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LA EXTRAÑA PAREJA
No es que destacase entre la plebe. Sarah Trelis era otro mero proyecto de persona, que deambulaba por las calles ajetreadas de la henchida ciudad. No había nada en su forma de actuar, que la diferenciase del resto de almas mecánicas y reiterativas que abarrotaban las aceras grises. Era el producto de una sociedad insensibilizada, que no daba a las nuevas generaciones lo que había recibido a duras penas de las pasadas. Un ente condenada a las tonalidades intermedias, a ser incapaz de resaltar entre la muchedumbre ávida de protagonismo. Aquel día, sin embargo, había sido escogida.
No se podía decir de Sarah que fuese una persona de fuerte carácter, ni que tuviese el aplomo necesario para afrontar los problemas cotidianos del día a día. Rara vez entraba en discusiones, y su respuesta a casi cualquier estímulo era la indiferencia. Le hubiese gustado incluso ser la rara, la que todos señalan con el dedo mientras murmuran entre dientes, aunque tristemente ni siquiera contaba con eso. Pasaba desapercibida entre las masas, que solo se detenían alguna vez ante su dulce y carismática belleza física, para admirar sus cabellos de un rubio pálido natural y sus ojos azules, que captaban toda la atención de su rostro siempre inexpresivo.
A veces ella misma se preguntaba qué demonios le pasaba, por qué había escogido ser de ese modo, actuar como actuaba... Siempre llegaba a la misma conclusión: La falta de interés, la ausencia de motivación por un mundo superficial que en muy pocas ocasiones merecía la pena. Pasaba las horas en silencio escondida en su habitación, enfrascada en sus propios pensamientos, y estudiando nuevas jugadas en un desgastado ajedrez que su padre le había regalado. Le fascinaba la cantidad de posibilidades que se le presentaban a uno al comenzar una partida, y le divertía jugar contra si misma, tratando vehementemente de no dejarse ganar y llevar las piezas al límite, de crear la partida perfecta.
Con los años se había convertido en su verdadera y única vía de escape, y en su desesperado intento de no rendir cuentas a nadie, aparte de a las propias piezas del tablero. Las partidas podían extenderse durante horas y horas, sobre todo cuando jugaba contra su contrincante favorito; su padre, que probablemente fuese el causante de muchas de las actitudes extrañas que ahora adoptaba. Y aunque lo sabía, no le importaba, ni hizo nunca nada para cambiarlo.
Era una persona cuya descripción no resultaba demasiado apasionante, y no obstante, y a pesar de todo, había sido la escogida. Quizás porque todo lo anteriormente dicho no tenía en realidad ninguna relevancia. Quizás porque la hermosa y poco enigmática Sarah Trelis, tan solo tenía doce años.
Su más temprana infancia había sido algo tortuosa, sobre todo teniendo en cuenta que su madre había resultado ser una de esas contadas mujeres carentes de instinto maternal, y los había abandonado cuando solamente tenía ocho años, para largarse al extranjero de la mano de un adinerado empresario, cuyo nombre Sarah nunca se había atrevido a preguntar.
Su padre era encargado en una fábrica de zapatos, un puesto que no estaba mal cuando lo consiguió a los treinta años, pero en el que se había quedado estancado durante ya excesivo tiempo. Y la niña comenzó a comprender demasiado pronto las reglas que regían el mundo en el que le había tocado vivir, al comprobar con que impunidad y poco cargo de conciencia se había marchado su progenitora.
Amadeo Trelis era un hombre sencillo, y siempre había cuidado de ella lo mejor que había podido. El sueldo que ganaba en la fábrica era más que suficiente para que ambos llevaran una buena vida, y no era el dinero lo que le preocupaba, sino el ver como el día a día hacía de su hija una pequeña desconocida, cada vez más extraña y reservada, y demasiado recelosa para la corta edad que tenía.
La convivencia con la muchacha no era del todo ordinaria. En ocasiones le parecía vivir con una extraña, con una persona adulta que tenía demasiadas cosas que esconder, y no era fácil describir la clase de detalles que hacían que Amadeo en ocasiones tuviese estos pensamientos, eran minucias sutiles que pasarían desapercibidas a los ojos de cualquier persona corriente, pero que él captaba perfectamente, tratándose de su hija.
Por mucho que se esforzase, le era imposible hacerla sonreír o arañarle unas pocas palabras de afecto. Parecía como si la pequeña se hubiese encerrado a si misma en una coraza imaginaria, desligándose de todo cuanto la rodeaba. Y tan solo era durante aquellos torneos de ajedrez, cuando parecía ligeramente agitada o emocionada por algo.
Dándose cuenta de ello, el hombre se interesó sobremanera por el juego. Nunca hubiese imaginado que aquel tablero que le regaló casi por casualidad, fuese a convertirse en el único hábito más o menos normal dentro de su vida. Y ahora, algo desesperado por creer que la perdía poco a poco, ponía todo su empeño en estudiar las reglas, para sorprenderla con nuevas estrategias o hablarle sobre los grandes jugadores, tratando de complacerla.
Ella simplemente escuchaba con suma atención, y siendo lo más que el hombre había logrado, se resignaba a repetir el sistema, preguntándose qué habría en realidad en esa pequeña cabeza, que a veces parecía esconder mucho más de lo que a simple vista se intuía. Después, jugaban una partida, casi en completo silencio, y era fascinante la seriedad con la que ambos comenzaban a plantearse cada movimiento.
A la edad de nueve años, ella había logrado ganarle por primera vez, y aunque él tuvo que pasar horas convenciéndola de que no se había dejado, la partida había sido totalmente lícita. A partir de ese momento, y para ser certeros, le había sido prácticamente imposible vencerla de nuevo, y debía esforzarse más y más por mantener a raya su audacia durante unos minutos, antes de que su rey se viese totalmente acorralado, con dificultad para darse cuenta de cómo había sucedido nada.
Había pocas cosas además del ajedrez. Sarah era una niña poco problemática, y nunca había recibido quejas de sus profesores. Era pronto para definirla como una buena estudiante, pero apuntaba muy buenas maneras. Tanto sus notas como su comportamiento eran intachables, y Amadeo no tenía que preocuparse de ir tras ella para que estudiase o hiciese los deberes.
Los domingos eran tratados como un día especial. Cuando su madre todavía vivía con ellos, solían ir a abarrotadas reuniones familiares que siempre habían detestado. Él no soportaba la falsedad con la que los comensales se dirigían teatrales miradas, o la poca gracia de las conversaciones siempre aburridas a las que se veía obligado a someterse, mientras sabía que su matrimonio era una auténtica farsa. Se hubiese regodeado montando una escena y largándose de allí con la cara bien alta, y si no lo había hecho nunca, era como siempre, por ella. Lo que nunca supo es que Sarah, simplemente abominaba aquellos concilios pedantes, en los que se dedicaba exclusivamente a escuchar atentamente todo cuanto se decía, para tratar de no comportarse jamás de igual modo.
Al quedar solos, ambos se regocijaron en secreto de no tener que asistir nunca más a aquellas congregaciones en las que todo parecía seguir un guión previamente pactado, dejando fuera cualquier pequeña iniciativa creativa. Ahora, un par de años después de la “dolorosa” separación, cada fin de semana se dedicaban a hacer modestas excursiones, que resultaban algo atípicas teniendo en cuenta lo poco que dialogaban el uno con el otro. Sin embargo, y de nuevo en secreto, ambos se alegraban de haber adoptado esta nueva costumbre.
Vivían en Faro de San Lucas, una pequeña población costera de unos tres mil habitantes, que tenía poco que ofrecer aparte de la iglesia románica del siglo doce, que era el autentico orgullo de sus vecinos, y una pequeña ermita mucho más coqueta y sencilla, que empero para unos pocos resultaba mucho más bella que la anteriormente dicha, por su excepcional ubicación. La modesta ermita de Santa María se erigía majestuosa a pesar de sus dimensiones, en lo alto del Acantilado de los Inválidos, y aunque antaño había acogido innumerables visitas, que acudían por su embriagadora y atrayente belleza, ahora apenas recibía los cuidados necesarios para salvaguardarla de la erosión que provocaba el paso del tiempo.
Aquel domingo en concreto, ya liberados hacía tiempo de las horrendas tertulias familiares y teniendo Sarah doce años, Amadeo decidió llevarla a la Iglesia románica de San Clemente. Habían estado allí más veces, pero ahora probablemente ella estuviese preparada para apreciar la grandeza de la construcción, y de todo cuanto representaba.
Salieron de casa temprano. Ella, como siempre, se resignó a no decir nada mientras él trataba de instruirla con algo de la cultura tradicional, que había aprendido a lo largo de los años.
—¿Sabes por qué esta arquitectura recibe el nombre de románica? —hizo una pausa, aún a sabiendas de que ella no respondería—. Hay varias teorías. La más extendida, y también la más romántica, dice que el nombre surge por coincidencia de su floración con la proliferación de las lenguas romances.
Sarah no se dignó siquiera a mirarlo.
—Es el resultado de una perfecta armonía de elementos constructivos bizantinos, persas, sirios y árabes, que se dio durante los primeros siglos de la baja Edad Media en la Europa cristiana —prosiguió él.
Llegaron a las cercanías del imponente edificio y se detuvieron un instante para admirar los detalles del exterior. A Amadeo le preocupaba que Sarah fuese demasiado pequeña todavía para comprender aquellos simbolismos, y la observaba algo inquieto, tratando de captar alguna fugaz emoción atravesando sus ojos azules. Como siempre, resultó inútil. El vidrio de sus ojos no era otra cosa que una mascarada, un reflejo distorsionado y confuso que nunca daba a conocer sus verdaderos sentimientos.
Había estado estudiando a propósito algo de arquitectura, con el mero objetivo de entretenerla, pero el temor a incomodarla hizo que callase. De todos modos, el aprendizaje había resultado más instructivo de lo que había imaginado, y se descubrió a sí mismo recorriendo el muro de piedra con la vista, y empapándose de infinidad de matices que nunca antes había visto, ciego por la ignorancia.
Reconoció las arquivoltas del pórtico, y se enorgulleció repentinamente de saber cómo se llamaban esas molduras, que formaban una serie de arcos concéntricos, decorando la parte exterior de la portada, y terminando en la imposta. El relieve de cada rosca estaba ornamentado con elementos escultóricos de medio bulto, aunque no pudo adivinar la identidad de los santos o apóstoles representados.
Permanecieron unos minutos en el exterior. Sarah se acercó a un puesto de frutas en el portal de una pequeña casa, justo enfrente de la entrada principal de la iglesia. El pueblo todavía mantenía bien arraigadas algunas de las costumbres tradicionales, y no había nada peculiar en el hecho de que algunas de las familias colocasen fruta encima de pequeñas sillas de madera, junto a la entrada a sus humildes domicilios. Eran productos de su propia cosecha, y uno no tenía más que acercarse y llamar al timbre para poder comprar las piezas al peso.
Amadeo reconoció a la señora Herrera —que le ofreció a la niña un par de manzanas de forma desinteresada— y la saludó con la mano desde la distancia, agradeciéndole el gesto. Sarah volvió apresuradamente sobre sus pasos y prosiguieron la excursión donde la habían dejado.
Entraron a la construcción, y la jovencita sintió un escalofrío debido al cambio de temperatura. Aunque no lo comprendía, siempre le había fascinado la fe con la que los feligreses se hacinaban en los bancos, arrodillándose y ensalzando sus plegarias: algunos en silencio, otros murmurando entre dientes. Solo había que mirar lo abarrotado que estaba el local, para darse cuenta de que Dios no iba a tener tiempo de atenderlos a todos.
Su padre, por primera vez desde que habían salido de casa, no la vigilaba, estaba absorto en pensamientos que ella era incapaz de adivinar, más aún teniendo en cuenta que habían ido allí en incontables ocasiones y era la primera vez que lo veía en ese estado. Caminaba lentamente, delante de ella, y parecía absorber con la mirada todos y cada uno de los detalles del ornamentado santuario. En soledad, se maldijo a sí mismo por no haber estudiado antes la arquitectura de los muros que lo rodeaban, por no haber sido nunca capaz de comprender la majestuosidad de cada una de las piedras que sostenía aquella obra de arte.
Admiró la planta de basílica perfecta, constituida por tres naves, y se percató de algo extraño, algo que incluso podía tratarse de un anacronismo; la techumbre era de madera. ¿Cómo se explicaba esa combinación tan desigual? Ese tipo de construcción estaba ya desfasada cuando se consagró el templo. En su lugar, había sido convenientemente sustituida por la bóveda de piedra, que sin duda hubiese acompañado mucho más a la composición. ¿Cómo era posible que nunca antes se hubiese dado cuenta? Las preguntas se sucedían buscando respuestas, y se sorprendió a sí mismo al comprobar que estaba disfrutando.
Cuando volvió la cabeza, Sarah ya no estaba tras él, sino que se había adelantado hacia las profundidades, llegando a los primeros asientos y tomando posición al lado de una anciana que rezaba arrodillada. La mujer sonrió a la pequeña amablemente y le dijo algo que él no pudo escuchar. Después, la niña volvió junto a su padre y caminaron juntos en dirección al altar.
—Ya sabes que no me gusta que hables con desconocidos.
Para su sorpresa, esta vez ella sí respondió.
—Solo es una religiosa. No va a comerme.
No lo dijo con desdén, ni mucho menos, pero Amadeo se sorprendió por el tono de su voz, firme y seguro. La cogió de la mano y, sonriendo, se dirigió a ella de nuevo.
—Ven, quiero enseñarte algo.
Caminaron unos metros hacia atrás y detuvieron la marcha.
—Mira hacia los lados. ¿Puedes ver la cruz?
Ella dio un giro de trescientos sesenta grados, pensativa, y cuando terminó, su expresión era de total desconcierto. Estaba consiguiendo sorprenderla.
—No la ves... ¿Verdad?
Negó con la cabeza.
—Pues estás justo en el centro. Estás en el punto de cruce —susurró agachándose—. ¿Te das cuenta de que la iglesia es más amplia en este punto? Observa a derecha e izquierda, y mira cómo gana terreno al exterior en ambos lados, formando una especie de brazos.
Ella obedeció sin pensarlo dos veces, y aunque parecía querer ocultarlo, era innegable que aquel misterio la intrigaba.
—Si mirases la iglesia desde arriba, verías que está construida en forma de cruz. El sitio donde tú estás... se llama crucero —dijo señalando a sus pies—. Es la intersección entre la nave principal y la transversal.
No es que fuese religiosa, ni mucho menos, pero debía reconocer que la abrumaba el empeño con que se había mimado cada detalle. Era esa convicción, esa creencia arraigada que veía simbolizada en cada columna, lo que la sorprendía hondamente. Porque... ¿puede llegar un hombre a creer en algo sin reservas? Descubrir esos minúsculos enigmas la apasionaba, y esbozó una sonrisa muda para deleite de su padre, que no podría haber recibido mejor recompensa.
Se sentaron en el primer banco, frente al ábside central. Sarah zapateaba el piso generando un molesto repiqueteo, y Amadeo interpretó el gesto como una profunda muestra de aburrimiento. Al fin y al cabo, y pensándolo bien, una iglesia no era el mejor sitio al que llevar a una niña de doce años. Hizo ademán de levantarse, pero ella murmuró algo y él desistió inmediatamente.
—¿Cómo se llama esa pintura? —señalaba con el dedo hacia el fondo de la nave.
Amadeo quedó perplejo.
—Es una representación de Dios...
—Ya se que es una representación de Dios, quiero saber cómo se llama la imagen... la he visto en muchas iglesias.
—Bueno... creo que te refieres al pantocrátor —apuntó él indeciso, y vio cómo los ojos azules de la muchacha se iluminaban—. Viene del griego pantokrátor, con ka, y quiere decir todopoderoso.
Tenía su inocente mirada clavada en el rostro del hombre de la pintura, que la observaba inerte, como si pudiese ahondar en sus pensamientos. Había sido inmortalizado con gesto austero, y una espesa barba negra que le cubría buena parte del rostro. Le transmitió algo de miedo.
—Fíjate en las manos —la sacó él de su ensimismamiento—. La diestra está levantada para impartir la bendición, y en la zurda sostiene un libro, que contiene las sagradas escrituras.
Estaba confuso. ¿Cómo demonios podía interesarse una niña de su edad por cosas como aquella? Continuó, no obstante, con la exposición.
—¿Llegas a leer lo que pone en el libro?
—Ego... sum lux mundi —respondió Sarah con alguna dificultad—. ¿Que quiere decir?
—Significa textualmente... yo soy la luz del mundo.
—Yo soy la luz del mundo... —repitió ella entre dientes, fascinada.
—Ahora fíjate en las letras que hay sobre sus hombros.
Efectivamente, a cada lado del Dios inmortalizado, había un extraño símbolo que ella era incapaz de reconocer, aunque el primero le recordó a la letra «A» mayúscula y el segundo a una «O» abierta por abajo.
Α Ω
—Son letras del alfabeto griego. Alfa y omega... simbolizan el principio y el fin.
La muchacha era incapaz de ocultar su asombro. Sin saber muy bien por qué, todo aquello la atraía de una manera casi irracional. Observó de nuevo el conjunto, y ahora que conocía alguno de sus secretos, la imagen la sobrecogió. El pantocrátor casi parecía que fuese a hablar, envuelto en aquella aureola de misterio, impartiendo las sagradas escrituras, y justo en medio de aquel simbólico principio y final de los tiempos. Sus ojos oscuros transmitían ahora mucho más, y cada pincelada parecía tener un oscuro propósito, una finalidad secreta.
Amadeo, por su parte, no salía de su asombro. Nunca la había visto así, tan interesada por algo. Casi se atrevería a decir que ni siquiera con el ajedrez se mostraba tan efusiva. Permanecieron un buen rato en silencio, admirando la pintura. En algún lugar del edificio encendieron incienso, y la iglesia pronto quedó impregnada de un agradable aroma. Cuando el padre volvió a mirar a su hija, tenía los ojos cerrados. Estaba rezando.
A partir de aquel momento, Sarah tuvo una segunda obsesión. Curiosamente nunca antes se había planteado ser creyente, y aunque ahora no es que sus convicciones hubiesen cambiado, había algo en aquellas imágenes sagradas que la fascinaba. No podía decirse que se hubiese transformado de la noche a la mañana, pero sí que había algo nuevo gestándose en su interior; un desconocido sentimiento que la arrastraba a querer seguir desentrañando los significados ocultos de cada simbólico emblema.
Comenzó a hacerse a si misma infinidad de preguntas. ¿Qué es lo que había llevado a aquellos hombres, tantos años atrás, a querer dejar esa pequeña huella inscrita para siempre? No era lo mismo, por ejemplo, que escribir un libro, con el que el autor deja su esencia en este mundo antes de abandonarlo. Aquella gente era más desinteresada y se limitaba a transmitir la palabra de Dios. ¿Cómo hubiese podido hacer tal sacrificio, alguien que no hubiese creído realmente en lo que hacía?
En su cabeza, la pequeña había formado una vaga imagen del mundo que conocía, pero... ¿acaso se había equivocado? ¿había juzgado mal? De manera aplastante se dio cuenta de que siquiera era nadie para juzgar, y de que quizás lo había malinterpretado todo, dando demasiada importancia a sus malas experiencias. Y comenzó a ver a su padre con otros ojos, cada vez que este hacía esfuerzos sobrehumanos por distraerla, por hacerla feliz, por provocarle una pequeña risa. Aquel hombre que había tachado de culpable desde el mismo día que su madre los abandonó, se había convertido en un pilar al que aferrarse, en una pieza clave en el particular tablero de su inocente vida. En un peón que había logrado llegar a la última casilla, y ahora jugaba como reina. Era, en verdad, su único verdadero amigo.
Entre semana, la vida resultaba monótona. Cada mañana, la muchacha caminaba en solitario las seis manzanas que la separaban del colegio y él se asomaba al balcón del salón, desde donde la observaba bebiendo un café, hasta que giraba la esquina y la perdía de vista. No era una vida del todo normal, ni una relación padre hija del todo usual, pero los dos habían aprendido a llevarlo de un modo u otro y, teniendo en cuenta el bizarro carácter de Sarah, era todo lo que podían hacer.
El bloque de pisos en el que vivían no era demasiado ostentoso. Amadeo hubiese podido pagar algo mejor, pero prefería guardar ese dinero en una cuenta reservada para costearle la universidad cuando creciese. Podría ser rara, podría tener actitudes chocantes para ser una niña, pero seguía y seguiría siendo lo que él más quería.
Aquella mañana era una como cualquier otra. Él se había levantado a las siete para preparar el desayuno, que en su caso consistía en unas grandes tostadas con mantequilla y mermelada, y en el de ella, en un simple bol de leche con cereales. Tan solo tenía que acordarse de echar los cereales en la leche antes de que se levantase, porque sabía que a ella le gustaba encontrarlos tiernos, hundidos en lo profundo del cuenco. Eran esos pequeños detalles los que los unían, esas minúsculas muestras de atención que denotaban cuanto se conocían, y cuanto se esforzaba él por hacerla feliz.
La niña difícilmente mostraba cualquier signo de agradecimiento, aunque tampoco se quejaba. En ocasiones parecía estar inmersa en una especie de estado autista, desde el cual le era imposible dejar entrever cualquier tipo de sentimiento. Se limitaba a levantarse a las siete y media, a sentarse y a comerse el desayuno en silencio. Al terminar, recogía los cereales y dejaba la cuchara y el bol en el fregadero, le daba un beso en la mejilla a su padre, y se marchaba sin decir nada más que un «hasta luego».
Ese día, como algo fuera de lo normal, Sarah se despertó antes, poco después de que él lo hiciese. Amadeo, que escuchó ruidos en la otra parte de la casa, atravesó el pasillo y se dirigió a la habitación de la niña. La puerta estaba entreabierta, y llamó golpeando suavemente la madera antes de abrirla por completo. Las sábanas estaban revueltas y la mochila del colegio estaba en el suelo, con varios libros asomando a través de la cremallera. No había rastro de la muchacha.
Dio media vuelta y caminó hasta el salón, cuya entrada estaba guardada por una de esas puertas dobles corredizas. Aferró el pomo de uno de los extremos y deslizó la hoja de madera hacia la derecha, dejando a la vista el interior de la estancia. Allí estaba ella, de pie, totalmente vestida y preparada para marcharse, junto a la pequeña mesita en la que siempre se enfrentaban el uno al otro en el ajedrez.
La noche anterior habían estado jugando hasta bien tarde y las piezas todavía estaban sobre los escaques del tablero, tal cual habían quedado al final de la contienda. Sarah las miraba fijamente, pensativa, y no apartó la vista de los trebejos cuando la puerta se abrió, ni cuando él le dirigió la palabra.
—Sarah... ¿estás bien?
Ella no se inmutó y permaneció en la misma posición unos interminables segundos, mientras él se acercaba lentamente, sin hacer ruido.
—Jaque mate —levantó uno de los caballos y lo movió reglamentariamente, para después marcharse en dirección a la cocina.
Amadeo quedó perplejo, y no fue capaz de reaccionar cuando ella pasó por su derecha y abandonó la habitación. La noche anterior él había pedido dejar la partida en tablas, creyendo que era imposible que se resolviese a favor de ninguno de los dos. Ella, sin embargo, se había ido a dormir sin decir nada, y ahora allí estaban las piezas, dispuestas de tal forma que el pobre rey blanco no tenía salvación alguna. Acorralado, sin escapatoria.
Amadeo volvió sobre sus propios pasos y la encontró engullendo sus cereales empapados de leche semidesnatada. Encendió el fuego y comenzó a prepararse las tostadas y el café. Ninguno de los dos medió palabra, hasta que a sus espaldas, Amadeo percibió el contoneo de la silla y supo que ella había terminado. Apenas se había dado media vuelta, cuando ella lo abrazó y se puso de puntillas para darle, como siempre, un beso en la mejilla.
—Te quiero papá.
Las pupilas del hombre se dilataron, y el corazón comenzó a latirle fuertemente. Quedo totalmente paralizado, sorprendido por la naturalidad de sus palabras. Era la primera vez que le decía que le quería.
Ella, que pareció comprender el motivo de su asombro, le dedico el gesto más sincero que sus labios le permitieron esbozar, al tiempo que asentía con la mirada. Después, desapareció corriendo por el pasillo y regresó con la mochila a las espaldas, abandonando la casa tan rápido que él no tuvo tiempo de reaccionar.
El café estaba listo. Se sirvió rápidamente una taza y caminó hasta la sala de estar. Cuando finalmente salió al balcón, ella ya había recorrido la mitad de la calle, y caminaba con sosiego, aferrando las asas del zurrón con ambas manos a la altura de sus hombros. Al llegar a la esquina se detuvo en seco, y el padre, inquieto, separó la taza de sus labios. Después, ella se giró. Estaba preciosa con aquel uniforme escolar azul marino. Sus zapatitos de charol reflejaban la luz del sol y sus calcetines negros se ceñían a la parte baja de las rodillas. Sus cabellos rubios se contoneaban con la suave brisa generando una imagen enternecedora, y desde la distancia, lo miró directamente a los ojos para dedicarle una final e inolvidable sonrisa.
Fue la última vez que la vio.