28

DE LAS LUCES Y LAS SOMBRAS

 

 

 

La lluvia. Siempre la lluvia picando el asfalto, cayendo de lado en su desapercibida maestría, en su descontrol majestuoso y embriagador. Esteban se detuvo a contemplarla en un número perdido de una calle cualquiera: era un aguacero débil y constante, que casi acariciaba las aceras arrastrando la suciedad cuesta abajo. Aunque debiera estar nervioso, había decidido tomárselo con calma. Había logrado exponer algunas de sus fotografías en una pequeña pero medianamente importante galería de arte —todo un logro a decir verdad—. La presentación había pasado sin pena ni gloria, y ahora tocaba esperar el veredicto de la prensa especializada.

Se había afanado en enviar notas de prensa aquí y allá, convenciendo finalmente a la redacción de alguna que otra publicación a cubrir la noticia. No había ganado un solo céntimo con la exposición, y no obstante se sentía satisfecho de poder mostrar sus verdaderas obras al público. Aquella era su verdadera mirada, imágenes tomadas desde el alma y para el alma, aunque a decir verdad, le preocupaba que no hubiese alma alguna capaz de comprender su propósito.

Caminaba, a su manera henchido de orgullo por las avenidas desiertas de la ciudad. El atardecer estaba en su punto más álgido, y los tonos oscuros ganaban lentamente la batalla a la grisácea composición del cielo. Estaba a unas manzanas del local en cuestión. Desde la inauguración visitaba la galería día tras día, aunque fuese para ejercer su derecho de observador anónimo y estudiar el semblante de cada cual que se aventuraba a examinar su arte. Era su único y más preciado premio.

Anduvo soñador dejándose mojar por la lluvia. Desde donde estaba ya podía ver el cartel: Suspiros en blanco y negro, de Esteban Belmez. Se sintió de alguna forma halagado ante el anuncio, aunque nadie le había piropeado. «El ego del artista», pensó. Apenas había viandantes debido a la llovizna, miró por última vez a izquierda y derecha, y entró.

El sitio no estaba mal. No era uno de esos museos laberínticos con paredes por doquier que aparecen en las películas. La sencillez era allí la máxima; tabiques blancos y una distribución en ele del espacio, todo muy minimalista. La recepcionista lo saludó con el entusiasmo que acostumbraba; una estudiante de bellas artes que se regodeaba al poder relacionarse con artistas de su talla, si es que él tenía alguna. Esteban le correspondió con una sonrisa y continuó caminando, atravesando una puerta abierta y accediendo al lugar que había convertido en su santuario.

No vio a nadie, y no se sorprendió. La gente de a pie no era muy dada a emplear su tiempo en cosas como aquella. «Ver fotografías, que banalidad», ironizó para sí mismo. A él, no obstante, le llenaba como ninguna otra cosa pasar las horas allí, esperando la llegada de algún turista indiscreto que se atreviese a cuestionar su trabajo.

Se tomó su tiempo para observar cada una de sus obras. Curiosamente, y aunque fuese el autor, se sorprendía descubriendo cosas nuevas cada vez que las miraba. Era del pensamiento de que uno nunca es el mismo: «Vuelve la espalda y no verás lo mismo que hace unos segundos», solía razonar. El humano como ser cambiante, como ente en constante transformación que hace de su mirada un arte. La foto no cambia, pero sí los ojos que la miran.

Así, Esteban se sorprendía descubriendo nuevos juegos de luces y sombras, nuevos detalles antes desapercibidos en cada uno de los rostros retratados. Arrugas que inspiraban tristeza y uno solo vislumbraba si estaba triste, o gestos que hablaban de la vida y cuyo significado únicamente comprendía aquel que tenía ganas de vivir. Ah, que embelesadora esta suerte de raciocinio artístico y alocado que conformaba su persona, y que satisfacción la de haber llegado al punto de ser uno mismo, sin más preocupación por el qué dirán o los prejuicios inmaduros del que habla sin conocer.

Prosiguió con su examen de forma casi médica, un escrutinio minucioso de cada instantánea. Las había de todo tipo, pero la colección se componía sobre todo de esa clase de escenas que le robaban el aliento, esos momentos casuales y perfectos que tanto anhelaba inmortalizar. Entre ellos, la mirada de su gata Casiopea, que se había ganado un puesto de honor junto al retrato de unos niños que jugaban a la peonza en un solar ruinoso. Fue mientras indagaba en esta última que escuchó un ruido y se sobresaltó.

No había lugar en aquella sala para un sonido como aquel: el de unos pasos silenciosos que se intuían al doblar la esquina. Alguien más estaba allí. ¿Pero quién? ¿Qué clase de persona se habría aventurado a guarecerse en aquella sala repleta de instantáneas? El sonido cesó, y Esteban caminó con cautela hacia el fondo del pasillo, donde este giraba a la izquierda en ángulo recto. Pretendía disimular —como siempre hacía—, aparentar ser un visitante más de la exposición y espiar a aquel individuo que observaba su arte. No pudo, no obstante, más que enmudecer, ante la visión de una silueta conocida que le evocó sinuosos sentimientos.

Allí estaba ella, de espaldas a él, detenida ante la fotografía más grande de la colección: un paisaje bucólico en el cual un grupo de ancianos sonreía entre los árboles de un pinar. Esteban no movió un dedo, aprovechando que todavía pasaba desapercibido, y empleando sus escasos segundos en admirar los cabellos negros de la joven. Sobrevino a su mente la imagen de otra estampa bien diferente, la de un pelo lacio y canoso cuyas raíces blancas lo perturbaban. Ahora ya no había rastro de ellas, y casi podría decirse que la mujer que tenía ante sus ojos, no era la misma que otrora visitara en la habitación de un hospital.

El espacio entre ellos se le antojó como algo infinito y a la vez efímero, como el efecto de una curiosa causalidad que había hecho que se encontrasen allí, en aquel preciso instante. No comprendía a Aristea, y quizá fuese eso lo que la hacía tan enigmática. Había visto en ella comportamientos erráticos, y sin embargo sabía que algo escapaba a su control, algo intangible que le provocaba una inesperada atracción hacia su persona.

Recordó el beso, un beso robado y demente que le dejó un sabor a hiel en los labios. Ahora todo eran las paredes blancas, sus fotografías, y ella, que había ido a pararse justamente frente aquella en que aparecía. Esteban se acercó y pudo poco a poco ver su rostro, que derrochaba una belleza inquietante. Supo pronto que ella había notado su presencia, pero no se detuvo, y prosiguió su camino hasta detenerse a su izquierda.

Sin mirarse, ambos quedaron inertes ante la belleza de aquella imagen. Esteban pensó que todo volvía al lugar en que había comenzado, a aquella dichosa foto que le había robado el corazón a él, y la razón a ella. Tenía gracia, ella nunca había querido que se publicase, y ahora estaba allí junto a él, hilando un juego de silencios prolongados que no querían decir nada y lo decían todo al mismo tiempo.

—Es preciosa —dijo suavemente, y a Esteban se le formó un nudo en la garganta ante dicha afirmación, tales eras los sentimientos encerrados en la imagen.

—Siempre pensé que la odiabas.

—Y todavía lo hago, pero ahora creo que he llegado a comprenderla.

Hablaban ante la foto como si fuese todo cuanto los unía, como si al desaparecer esta, su conexión fuese a romperse para siempre.

—No lo capto.

—No es la fotografía lo que detesto. Sería perfecta si yo no apareciese en ella.

—Pero... ¿por qué?

—No pretendo que lo entiendas. Simplemente no puedo dejar que me vean.

—¿Que te vean? ¿Quién? —a Esteban aquello le sonaba a manía persecutoria.

—Déjalo, de verdad, ya te he dicho que no lo entenderías.

—Dime una cosa Aristea —caviló un instante—. ¿De verdad quisiste suicidarte por esto? —notó que sobrepasaba la línea—. Sé que es algo violento pero no puedo quitármelo de la cabeza.

Ella lo miró, dedicándole una sonrisa que habría hecho trizas el más duro de los corazones.

—No Esteban. Nadie se suicida por una fotografía. Ni siquiera yo —bromeó.

—Pero...

—Hernán me protege demasiado —se adelantó ella—. Sabe que me molesta aparecer en la prensa y lo exageró todo un poco —Aristea parecía conocer todas sus inquietudes, y las esclarecía de una forma tan natural que Esteban llegó a sentirse cómodo con la situación—. No se lo tengas en cuenta, es una buena persona.

Agotaba las vías de conversación de forma sencilla y cristalina, disipando las dudas de Esteban, así que este cambió de tercio.

—¿Te gusta la colección?

—Si. Tiene algo que me recuerda las mejores cosas, esos pequeños momentos espontáneos que conforman nuestros recuerdos. Ojalá todos los míos fueran como estos —se deslizó a la derecha, señalando otra fotografía, en ella un hombre de avanzada edad esperaba el paso del autobús sentado solo en la parada—. Me gusta porque plasmas las cosas tal cual son, sin manierismos.

—No lo conocía. Me llamó la atención un par de veces mientras volvía del trabajo y decidí sacarle una foto —se aproximó Esteban—. Me gusta jugar a una especie de juego —admitió, y sus palabras sonaron extrañas para sus adentros.

—¿Qué clase de juego?

—Le adjudico una historia a los rostros que fotografío. Intento averiguar cómo han sido sus vidas por cada surco de su piel, por cada gesto involuntario y cada cana de sus cabellos —de nuevo la imagen del hospital se pasó por su cabeza, pero aunque la charla era distendida, no le pareció apropiado preguntar a una mujer por el estado de su masa capilar—. De hecho fue así como te conocí.

—¿Ah si? —se sorprendió Aristea—. ¿Y qué pensaste?

A Esteban le dio la impresión de que el miedo y la curiosidad se aunaban en esa pregunta, y aunque no recordaba con claridad todo lo que pensó en un primer momento de ella, sí tenía claro algo.

—Tus ojos.

—¿Qué pasa con ellos?

—Me dio la impresión de que se guardaban de sí mismos, de que no mostraban sentimiento alguno al mundo, y sin embargo transmitían cantidad de cosas.

—¿Como qué? —lo interrogó ella notablemente intrigada.

—No lo sé. No sabría explicarlo. De hecho lo que más me llamó la atención de ti fue no poder describirte con certeza. Fui incapaz de crear una historia para ti, y eso no me había pasado nunca antes —aguardó unos segundos, sopesando hasta que punto se había dejado llevar por su pasión artística—. Pero no te lo tomes a pecho, es solo un juego.

Aquello último sonó casi a provocación, aunque no fue esa su verdadera intención. Aristea, al parecer divertida por la conversación, le lanzó una nueva pregunta:

—¿Por qué la publicaste? Hernán te advirtió de que no lo hicieses.

—Puede que por eso mismo. No le encontraba el sentido a su prohibición, y aunque no creí que pasará nada del otro mundo, decidí ver qué es lo que sucedía. Por supuesto nunca imaginé que se organizase tal desastre.

—¿Y qué es lo que te pasa conmigo?

Aquello sí que no se lo esperaba. La pregunta fue tan directa que le aceleró el latir del corazón. ¿Acaso estaba insinuando algo?

—No sé a qué te refieres.

—Primero publicas la foto, después me sacas a rastras del hospital y luego me encuentras en un parque y me llevas a tu casa. ¿Qué es lo que pretendes?

Se dio cuenta de que bromeaba. Tenía un humor algo ácido, pero Esteban supo reconocerlo, o al menos depositaba sus esperanzas en ello.

—Debí haberte impresionado. Porque ahora eres tú la que me persigue a mí —levantó los brazos para recalcar la evidencia del lugar en donde estaban.

—Será el síndrome de Estocolmo.

Sonrió. Esta parte de Aristea le gustaba, casi le incitaba a coquetear con ella.

—He debido ser muy buen secuestrador para causarte tal impacto.

Esta vez a ella no le hizo gracia. Notó como una mueca se formaba en sus labios, un mal gesto que se apresuró a disolver en una sonrisa perfecta.

—Me gusta esta.

Aristea señalaba con el dedo una imagen titulada “El árbol”, en la que un anciano vestido con un batín se abrazaba al veterano, el gran pino de la residencia de ancianos.

—¿Porque no sales tú?

La charla embelesó a ambos, y sin ser apenas conscientes recorrieron la amplia galería comentando esta y aquella fotografía, riendo y lanzándose pequeñas indirectas —algunas con más maldad que otras—. Cuando fueron a darse cuenta la becaria recepcionista había apagado la mitad de las luces y los invitaba a abandonar el local con una sonrisa.

—Los estudiantes también cenamos, de vez en cuando.

El regreso a la lluvia fue sinónimo de vuelta a la realidad. Esteban comparó aquella bofetada con lo que había sentido alguna vez, al abandonar borracho un local en busca de otro y descubrir que era de día.

—No llovía cuando llegué —dijo ella, y él cayó en la cuenta de que habría pasado allí casi toda la tarde. Recordó el día que la llevo a casa desde el hospital y cómo los dos acabaron empapados encima de su Lambretta.

—Puedo llevarte a casa, si quieres. Pero no me gustaría que volvieses a despedirme con un portazo en las narices.

Lo había dicho sin pensarlo dos veces. Descubrir cómo era el hogar de Aristea era algo que le intrigaba sobremanera, y más aún, aunque no le gustara reconocerlo, imaginarse a él mismo con ella, encendiendo un fuego en la llar y manteniendo una de sus charlas irónicas.

—He traído el coche —señalo un Volkswagen aparcado en la acera de enfrente, y con sus palabras se desvanecieron todas las elucubraciones de Esteban, que creyó ver un ápice de tristeza en el rostro de la joven, quizá proyección de la suya propia.

Así se consumó la despedida: palabras que desean ser dichas y jamás se pronuncian, miradas que evitan cruzarse y pensamientos bajo la lluvia, siempre la lluvia picando el asfalto, cayendo de lado en su desapercibida maestría mientras ella se marcha, deslizándose en su descontrol majestuoso entretanto él quiere llamarla pero no la llama.

La anatomía de las rosas rojas
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