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SOBRE LA VIOLENCIA Y LOS SENTIDOS
Esteban todavía no era del todo consciente de lo sucedido el día anterior. En su cabeza, un extraño organigrama había comenzado a tomar forma, pero nada tenía sentido. ¿Por qué reaccionaba así Aristea? ¿Cuál era el secreto que tanto la atormentaba? Dio vueltas y más vueltas al tema, pero solo era capaz de recordar aquel chaval en el parque, la rodilla sangrando y ella esparciendo el líquido por la pierna como si se hubiese vuelto loca. Obsceno no era la palabra, ni llegaba a ser macabro... ¿Sexual? Quizá, pero algo raro tratándose de una mujer, ni la más perturbada actuaría de ese modo.
Encendió el portátil, que últimamente apenas utilizaba. Tuvo que conectarse a una red wifi ajena para poder acceder a internet, pues la escasez de los últimos meses no le había permitido pagar su propia línea. No sabía muy bien lo que estaba haciendo, ni qué era lo que esperaba encontrar, pero su ansia de respuestas le hizo teclear algunas palabras en el buscador: «Violencia en las mujeres».
Aquello no le servía, todos los resultados hablaban de violencia contra la mujer, pero él quería información sobre algo bien diferente: «Mujeres violentas». La pantalla mostró, una vez más, webs que no le interesaban para nada, en su mayoría asociaciones de mujeres que se hacían llamar agresivas a sí mismas, toda una patochada. ¿Cómo sintetizar en una sola frase lo que había visto en el parque? ¿Era aquello violencia o no era esa la palabra adecuada? Entonces, cuando estaba a punto de teclear una nueva búsqueda, un enlace le llamó la atención: «Perfil del psicópata». Así de claro, así de contundente, probablemente una exageración, pero aun así pinchó la noticia y comenzó a leer el artículo.
«La mayoría de especialistas convergen en que la psicopatía no es una enfermedad, sino un trastorno de personalidad antisocial. ¿Qué es lo que rige pues, a este tipo de personas? ¿Son conscientes de sus actos? ¿Se puede decir que estén locos? Se conocen casos de asesinos en serie, violadores y psicópatas de toda índole que llevaban una vida totalmente normal hasta ser descubiertos. Son personas aparentemente comunes, con su trabajo, su familia, y en la mayoría de los casos puestos de alta responsabilidad: políticos, banqueros, policías, médicos...»
Cuando Aristea llegó, todos estaban reunidos alrededor del veterano, y el árbol se mostraba más lustroso que nunca a pesar del invierno, quizá en contraposición a las caras largas y compungidas que lo rodeaban.
Muchos se acercaron a saludarla, pero ella solamente tenía ojos para el ramillete de flores blancas que había apoyado en el tronco. Seria, recibió a cada uno de los ancianos, en especial a los cuatro que siempre habían estado a su cargo. Alicaídos, abatidos, casi irreconocibles por la pérdida, le dieron la bienvenida en silencio. Faltaba uno. La partida del quinto miembro del grupo los había destrozado por completo.
—¿Cómo murió? —preguntó ella a Hernán, una vez estuvieron algo apartados.
—Me gustaría decirte que fue durmiendo, pero tuvo un infarto mientras comía. Nadie ha podido quitárselo de la cabeza.
—Dios... yo tendría que haber estado aquí. Con ella.
—Aris... hiciste todo lo mejor que pudiste. Nadie podía salvarla, ni siquiera tú.
La conversación se sucedía pausada, dejando tiempo a que las frases encajasen y encontrasen su lugar dentro del todo.
—Es irónico, ella era la que más bromeaba con eso de que el veterano los sobreviviría a todos.
—Y así es... puede que incluso nos despida a nosotros —contestó él mirando el árbol y restándole hierro al asunto—. ¿Cómo estás?
—Bien, supongo.
—Me gustaría poder creerte.
—Pues hazlo, es la verdad.
—Pasabais mucho tiempo juntas últimamente. Debe de haber sido un duro golpe para ti.
—Las pastillas me tienen algo atontada, no soy capaz de llorar, ni de reír con naturalidad, todo se sucede como a cámara lenta.
—Creo que nadie la ayudó tanto como tú Aristea, puedes estar tranquila en ese aspecto.
—Ya... ¿Y sus hijos? ¿Han venido?
—Si, están allí —señaló con la mirada.
Alejados del grupo, los hermanos permanecían vigilantes y poco conversadores. Ella toda de negro, con un peinado demasiado recargado para la ocasión; él algo más informal, con unas amplias gafas de sol que obstruían el paso a sus sentimientos. Habían venido a por la herencia y se habían hecho con ella antes de lo que hubiesen podido esperar.
—Supongo que estarán contentos. Ya tienen lo que querían.
—De eso precisamente quería hablar contigo.
«...Lejos de lo que pueda parecer, el psicópata posee una gran capacidad verbal y cierto encanto superficial, armas de las que se hace valer para embaucar a sus víctimas y obtener de ellas lo que desea...»
—Te presento al señor Víctor Gadea, ha estado preguntando por ti.
Ella se dio la vuelta y vio a un hombre vestido de traje frente a ella, llevaba una cartera de piel marrón y tenía el rostro lleno de marcas de viruela.
—Señorita...
—¡Aquí no! —cortó ella antes de que pudiese decir su nombre—. Por favor, aquí no.
—Esta bien. Podemos hacerlo en otro momento si lo desea, pero los herederos legítimos han insistido en que se resuelva cuanto antes.
—Espere un momento, ¿de qué estamos hablando? —inquirió a Hernán con la mirada, pero fue el hombre trajeado quien respondió.
—La señora Margaret Roome quiso incluirla en el testamento.
Durante un momento no dijeron más y observaron a los ancianos, que poco a poco comenzaron a entrar al edificio. Fueron segundos cargados de pensamientos indescriptibles, y Hernán tuvo que convencerse a sí mismo de que el leve gesto que había tomado forma en los labios de Aristea no era una sonrisa.
—¿Puede darme un momento?
—Claro, la esperaremos dentro —hizo una seña a los hermanos, que lo siguieron hasta el interior del recinto.
Hernán y ella quedaron a solas, y por un instante, todo pareció formar parte de un mundo que se derretía, de un castillo de naipes que se desmoronaba por su propio peso.
—¿Volverás?
—No lo sé, no creo que a los familiares de los internos les haga demasiada gracia.
—Todos saben quién eres Aristea, no les va a importar lo del...
—Suicidio, puedes decirlo.
—Todos te conocen, aquí nadie desconfía de ti.
—Te la has jugado demasiadas veces por mí.
—Y volveré a hacerlo las veces que haga falta. Ya lo sabes.
El abogado de la familia esperaba en la entrada del edificio, y echó un vistazo al reloj de su muñeca izquierda levantando involuntariamente el maletín.
—Ya lo discutiremos.
Y el director quedó solo, atormentado por unas percepciones inciertas que no sabía si tomar como válidas. Ella no había llorado en ningún momento, pero tampoco él lo había hecho. ¿Estaba exagerándolo todo? ¿Eran aquellas impresiones una mera suposición cebada de desconfianza?
Se acercó al árbol, y no pudo evitar clavar su atención en aquel ramillete de flores blancas. También había una foto de Margaret, de sus años de juventud. Había sido una mujer guapa, esbelta y jovial, sonriente.
—Le ha dejado todo —lo sobresaltó una voz a sus espaldas.
—¿Qué?
El señor Don Pablo se había quitado la bata roja para la ocasión, y Hernán nunca lo había visto tan elegante, vestía un distinguido traje negro con corbata a juego, camisa blanca y zapatos radiantes. Se veía más delgado y tenía los párpados ennegrecidos. La pérdida le había afectado, sin duda alguna.
—Me lo dijo antes de morir: le ha dejado todo a Aristea.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Y sus hijos?
—La legítima, y poco más.
—¿Estás seguro? —el anciano asintió con la cabeza.
—Me lo contó aquí mismo, hace apenas unos días —acarició la corteza del árbol—. Sabía que ya no le quedaba mucho tiempo.
—Dime ¿Crees que hizo lo correcto?
Don Pablo se encogió de hombros.
—Hizo lo que ella quería, que al fin y al cabo es lo que importa.
—Ojalá estés en lo cierto.
«...El psicópata se define por la ausencia de empatía y remordimientos, y es incapaz de mantener una relación plena con otros miembros de la sociedad. Es egocéntrico, y concibe a los demás como meros objetos, vehículo para alcanzar sus propias metas. No necesariamente tiene que causar mal a otra persona, pero si hace algo en su beneficio es únicamente a modo de inversión, pensando que eso le reportará alguna ganancia en el futuro...»
No veía nada, le había dicho que se trataba de un juego y él se lo había creído, pero ahora estaba asustado. Tenía los ojos vendados y las manos atadas con cinta aislante, pero no trató de liberarse, pues sabía que aquello formaba parte de “su plan”. Debía permanecer en silencio, o se enfadaría otra vez, y él no quería que se enfadase.
Percibía el nerviosismo a su alrededor, y supo que todo había empezado. Le había prometido que si lo hacía bien no le haría daño, y aunque a su corta edad sabía ya sabía reconocer las mentiras, se aferraba a eso con toda esperanza. Solo quería que todo acabase, solo quería salir de allí cuanto antes. «Lo haré bien y podré irme pronto», pensó, «lo haré bien». Pero le temblaban las manos, y casi agradeció tenerlas atadas porque no quería que se diese cuenta.
«...El psicópata se rige por su propio código moral, lo cual no quiere decir que no tenga conciencia de los usos sociales. No obstante, solo siente culpa al faltar a su propio reglamento y no a los códigos comunes, adaptándose a estos únicamente para poder pasar desapercibido...»
—¿No está mal esto?
—Dijiste que querías jugar.
—Sí pero...
—¿Pero...?
Silencio.
—Tengo miedo.
—Es solo un juego.
Lágrimas que se escurren entre los vendajes, ojos ciegos rendidos a la oscuridad.
—No quiero.
—¿Qué es lo que no quieres? —la voz melódica respondía con su siempre amenazante dejo.
—No quiero hacerlo. No puedo.
—Claro que puedes. ¿O es que no quieres ayudarme?
—Sí, pero...
—Pensé que serías más valiente.
—¡Soy valiente!
—No es eso lo que veo. Me decepcionas.
—¡Soy valiente!
—Demuéstralo, y entonces te creeré.
Labios que se aprietan con fuerza, dientes que carraspean contra más dientes. Terror en el pecho, dolor en el alma, orgullo llamado a la voz de un niño que se siente solo.
—¿Cuánto tiempo?
—El que haga falta.
—¿Y si no lo hago bien?
—Entonces no habrá motivos para sacarte.
«...El psicópata siente necesidades particulares que necesitan ser atendidas y son satisfechas de formas poco comunes. Podría decirse que las acciones que lleva a cabo para apaciguar esa necesidad incipiente, son en sí un acto psicótico, y que estos actos, al no ser compartidos por la sociedad son incomprendidos y rechazados, lo cual no quita que los lleve a cabo de todos modos...»
Olor a incienso, siempre el mismo aroma. Había aprendido a aborrecerlo. Notó el aliento en la nuca y supo que ya no había vuelta atrás. Las manos le acariciaron los cabellos y el lóbulo de las orejas, para después bajar por todo su cuerpo en una caricia espeluznante. Los sentidos estaban acostumbrados a cosas peores que aquella, pero el preámbulo era siempre lo que más le aterraba.
De pronto sintió las manos desatadas, dejó de percibir la presencia a sus espaldas y pudo escuchar sus pasos en derredor. Sonido de muebles que se arrastran y los jadeos de quien empuja con todas sus fuerzas. Después paz, una paz tétrica y muda que no era sino el reconocimiento de sus temores. Bisagras que se lamentan al ejercer su función, y la madera robusta de una trampilla al golpear el suelo. El aire helado que escapa de un agujero, que lo envuelve y le cala los huesos. Pero el niño no tiembla, sabe que no debe hacerlo.
«...A día de hoy, entendemos la psicopatía como una combinación entre predisposición biológica y factores sociales. Aunque todavía no ha sido posible determinar con certeza los elementos que influyen en la predisposición genética, se sabe que su mente suele estar afectada por experiencias traumáticas vividas durante la infancia o adolescencia y que esto es lo que motiva al psicópata, de alguna manera, a querer vengarse de la sociedad por todo lo que le ocurrió...»
—Entra...
La voz, la voz sedosa que traspasa el córtex cerebral como una cucaracha, instalándose en el cerebro y desatando el horror más profundo. Y el niño obedece, no puede hacer más que obedecer. Camina, sin poder ya ocultar la flaqueza de sus miembros inferiores. Trastabilla y cae, pero es levantado rápidamente y animado a continuar por las manos, que le presionan la espalda orientándolo hacia su propia perdición. Y el suelo que se desvanece, la sensación de vértigo antes jamás experimentada, pasos que no encuentran tierra firme y unos peldaños que se internan en las profundidades de la tierra. Aire gélido, más frío que nunca, el corazón aterido que palpita y las manos que nunca se detienen, que continúan empujándolo.
El niño no grita, no se atreve a gritar, pues sabe que eso solamente empeoraría las cosas. Otro escalón, otra zancada que lo aleja de la cordura y lo lleva al mismísimo infierno. Quiere correr, pero la oscuridad lo envuelve en su manto de desespero, lo paraliza y mina sus fuerzas. Entonces las manos dejan de causarle presión en la columna y todo se desvanece, el tiempo se paraliza en un segundo en que las cartas ya han sido echadas y todo se ralentiza en una afasia de muerte.
«...Los psicópatas suelen actuar de forma organizada y planificada, en ocasiones incluso perpetran sus actos delictivos siguiendo un ritual que ellos mismos han elaborado previamente. Suelen ser muy habilidosos engañando y manipulando a sus víctimas. Sienten placer al llevar a cabo estos actos y nunca experimentan remordimiento alguno tras haberlos realizado...»
Ingravidez, la ingravidez pesada de quien sabe que está cayendo al abismo. Las manos que empujan con todas sus ansias y el cuerpo que desfallece, que se rinde a la negrura, el cuerpo que se golpea en la caída como un maniquí de escaparate. Rueda por las escaleras sin poder hacer nada para evitarlo, los brazos extendidos pretendiendo amortiguar el porrazo. Dolor al impactar contra el filo de los escalones, pero duele más la mentira, porque le dijo que no le haría más daño.
Se da la vuelta, llorando, sabe que desde arriba lo observa. No ve nada a través de las vendas, pero es capaz de generar con nitidez la imagen de la trampilla mientras se cierra. Escucha el sonido y sabe que todo ha terminado, lo que no quiere pensar es que no ha hecho más que comenzar.
«...Existe un alto nivel de reincidencia. Mientras no son descubiertos, los psicópatas suelen llevar a cabo sus actos psicóticos tantas veces como sienten la necesidad de hacerlo. No aprenden del castigo ni de los errores, e incluso una vez sometidos a tratamiento la mayoría vuelve a cometer los mismos delitos...»
No está solo; movimientos furtivos en algún lugar del sótano. Se quita las vendas y no es capaz de ver nada, exceptuando unas débiles líneas de luz que se cuelan por las rendijas de la trampilla. Pero el mueble es arrastrado de nuevo y los filos blancos desaparecen. Oscuridad, oscuridad como nunca antes hubiese sido capaz de definirla y el miedo a lo desconocido, a lo que acecha desde cualquier lugar en cualquier momento.
—¿Ha... hay alguien?
Su propio eco como respuesta, pero él sabe que hay alguien más. El silencio sinónimo de eternidad y la esperanza como quimera.
—¡¿Hay alguien?!
Y el sonido de los pies que se deslizan por el suelo, de pasos livianos que se acercan indecisos a donde él se encuentra, tan temerosos de su presencia como él de la suya.
Y de repente la luz, sin preámbulos ni medias tintas. La vista que tarda en acostumbrarse y la silueta que se aparece ante sus ojos como un espectro: allí estaba. Él sentado; ella de pie. Su cuerpo se delineaba delgado bajo un chándal raído y desgastado que le venía algo pequeño. Su piel era de un tono blanquecino insalubre, casi mortuorio; y sus ojos azules le atravesaron el corazón. Los cabellos de un rubio platino caían alborotados a ambos lados del rostro, y eran tan largos que algunos mechones le llegaban casi hasta el estómago. Permanecía estática, paralizada por la visión de algo que jamás había esperado ver, y conforme él la observaba se daba cuenta de lo flaca que estaba y de cuán marcados se perfilaban los pómulos en su rostro.
Sostenía algo con la mano derecha, y al principio no supo distinguir lo que era, pero luego lo reconoció como una loncha de jamón serrano. Ella vio que él la miraba y se apresuró a comérsela, como si tuviese miedo de que se la quitase. La engulló con tiria, introduciéndola con los dedos raquíticos en la boca, y luego continuó observándolo desde donde estaba, sin decir nada, sin moverse. Su rostro era extraño, resultaba evidente que era una niña y a la vez había algo en su expresión que la hacía vieja, abatida, cansada. Fue él quien se aventuró primero a hablar.
—Hola...
Pero ella no respondía, como si estuviese discerniendo si él merecía tal privilegio. Dio una zancada al frente y el muchacho se dio cuenta de que iba descalza, pues podía verle los huesecillos de los pies marcados en la carne blancucha. Tenía las plantas sucias, negras como el piso desigual sobre el que se sostenían, y la goma de las perneras se ceñía a mitad de los gemelos dejando las espinillas al descubierto.
—¿Cómo te llamas?
Ladeó la cabeza como si jamás en toda su vida le hubiesen preguntado algo parecido, sus mechones dorados se contonearon suavemente con el movimiento y sus ojos azules se iluminaron en un búsqueda de recuerdos que habían sido olvidados. Las manos le temblaban cuando las llevó cerca de la boca como quien teme decir algo, y movió los labios pronunciando palabras inaudibles que se perdieron en el aire. Tragó saliva, era consciente de que él no la había entendido. Haciendo esfuerzos trató de serenarse y entonces volvió a hablar, y esta vez su voz emergió como un quiebro, dulce y amarga al mismo tiempo.
—Me llamo Sarah... ¿y tú?