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EL ANAQUEL PERDIDO

 

 

 

Diario de Sarah Trelis.

 

Gran parte de lo que algún día fui murió en aquel siniestro treceavo cumpleaños. Nunca sabría si realmente había sido la fecha de mi nacimiento, pero aquel día fui concebida en las tinieblas. Atrás dejé muchas cosas, los años de inocencia perdida y los dolorosos recuerdos; las alegrías merecidas y los buenos momentos. Me fueron arrebatados los cimientos de mi fe, que se tambaleaba temerosa de desmoronarse en cualquier momento. Me robaron la cordura y los buenos sentimientos, y por encima de todo, me privaron de lo que me había mantenido viva en aquel oscuro paraje: la esperanza.

Apagué las luces y me abandoné a mi lóbrego destino. Me encerré en mi habitación sin querer saber nada de nadie, envuelta en una negrura que ahora me resultaba casi reparadora, una compañera quieta y silenciosa que me ayudaba a esconderme de la vida que tanto temía y detestaba.

Dejé de comer, ya nada me empujaba a querer hacerlo, y pensé en la muerte como sinónimo de paz, como un final digno a mis torturas. Pero la parca era escurridiza y engañosa cual la vida misma, y me evitaba por mucho que yo me empeñase en alcanzarla, ya fuese a base de inanición o puro desespero.

Judas, llegado un momento se percató de mi hundimiento, y como cuando tuve fiebres, se sentó junto a mi cama para incitarme a comer. El muy cabrón no había acabado de jugar conmigo y yo de nada le servía muerta. Empecé a ingerir alimentos con la misma dejadez con que había dejado de hacerlo, y sentí que la vida me pedía disculpas por volver a correr por mis venas. Ya no me impactaba de igual manera ver su rostro enmascarado, pues el día de mi nuevo nacimiento me había curado de mis miedos. Ya nada tenía que perder, y ese hecho, aunque yo todavía no lo sabía, me hizo ser más libre dentro del agujero.

Mi cuerpo se acabó recuperando, pero las heridas del corazón ya jamás cicatrizarían. Cuando reuní el coraje necesario para emerger del dormitorio, hacía mucho frío y las paredes volvían a escupir agua por doquier. Junto a las escaleras hallé uno de los tediosos paquetes que Judas me arrojaba, y encima de la mesa, uno al lado del otro y más limpios y brillantes que nunca, estaban los causantes de mi pesadilla: los zapatos, expuestos deliberadamente para que no olvidase el alcance de mi particular vía crucis.

Estaba famélica, y visto el poco éxito de mi huelga de hambre decidí llevarme algo a la boca. El envoltorio de jamón serrano estaba rasgado, y si me hubiese sido posible habría sonreído por ello, pues eso significaba  que el ratón se las había arreglado bien en mi ausencia.

Allí estaba, expectante junto al marco de la puerta, y observándome con sus ojillos como si comprendiese todo lo que me pasaba. Desganada, le lancé una loncha de su manjar preferido, pero él se quedó estático, al parecer ya se había puesto las botas antes de mi llegada.

Le lancé una piedra, y él corrió a cogerla, debí gesticular lo más parecido a una mueca alegre que mis músculos me permitieron. Se levantó sobre sus dos patitas de atrás, entretanto agarraba el pequeño canto rodado con las delanteras, y lo que hizo a continuación me robó el aliento. En lugar de esconder la piedrecilla como siempre hacía, correteó en mi dirección a pequeños trechos, indecisos e inconclusos. Yo estaba sentada en el suelo cerca de las escaleras, y no podía creer lo que estaba viendo. El ratón se detuvo frente a mi, pensándose si efectuar un último movimiento, y de improvisto, lo tenía corriendo por encima de mis piernas y escalando hasta mi estómago. Me hacía cosquillas, sus patas recorrían mi cuerpo generándome agradables escalofríos, y sin quererlo, me hallé a mi misma riendo.

Me recosté en los escalones y él se agarró a mi ropa para no caerse. Lo tenía muy cerca del rostro, y cuando nuestras miradas se cruzaron, ladeó la cabecita con un gracioso contoneo y soltó la piedra sobre mi pecho. Sin darme tiempo a reaccionar, dio un salto y salió disparado hacia su cuarto.

Lo seguí, estaba segura de que él quería que lo hiciese, y cuando entré en la habitación alcance a ver el movimiento fugaz de un libro, en el estante más bajo del anaquel metálico.

—Ahí estás...

Caminé hacia el lugar indicado con sigilo. El estante inferior estaba repleto en casi su total extensión de juegos de mesa y otros cachivaches, pero cerca de la esquina, y casi junto al fregadero, habría una veintena de libros apilados los unos contra los otros de forma descuidada. Con un poco de suerte, mi vista no me habría engañado y el ratón se escondería próximo al que yo había visto moverse.

Sin hacer ruido llegué hasta allí, y con suma delicadeza cogí el tomo blanco y lo deslicé fuera del mueble; no me fijé siquiera en el título. Tras él, hallé más de lo que había esperado encontrar. Lo primero que vi fue un montoncito de pequeñas piedras, que sabía muy bien de dónde habían salido. Estaban meticulosamente depositadas las unas sobre las otras formando un montículo, y yo añadí la que me había dado el ratoncillo completando la obra. Al fondo, en la pared, y oculto por el cuerpo de uno de los libros adyacentes, estaba el agujero, una apertura cavernosa de medidas apropiadas para mi amigo, y cuyas paredes se perdían en su propia opacidad; era la guarida perfecta.

Coloqué el libro que había sacado en su sitio, amagando el secreto del ratón, y en ese mismo instante supe cómo iba a llamarse. Tenía ante mi un tomo desgastado de tapas duras color hueso, y en el lomo podían leerse el título y el autor: Don Juan, de Lord Byron. Sin duda Don Juan era un nombre con demasiada poca clase para mi compañero, y él se merecía algo más que eso. Ostentaría el título de Lord, acorde a su inteligencia y buena presencia; se llamaría Lord Byron, el señor de los ratones.

La idea me pareció tan graciosa que volví a reír, era increíble cómo aquel animalillo lograba animarme hasta en la peor de las coyunturas. Si hubiese estado allí lo hubiese bautizado en aquel preciso instante: «Lord Byron, amo y señor de todos los roedores». De solo pensarlo se me iban las fuerzas.

Sentada en el suelo, me di cuenta por primera vez de lo enorme que era la estantería, un enorme anaquel perdido en la misma oscuridad de mis aposentos. Allí había cientos de libros en los que apenas me había fijado desde que llegara. Los había repudiado, había descartado totalmente su uso porque pensaba que mi estancia en el zulo tendría carácter pasajero, pero ahora las cosas habían cambiado.

Decidí ojear aquel que me había servido para darle nombre a mi compañero, volviéndolo a sacar de su sitio y abriéndolo para echar un vistazo. Reconocí la estructuración de las palabras, y supe, por la forma en que estaban dispuestas, que no se trataba de un texto en prosa, sino de poesías. Los versos se sucedían unos a otros con armonía, y traté de entender lo que algunos de ellos querían decir. No lograba comprenderlos del todo, pero aquel tal Lord Byron hablaba en su mayoría de romances y conquistas mujeriegas. Leí entre líneas también lo que me pareció el retrato de una relación homosexual, y aquello al principio me extrañó, pues no imaginaba que la literatura tuviese un carácter tan transgresor. Sin darme cuenta me metí de lleno en las estrofas, devorándolas de forma desordenada y salteada, Byron relataba las aventuras y desventuras pasionales del tal Don Juan y, de vez en cuando, destilaba unos versos que lograban tocarme, por su suave sensibilidad entre tanto sexo y desenfreno:

 

«...El amor es una fuerza caprichosa. Bien lo he visto

Resistir a las fiebres causadas por su calor,

Pero sorprenderse por una tos o resfriado

Y más que unas anginas ser reacio al tratamiento.

Amor está presto contra cualquier dolencia noble,

Pero le disgusta hacer frente a una enfermedad vulgar,

que un estornudo interrumpa sus lamentos

o una inflamación enrojezca sus ojos ciegos...»

 

Y de la misma forma que con el amor, hallé reflexiones sobre los recuerdos y la soledad. Me encontré inmersa en los pensamientos de un personaje inventado, que intuía tenía mucho más del autor de lo que él mismo había querido dejar entrever.

 

«...No lo advertimos. La sangre fluye demasiado deprisa;

Pero así como desembocan las corrientes en el océano,

Nosotros nos sumergimos en las emociones pasadas...»

 

La lectura resultó ser todo un descubrimiento, aquellas letras, dispuestas de la forma correcta, lograron trasladarme a las inquietudes de otra persona. Era como viajar sin moverse, un pequeño y ansiado respiro para mi mente, que se hallaba ya al borde de la demencia. Fue una medicina inesperada, una aspirina contra mi soledad forzada y mi aislamiento concertado, una cura efervescente que calmaba momentáneamente el torrente de mis penas, relegándolas a un segundo plano mucho menos doloroso.

Dentro de aquel cuarto había muy poca luz, y debía forzar mucho la vista para poder ver algo con claridad. Discurrí que era mejor devolver el ejemplar de Lord Byron a su lugar, pues no quería dejar la guarida de mi amigo al descubierto. Antes de relegarlo a su sitio, no pude poner remedio al movimiento de mis manos, que ya buscaban unos últimos versos trascendentales entre aquella maraña de rimas. Sin quererlo, di con unos que casi me hablaron de mi misma, de mi soledad y mis pensamientos de muerte.

 

«...Dos o tres parecen pocos y uno es nada.

En el desierto, en el bosque, entre la gente o en la playa

Sabemos que la soledad impone su mando

Y que se enseñorea asiduamente de estos lugares,

Pero en magnífica galería o en una gran sala,

Igual en edificio moderno que en los de antaño,

Algo así como la muerte se nos acerca al sentir

Que nosotros somos uno y que ella es para todos...»

 

Las ideas de aquel Lord mujeriego y vicioso fueron el primer alimento intelectual que engullí dentro del agujero, pero después vendrían muchos más. Aquel mismo día me levanté del suelo y examiné las diferentes alternativas que se me presentaban. Había un autor recurrente a lo largo de toda la pequeña biblioteca: Shakespeare. Yo había oído hablar de él, y por lo poco que sabía sus escritos habían alcanzado las más altas cotas de la literatura universal. «Por fuerza —pensé— debe de ser bueno».

Había muchos títulos con su nombre y uno que me sonaba por encima de todos los demás: Romeo y Julieta. Pero yo no era una de aquellas remilgadas niñitas a las que les apasionaban los cuentos de hadas, es más, siempre me habían aburrido, y aquello me sonaba más bien a príncipe busca princesa; no me apetecía. Seguí indagando, El rey Lear, Otelo, El mercader de Venecia y uno que logró interesarme por la sola fonética: Macbeth. Lo cogí de entre la maraña de obras olvidadas y lo llevé conmigo hasta la sala de estar. El lomo estaba lleno de polvo y cuando soplé se alzó en un vuelo misterioso y prometedor.

Olvidé momentáneamente mi cautiverio. Sostener aquel libro entre mis manos era como detenerme frente a una ventana cerrada que estaba a punto de ser abierta. Estaba incluso nerviosa, y para mi satisfacción y sorpresa no lo estaba por algo malo. Comencé a leer invadida por una extraña emoción, cada palabra del relato desgranaba una bella poesía, y yo no entendía demasiado de rimas ni de métrica, pero el ritmo se intuía en cada entonación de los versos.

Macbeth hablaba de la traición y de sus consecuencias. El relato me atrapó en sus fauces con una fiereza que antes no había conocido, quería saber qué sucedería a continuación en aquella corte manchada por el ansia de poder, descubrir los entresijos de los traidores y ver si finalmente se salían con la suya. Me gustaba, sobre todo porque aunque vil y despreciable, el propósito de aquellos que traicionaban al rey tenía un fin concreto: la obtención de poder. Era detestable, pero más o menos comprensible, y casi deseé ser capaz de adivinar de igual manera los motivos de mi clandestinidad.

Consumí las páginas de Macbeth aquella misma noche, su magia me invadió y me hizo salir de aquellas cuatro paredes por un breve y magnífico espacio de tiempo. Fue algo parecido a la libertad, a volver a correr descalza por la hierba verde. Durante ese asombroso viaje fui el espíritu apesadumbrado del rey asesinado, fui el miedo de los inocentes acusados y el carácter despiadado de lady Macbeth. Sentí lástima por los soldados muertos en vano, su honor mancillado tras un fallecimiento indigno, tachados culpables de un regicidio que no habían cometido.

Sentí una inesperada nostalgia al cerrar las tapas del tomo. Aquel había sido mi primer libro, mi primera verdadera lectura voluntaria, y había conseguido robarme un pedacito de mi alma. Mi corazón ya siempre estaría manchado con la tinta de aquellos versos magistrales. El aroma de las páginas marrones era embriagador e hipnótico, invitaba a acariciarlas y releerlas una y otra vez, y empujaba a ver aquel ejemplar antes inservible como un bello tesoro.

Después de Macbeth vinieron muchos más, primero de Shakespeare, después de otros incontables autores. Aprendí a profesar un respeto especial por el dramaturgo inglés. Sus obras, breves y contundentes, siempre se centraban en las debilidades humanas, describiéndolas de forma bella, cruda y veraz, todo a la par. Aquel Romeo y Julieta que en un principio había despreciado resultó ser un retrato perfecto de la venganza y sus fatales alcances. Las familias Capuleto y Montesco quedarían grabadas a fuego en mi memoria, así como el amor prohibido de sus más jóvenes miembros. El final de El mercader de Venecia me privó de la respiración, sublime y sumamente inteligente. Aquel discurso sobre la forma en que debía cobrar la deuda el mercante judío, sin derramar una sola gota de sangre, hizo que la mía ardiese de emoción. Jamás habría podido inventar algo similar. ¿Cómo podía Shakespeare dejar la respuesta ante las narices del lector y conducirlo de tal manera que solo se diese cuenta al final? Era puro arte.

Judas estaba sospechosamente satisfecho con mi nueva afición por la lectura. En ocasiones incluso se marchaba si veía que estaba enfrascada en alguna de aquellas novelas. De igual forma que todo lo que hacía, me resultaba ilógico e incomprensible, pero agradecía el hecho de poder estar más tiempo a solas con mis pensamientos.

Más tarde comenzó a soltarme unos siniestros discursos sobre lo que, según su parecer, él y yo nos asemejábamos, y aún queriendo ignorarlo aquello me ponía los pelos de punta.

—No lo comprendes Sarah, tú y yo somos iguales —que dijese aquello me perturbaba notablemente, sobre todo viendo sus labios moverse detrás de las medias elongadas hasta el extremo—. Es únicamente que aún no puedes verlo, pero no somos más diferentes que una manzana recién cogida del árbol, y una que ya ha empezado a pudrirse.

Yo trataba de seguir comiendo y hacer oídos sordos, pero él estaba más que dispuesto a que escuchase su charla. Si era necesario incluso se acercaba a la mesa, abandonando su puesto de guardia en las escaleras.

—¿Has pensado alguna vez en ello Sarah? ¿En por qué se pudren las cosas? Es el aire que respiras, ese mismo que te da vida, el que las oxida y las carcome hasta hacer que tenga sentido la palabra putrefacción. La naturaleza está envenenada pequeña, medítalo en profundidad. Piensa en una planta, en cómo se alimenta de cuanto tiene a su alrededor y lo succiona de igual forma que una detestable sanguijuela, que no te engañe su aspecto inofensivo, no coge más porque no puede.

Daba vueltas en círculo, cual profesor de academia que medita su valiosa lección.

—Las personas no somos diferentes Sarah, es solo que por suerte o por desgracia hemos sido dotadas con mayor capacidad de movimientos. Pero la existencia, por definición, es cruel y egoísta, cada despreciable animal que puebla este mundo no lucha por más que por su propia supervivencia, y nosotros somos el peor de todos. Somos engañinos, mentirosos y rencorosos, seguro que lo has aprendido de esas obras Shakespearianas que tanto te gusta leer.

Yo permanecía en silencio, algo dolida al reconocer la razón en sus palabras. Realmente era cierto que aquellos libros me apasionaban por su fiel retrato de las flaquezas humanas. De todos modos, en rara ocasión me atrevía a decir nada, y simplemente esperaba a que Judas diese por terminada su presentación. A veces, podía prolongarse por un buen rato.

—Pero mírate, eres la manzana recién caída, todavía ni te has recuperado del impacto. Es normal que no puedas ver más allá de lo que te han enseñado tus insulsos libros de religión. ¿Que Dios es bueno, que nos creó a su imagen y semejanza? Por favor... me entran ganas de vomitar. ¿Por qué iba a alguien querer crear unas criaturas tan desechables como nosotros, sino para sentarse y admirar el espectáculo? Estúdialo con detenimiento Sarah, ¿por qué ese ser mágico y barbudo no se detuvo a erradicar la pena y el dolor antes de desterrarnos a estas tierras áridas? Somos su circo personal, puro entretenimiento, y nada más.

»Quizá nosotros, en nuestro estúpido afán por difundir su palabra, construimos el coliseo romano para ver matarse a nuestros semejantes. Al fin y al cabo no es tan distinto de lo que él hace, es casi lo mismo, solo que a menor escala. ¿Recuerdas lo que te decía de la putrefacción de las cosas? Ahora estás blanca, impoluta, pero pronto comenzarás a plantearte muchas cuestiones, si es que ya no lo has hecho. ¿Por qué no han venido a por ti? ¿Por qué alguien como yo te encierra entre estas paredes mohosas? ¿Por qué se han olvidado de ti tan pronto? ¿Por qué tu madre te abandonó cuando tenías solo nueve años?

Aquella pregunta fue la que más daño me hizo de entre todas, denotaba que Judas me conocía mejor de lo que yo pensaba. Muy a mi pesar, destellaba retazos de verdad en sus afirmaciones hirientes y afiladas como dagas.

—Porque sí, Sarah, porque no podría haber sido de otra forma, porque nuestra forma de ser nos hace decepcionar a los demás y decepcionarnos a nosotros mismos. Respóndeme a una cosa pequeña, ¿quieres a tu padre verdad?

Yo asentí con la cabeza, temerosa de que mi respuesta se volviese contra mi, pues Judas sabía jugar con los sentimientos como un malabarista con una sola pelota de goma.

—Bien. Ahora dime otra cosa más. ¿Cuantas veces le has hecho daño? ¿Cuantas veces le has visto sufrir por ti y no has hecho nada por cambiarlo? ¿En cuantas ocasiones has visto la decepción en sus ojos?

Solamente el silencio le fue devuelto por respuesta. Recordé mis años de mutismo tras la partida de mi madre, recordé cómo le había echado a él la culpa de todo, y cómo tardé años en perdonarlo. Ni siquiera entonces fui capaz de pedirle disculpas, o decirle lo que en realidad había pasado por mi cabeza durante todo aquel tiempo. Me sentí culpable y avergonzada, Judas tenía razón, no me había portado bien con la persona a la que más quería, y eso me quemaba más que cualquier encierro o grado de oscuridad.

—¿Lo ves? Has sido muy egoísta Sarah. ¿Cómo pretendes que nadie venga a rescatarte después de lo que tú has hecho?

«Mi padre vendrá, él no dejará de buscarme», pensaba yo. Por muy mal que yo hubiese hecho las cosas, el vendría a buscarme, él vendría. Pero la verdad era que no había venido nadie, y que dentro de aquel paraje cavernoso la duda era el peor enemigo de la conciencia.

—Estas sola, y cuanto antes aprendas a aceptarlo antes acabará tu sufrimiento.

Aquellas palabras se me metían en la cabeza como veneno, y por mucho que hiciese yo por deshacerme de ellas, se hacinaban en algún lugar del que me era imposible arrancarlas.

 

Comencé a leer cada vez con más apetito y la lectura se convirtió, junto a los ratos que pasaba con Lord Byron, en la única vía de escape a mi pesadilla psicológica. Pasaban los días, las semanas, y los meses, perdiéndose como las presas de una gigantesca tela de araña. El dolor, por doler tanto se hizo olvidadizo, y los recuerdos, por sus esperanzadoras promesas, se convirtieron en pasajes borrosos de una existencia pasada. Nada me quedaba ya, y poco a poco llegué a aceptarlo y ser consciente de ello. Aprendí a soportar la vida en el zulo y traté de ser lo más feliz que podía con lo que tenía.

Lord Byron empezó a saber cuál era su nombre, y acudía presto cada vez que lo llamaba. Los tiempos en que ambos nos estudiábamos con timidez habían dado paso a una confianza plena, y ahora correteaba fácilmente por encima de mi cuerpo y se dejaba acariciar por mis manos. Aquel ratón era realmente excepcional, ¿cómo podía la gente mostrar tal animadversión por unos animales tan inteligentes? A veces, cuando leía recostada, se ponía sobre mi pecho y hacía como si él también leyese.

Juntos descubrimos la belleza de mil mundos diferentes, vendimos el alma al diablo por la juventud de Dorian Gray, y lloramos al saber —gracias a Calderón de la Barca—, que la vida es sueño y los sueños sueños son. Devoramos los cuentos de Edgar Allan Poe, temblamos con El cuervo y palpitamos con El corazón delator, sentimos miedo con El barril de amontillado y nos fascinaron Los crímenes de la Rue Morgue. Agradecí que en muchos de los libros se incluyese una pequeña biografía del autor, algunos estudiosos afirmaban de Poe que había muerto de un delirium tremens. ¿Cómo era posible? ¿Una mente tan privilegiada? En uno de sus relatos, hallé un apunte que me pareció perfectamente aplicable a mi pequeño amigo Lord Byron: «Hay algo en el amor desprendido y sacrificado de un animal que llega directamente al corazón de aquel que ha tenido frecuente ocasión de conocer la miserable amistad y la débil fidelidad del hombre».

Descubrir a cada autor, conocerlo a través de sus palabras inmortales, resucitar sus ideas y casi poder tocarlas... La magia de la literatura se había adueñado de mi alma. Y era difícil poder pensar en algo tan entusiasta dentro del agujero, pero creo que en parte, era feliz. Me encantaban los escritores clásicos, había algo en su forma de escribir que me cautivaba. Y sus obras, eran tan trascendentales, tan atemporales, que era como si ellos mismos hubiesen esquivado la muerte y todavía hoy permaneciesen con vida.

De forma algo egoísta, me alegró darme cuenta de que al igual que me ocurría a mi, muchos de aquellos bohemios se habían sentido solos y atormentados, y en ese efímero contacto de cuando las mentes conectan sin tocarse, logré sentirme algo más comprendida.

Dejé de acordarme de mi padre, dejé de esperar que viniese a salvarme. Era mejor abandonarse a la idea de que no iba a salir de allí. Al menos, sin esa clase de ensoñaciones me resultaban más llevaderos los días. Muy dentro de mí, sentía que estaba renunciando a una parte de mí misma, que estaba rechazando lo que Sarah Trelis había sido algún día, y me sentía culpable por hacerle eso a mi padre, por querer olvidarlo, pero era ya la única forma que tenía de permanecer cuerda en mi cárcel de piedra.

En alguno de aquellos lúgubres pasajes de mi infancia perdida, me convertí en una mujer. Fue mientras leía uno de mis libros —no recuerdo cuál—, había tenido molestias estomacales durante los últimos días y unas migrañas insufribles que antes jamás había conocido. Mi padre, el bueno de mi padre, me había hablado en alguna ocasión de cómo sería aquel momento. El pobre hombre se las había ingeniado para explicarme lo que hacían las mujeres antiguamente, cuando no existían las compresas, y aquella anécdota que seguro tanto le había costado contarme fue mi salvación. Cogí la capa negra, la misma que utilizase de manta en los primeros días, y la rasgué sin mucha dificultad. Con ella improvisé una especie de pañal que yo misma habría de lavar a mano después, no era un remedio milagroso, pero era mejor que nada.

Me acostumbré a la humedad del invierno y a la frescura del verano. Allí dentro nunca hacía calor y después de largos meses comencé a aceptar que debía llevar allí mucho más de un año, quizá dos. Me habitué a mi habitación en penumbras y a las duchas de agua fría, a la silueta de Judas descendiendo las escaleras y a su retórica pesimista. Dejaron de sorprenderme sus muecas ocultas y sus gestos imaginados; y aquellas medias marrones, pasaron del miedo al simple y llano aburrimiento. Al fin y al cabo, y fuese como fuere, Judas jamás me había puesto una mano encima, y si no lo había hecho en el tiempo que llevaba en el zulo, dudaba que fuera a hacerlo ahora.

Él seguía empecinado en hacerme ver que ambos no éramos diferentes, y con su insistencia, llegué a reconocer la razón en alguno de sus argumentos. Detestaba al ser humano, probablemente porque se odiaba a él mismo más que a nadie. Me hablaba del egoísmo, de la venganza y de las más burdas pasiones. Me hablaba de la traición y de la débil fe de los mortales, y yo algunas veces hasta le replicaba, le había perdido el miedo incluso a eso.

Todavía, en algunas ocasiones, me sorprendía a mi misma con la mirada perdida en la trampilla, y era curioso, pero realmente no había intentado escapar de allí ni una sola vez. Si hubiese tenido el valor de alguno de los personajes que leía y admiraba, sin duda habría echado a correr en un descuido de mi captor, pero aquello no eran las páginas de una novela, mi pesadumbre era real y lo verídico, por fuerza, resulta más complicado que lo falso. Una historia se inventa para que tenga sentido, pero la vida real no tiene por qué tenerlo.

Recordé el incidente de las tijeras, había estado a punto de llegar a los peldaños y ascender hacia la libertad, pero en el último momento me había amedrantado y me había escondido bajo la mesa. Ese recuerdo me pareció tan lejano y distante, que la evidencia cayó sobre mi con contundencia: llevaba allí mucho, mucho tiempo, demasiado como para que ninguna vana esperanza hubiese sobrevivido a mi tormento.

Tiré la toalla; desterré de mi interior hasta las más débiles ensoñaciones; arranqué de la pared de mi habitación el cristo crucificado, pues estaba visto que Dios no iba a acudir a mi llamada; rasgué también aquel dibujo que solo me atormentaba y lo lancé echo una bola bajo la cama. Todo fue a parar allí, todo cuanto me molestaba: allí dejé los zapatos de charol y todos los sueños que los habían acompañado; mi vergüenza y mis miedos más inusitados; olvidé incluso el desprecio por un ser, que por ser el único que ya conocía comenzó a parecerme hasta humano. Yo no estaba hecha para odiar a nadie eternamente, y si había de vivir allí hasta el último de mis alientos, iba hacerlo lo mejor que pudiese.

Aunque Judas jamás llegó a cumplir al cien por cien su promesa de no hablarme, casi llegué a agradecerlo. Byron era mi único verdadero amigo allí, pero con él no podía hablar, y si lo intentaba recibía caricias a cambio. Muy a mi pesar, me hallé ante la necesidad de conversar con alguien, y en silencio, comencé a apreciar aquellos discursos de negra moral que me transmitía. Me di cuenta de la gran falta que me hacían, cuando llamando a Lord B la garganta comenzó a dolerme. Noté que estaba reseca, y que cada vez me costaba más alzar la voz. Probablemente el verdadero causante de mi dolencia fuese el frío, pero yo lo atribuí al poco uso de las cuerdas vocales.

—El ser humano...

—Es vil y despreciable —corté a Judas— ¿Es eso, no?

Su mirada era puro fuego, en su enseñorada postura probablemente no me había imaginado capaz de contestarle.

—¿Qué?

Verlo enfadado todavía me aterraba, pero hice de tripas corazón y me obligué a mirarlo a los ojos.

—Me lo dices todos los días, creo que ya está bastante claro.

Las manos me temblaban, tuve que cerrar los puños para que no se me notase. No obstante, él me observaba como si pudiese oler el miedo.

—¿Y qué me dices? ¿Estás de acuerdo?

No supe si la pregunta iba con segundas, sus gestos amagados no me desvelaban sus intenciones. El corazón me palpitaba con fuerza, tanta que me hacía daño en el pecho, como un peso que me impedía respirar con normalidad.

—No... no creo que todos sean así. También hay hombres buenos —tragué saliva.

—¿Y qué son los hombre buenos? No, solo existe la maldad disfrazada, la maldad que por falta de golpes no sabe que es mala.

Sus argumentos me resultaban rebuscados, a veces incluso faltos de inteligencia. Los repetía una y otra vez, a veces cambiando las palabras, pero la base siempre era la misma: la manzana verde y la podrida. Me parecía estar discutiendo con un niño de menor edad que yo, cabezota y empecinado en llevar la razón. ¿Por qué ese afán en hacerme ver las cosas tan negras? ¿Por qué esa obsesión por hacerme pensar como él pensaba? Quise preguntarle esas y muchas más cosas, pero no esperé poder formular la cuestión que formulé:

—¿Por qué nunca te quitas esas medias?

Lo dije con desgana, abatida, pero no me atreví a alzar la vista. Había llegado un punto en que me daba igual cual fuese su reacción. La monotonía de mis días era demasiado densa como para permanecer callada un segundo más, y al hablarle, una extraña sensación recorríó mis venas, una adrenalina que jamás antes había experimentado. Por un instante, me sentí viva de nuevo.

La anatomía de las rosas rojas
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