25

JUEGOS A ESCONDIDAS

 

 

 

Abajo en el túnel, la luz se ha apagado.

Oscura es la noche, color olvidado.

Abajo en el túnel, algo se ha quemado,

arden pasajes de un tiempo pasado.

Abajo en el túnel, la voz se ha callado,

ya nadie la escucha, no deja legado.

Abajo en el túnel, el tiempo ha cambiado,

duelen los segundos, que se han reinventado.

Abajo en el túnel, jamás nadie ha amado,

se cruzan miradas, mas siempre de lado.

Abajo en el túnel...

 

 

Diario de Sarah Trelis.

 

No me gusta que él esté aquí, me recuerda un tiempo que creí haber olvidado. Veo en su rostro el mismo miedo que yo misma sentí, un terror que me abandonó con los días de oscuridad hasta el punto de no recordarlo, de eliminarlo de mi cabeza como si jamás hubiese existido. Pero ahora está en sus ojos, en sus manos temblorosas y sus gateos bajo la mesa.

Al principio quiso hablarme y yo pensé que también quería hacerlo. Era todo cuanto había deseado desde que llegara al zulo, compañía, pero ahora esa compañía era incómoda y extraña, forzada como todo cuanto pasaba en el agujero. Sus vanos intentos por hablar conmigo no hacían sino alejarme más de él y su desesperación, entretanto en mi interior crecía un sentimiento desconocido.

La primera noche durmió bajo la mesa. Dios... se parecía tanto a mí que solo podía odiarlo, detestar cuanto representaba. Desde la negrura de mi habitación pude oír cómo le carraspeaban los dientes, pero no hacía frío, probablemente solo quería llamar mi atención. No hice nada, me quedé en la cama con las sábanas al cuello, sintiendo extrañeza por no experimentar ninguna sensación acorde a la situación. No había lástima ni pena, no había empatía ni la más mínima clemencia, las había perdido en el camino.

—Sarah —escuché que me llamaba—... Sarah, ¿puedo ir contigo?

Pero la cama era pequeña y yo ya casi estaba dormida. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como respuesta a sí mismas, envueltas en el silencio hiriente que llegó tras de ellas. Aquella era mi habitación, no iba a permitir que nadie me la quitase.

La noche fue larga, más que de costumbre, sobre todo teniendo en cuenta que en el zulo una noche duraba exactamente lo que uno quería que durase. No había luz que anunciase la mañana, allí el tiempo solamente era una caricatura de lo que debiese haber sido, y es curioso que no me molestasen sus muestras de sociabilidad, sino el posterior mutismo. Porque era yo quien se salía con la suya e inexplicablemente no me sentía ganadora de nada, más bien me preguntaba si el verdadero triunfador no estaría regodeándose en su trono y disfrutando del espectáculo.

Al fin, en algún punto entre tanta conjetura quedé dormida, y al despertar noté que las luces del salón estaban encendidas. Había dormido con la ropa puesta, así que me levanté con rapidez y me apresuré a ver qué es lo que pasaba. Iba a decirle a Carlos que apagara los tubos, que Judas tardaba en cambiarlos y únicamente había que prenderlos cuando fuera necesario, pero al llegar el don del habla me fue arrebatado. Estaba sentado a la mesa, engullendo la sopa de un plato caliente que todavía expulsaba vapor. El aroma llegó a mí como el final de un chiste de mal gusto. ¡Judas había estado allí, y yo no siquiera me había dado cuenta!

Estaba fuera de mí, enfurecida; aquel muchacho no solo se sentaba en mi mesa, sino que además se comía mi comida. Hice un barrido con la vista y constaté lo que ya sospechaba: un plato, dos personas.

No sabría decir si mis siguientes pasos fueron voluntarios o el producto de una enajenación transitoria, pero cuando quise darme cuenta había empujado al nuevo inquilino tirándolo al suelo y recuperando mi sitio. Devoré los fideos con la vista clavada en el fondo del plato, empujada por la gula de quien hace meses que no prueba nada cocinado. La sopa estaba tan caliente que me quemaba el paladar y la garganta, y unas lagrimillas escaparon a mi control recorriendo mi rostro. Carlos se quedó en el suelo, quieto, observándome, y cuando nuestras miradas se cruzaron no había odio en sus ojos. Era lástima, se compadecía de mí, y ese hecho me atravesó el pecho como una puñalada. ¿En qué me había convertido?

Cuando dejé caer la cuchara reconocí el sonido de la vergüenza. Me levanté sin decir nada, demasiado ruborizada como para hacerlo. Él se puso en pie tratando de aparentar normalidad, pero no pudo evitar echar un rápido vistazo al plato, que ya estaba vacío. Tampoco habló, permaneció estático quemándome con la mirada, como si aquello fuese a curarme, como si aquello fuese a devolverme a la niña que un día durmió bajo aquella misma mesa. Para bien o para mal, la poesía me había enseñado que la vida es muy poco poética, y que las cosas no se resuelven así, de repente, como por arte de magia. Un abismo se extendía entra la Sarah Trelis que entró en el zulo y lo que había sobrevivido de ella, un abismo más hondo e insalvable que la más profunda de las tinieblas.

Por toda solución podía hacer una única cosa, largarme de allí, y es lo que hice, salir de aquella estancia y regresar a mi habitación. Lo que entonces hallé fue el desencadenante de mi hundimiento, la prueba fehaciente de que no estaba haciendo las cosas a derechas, y es que sobre mi mesita de noche, había un plato humeante lleno de sopa, más apetecible que el mejor de los manjares. ¿Él había hecho aquello? ¿Él me había traído comida y yo así se lo agradecía? No sabría describir la decepción propia que me afligía en esos momentos, fue como una bofetada que me devolviese de pronto a la realidad.

Mentalmente me recreé en la visión de aquel plato estallando en mil pedazos, y en la furia del agua que escapaba entre la pasta con su tempestuoso baile, empapándolo todo. Pero como ya dije la vida nunca resulta tan poética, y la sopa seguía allí, sobre la mesilla. Me costó horrores alzar la caliente pieza de vajilla y llevarla hasta el salón, en donde Carlos examinaba mis acciones estupefacto.

Fue una peregrinación de vuelta a mis orígenes, los mismos que había desterrado para hacer del dolor algo más llevadero. A mi manera, dejar aquel plato sobre la mesa fue lo más parecido a pedir perdón, a reencontrarme con una parte de mi persona que se había evaporado. No obstante no era capaz de reconciliarme con aquella Sarah a la que le gustaba correr descalza en la hierba verde, aquella Sarah que lo dejaba todo por una partida de ajedrez con su padre. Eran recuerdos tan lejanos que se me presentaban ficticios, solo vivos por el remordimiento, por la culpa de quien sabe que no se comportó como debía cuando debía hacerlo. Ahora simplemente era tarde, todo había pasado y el cansancio había consumido mis huesos y lo que quedaba de mi espíritu.

Me encerré en la habitación, y encendí la lamparilla de noche que Judas me había dado algún tiempo atrás. Nunca llegué a comprender aquellos arrebatos de generosidad que lo invadían de forma espontánea, sobre todo en cuanto se refería a mis lecturas. Por alguna razón le gustaba que yo leyese, deseaba que lo hiciese. Jamás me molestaba cuando tenía un libro entre manos y continuaba renovando los ejemplares de la biblioteca para mi disfrute, pues ello suponía mi única distracción junto a la amistad que mantenía con el pequeño Lord B. Sea como fuere la lámpara fue todo un regalo dada mi situación. Podía leer en la cama, y eso me era de gran ayuda los días en que me encontraba indispuesta o no tenía ganas de levantarme.

Últimamente pensaba mucho en mi reflejo, en cómo era y cómo sería ahora. En ocasiones, bajo la luz de los tubos del salón me parecía que mi piel estaba demasiado pálida y blancucha, y no era estúpida, sabía que esto era normal debido a la deficiencia total de luz solar, pero aun así resultaba impactante ver el nivel de palidez que había alcanzado mi epidermis.

Había aprendido a hablar y escribir como toda una señorita, bueno, en realidad más bien a escribir, porque hablar hablaba más bien poco. Las palabras de aquellas novelas que devoraba como llevada por el diablo, habían despertado en mí una pasión innata por la escritura y el buen hablar, y poco a poco, incluso comencé a hacer mis pinitos con la poesía —ni que decir que la calidad de mis primeros escritos era desastrosa.

Fue cuestión de tiempo que este diario se llenase de versos, de poemas inconclusos que no me atrevo a terminar. Cuando escribo poesía las palabras vienen solas a mí, pero el resultado de mis rimas siempre resulta ser una radiografía del sufrimiento, del miedo a la oscuridad y de los anhelos que jamás saciaré. Es contradictorio, pero no me duele exteriorizarlo, sino que me produce alivio, como si al hacerlo estuviese desgarrando realmente esos pedazos de mí y relegándolos al papel.

Muchas veces leo y releo estas páginas, aunque no sé qué es lo que busco en ellas: quizá a mí misma, quizá aquello que algún día fui. Me da la impresión de que me repito, de que solo hablo de mí y de mis pensamientos. El texto está plagado de divagaciones sobre las mismas cosas, sobre aquello que nunca hice y que hoy me gustaría hacer. A veces detesto con toda mi alma este diario de tapas oscurecidas que hallé entre los libros de la biblioteca. Deseo desgarrarlo y hacerlo trizas, lo quemaría si me fuese posible... pero después me doy cuenta de que estas páginas no son otra cosa que yo misma, mi evolución hacia el vacío perpetuo de estas cuatro paredes, hacia la salida inexistente de un agujero que cada vez se hace más angosto y estrecho, que cada vez me asfixia más y con más vehemencia.

En aquel momento, sin embargo, no escribí nada. Lo hago ahora que los recuerdos queman de nuevo, y es que en el zulo siempre se echan de menos aspectos de la vida en el exterior, pero nunca creí que echaría en falta nada de este agujero. Desde la habitación, escuché en silencio como Carlos se comía su sopa, a la vez que me preguntaba por qué había actuado de aquella manera. ¿Acaso los años de soledad me habían convertido en un ser insociable? De pronto un nuevo temor se unió a los que ya arrastraba a mis espaldas. ¿Y si algún día lograba salir? ¿Podría retomar mi vida en algún punto o ya no habría marcha atrás? ¿Estaría mi padre esperándome o me habría olvidado para eludir el dolor, igual que había hecho yo durante tanto tiempo?

¿Por qué había tenido que venir Carlos? Me había acostumbrado a vivir a mi manera en la oscuridad, pero compartir aquellas cuatro paredes con alguien iba a ser más duro de lo que había imaginado. ¿Por qué demonios le había traído Judas al agujero? ¿No tenía suficiente conmigo? De pronto quedé paralizada, todo el vello hirsuto de auténtico terror. ¿Se había cansado Judas de mi? ¿Era acaso Carlos mi sustituto? No me lo había planteado de ese modo, pero la sola idea hizo que todo mi cuerpo se estremeciese de auténtico pavor.

«Sarah, llevas años aquí. No te va a pasar nada» me tranquilicé. Una ducha rápida me ayudó a despejarme, estaba comenzando a pensar demasiado y eso nunca era bueno. Por momentos me parecía escuchar algo a mis espaldas. Dejaba la puerta abierta para que la luz del salón llegase hasta el baño, y con la presencia de Carlos ya no podía siquiera asearme con tranquilidad. Pensé en las veces que Judas me había espiado con su mirada furtiva, con el tiempo incluso me había acostumbrado a ello, pero con él era diferente... no quería que él me viese.

—Tendría que habértelo dicho —me sorprendió a la salida del baño—. No ha sido culpa tuya, tendría que habértelo dicho.

Al principio no entendí lo que quería decir, demasiado preocupada por cubrirme con una toalla raída que Judas había tenido la bondad de regalarme. Lo miré a los ojos y parecía sincero, supuse que se refería al incidente con la comida. Pasé de largo ignorando sus palabras y encerrándome de nuevo en la habitación. Su presencia era incómoda, hacía visibles mis faltas y mis debilidades, me recordaba lo que una vez fui. El portazo debió dejarlo desconsolado, tuve curiosidad por ver la cara que se le habría quedado, pero no abrí la puerta, sino que me vestí y me tumbé sobre la cama a releer una novela romántica barata. No había muchas de esas y se agradecía algo diferente, siempre me había gustado que me sorprendiesen y en eso no había cambiado.

Con los días lúgubres del zulo llegamos a respetarnos. Él sabía que mi habitación era sagrada y que no podía entrar en ella bajo ningún concepto. Yo, por mi parte, me limitaba a ignorarlo, o al menos a hacer que viese que lo ignoraba. En ocasiones, si lo cogía despistado observaba sus movimientos desde el quicio de la puerta. Era un niño bastante raro, podía permanecer sentado en la misma posición durante horas, sin hacer más que pensar en las musarañas. A sus espaldas yo lo estudiaba con detenimiento, a veces invadida por una extraña adrenalina ante la posibilidad de que se girase. Si esto sucedía, por supuesto mostraba un total desinterés por su persona, Con todo, tenía algo más para entretenerme a parte de los libros.

Aprendió a hacer como si yo no estuviese, y solo entonces sentí que quería llamar su atención. Era consciente de que yo misma había provocado aquella situación, pero no podía dejar de sentirme como una de aquellas atormentadas jóvenes que Shakespeare delineaba con maestría. Comencé a interesarme por sus pensamientos, pero no sería yo la que rompiese el silencio después de tantos días de hosquedad y pocas palabras. Me acercaba a él con la sutilidad y torpeza de una niña grande que no sabe nada de la vida, y él, quizá por rechazo o simplemente por falta de miras, no parecía darse cuenta de nada cuanto pasaba.

Fue un detalle en particular el que cambiaría por completo la concepción de Carlos que se había formado en mi cabeza. Era una hora cualquiera, un segundo más dentro de la encrucijada temporal en que nos hallábamos. Judas había dejado caer uno de sus habituales paquetes de fiambre, y casi como personas civilizadas, ambos repartimos las lonchas de jamón y comenzamos a masticarlas en el salón. Él estaba en el suelo, cerca de las escaleras, entretanto yo me había acomodado en la única silla que había en la habitación. Escuché aquel sonido y lo reconocí al instante, de pronto caí en la cuenta de que hacía bastantes días que no veía a Lord Byron, y allí estaba, como siempre, erguido sobre sus dos patitas de atrás.

Me hallaba ya levantando la mano para llamarlo cuando, cual fue mi sorpresa, Carlos alzó una loncha de fiambre y Lord B clavó la vista en ella. Por ridículo que pueda parecer aquello incendió algo dentro de mí. No me quedaba comida, e hice señas al roedor para que se acercase, pero el animalillo parecía debatirse entre mis manos vacías y el festín que le ofrecía mi compañero. No sé si fue honor u orgullo el sentimiento que me fue amputado, pero aquella criatura era todo cuanto había tenido desde que llegase al agujero, y no podía creer que, poco a poco, fuese alejándose de mi en favor de aquel nuevo inquilino al que jamás había visto.

Aquello no podía estar pasando. No con Lord B, mi único verdadero amigo entre aquellas cuatro paredes de pesadumbre. Sin darme cuenta me puse a llorar a borbotones, y de tal naturaleza eran las lágrimas que apenas acertaba a ver a dos palmos delante de mí. Era un llanto silencioso y con sabor a sal, un aroma que me recordó a la espuma blanca de las olas de San Lucas. Sería tal vez una fibra rota, o el quiebro de mil hilos que se habían hecho una maraña con el tiempo, pero experimenté cómo el mundo se desvanecía a mi alrededor. Sentí cómo toda la mascarada elucubrada durante estos años se desmoronaba, dejándome desnuda ante una realidad en la que existían el dolor y la alegría, en la que los recuerdos herían y los anhelos se convertían en sueños fugaces e inalcanzables. Había vivido en una burbuja, en una mentira, amparada del ruido exterior y del terror por una falacia encubierta: la de olvidar quién era, la de abandonarme a mi destino forzado.

De pronto, sentí las patitas de Lord B recorriéndome el cuerpo, y una risa estúpida se me escapó entre los lagrimones. Después de todo me había escogido a mí. Carlos me miraba con su típico semblante de no haber roto un plato en su vida, recostándose como si la cosa no fuese con él, y yo, demasiado entretenida con el ratón, tardé un rato en darme cuenta de que algo no encajaba. Byron recorrió mi estómago y fue a parar a la manga izquierda de mi camiseta, en donde, por arte de magia, había aparecido media loncha de jamón. Miré a Carlos de nuevo, y su expresión me dijo lo que allí había pasado. No necesité más prueba que sus ojos para saber que él la había puesto allí, y ese gesto, me provocó un revolcón en el estómago que antes nunca había sentido.

Mientras acariciaba a Lord B, aprendí a ver a Carlos de una forma diferente, desde cero. Se había ganado mi confianza y mi respeto, y por alguna razón ese hecho me hacía sentir mejor. Quizá porque confiar en él significaba confiar en mí, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo. Me derrumbé, como el muro de roca que se erige sobre unos malos cimientos, y supe que de las piedras caídas nacería una nueva Sarah: no la que entró al zulo, pero tampoco la que había crecido dentro de él.

La anatomía de las rosas rojas
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