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¿VOLVERÁS A SER TÚ, ALGÚN DÍA?
No estaba preparada para algo así. Nadie la había prevenido de encontrarse con aquello que veían sus ojos, y no sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Las fotografías daban vueltas en su cabeza. Estaban por todas partes, como prueba de que su vesania era real y de que aquello estaba sucediendo de verdad. Y frente a ella el desconcierto, aquel que la miraba con el corazón en la mano, sintiéndose quizá culpable, quizá contento de verla. Aquella persona que no había esperado ver de nuevo y ahora estaba allí, hermética e inalterable como un reflejo de ella misma. No entendía nada.
Las fotos le hablaban, pero ella no quería escucharlas. Las fotos le revelaban una verdad a voces que ella prefería desconocer, y las miró de nuevo con recelo, descubriendo que todas ellas eran de un padre y un hijo que se cogían de la mano.
—Sarah... yo no quería. Él me obligó a hacerlo.
Tenía el corazón roto. No interpretaba con claridad lo que allí estaba ocurriendo, y estuvo a punto de perder el conocimiento. Tuvo que apoyarse en uno de los muebles, y todos le parecían iguales, repletos de aquellas instantáneas que tanto horror le producían.
—Perdóname Sarah... ¡Quise decirte la verdad, pero tenía miedo!
Ella no medió palabra, tan perdida como se hallaba. Las fotografías iban y venían, persistentes en su empeño de revelarle una verdad que le había sido vedada, y ella las miró una vez más, en un postrero intento de comprenderlas.
Un padre y un hijo, un niño que conocía y que había creído muerto, pero ahora estaba frente a ella como un fantasma que regresase para atormentarla. Carlos tenía la misma expresión que en todas las fotos, una mueca de tristeza que robaba la respiración. La miraba avergonzado, apenas atreviéndose a levantar la vista, y ella reconoció la otra silueta de las imágenes; su perfil le era muy familiar.
—Era tu padre —acertó a decir en un sollozo—. Era tu padre y no me dijiste nada...
—¡Yo quería contártelo Sarah, de verdad! ¡Pero el me hubiese matado! ¡Me hubiese matado!
Todavía tenía la cara llena de moratones y el labio partido. Su aspecto evocaba verdadera lástima, pero a ella no le dio ninguna.
—Por eso hablaba contigo. Por eso hablaba contigo por las noches...
Se sentía vejada, traicionada por el único amigo que creía haber tenido, desorientada en un mundo que desconocía y no era como recordaba, ni como tanto había idealizado durante sus sueños en la oscuridad.
No podía más. Sentía que de quedarse allí los músculos le fallarían, puede que para siempre. Se agachó a duras penas y recogió la cajita de Lord Byron, que seguía arañando en su empeño por escapar.
Pasó al lado de Carlos, sin mirarlo, sin despedirse de él. No sabía dónde estaba la salida, pero le daba igual. Caminó desorientada a lo largo de un pasillo lóbrego, al final del cual había una puerta. Sus pies descalzos la condujeron hasta ella de forma autómata, empujados por un deseo casi desvanecido que ya no sabía si albergaba con igual entusiasmo. El mundo no era como esperaba. Quizá, ya no quedase vida para ella.
Se detuvo ante la puerta y posó su mano diestra sobre el pomo. A su derecha, no quiso ver el fugaz reflejo de muerte que le ofrecía un espejo. Apenas vislumbró una fracción de segundo su propia imagen y se sintió aturdida, pues no conocía a aquella persona que veía. Así que, sin atreverse a mirar de nuevo, giró el picaporte y la luz del sol la recibió en un cálido y frágil abrazo.