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JUDAS

 

 

 

Diario de Sarah Trelis.

 

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Los días se suceden envueltos en una siniestra confusión. Los minutos son lustros y las horas son la definición de mi condena, y yo ya no espero que nada cambie, dejé de hacerlo hace mucho tiempo.

No escribo para que mi historia me sobreviva, pues no le deseo a nadie revivir este infierno que padezco, ni siquiera a través de las palabras que a duras penas trazo en este papel amarillento. No, ya no hay grandes propósitos en nada de lo que hago; solamente escribo porque es mejor que no hacer nada; escribo para que mi castigada mente escape a la locura, arañando segundos al que es su final evidente e irremediable: la demencia. Puede que todo se reduzca a eso, a la fatua esperanza de poder salir de aquí algún día. Es solo que las esperanzas, cuando son insensatas, queman en lugar de apagar el fuego.

No recuerdo la luz del sol. Cada poro de mi piel languidece y muere sumido en esta oscuridad eterna. Shakespeare dijo que por negra que sea una noche siempre termina amaneciendo, y hubo un tiempo en que creí esas palabras zalameras, pero ahora ya no soy capaz de describir los destellos del alba; el olvido me privó de ellos en un vago intento de conservar mi frágil cordura.

Me gustaría poder hablar de mi infancia, pero a veces me parece que nunca la tuve. Son muchas las ocasiones en que me encuentro a mi misma llorando, mientras me doy cuenta de que ya no soy siquiera capaz de ponerle rostro a mi padre. Sus facciones y sus gestos se desvanecieron en la negrura. Solo de vez en cuando frágiles destellos de la que fue su voz juguetean con mi memoria, luchando por permanecer vivos durante una quebradiza fracción de segundo.

Confundo los sueños con la realidad, y comparo los diferentes planos de conciencia preguntándome cuál de los dos es mes horroroso, sin obtener más respuesta que el silencio, que es la única compañía agradable que tengo entre estos muros húmedos y sudorosos.

Se que llueve porque las paredes vierten lágrimas negras que se escurren entre las grietas. Mis huesos se debilitan en esta atmósfera agobiante y mi mundo se ve reducido a un microcosmos en el que no hay más que sufrimiento, sin cabida para recuerdos que hacen demasiado daño o propósitos engañosos que nunca llevan a ningún lugar.

Cuando llegué aquí con doce años tenía miedo de que me matara, pero ahora me aterra la idea de que nunca lo haga. No se ni tan solo si quien me retiene es un hombre o una mujer, pero yo lo llamo Judas; un nombre asignado desde la ignorancia de una niña, que creyó que la traición de este personaje bíblico era comparable a lo que le esperaba. Ahora podría darle cien nuevos nombres, gracias a la riqueza adquirida por una suerte de libros abandonados a mi misma ventura, que hallé en una habitación contigua y que desconozco por qué Judas renueva constantemente. Me niego a creer que lo haga por caridad, pues con el tiempo he comprendido que en el zulo no hay consecuencia sin causa: todo guarda su oscuro propósito en esta renovada versión de la caverna de los horrores..

Hay algo extraño en Judas. Bajo una aparente arbitrariedad, da la impresión de que esconde un turbio objetivo. Pero ¿cual? Mi cabeza ya no puede permitirse el lujo de darle vueltas a cuestiones como esa. Muchas veces prefiero pensar que no hay motivos que justifiquen esta pesadilla, aunque en realidad no sé qué alternativa es la que más me aterroriza.

Desconozco cuántos años tengo. Llevo algún tiempo pensando que debo rondar ya los diecisiete, pero igual podría tener quince. Es imposible controlar las agujas el reloj cuando a todas horas ves las mismas cosas. Por otra parte, la idea de hacerme mayor me preocupa, en el sentido de dejar de serle “útil” a mi macabro compañero, y es que por mucho que pueda uno anhelar la muerte, jamás deja de tenerle miedo.

No se por qué demonios escribo, pero el roce de mis dedos contra las cuartillas me produce un alivio en el pecho, como si la fuerte presión que me aflige hiciese una pequeña tregua y me permitiese respirar con normalidad. Quizá, contradiciendo lo que decía unos renglones atrás, necesite dejar constancia de todas mis vivencias; quizá simplemente sienta alivio al contarle a alguien lo que siento, aunque esa figura sea tan irreal como los sueños en que vuelvo a respirar aire puro. En este agujero, cualquier vía de escape es buena si me permite ganarle la batalla al sin sentido un segundo más, si me regala un instante de control sobre mi cuerpo abandonado y enflaquecido hasta la anormalidad.

Por eso te cuento esto a ti, con la media sonrisa que puede proporcionarme el hecho de pensar que algún día existas y sostengas estas páginas entre tus dedos, porque lo creas o no, eres lo más cercano que tengo a un amigo dentro de este agujero infeccioso. Lo creas o no, eres mi último salvoconducto para ganar esta partida de ajedrez endiablada en la que no hay manera de dar caza al que se sienta en el trono.

Son muchos hechos los que debiera narrar a continuación, demasiados para cualquiera, pero sé que no hay otra forma de describir mi cruel encarcelamiento que contándolo todo desde el principio, y es que en el zulo hay silencios mortuorios y palabras que hielan el alma, en el zulo cada insignificante detalle cobra un potencial inusitado e indebido, una fuerza indescriptible que parece otorgada por el mismo lucifer. En este pozo oscuro, la mente escapa a la razón y se abandona a sueños que siempre se convierten en pesadillas, y desvaríos que solo buscan ofrecer un leve respiro a las neuronas al borde del colapso.

Con el paso del tiempo he comprendido muchas cosas, y la primera de ellas es que jamás saldré de aquí, al menos con vida. La muerte es una alternativa dulce, que si no he abrazado antes ha sido porque sigo detestando, como cuando era una niña, que la partida quede en tablas. Si este hijo de puta ha de matarme finalmente, quiero que lo haga mirándome a los ojos; hace tiempo que me prometí a mi misma no concederle el placer de encontrarme tendida sobre la alfombra. No, eso supondría mi claudicación, y mi renuncia a la única forma que tengo de hacerle daño a este ser venenoso. Amigo mio, créeme cuando te digo, que no hay cosa que desee con más fuerza que hacer pedazos su corazón lleno de lombrices.

Otra de las preguntas que merece ser respondida es por qué ahora y no antes, por qué es precisamente en este instante de mi noche perpetua cuando decido comenzar a plasmar mi historia sobre la promesa de eternidad con que me obsequia este papel. Es esa sensación, esa compresión palpable en el aire que indica que algo va a suceder pronto, una especie de premonición que trata de avisarme de que no me queda demasiado tiempo. La forma en que Judas se mueve, la forma en que sus ojos se escurren tras la malla de esas medias marrones que siempre cubren su rostro: más avergonzados que nunca, provistos de una rabia contenida, característica de aquel que se siente atrapado y hará cualquier cosa por escapar de su presa. En otras circunstancias hubiese fantaseado con que el reflejo de sus pupilas indicase que algo no andaba bien, que lo habían descubierto, pero hoy día se que el único enemigo de Judas es su propia cabeza: una mente enfermiza que en ocasiones amenaza con volverse contra sí misma.

Con estas premisas hago de tripas corazón, deseando al menos poder llevar a término esta empresa que me propongo. Esta es pues, mi historia, la de una niña un tanto especial a la que la vida se le torció en una esquina sin nombre, en la mañana de un día cualquiera. Una niña que jamás acabó de comprender el carácter irracional de su tortura, y que creció a la par que un poderoso miedo se hacía hueco en su interior: el miedo al sin sentido, a una maldad arbitraria y carente de objeto alguno. El terror a los horrores que no tienen explicación ni por qué, el pavor mesmerizante de saber que ni uno solo de sus sufrimientos fueron la reacción a una acción previa.

Desde la oscuridad, amigo mio, te pediré que me concedas un último deseo, porque más que morir, me aterra el hecho de morir sola. Tal vez pensando en ti, en tus dedos recorriendo las líneas desdibujadas por mi bolígrafo, me sienta acompañada en este viaje que estoy dispuesta a emprender. Tal vez imaginando el tacto de tu piel y el color de tus ojos, obtenga suficientes fuerzas para describir este último giro del péndulo, el que ha de acabar con mi vida y con mis recuerdos. Por eso, con una mano en el pecho y jurando sobre mi alma, prometo contarte todo cuanto viví, solo a cambio de que lo escuches, aunque solo sea por una vez.

La anatomía de las rosas rojas
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