorado, pero era ya miércoles y los efectos de la resaca habían desaparecido por completo. Sin dejar que sonase dos veces, alargó el brazo y se hizo con el interfono del aparato, tragando el último bocado antes de contestar con el paladar aún repleto de restos.

—¿Si?

—Esteban, tienes que venir a la redacción.

—¿Qué ocurre?

—Nos has metido en un buen lío.

Alcanzó el mando a distancia de la tele y bajó el volumen hasta un nivel apenas audible.

—¿Qué clase de lío?

—Ha llamado Hernán Ramos, el director del preventorio.

—Sí, sí, sé quién es. ¿Qué pasa?

—Estaba histérico, dice que te comunicó expresamente que no publicaras una foto de las que hiciste.

—¡Ah! Bueno, aquella imagen de los ancianos. No veo que pueda tener de ofensiva —se llevó el sándwich a la boca.

—¿Entonces es cierto?

—¿Cierto el qué?

—Que te pidió que no hicieses la foto.

—Si, pero ya estaba hecha. ¿Qué podía hacer yo?

—¡Deja de comer, esto es serio Belmez!

—Está bien, está bien... Llamaré para disculparme. ¿Puedo acabarme el sándwich?

—Más vale que lo hagas, y de manera convincente.

—¡Pero por el amor de Dios! ¿Qué es lo que te ha dicho?

—No lo se... mencionó algo de un suicidio.

—¿Un suicidio? ¿Pero qué está pasando aquí? Esto no tiene ni pies ni cabeza.

—Por eso quiero que llames y te enteres de lo que ocurre. Probablemente sea una tontería pero no quiero que involucren al periódico en nada así.

—¿En nada cómo?

—Todo esto me recuerda a la persecución de los paparazzi a Lady Di.

—¿Lady Di? Por Dios Jorge no saquemos las cosas de madre. Yo no he perseguido a nadie.

—Lo sé, lo sé... esto parece demasiado incluso tratándose de ti.

—Vaya, ahora tendré que darte las gracias, muy amable. Además, y sin ánimo de ofender, la mayoría de esos viejecitos tenían ya un pie en la tumba.

—¡No, no! No ha sido un anciano. La del suicidio ha sido una chica, una trabajadora del centro.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

La imagen le sobrevino de pronto, aquella joven de la fotografía, sus ojos oscuros y sus cabellos negros y lacios, la expresión indefinible de su rostro y su postura tan poco estudiada, su vestimenta sencilla y su inverosímil capacidad para haberle pasado desapercibida cuando sacó la instantánea.

—No lo sé Esteban, eso es lo que me gustaría averiguar.

—Espera, espera. ¿Dijo quién era la chica? —la posibilidad de que fuera ella se le presentaba horrorosa.

—Pues no, no dijo nada. Será alguna de las que aparece en las fotos. Ahora que lo dices le oí mencionar un nombre exótico. Casiopea, o algo por el estilo.

—¿Casiopea?

—Joder, ya te he dicho que no lo sé, estamos perdiendo el tiempo.

—Tienes razón, voy a llamar a ver qué demonios pasa, pero tú haz el favor de tranquilizarte. Luego te llamo.

—Será lo mejor. Hasta luego entonces.

—Adiós, ya te digo algo.

Colgó el teléfono, atónito por cómo se había desarrollado la conversación. Era lo último que hubiese esperado después de escuchar las primeras palabras de Jorge Granados, director del periódico Urbe. Encendió su ordenador portátil y buscó en internet el número del Preventorio, que para su sorpresa tenía página web propia. Marcó los nueve dígitos sin más dilación y su móvil comenzó a emitir los primeros tonos de llamada.

—Residencia del Preventorio le atiende Susana. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenas tardes, ¿podría hablar con el director?

—Veré si está disponible. ¿Quién le digo que llama?

—Esteban Belmez, el fotógrafo. Él sabrá quién soy.

—De acuerdo. Espere un segundo si es tan amable.

Una tediosa versión del Aleluya de Haendel lo entretuvo durante el minuto largo que estuvo aguardando. Después la voz de la mujer volvió a sonar al otro lado del hilo.

—¿Señor Belmez?

—Sigo aquí.

—Mire, el señor Ramos no puede atenderle en estos momentos.

—Entiendo... ¿puedo llamar más tarde?

—Si le soy sincera no creo que hoy vaya a poder hacerse con él.

—Ya veo, solo quería mostrarle mis condolencias por lo de esa muchacha —improvisó.

—¡Ah! No se preocupe, Aristea está mucho mejor. Con lo guapa que ha salido en el periódico... es una lástima.

—¿Aristea? ¿Es la chica de la foto del patio?

—Si. Ya está en planta, le han abierto el régimen de visitas.

—Dios, yo pensé que estaba muerta.

—Si, todos estábamos muy asustados, la verdad es que debemos dar gracias por cómo han ido las cosas, después de todo.

Se hizo un silencio breve.

—Señor Belmez. ¿Sigue ahí?

—Sí, sí, disculpe. Es que la noticia me ha cogido por sorpresa... no esperaba que mejorase tan pronto.

—Pues ya le digo, no se preocupe que la chica está estable. Yo misma transmitiré su interés al señor Ramos, si así lo desea.

—No será necesario. Pasaré a verlo en otro momento.

—Como quiera. ¿Desea algo más?

—A decir verdad, me gustaría hacerle una pregunta.

—Usted dirá.

—¿Cómo ocurrió todo? Quiero decir... ¿cómo intentó suicidarse?

—Según tengo entendido se abrió las venas dentro de la bañera —afirmó con voz severa—. Podría haber sido una desgracia.

—Dios —la imagen del cuerpo desnudo de la joven en su propio baño de sangre lo perturbó—. ¿Sabe qué motivos podría tener para hacer algo semejante?

—Mire señor, eso ya sería meterme en camisa de once varas. No puedo responderle a esa pregunta.

—No se preocupe, lo comprendo. Ya hablaré de eso con Ramos.

—Eso mismo iba a sugerirle.

—Gracias por su atención señora, me ha sido de gran ayuda —zanjó cordialmente Esteban.

—No hay de qué, que pase una buena tarde.

—Igualmente, hasta luego.

Estaba más desconcertado que antes, si cabe. ¿Qué llevaría a una joven tan guapa como aquella a querer quitarse la vida? Y todavía peor, ¿qué relación podía tener eso con los fotografías que se habían publicado en el periódico? O era muy corto de miras o aquello no tenía ni pies ni cabeza, era un auténtico disparate.

Escribió un mensaje de texto y lo envió al móvil de Granados: «No prendas fuego a la redacción, la chica no está muerta. Cuando sepa algo más te llamo». Después se acabó su sándwich de pavo, las papas no estaban siquiera crujientes.

Miró su reloj de pulsera, eran algo menos de las siete, y pensándolo bien no tenía nada que hacer en casa. Además, estaba más animado de lo normal y le sentaría bien un poco de aire fresco. Pensó en coger el Renault pero no había pagado el seguro ni pasado la ITV, así que buscó las llaves de la Lambretta, una moto tipo Vespa de los sesenta que aunque tampoco había pasado la inspección al menos sí tenía seguro obligatorio, y resultaba algo más discreta, o eso pensaba él.

Embutido en su chaqueta de piel de imitación, Esteban recorrió de nuevo la sinuosa carretera que habría de llevarlo hasta el preventorio. El otoño ya estaba bien entrado y el aire dejaba caer soplos invernales que anunciaban la estación próxima. Cada vez anochecía más pronto, y el ascenso a la montaña fue perpetuado esta vez en una palidez azul sobrecogedora.

Ya casi había llegado. Pasó por el lugar en que la vez anterior estaba aparcado el Volkswagen azul, y continuó hasta tomar el camino de tierra y toparse con el veterano, aquel árbol gigantesco que parecía observarlo todo desde su melancólica caída de las hojas. Cuando bajó de la motocicleta y se quitó el casco, recordó cómo aquel anciano de rojo se había abrazado al tronco, y no pudo evitar acariciar la corteza al pasar de largo. El edificio se mostraba opulento en los tonos grisáceos del crepúsculo ya consumado, y no se veía un alma, parecía una casa encantada.

Pronto se halló en el corredor principal. Los tubos halógenos alumbraban de forma intermitente el hall, que se perdía a izquierda y derecha. Esteban recordaba el camino a la sala de juegos, y puso rumbo a ella. Al acercarse a la puerta pudo escuchar una vocecilla que escapaba del interior y entró con cuidado, no queriendo interrumpir. Para su sorpresa, allí solo había una mujer, y no parecía tan mayor como para ser una interna. Sentada en la mesa del bingo, hacía rodar el bombo sin cesar, mientras recitaba de carrerilla un discurso ininteligible.

—... todas las mujeres, y... fruto... vientre...

¿Estaba rezando? Esteban captaba palabras sueltas, pero aquello le sonaba vagamente al Ave María. Se acercó con suma delicadeza.

—Señora. ¿Se encuentra bien?

Pero la mujer lo ignoraba, seguía a lo suyo haciendo girar el bombo como en estado de trance, sus palabras enturbiando más la escena, si eso era factible.

—¡Hijo! ¡Ha venido a verme! —se dirigió a él de pronto, los ojos iluminados y la manivela todavía girando.

Esteban sintió que alguien lo observaba. Desvió la mirada y reconoció a Ramos junto a la puerta que daba al patio. El director le indicó con un gesto que le siguiese la corriente a la señora, y él titubeó un instante sin saber qué hacer.

—Sí madre... He venido a verla. ¿Cómo se encuentra?

—Javier. ¿Por qué nunca vienes a visitarme? Te estaba esperando. He hecho ese arroz que tanto te gusta.

Un brillo sobrecogedor apareció en sus ojos, como si en algún lugar recóndito de su cabeza, la mujer fuese consciente de su propia farsa. A Esteban no se le daban bien aquel tipo de situaciones, estaba rígido, y Ramos lo azuzaba con señales desde el otro extremo de la habitación para que continuase.

—Su arroz es el mejor del mundo madre —trató de salir del atolladero—. No sabe cuántas ganas tenía de comer un plato con usted.

La mujer enmudeció en un semblante de extrañeza.

—¡Tu no eres mi Javier! ¿Quién eres? ¿Quién eres?

Esteban imploraba para sus adentros que el director interviniese, y al fin este pareció compadecerse de él.

—Venga señora Julia, acompáñeme. La cena está servida —la ayudó a levantarse—. Hoy tenemos un rico puré, ese que a usted le gusta tanto.

—No me gusta el puré —se quejo ella, todavía observando a Esteban.

—Claro que sí, ya verá, esta vez ha salido mejor que ninguna otra. Está exquisito.

Su rostro se desfiguró en una mueca de poco convencimiento. Resultaba graciosa después de todo. Ramos sonreía, una cuidadora entró y se llevó a la anciana con toda la paciencia del mundo, a pasos lentos y descompasados. Por ende, únicamente quedaron ellos dos.

—Tiene vocación. Con un poco de esfuerzo sería un buen voluntario.

—Quizá, vine porque oí que había una vacante.

Aunque no lo había dicho pensando en Aristea, Ramos lo interpretó así. Su expresión se hizo gélida. Desde el luego el comentario no había estado muy fino.

—¿A qué ha venido?

—Dígamelo usted.

El director pareció plantearse si continuar la conversación o despacharlo sin más.

—Siéntese —le indicó una silla con la mano diestra, para luego hacer él lo propio y tomar asiento justo enfrente.

—¿Y bien?

—Le dije que no publicase esa fotografía. ¿Por qué lo hizo?

—No vi nada malo en ello. Sinceramente.

—Pues mire por dónde señor Belmez, su desfachatez ha estado a punto de provocar la muerte de una persona.

—Pero bueno esto es absurdo... no veo cómo pueda estar relacionado lo uno con lo otro.

—Ahí le doy la razón en parte, debí haberle explicado mejor las circunstancias que han desembocado en esto.

—¿Cuáles son? —espetó Esteban a la defensiva.

—Le mentí en cierto modo, el otro día cuando tomó la foto —le estaba costando abrirse, pero eran notorios sus esfuerzos—. No eran los ancianos quienes me pidieron no aparecer en el reportaje.

—Fue ella —se adelantó el fotógrafo, y Ramos asintió con la cabeza.

—¿Recuerda que no era yo quien tenía que recibirles inicialmente?

—Pues no, la verdad es que no estaba muy puesto en el tema.

—Da lo mismo. Había discutido el tema con ella días antes, y no sabe lo testaruda que puede llegar a ser cuando quiere. Como siempre, al final acabé cediendo y les atendí personalmente, pero debió haber sido ella quien los guiase por el centro.

—Nadie diría que es usted el jefe.

—Eso es lo de menos. El caso es que a ella nunca le ha gustado relacionarse con la prensa, y mucho menos aparecer en ella. Tenemos la misma discusión cada vez que se nos presenta una ocasión parecida.

—¿Y es eso motivo suficiente para suicidarse?

—Para ella si —aseveró el doctor—. Mire, usted no lo entiende y no le culpo por ello. Aristea sufre de depresiones, algo que para usted no tiene importancia para ella puede magnificarse hasta cobrar una importancia tremenda.

—¿Aparecer en un periódico? —replicó incrédulo.

—Sí, aparecer en un periódico. Por increíble que le parezca.

Ambos se estudiaban minuciosamente, sus posturas eran demasiado distantes como para hallar consenso, y una vez más fue Ramos quien buscó suavizar el tema.

—No espero que lo comprenda señor Belmez, pero es la verdad.

—Me es difícil creerle. Ahí hay algo más, y usted lo sabe tan bien como yo. Además, usted mismo ha dicho que discutieron por el tema, si sabe que le afecta tanto... ¿por qué no se lo pidió a otro?

—Pues precisamente por intentar ayudarla a superar ese trauma, es algo superior a ella. Y por supuesto que hay más, pero esa foto fue el detonante, se lo aseguro.

—Quizá debiera preguntárselo a ella. Así acabaremos con esta discusión inútil.

—Es libre de hacerlo, aunque le aconsejaría dejar las cosas como están. No ganaría nada.

—Dígame una cosa. ¿Por qué es tan proteccionista con ella? No acabo de entenderlo. Después de todo es una trabajadora más. ¿O me equivoco?

Esteban acababa de dar con el punto débil de Ramos, que se revolvió en su silla ofendido.

—¡Por supuesto que Aristea no es una trabajadora más! Puede preguntarle a quien quiera del centro. Aristea es la mejor cuidadora que hemos tenido nunca. Todos aquí la adoran y la admiran.

—¿No afectan sus depresiones al trabajo? Es difícil imaginar que una persona tan inestable sirva para esto.

—Se equivoca otra vez señor Belmez, este sitio es perfecto para ella. Aquí no sufre esos achaques, no podría haber un entorno más propicio para ella, y si la conociese sabría que estoy en lo cierto. La residencia la ayuda de la misma forma que ella ayuda a los ancianos, es algo recíproco.

Esteban estuvo a punto de reír.

—Perdóneme, y sin ánimo de ofender. Pero me da la impresión de que están todos locos. No sé por qué demonios ha llamado a mi periódico para causarme problemas. De verdad que no lo entiendo.

—Estaba furioso, eso es todo.

—¿Lo ve? Eso sí me lo creo. ¿Por qué no se sincera de una vez y me cuenta lo que está pasando?

—Ya lo he hecho. Si no le convence es problema suyo.

—Mira Hernán, y permíteme que te tutee. Ni siquiera el suicidio tiene sentido. ¿Cómo se supone que una persona se corta las venas en la bañera de su casa y sobrevive? ¿Salió a ponerse un esparadrapo?

Por un momento el director quedó reflexivo, probablemente intentando discernir de dónde había sacado aquella información.

—No tendría por qué darte explicaciones, pero la encontró una vecina.

—¿Entró a pedir sal?

—¡Pues no! ¡Mira por dónde! Resulta que su marido estaba pegándole una paliza, y encontró a Aristea moribunda cuando trataba de refugiarse en su casa, como había hecho tantas otras veces.

Esteban aseveró el gesto, borrando de su semblante el sarcasmo y la ironía.

—Puede comprobar la denuncia si quiere. La mujer corrió a casa de Aristea en busca de ayuda. No tenía a dónde ir y ella la había ayudado varias veces. Además, como nunca sale por las noches sabía que estaría allí. ¿Le convence esta historia? —había furia en su mirada—. Llamó al timbre y aporreó la puerta sin obtener respuesta, lo cual le pareció muy extraño, teniendo en cuenta que había varias luces encendidas. Y entonces, gracias a Dios, y no me importa si fue buscando cobijo o queriendo ver qué pasaba, decidió entrar por la ventana de la cocina, que no estaba bien cerrada.

Belmez examinó con cautela los ojos de Hernán, y parecía decir la verdad. Había emociones impresas en cada una de las palabras que desgarraban su garganta.

—En su declaración, la vecina afirma haber entrado al aseo en busca de algo con que desinfectar sus propias heridas. Y allí encontró a Aristea, bañándose en su propia sangre. ¿He de ser más explicito, o ya se hace una idea?

Esteban había palidecido. Los detalles de la narración habían acabado por convencerlo muy a su pesar, y le producía una sensación macabra tratar de recomponer los sucesos. La pregunta seguía siendo la misma. ¿Qué? ¿Qué arrastra a una joven a hacer algo semejante?

La charla pasó a ser algo más distendida, y aunque no acababan de cuajar las piezas del rompecabezas, ya no recelaba tanto sobre Hernán. A pesar de que sonaba raro, siguieron tuteándose.

—¿Entonces vas a tomar algún tipo de represalias contra mí o el periódico?

—Claro que no. Cuando llamé a la redacción estaba algo nervioso, nada más.

—Te lo agradezco, no creo que llegases a nada, pero me ahorraras más de un quebradero de cabeza.

El director esbozó una sonrisa, se había relajado considerablemente tras soltarlo todo. Belmez volvió a dirigirse a él.

—¿Y cómo está ella?

—Saldrá del paso, había perdido mucha sangre pero lograron reanimarla. No se cuántos litros fueron, pero tengo entendido que necesitó una transfusión importante.

—¿Está consciente?

—Si, pero no quiere hablar con nadie. Supongo que estará avergonzada. Permanecerá unos días más en observación, los médicos tienen miedo de que vuelva a hacer una locura.

—¿Qué crees? ¿Volverá a intentarlo?

—Me gustaría poder decir que no, pero no lo sé...

—Oye, te pido disculpas por lo de antes, suelo ser así de escéptico por costumbre.

—Aceptadas, a decir verdad mi llamada al periódico tampoco estuvo muy acertada.

—No te preocupes, hablaré con Jorge y se le pasará el enfado. Por otra parte, si puedo hacer algo para reparar el daño ocasionado no dudes en decírmelo. Nunca imaginé que una foto causara tanto revuelo. Ojalá mis exposiciones generaran tanta controversia.

—¿Has expuesto alguna vez?

—Poca cosa, es un mundo difícil. La gente que decide lo que es arte hoy en día hace demasiado tiempo que lleva corbata, pero el arte está en las calles.

—Si montas algo dame un telefonazo. Tengo curiosidad por ver lo que haces.

—Eso está hecho.

Por un momento volvió a mirar a Ramos con recelo, su cambio de actitud era un tanto exagerado. ¿Ahora se interesaba por su trabajo? No obstante nada alimenta más la vanidad de un artista que el interés de un desconocido, y Esteban optó por darle un voto de confianza.

—Estoy peleando por conseguir un hueco en alguna galería importante.

—Te deseo suerte —el director se levantó, estaba claro que quería dar por terminada la tertulia.

—Gracias.

Estrecharon las manos, y bajo esa amabilidad por parte de ambos había algo ficticio. Por mucho que se esforzaran, sus personalidades seguían chocando.

—¿Crees que debería ir a verla? —preguntó Esteban una vez en el pasillo.

—No, la verdad es que no lo veo muy apropiado.

La mujer que había estado dando vueltas al bombo del bingo merodeaba por el hall. Ramos aprovechó para cambiar de tercio.

—Ya está otra vez. La gente no sabe hasta dónde puede llegar el alzheimer. ¿La ve? Dentro de nada probablemente vuelva a sentarse en la mesa de juegos.

—¿Por qué lo hace?

—Sus hijos dicen que ha sido muy binguera toda la vida. La enfermedad le ha hecho olvidarse de ellos, de sus nietos y de aquellos que fueron sus amigos. Pero eso no es lo peor, Julia no recuerda cosas elementales como comer o lavarse. A veces hace un amago de levantarse pero no se mueve de la silla, como si no supiese andar, y se mira los pies preguntándose qué pasa. No obstante siempre recuerda ir a la mesa a jugar al bingo, resulta casi cruel.

—Venga aquí señora Julia, ya ha paseado suficiente por hoy —Ramos la cogió del brazo—. Es hora de ir a la cama.

Esteban miró el reloj, eran algo más de las nueve. El director captó su extrañeza.

—No todos se acuestan a estas horas, los que se defienden por sí mismos tienen libertad de horarios. Hay televisión en todas las habitaciones, y en casos como el de Julia una cuidadora les hace compañía hasta que se duermen —se dirigió de nuevo a la mujer—. Venga señora, acompáñeme por aquí.

Entró con ella a una habitación en la que había varias enfermeras, y dijo algo a una de ellas, que se hizo cargo del asunto.

—Disculpa, pero no podía dejarla en medio del pasillo.

Esteban asintió con la cabeza, y salieron al exterior por la entrada principal.

—¿Acabas ya?

—En realidad hace rato que he terminado.

—Siento haberte entretenido.

—No, no, tampoco tenía nada mejor que hacer.

—Te acompaño hasta el coche entonces.

—No he venido en coche —se rió abiertamente Hernán.

—¿Te llevo a algún sitio? —señaló la Lambretta cerca del veterano.

El director abrió los brazos sin moverse del sitio, y todavía sonriente le dedicó al fotógrafo unas últimas palabras.

—Esta es mi casa Esteban, yo vivo aquí.

 

El viaje de vuelta se diluyó entre conjeturas y extrañas revelaciones. Belmez se esforzaba por creer a pies juntillas lo que acababa de escuchar, pero aún así había algo que se le escapaba, una sensación molesta que lo llevaba a dar más y más vueltas a todo cuanto acababa de suceder. La carretera pasaba ahora en un segundo plano a sus percepciones, estaba tan obnubilado por aquel quebradero mental que tomada cada curva de forma mecánica, con los ojos en el asfalto pero la mente perdida en algún otro lugar muy distante de allí.

Desde el primer momento la chica le había llamado la atención. Aristea... el nombre resultaba curioso, sugería algún tipo de deidad griega. Sus ojos lo habían atravesado desde el papel fotográfico, y había publicado aquella foto casi como una provocación, aunque claro está, nunca imaginó los alcances de su inofensiva acción. Seguía sin creer posible que alguien, por muy depresivo que fuese, se suicidase al toparse consigo mismo en el periódico matutino.

Hernán, por su parte, era hermético, engañoso. Una persona difícil de catalogar, hierática y cambiante, a veces amable y otras tantas furiosa, casi desesperada. ¿Qué había entre él y la chica? Por muy bien que trabajase Aristea la defensa que Ramos ejercía para con ella resultaba un tanto exacerbada, no era algo dentro de lo común. Esteban había trabajado para muchas personas a lo largo de su vida, y nadie hubiese dado la mitad por él de lo que el director daba por ella.

¿Debía ir a verla al hospital? ¿Por qué él no quería que lo hiciese? Lo había mencionado en dos ocasiones y en las dos Hernán rechazó la posibilidad, aunque eso sí, de la forma más sutil que le fue posible. También cabía la posibilidad de que estuviese desvariando, pero aunque nadie le había dado vela en aquel entierro, se sentía poderosamente atraído por los misterios sin resolver, y para qué engañarse, sumamente atraído por ella.

Paró la moto en el arcén y giró la llave de contacto. El motor dejó de rugir, se quitó el casco y se aproximó a un espectacular mirador que había a su derecha. Las parejas solían aparcar allí a admirar el paisaje y lo que después surgiese, pero aquella noche no había nadie. Las estrellas titilaban en lo alto como motitas incandescentes, y la ciudad brillaba a sus pies inmersa en la sosegada noche. Esteban sacó el móvil de su bolsillo y marcó de memoria el número de Jorge Granados.

—¿Si?

—Oye Jorge no te preocupes, ya está todo solucionado.

—Me alegra oír eso. ¿Cómo ha ido?

—Nada, Ramos ha reconocido que estaba algo histérico y me ha dado la razón —mintió—. Se le fue un poco la cabeza.

—¿Entonces no hay problema?

—No no, ya está todo arreglado. Eso sí, me ha comentado que sería conveniente que pasase a ver a la chica, a la del suicidio.

—¿Para qué?

—Bueno, dice que padece depresiones y que sería de ayuda que le pidiese disculpas, que así no se sentiría tan avergonzada por lo que ha hecho.

—Ya veo. Pues ve, ve, si es lo que hay que hacer hazlo.

—Sí, puede que mañana me pase. ¿Tu suegra sigue trabajando allí?

—Sí, sigue allí, ¿por qué?

—Hazme un favor y averíguame el número de habitación, así no hago cola en recepción por la mañana.

—Está bien, luego te mando un mensaje.

—Oye, una cosa más, ¿te han pasado alguna nota de prensa sobre el suicidio?

—Sí, y es una historia bastante curiosa. La policía nos la hizo llegar esta tarde. Dicen que la encontró la vecina de pura casualidad, cuando huía de su marido, que por lo visto le daba a la bebida y a ella, no se a cual de las dos más fuerte.

—¿Tienes que hacer chistes de todo?

—Ya me conoces. El caso es que entró a la casa queriendo refugiarse y se dio de narices con el pastel. ¿Por qué lo preguntas?

—No, por nada, solo quería ver si las versiones coincidían. Parece que Ramos dice la verdad.

—Si, oye, qué te iba a decir yo. Podrías sacarme alguna foto del hospital, una foto de la fachada, cualquier cosa me sirve. Las fotos del archivo se han usado ya demasiadas veces.

—¿Para cuándo la quieres?

—Para incluirla en la edición de mañana.

—Joder...

—Bueno, si no puedes no pasa nada, hazlas y ya me las pasas. Mañana tiraremos de archivo una vez más.

—No no, está bien. Ahora me paso, todavía estoy encima de la moto. Llevo la cámara en el asiento.

—Ah, no cambiarás nunca Esteban.

—Sí, creo que a estas alturas ya no tengo remedio. Qué le vamos a hacer.

—Bueno, espero la foto entonces, y ten cuidado, al final te vas a cansar de tanto revelado y acabarás comprándote uno de esos aparatos demoníacos con flash y tarjeta de memoria.

—Correré el riesgo.

—No te entretengo más entonces. Ya hablamos.

—Eso es, hasta luego.

—Y no hagas ninguna locura, que te co...

Esteban no le dio tiempo a terminar, colgó el teléfono y volvió a arrancar la Lambretta, que escupía hollín blanquecino por el tubo de escape cada vez que la ponía en marcha. Se puso el casco y continuó descendiendo la ladera, ahora con la mente en blanco. Se había dado cuenta de que de nada servía conjeturar, y estudió la idea descabellada de visitar a Aristea, mientras el eco del sonido de su moto se perdía en la montaña y se internaba en las luces fluorescentes de la ciudad.

La anatomía de las rosas rojas
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