36

ADIÓS

 

 

 

Y la trampilla se abrió.

Ella estaba preparada, en el mismo lugar, aferrando sus puñales rudimentarios y más determinada que nuca a hacer lo que tenía que hacer. Los lápices no temblaban esta vez, ocultos en la manga de su suéter. Tampoco albergaba dudas en su corazón, pues había visto con sus propios ojos lo que le esperaba de no hacer nada. Era o él o ella. Estaba preparada.

Todo a su alrededor era ahora analizado con frialdad, la frialdad necesaria para llevar a cabo su cometido. Había perdido demasiadas cosas en el camino, demasiados amigos... demasiados recuerdos, y los sonidos giraban en torno a su silueta anunciando que había llegado su final esperado, su tan anhelado desenlace de la historia.

Las bisagras y su retorcer se le antojaron casi como una alegría, pues llevaba días sin comer, arrinconada en una esquina con un par de pinturas afiladas en la palma de la mano. Pensó que iba a morir allí mismo, que ya nunca se le brindaría otra oportunidad para siquiera intentar huir, pero allí estaba, como un regalo del destino, aquel sonido que otrora temió y ahora recibía con regocijo. «Baja los escalones, tan solo desciende una vez más», imploró en silencio.

Y escuchó el primero de los pasos, un eco sordo que se perdió en las profundidades de sus aposentos, avivando sus esperanzas y el latir de su corazón. «Baja, baja una vez más, acabemos con esto de una vez por todas». Sus temores habían desaparecido, ya nada podía horrorizarla más que cuanto había acontecido en los últimos días. Ahora sentía ira, una ira calma y quieta que controlaba el lento y estudiado devenir de sus acciones. Podía hacerlo, y lo haría.

«Dos», otro peldaño más, como el lento sucederse de las agujas del reloj, que por tanto tiempo se habían detenido para ella y ahora deseaban enardecer, vivir de nuevo. Judas parecía temer algo, como si intuyese el cambio sufrido por Sarah, como si percibiese que dentro de ella algo se había movido y transformado para siempre.

Después vinieron los otros, sin tanta ceremonia como los primeros, zancadas rápidas y desenfadadas como las que escuchara el primer día que estuvo allí. Judas se detuvo al llegar a mitad de la escalera y allí se sentó, desvaneciendo las esperanzas de Sarah, que deseaba tenerlo cerca aunque fuese una última vez.

—Lo siento Sarah. Nunca quise que las cosas acabasen de este modo —ella no quería mirarlo, no quería darle la mínima oportunidad al miedo o al terror, pues de quedarle alguna posibilidad esta desaparecería con ellos—. Quería ser como tú... que tú fueses como yo.

Sarah permanecía cabizbaja, únicamente sus labios se movieron en un susurro.

—Yo nunca seré como tú —no supo ver de donde provenía el valor para responderle, pero lo hizo de forma suave y templada, casi comparable a la voz melódica que él solía utilizar.

—¿Qué?

—Que yo nunca seré como tú —no le dirigió la mirada, pero supo que los ojos se ensanchaban tras la malla—. ¿Qué pretendías, que fuésemos amigos? Ya no te tengo miedo, ya no me impresionan tus medias rotas ni tus trucos baratos.

Él se levantó, quizá ofendido, quizá furioso por aquellas palabras que escuchaba, y ella siguió sin mirarle a la cara, ya todo le daba lo mismo.

—Solo quería que fueses como yo... ¡Nunca te he hecho daño, nunca te he puesto la mano encima!

—¿Has venido a pedirme perdón? ¿Es eso lo que quieres?

Hablaba inmersa en un extraño estado alterado, apenas consciente de la relevancia de sus afirmaciones; su atención puesta exclusivamente en dos pinturas de colores, y en la fuerza con que las aferraba.

—¿Me perdonarías?

—¿Lo harías tú?

Judas salvó el último tramo de escalera, puede que después de todo Sarah tuviese su oportunidad.

—Pero yo te traje libros... creí que te gustaban...

¿Estaba llorando? ¿Eran aquello palabras envueltas en lágrimas, o uno más de sus trucos?

—Me trajiste libros —Sarah no sabía si reír o llorar—. Me trajiste libros...

—¡Los cambiaba para que no te aburrieses, para que no quisieses irte!

¿Estaba aquello pasando realmente, o era una broma de mal gusto? De ser así Sarah quería despertar cuanto antes, volver a la realidad. Aquello no tenía ninguna gracia.

—¿Y Carlos? —preguntó, sintiendo a su pesar la punzada del miedo ante la posible respuesta.

—¡Está bien! ¡No le ha pasado nada, ya verás como pronto volvéis a jugar juntos!

Era como darle la vuelta a la película, como si ella tuviese el control de la situación y Judas estuviese asustado, aterrorizado por algo que ella no acertaba a ver. Hablaba de una forma tan infantil que casi resultaba ridícula, enloquecido de improvisto por alguna razón intangible. Los músculos de la mano diestra de Sarah se relajaron, y supo que aquello no era bueno para su empresa.

—Mientes.

—¡No! ¡Te digo la verdad! ¡Está bien, ya lo verás! —caminó hacia ella, y los dedos de Sarah se tensaron de nuevo—. Yo nunca he querido haceros daño, solo quería que jugarais conmigo. ¿Comprendes?

—¿Que jugáramos contigo?

Estaba confundida, había esperado cualquier cosa menos aquello, aquella disparatada función que estaba presenciando.

—Yo solo... ¿por qué nadie quiere jugar conmigo?

Se dejó caer cerca de ella, de rodillas, implorando un perdón que no le sería dado. Sarah estaba estupefacta, era incapaz de reaccionar ante los inesperados acontecimientos que la atenazaban, pero como un mecanismo de defensa, ejerció más fuerza sobre los lápices, que guardaba a sus espaldas como el mayor de los tesoros.

Su corazón bombeaba ahora a toda prisa, y podía sentir el ir y venir de la sangre cálida recorriendo su cuerpo. No sentía miedo, pero Judas llegaba a inspirarle lástima. ¿Era capaz de empuñar un arma contra él?

Los cuerpos... cada vez más cerca, como atraídos por un siniestro magnetismo que no hiciera sino anunciar el final de uno de ellos. Ella quieta, inerte como una roca; él arrastrándose de forma quejumbrosa, humillado en un llanto desconcertante tan terrorífico como el más grande de los alaridos.

Todo acababa en aquel instante, y ella lo sabía. Todo cuanto había ocurrido dentro del zulo los había llevado hasta ese preciso momento, en ese preciso lugar.

Le tenía ya a poco más de un metro, demasiado lejos para hacer un gesto en falso y suficientemente cerca como para sentir su presencia perversa. ¿Alzaría el puñal contra él, contra la única persona que la había alimentado durante los últimos cuatro años?

Creyó que llegado el momento todo sería más fácil, que después de lo que había pasado ya no titubearía, pero se equivocaba. Su mano temblaba al igual que la primera vez, cuando sostuvo unas tijeras cuatro años atrás. Temblaba al igual que hacía tan solo unos días, cuando la falsa promesa de escapar de aquel lugar se llevó por delante a su único amigo.

Y Judas se acercó más, no dejaba de hacerlo. Pronto estuvo tan próximo, que Sarah sintió que era ahora o nunca.

Las miradas se cruzaron, siempre a través de aquella barrera de nylon a que estaban acostumbradas. Y una mano se alzó titubeante, desde la espalda hasta más allá de la cabeza. Una mano empuñando dos lápices de colores, que fueron hallados en el zulo y afilados en las paredes del zulo. Todo quedaba entre cuatro muros de cemento mal fraguado.

Los ojos, clavados los unos en los otros, ambos en una extrañeza de mirada melancólica, de adiós, de despedida. Y unos labios que se retuercen tras los hilos de unas medias para por primera vez, forman una sonrisa entrañable, casi tímida e infantil. Una sonrisa falta de rencores ni segundas intenciones, ausente de malicia o de burla. Era, a fin de cuentas, una sonrisa verdadera.

Y la mano que desciende, los ojos que se cierran al unísono por no querer o no poder ver y una lágrima que se desprende. Sarah no sabe si por dolor o de alegría, si por temor o esperanza, si por amor o por todas las cosas juntas.

Primero la fuerza sobre la carne, después un grito que sobreviene a otro, y finalmente una mano que se abre para dejar caer sus puñales improvisados, ahora llenos de un líquido caliente que le eriza el vello del cuerpo.

Silencio, un silencio de muerte, no sabe si ajena o propia. Todo se resume a la certeza de su ataque. Y los ojos que se abren sin atreverse a mirar, sin aventurarse a conocer el fatídico desenlace de sus actos.

Entonces lo ve: el cuerpo tendido sobre el asfalto gris, todavía con una sonrisa grabada en los labios, y la vida abandonándolo por su garganta resquebrajada. Sangre brotando de su cuello, formando un charco opulento en el piso; y dos lápices en el suelo, uno de ellos partido en dos mitades por la contundencia del impacto.

Luego, todo se desvaneció en una suerte de negrura, una suerte de abrazo negro que la envolvió en sus brazos, sumiéndola en el más profundo de los sueños. Estaba agotada, famélica y pálida. No podía más, las luces se apagaron para ella.

 

 

Despertó con el cuerpo entumecido. No sabría decir si había perdido la consciencia hacía horas o tan solo unos segundos. La respuesta la obtuvo al tratar de incorporarse, a través de la sangre todavía caliente del pavimento. El cadáver estaba igual que lo vio por última vez, con esa funesta sonrisa grabada en su rostro. De la garganta ya apenas brotaba nada, y Sarah sintió que sus manos querían deslizarse bajo la comisura de aquellas medias, hacerlas jirones y descubrir la cara de aquel que tanto sufrimiento le había causado.

Se acercó, sin hacer ruido. Sabía que estaba muerto y sin embargo todavía le producía un fuerte pavor. Sus ojos iban de la trampilla a las medias, de la luz a la oscuridad de aquellos ojos turbios, sin saber qué hacer, sin saber si echar a correr o detenerse un último instante ante aquel siniestro antifaz.

El miedo le pudo, y caminó nerviosa hacia aquellas escaleras mal construidas descalza como iba, alicaída y sin atreverse a mirar atrás, tal era el pánico que le provocaba el ser que tenía a sus espaldas.

Cogió la cajita de latón en la que descansaba Lord Byron. Hacía algunas horas que el animalillo estaba dentro, y arañaba nervioso las paredes metálicas queriendo salir de allí, como una metáfora de ella misma y su desesperación.

—Shhht... Ya está Lord Byron... ya nos vamos.

Cuando puso el pie desnudo sobre el primero de los peldaños, casi ni podía creerlo. Ante ella solo la luz, en las alturas, una luz cegadora y casi purificadora que la llamaba con un susurro cálido: el de las promesas cumplidas.

Sin echar la vista atrás y con los ojos húmedos por una emoción indescriptible, se despidió de todo cuanto había significado su cautiverio y echó a correr. Hacía tanto tiempo que no corría...

La anatomía de las rosas rojas
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