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JUGUETES ROTOS
Aristea respiraba con cierta dificultad, azorada por los embistes de su propia locura. Con las medias puestas en la cabeza, permanecía inerte ante aquel baúl desplazado, ante unas marcas en el suelo que delataban el continuo ir y venir del arcón opulento. Por momentos, era consciente de la irregularidad de sus propios actos y un extraño miedo nacía en su corazón. ¿En qué se había convertido? ¿Qué quedaba de la niña, de aquella sonrisa que se había perdido en unos recuerdos funestos?
Ante ella una baldosa suelta, su escondite, el lugar en donde guardaba sus viejos recuerdos; aquellos que por doler tanto no podía sacar a la superficie. En la estantería un diploma barato, en él se lee su nombre y el significado del mismo: «Aristea, o la que brilla». Pero ella ya apenas refleja la luz del sol, consumida por una oscuridad que devora su alma por momentos.
Sacó la baldosa con cierta dificultad —tal era su peso—, y la depositó a un lado con toda la delicadeza que le fue posible ejercer. Bajo ella, un pequeño hueco, y en él: sus juguetes rotos. Había allí una pequeña caja de latón. Aristea se agachó para cogerla, sentándose junto al recoveco y examinándola como si fuese el más maravilloso de los objetos.
No pudo evitar caer en un llanto infantil, allí sentada como estaba con aquella cajita en las manos. Era tal el significado guardado en aquella caja metálica, que el hecho de sostenerla sobrepasaba el alcance de sus propios sentimientos.
—Byron...
Sus labios articularon aquel vocablo dejados llevar por una lejana reminiscencia. El significado de aquella palabra se forjaba en una mezcla de amistad, añoranza y miedo. Amistad por aquellos que dejaron de estar, añoranza de la niña que jugaba en la oscuridad, y miedo de lo que esa oscuridad representaba.
Los bordes de la cajita estaban oxidados. Era una cajita vieja, tanto que casi no tenía sentido mirarla ahora, cuando todo era tan distinto. Cayó de las manos de Aristea evocando un pasado lejano, en el que rodara de igual manera alejándose de sus pies descalzos.
Pero en el agujero había una cosa más. Un libro viejo y malgastado, cuya sola visión de sus tapas de piel la trasladaba a otro momento en el tiempo y el espacio. Lo cogió, abriéndolo por un lugar cualquiera, y el olor de sus páginas le provocó un escalofrío. Era un aroma a humedad y encierro, a páginas de libros viejos e historias vividas a través de ellas. Casi podía sentir que estaba allí de nuevo, amparada por una oscuridad que ahora se le antojaba casi protectora.
Estaba igual de acorralada que la niña que fue. Sentía que aunque ya no vivía en una cárcel de piedra, jamás se había deshecho de esos barrotes que la atenazaban. Su cautiverio no terminó el día que salió del zulo. Lo que es más: no había terminado nunca.
«Quería ser como tú... que tú fueses como yo». Las palabras se habían convertido en su mayor castigo, dichas por aquel que la mantuvo encerrada y cuyo nombre no quería pronunciar. Esa frase insidiosa fue su prisión desde que saliera de allí, queriendo siempre alejarse de todo cuanto él había significado, y sintiendo por contra que cada vez se parecían más, que en el fondo sus vaticinios siempre habían sido ciertos.
—Yo no soy como tú... yo no soy como tú...
Ambas, la niña y ella, se habían pronunciado del mismo modo. La niña quizá con ciertas esperanzas, con algún resquicio de fuerza; ella ante un futuro incierto, acomplejada por unos actos dementes que no hacían sino acercarla a aquel que tanto había despreciado.
Y con el corazón hecho trizas, recordó a todos los que hubo y se fueron. Recordó a la niña que partió un día y sonrió a su padre por última vez, a la niña que ya jamás habría de regresar —muerta su niñez en la negrura de un sueño sombrío—. Algo, no obstante, quedaba de ella, como una vieja costumbre imposible de ser desarraigada: seguía detestando que la partida quedase en tablas, y se negaba rotundamente a perder.
—Yo nunca. Yo nunca seré como tú.