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DE LOS NOMBRES OLVIDADOS

 

 

 

—¿Qué es lo que le hace tanta gracia? —Esteban se sentía ofendido. No veía el por qué de las carcajadas de Hernán.

—¿De verdad que no es capaz de ver más allá? ¿De verdad que no lo entiende?

—No —respondió resignado.

—¡Aristea no tiene canas señor Belmez! ¡Ni una sola! —Hernán estaba rebosante de júbilo, como si no hubiese escuchado nada tan gracioso en su vida—. Dígame, ¿cuándo vio aquellas supuestas raíces blancas?

—En el hospital, cuando fui a visitarla después de que —se sentía casi estúpido, por no saber ver a qué se refería el director—... después de que ella...

—¿Lo ve?

—¿Qué?

—¡Aristea se tiñe el pelo!

—¿Cómo?

—¡Que es rubia señor Belmez, lo que usted vio no es más que el color natural de sus cabellos!

—Pero...

—¡Pero nada! ¿Acaso cree que antes de ingresar pasó por el tinte?

—¿Y sus ojos? —lanzó al aire la pregunta casi sin darse cuenta, siendo aquellos luceros negros parte de su obsesión.

—¿Sus ojos? ¿Qué pasa con sus ojos?

—Nada, usted no lo comprendería.

Hernán caviló unos segundos antes de proseguir, pues sabía que se adentraba en terrenos pantanosos.

—Ya veo... Se refiere a ese jueguecito suyo —Esteban se sintió traicionado. ¿Hasta qué punto le había contado ella?—. Ese juego en que trata de colocarle una historia a cada cual que retrata. ¿Sabe? Eso es más gracioso todavía.

Estaba comenzando a enfadarse, no toleraba que nadie se mofase de sus actitudes artísticas, por descabelladas que estas fuesen.

—¿Ah sí? ¿Por qué, por qué es tan gracioso?

—¿Por qué cree que no quiso salir en la fotografía del periódico? —Esteban enmudeció—. Piense, sé que es una persona inteligente.

—Para que no la conociesen...

—Eso es. Ella quería empezar una vida nueva, una vida alejada de la prensa, de miradas indiscretas y voces por lo bajo. Ya no quería ser la niña que secuestraron. Nunca más.

Entonces lo vio níveo, el resultado de todas sus elucubraciones le fue dado de improvisto, y comenzó a atar los innombrables cabos sueltos que había dispuesto a lo largo de sus pesquisas.

—Son lentillas...

Todo cuadraba, todo tomaba forma y las piezas del puzzle acertaban a unirse en una amalgama más coherente de lo que había imaginado. «Por eso me parecían ficticios, por eso no podía ver más allá de sus iris engañosos». Esteban sonrió para sus adentros, y no pudo remediar que esto se reflejase levemente en su semblante desconcertado. Después de todo era cierto: la cosa tenía gracia.

—Entonces Aristea...

—¿Aristea? ¿Aristea que más? —lo interrumpió Hernán.

Trató de recordar su apellido, pero se dio cuenta de que jamás lo había sabido. Ella nunca lo había dicho, ni él lo había preguntado.

—¿Se da cuenta? Ni siquiera se llama así —Hernán no pudo esconder una sonrisa que iba de parte a parte de su rostro—. Se llama Sarah. Sarah Trelis.

La anatomía de las rosas rojas
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