7

TRAS ESOS OJOS

 

 

 

Llegó a su apartamento bien entrada la noche. Dejó caer las llaves sobre una mesita que había junto a la puerta de entrada, y recorrió el corto espacio que lo llevaba hasta la nevera. Abrió el portón del electrodoméstico, y examinó rápidamente los estantes vacíos: Tenía dos huevos, un yogur cuya fecha de caducidad prefirió no comprobar, algo de leche y los restos de una ensalada que se hundía en su propio aliño, dentro de un plato sopero.

Cerró la puerta con la misma indiferencia con que había sido abierta. Tan solo cogió el paquete de leche a medias, y bebió a morro mientras echaba un vistazo a través de la ventana; había luna llena.

—Que típico —dijo para sí mismo a regañadientes.

Atravesó el piso con el tetra-brick en la mano y se detuvo unos instantes frente a su más preciada posesión; la colección de fotografías de gatos. Miraba a los ojos a los felinos, como si pudiesen devolverle la mirada, como si a través del papel fotográfico fuesen capaces de atravesarlo y comprender sus contradicciones.

Aquel ritual siempre le estimulaba. Ver su propio trabajo colgando de la pared usualmente le animaba un poco, y esa vez no fue menos. Entró a la única habitación como tal de la casa —además del servicio—, y una vez en el interior, colocó cuidadosamente una tela en la puerta para evitar que ningún resquicio de luz se colase por las rendijas.

La sala quedó en penumbras, casi en total oscuridad. No había ventanas, y cada detalle había sido cuidado con mimo para que nada de luz penetrase en el lugar. Encendió entonces una lámpara que sí estaba autorizada, y cuya luminiscencia roja inundó la estancia, dotándola de un brillo que para él significaba el comienzo de la desconexión, el momento en que se aislaba del mundo exterior por completo y centraba todas sus miras en su única obsesión; la fotografía.

Había preparado los negativos del reportaje del preventorio la noche anterior, así que solo le quedaba la mejor parte, la que atraía a toda clase de aficionados medianamente románticos al mundillo. Sabía de mucha gente que como él, adoraba ese momento en que casi por arte de magia, la imagen comienza a aparecer en un papel blanco sumergido en una cubeta. Lo que no había encontrado nunca es un profesional que todavía prefiriese la impresión analógica en los tiempos que corrían. Eso era lo que lo diferenciaba del resto, y a su vez la principal causa para que nadie quisiese darle un puesto de relevancia. Bueno, además de su lunático carácter, claro.

El laboratorio estaba dividido en dos partes: la zona húmeda, donde descansaban las cubetas, los líquidos y demás utensilios que entran en contacto con los mismos; y la zona seca, regentada por la ampliadora, un cronómetro digital y las cajas con los diferentes tipos de papel utilizados.

Dejó el paquete de leche en la encimera, junto a la ampliadora, y tiró a una pequeña papelera varias latas vacías de refresco que se había dejado la sesión anterior. Alcanzó tres tenacillas de plástico y las colocó junto a sus recipientes correspondientes. Cogió una botella amarilla y volcó el líquido del interior sobre el primero de ellos, hasta que la cubeta quedó inundada a cierto nivel. Acto seguido repitió el proceso con una botella verde y una segunda cuba, e inmediatamente, se dispuso a hacer lo mismo con una garrafa naranja en el tercer balde, pero el insignificante peso de la misma provocó que emitiese un improperio.

—Mierda...

Se le había acabado el fijador, así que tendría que preparar la disolución de nuevo. Por suerte poseía aún varios botes de concentrado, de modo que se dirigió a una mesita del lado contrario del estudio, e hizo las mediciones oportunas con varias probetas, hasta tener lista una solución de un litro. La abocó con un embudo a la ampolla vacía, y la etiquetó convenientemente con un rotulador permanente anotando la fecha, pues el preparado era caduco.

Volvió sobre sus pasos y ahora sí, llenó la bandeja vacía con parte del líquido recién generado. Pronto retrocedió hasta la zona seca, y buscó papel fotosensible de dureza normal, conveniente para el positivado de negativos que no presentan un alto contraste entre luces y sombras, y más que adecuado para sus propósitos. Cerró con cuidado la caja donde guardaba el papel, para que no se echase a perder, e hizo un rápido recuento de los rituales preparativos, para comprobar que todo estaba en orden.

Una vez se cercioró de que no se había dejado nada por el camino, se dispuso a hacer una hoja de contactos, de la cual seleccionaría más adelante los fotogramas que finalmente se publicarían. Tenía los negativos dispuestos en tiras de seis, y los colocó en la prensa de contactos, con la cara brillante hacia arriba y a presión con el cristal. Posicionó el conjunto bajo la ampliadora, y la encendió, elevándola hasta que la luz cubrió toda la superficie. Seguidamente colocó en la máquina el filtro rojo de seguridad, para poder manejar el papel fotográfico sin peligro a que se velase, y dispuso este en la prensa.

Hizo una tira de prueba con diferentes tiempos de exposición. Cuando positivaba sus fotografías personales se saltaba este paso, pero no dejaba nada al azar en el momento en que el trabajo estaba orientado a su posterior publicación. Una vez se aseguró de cual era el tiempo apropiado, y sin más dilación, positivó la hoja de contactos.

Cuando acabó de sumergir el papel en cada una de las cubetas, tenía ante sus ojos una vista previa de los fotogramas, similar a las que ofrecían automáticamente las cámaras digitales, y con la sola diferencia de que en el caso de la fotografía analógica, no se disponía de las miniaturas inmediatamente. Esto contribuía en gran parte a satisfacer sus bizarras exigencias sobre cómo realizar una foto, que debía ser así, espontánea, sin marcha atrás, sin posibilidad de borrón y cuenta nueva.

Procedió al lavado en agua corriente del papel, aunque no se esmeró demasiado. No tenía ningún interés en conservar la hoja; solo le serviría para seleccionar las fotos más interesantes de entre la colección y evitar así positivar todos los negativos sin ton ni son. Se aseguró de que no hubiese más copias revelándose ni papel fotográfico expuesto, y entonces encendió la luz para observar mejor la composición.

De entre todas las imágenes, visualizó rápidamente las que podrían encajar mejor en el reportaje. El periódico y la residencia quedarían más que satisfechos con un par de representativas tomas del salón de juegos, de los hombres jugando al póquer y de las mujeres bingueras. No obstante no era eso lo que a él le interesaba. Sus ojos se posaron instintivamente en el primer fotograma; aquella escena atípica del anciano abrazado al árbol que había tomado nada más llegar al preventorio.

Como siempre solía ocurrirle con una muestra de esas características, se puso algo nervioso. No como a quien le tiemblan las manos, sino como a quien siente un escozor en el pecho, una sutil molestia ansiosa que necesita ser saciada. ¿Sería ese uno de sus momentos mágicos, uno de sus fragmentos de vida congelados? No podía esperar más a averiguarlo.

El proceso para positivar un negativo era similar al que había utilizado para hacer las miniaturas, solo que estas se hacían por contacto; es decir, a la misma escala; y la fotografía no era más que una ampliación, lograda a partir de la separación del negativo del papel fotosensible.

Pronto el trabajo dio sus frutos, y tuvo entre sus manos lo que tanto había anhelado. El momento era sublime; perfecto. Belmez esbozó una sonrisa al constatar que había inmortalizado un instante irrepetible. Siempre trabajaba en blanco y negro, y los diferentes grises contrastaban con dulzura, representando lo que para él ya era un trofeo.

La corteza del árbol exhibía sus imperfecciones. Las vetas y los orificios de la madera ensombrecían aquí y allá la imagen, cuya definición era tal que permitía observar a simple vista los poros y rugosidades del pino. Las raíces del árbol se aferraban a la dura tierra como hermosos tubérculos temerosos de ser arrancados, y entre ellas, sorprendían como dos extrañas las zapatillas de ir por casa del anciano, que ejercían de anticipo a su cuerpo castigado escondido tras el tronco. Los brazos del viejo rodeaban al gigante y las yemas de sus dedos descansaban sobre las bellas asperezas, como si pudiesen hablar con ellas, como si así pudiesen desgranar sus más íntimas historias.

—Veamos quién eres...

La luz se desvaneció de nuevo, dejando paso una vez más a un fulgor rojo  que cubrió suavemente la estancia. Esteban cogió más papel fotográfico y, con el filtro rojo activado, ajustó la ampliadora para proyectar a mayor escala un primer plano del hombrecillo de la bata.

Repitió el proceso con el mismo tiempo de exposición y de inmersión en las cubetas, y pronto tuvo en sus manos el detalle. Mientras lo sometía a un baño de agua corriente, percibió ya los primeros rasgos. Se fijó antes que nada en la expresión de felicidad, y en las marcadas patas de gallo que continuaban los trazos de sus ojos cerrados.

—La vida no te ha tratado bien —murmuró, tratando de extraer una historia de los surcos de su piel—. Pero eres una persona que ha aprendido a ser feliz con lo que tiene.

Alcanzó el brick de leche y sorbió generosamente, sin apartar la vista del retrato y de los escasos cabellos grisáceos del hombre.

—Pareces una buena persona... no obstante transmites un sentimiento agridulce con tu semblante, como una carencia que te carcome. ¿Pero qué es? ¿Qué es eso que te entristece y te apaga?

Estaba perpetrando otro de sus pasatiempos favoritos; ligar una historia a sus modelos involuntarios; atreverse a hacer un diagnóstico de sus vidas por la posición en que habían sido retratados, o por la forma en que miraban al objetivo de la cámara. Por inverosímil que pudiese parecer, era bueno haciendo aquello, captando el lenguaje corporal de sus víctimas y expresándolo en palabras. Al fin y al cabo había quien se dedicaba profesionalmente a ello, solo que en él era algo innato, inherente, tan fácil como caminar. Podría decirse que tenía una especie de sexto sentido para esas cosas, y ejercía su don orgulloso de ello, bajo la soledad de la luz fantasmagórica de su estudio.

—Ahí está... ¿es por eso verdad? Es por ella...

En el dedo anular de una de sus manos, el anciano lucía un anillo de bodas. Esteban alzó la fotografía, y la sujetó con una pinza sobre su cabeza, en la cuerda en que ya reposaba la anterior ampliación, que daba una visión más genérica del entorno.

—Si. Claro que es eso. La echas de menos.

No importaba cuán verdaderas fuesen sus conjeturas; sencillamente le gustaba conjeturar y, en la mayoría de los casos, además acertaba. Volvió a volcar el paquete de leche sobre su garganta, pero apenas unas gotas escaparon por la boca del envase y aquello bastó para que, repentinamente, interrumpiese su examen visual y se dirigiese a la puerta.

Su estómago rumiaba demandando a gritos algo sólido que procesar, y Esteban ya no fue capaz de ignorar durante más tiempo sus peticiones. Apartó la tela que cubría la salida y abandonó el estudio, dejándolo tal cual estaba y posponiendo momentáneamente su trabajo.

La casa estaba en silencio. Las proyecciones azuladas de la luna llena se colaban por las ventanas, que estaban repletas de minúsculas gotitas de agua. Llovía, y los cristales se hacían eco de ello con un repiqueteo apenas audible, que para él en aquellos momentos resultaba casi esotérico. No obstante tuvo que abandonar sus encantadores desvaríos a favor de su cuerpo famélico.

Batió el par de huevos que le quedaban, y pronto las yemas se juntaron en una masa uniforme anaranjada, que arrojó sin piedad al aceite hirviendo de la sartén. Era una solución rápida y económica para salir del paso esa noche, pero sabía que tendría que conseguir algo de dinero si no quería morir de inanición próximamente. Tal vez pidiese por adelantado el cobro de este último reportaje, aunque claro, para ello debería terminar de sacar las copias, y dejarse de jugar al quién es quién; un panorama no demasiado divertido.

Se comió la tortilla a grandes mordiscos, haciendo gala de su descontrolado apetito, que apenas fue satisfecho. No había ya nada más que pudiese llevarse a la boca, y retornó al trabajo con la endeble esperanza de que los huevos revueltos acabasen por apagar sus necesidades, o al menos adormecerlas.

Hizo un esfuerzo por no caer de nuevo en sus entretenidas adivinanzas y se puso manos a la obra. Ya habría tiempo más tarde para proseguir con sus aficiones personales.

Cuando algo se le metía entre ceja y ceja, era capaz de mostrar una dedicación absoluta. Sus manos se contoneaban como dos bailarinas, alcanzando un papel aquí y ajustando un diafragma allá, manipulando negativos y estableciendo los tiempos de exposición, enfocando la ampliadora y colocando el filtro rojo de seguridad, sosteniendo las impresiones con pinzas y sumergiéndolas en los diferentes baldes. Tenía tanta práctica que los pasos se sucedían mecánicamente, sin necesidad de momentos reflexivos sobre lo que sucedía a continuación; y era tal su destreza y empleo, que no se detenía hasta que todas las imágenes seleccionadas colgaban frente a él inánimes, esperando a ser juzgadas por su mirada crítica.

Para este proyecto, había escogido ocho de entre las demás, ocho representaciones prácticas de la vida en el preventorio. La mayoría de ellas —cinco—, habían sido tomadas en la sala de juegos, y las tres restantes eran panorámicas del particular enclave en que se erigía el edificio, y de las proporciones del mismo. Sabía que el periódico Urbe publicaría cuatro de ellas a lo sumo, y consideró que ya tenían una muestra más que razonable de entre donde elegir.

Súbitamente, un atronador cansancio hizo mella en él. La falta de alimentos medianamente consistentes, unida a la cantidad de horas que llevaba en pie, se aliaron en una conjunción que minó sus energías dejándolo sin fuelle, desprovisto de empuje.

El cuerpo le pedía cama, y obedeció sin rechistar, apagando la ampliadora y poniendo todo más o menos en orden. Fue ya en el quicio de la puerta, bajo la penumbra, que sintió una curiosa punzada en el pecho, un vuelco de adrenalina espontáneo y no invitado, que lo abofeteó con contundencia, al tiempo que sentía que había olvidado algo importante, algo de suma trascendencia que se le había escurrido entre los dedos.

La última foto; la imagen no consentida; el posado robado del grupo de ancianos en el patio del preventorio; el mismo que había provocado la discusión con Hernán Ramos; el mismo retrato tomado casi involuntariamente por alguna razón que desconocía; el mismo panorama atrayente que poseía algo enigmático que no acertaba a descubrir. ¿Cómo había podido olvidarlo?

Cuando se dio cuenta de lo que hacía sus manos ya danzaban por los instrumentos de trabajo, y la luz de seguridad bañaba las paredes con su característica tonalidad mística. Mientras tanto, su cabeza todavía trataba de dilucidar qué extraño mecanismo le había hecho pasar por alto algo semejante. Quizás fuesen en gran parte culpables los últimos sucesos. En escasas horas había rechazado la mayor oferta económica que jamás le hubiesen ofrecido antes; había desenmascarado un detestable gen racista en el ofertante, Ricardo Tarrassa; y había comprobado cuán alocada e insensata era su propia convicción de no abandonar su arcaica cámara de fotos. Sí, definitivamente su cabeza debía haber quedado algo tocada tras lo ocurrido.

Fuese como fuere allí estaba, a altas horas de la madrugada, sosteniendo el negativo en cuestión y colocándolo en el lugar pertinente de la ampliadora. El reiterativo ritual se repitió una vez más: Filtro rojo, papel fotosensible en el marginador, enfoque de la proyección y fijación del tiempo de exposición. No realizó la tira de prueba, estaba demasiado ansioso por ver los resultados, y tenía la experiencia suficiente como para saltarse los preliminares y obtener un resultado más que decente. Simplemente apagó, retiró el filtro, encendió, aguardó y, finalmente, volvió a apagar.

Sostuvo con unas pinzas el papel blanco inmaculado, a simple vista virgen, y respiró antes de proceder. Esta era la parte más fascinante, el momento más romántico y especial, el culmen a horas de trabajo incontables, a días, meses, e incluso años de búsqueda. Y él mismo sabía que apreciaba quizás en exceso el momento, que lo mitificaba desproporcionadamente, pero no podía hacer nada por cambiar sus propias convicciones. Aquel era otro de esos procedimientos sin el cual Esteban Belmez dejaría de ser Esteban Belmez, otra de sus costumbres inalienables.

Dejó caer la lámina, en un movimiento grácil y poco estudiado de sus dedos, que desistieron de ejercer presión sobre las pinzas. El papel se hundió en el revelador, e instintivamente Esteban se inclinó hacia delante, queriendo no perder detalle del proceso. Podría decirse que estaba enamorado del dibujado de las líneas, de la aparición desigual de formas aquí y allá, y del movimiento azorado del impreso bajo el agua turbia, empujado por los zarandeos suaves y constantes que él mismo provocaba con las tenazas.

Después el zigzag, el escarpado recorrido de los contornos en escala de grises, el sombreado de unas zonas aparentemente casuales que se abrazaban las unas a otras para formar un todo. Hasta que por ende, la fotografía finalmente pedía respirar, pedía ser arrancada del flujo de revelador y quedarse en su estado ideal, en su momento más idóneo; ni claro ni oscuro, ni ambiguo ni cargado.

Belmez hizo caso a las demandas del retrato y lo extrajo de la primera cubeta, para poco después y sin permitirse apenas el lujo de admirarlo, introducirlo en la segunda; la que contenía el fijador. El resto del proceso se sucedió mecánicamente sin pena ni gloria, algo ensombrecido por aquel momento tan romántico e idealista. Tras el baño de paro y el enjuagado en agua corriente, la imagen estuvo lista para ser colgada de una de las cuerdas cercanas al techo. Había llegado el momento del veredicto.

La luz fue autorizada, y la estancia pasó de la penumbra rojiza a una luminosidad blanca que contribuyó a despertar al agotado fotógrafo. Únicamente la recompensa que tenía ante sus ojos logró despojarlo de sus inminentes legañas. Él sabía que era algo melodramático con todo el asunto, sabía que sus desorbitadas pasiones profesionales resultarían cargantes para la mayoría de los mortales. Por lo contrario, se veía a sí mismo inconcebible sin disfrutar de esos momentos, y no ya por lo que la fotografía representaba en su vida, sino por tener algo a lo que aferrarse, algo que le diese significado a su existencia.

No soportaba la idea de ser uno más, de perderse entre la muchedumbre, de ser una tonalidad media de una de sus escenas. Él quería ser diferente, quería cambiar el mundo. Era un soñador al que la vida trataba de despertar a base de golpes, un bohemio de pura cepa, de los que hubiesen tocado el sitar en un tejado de haber sabido tocarlo. Entendiendo esto, quizá fuese más fácil comprender su desmedida locura por el revelado analógico, y es que Esteban Belmez no sabía desgarrar dos acordes a un instrumento de cuerda, pero realizaba fotografías que quitaban el aliento.

Esta era una de ellas. Era soberbia la capacidad para plasmar la magnificencia de la normalidad, la grandiosidad de un momento cualquiera. Y allí estaban los ancianos, riendo a carcajadas, entre un círculo de pinos que mostraban sin pudor sus tonos más otoñales, jugando a mezclar colores como si el mismo Dios les hubiese animado a ello, y todo ello en un blanco y negro luminoso que dejaba la mejor parte a la imaginación.

No obstante no eran los mayores los que captaban la atención. Esteban estaba a punto de descubrir, inmerso en otra de sus locuras transitorias, el elemento que lo había empujado a sacar aquella instantánea; ella. Tan solo el verla fue un fogonazo, una orgía de chispas descontroladas que le quemaron el pecho. ¿Qué demonios le pasaba? No era la clase de persona que queda prendado de la mujer de una fotografía. ¿O si? Trató de jugar a describirla, a adjudicarle una historia, y enseguida se dio cuenta de que algo fallaba, y de que era incapaz de etiquetarle un solo calificativo.

No, no era amor estúpido y absurdo aquello que sentía, era un sentimiento desconocido hasta entonces para él. Una pregunta incipiente que lo punzaba violentamente. ¿Quién eres? El gesto de la joven era cuanto menos equiparable al de la Mona Lisa, una mueca de indiferencia intrigante que parecía invitar a ser descifrada, y unos ojos... ¿qué clase de ojos eran aquellos? Dos luceros negros escondidos tras su propia opacidad, un puzzle sin resolver al que le faltaban varias de las piezas.

Se percató de lo ridículo de la situación, pero no podía dejar de preguntarse qué se amagaba tras su mirada aparentemente normal. Había algo ficticio en el iris, algo envenenado en sus pupilas... un secreto sepultado que dejaba ver retazos de su hiriente fogosidad. Claro que todo eso solo eran suposiciones suyas.

—¿Pero qué te pasa Esteban? —murmuró para sí mismo—.Déjate de historias...

Había algo familiar en el rostro de la muchacha, unos rasgos que le recordaban a algún pasaje desterrado de su propia juventud. Era como si se hubiese encontrado con alguien que conocía después de muchos años, solo que tenía la certeza de no conocer de nada a la femme fatale.

Apagó la luz. Era tarde y estaba comenzando a desvariar más de la cuenta. Por la mañana lo vería todo desde otro prisma, o al menos esas palabras engañosas lo convencieron de ello. Y allí restó la fotografía, envuelta en el manto negro del estudio y llamándolo desde la oscuridad, incitándolo a descubrir aquello que lo carcomía y ahora trataba de negar. Allí quedaron los cabellos desenfadados y la vestimenta casual pero cuidada de la joven; su piel pálida y sus vaqueros de pitillo ajustados; sus humildes pendientes de plata y su postura de no haber roto un plato; junto a la fuente, expectante, sosegada pero inquieta, tranquila pero alerta. Allí pasaron la noche las contradicciones, sin miedo a que la luz del día las borrase por la mañana, porque eran tan evidentes como inconclusas, tan contundentes como carentes de sentido.

La anatomía de las rosas rojas
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