10

EL ZULO

 

 

 

Durante las dos primeras horas, gritó. Arañó las paredes con aullidos tenues, que solo ofrecían tregua cuando el llanto se apoderaba de ella. Estaba pegajosa, su propio orín empapaba su ropa y sus piernas mojadas acrecentaban la sensación térmica de frío. Incapaz de moverse, seguía sentada sobre el charco con la vista clavada en sus pies, que no obstante era incapaz de vislumbrar debido a la falta de luz.

Trató de borrar de su cabeza la imagen de aquellas medias, del rostro que se guarecía tras ellas, insano y perverso. ¿Pero cómo eliminar el terror cuando forma parte de uno mismo? No hay nada que hacer cuando ese sentimiento macabro se hace hueco en la arteria carótida, cuando sus oscuros hilos se entretejen en el subconsciente, tocando notas discordantes; músicas enrarecidas que no permiten descanso.

Después de un tiempo indefinido, comenzó a arrastrarse por el suelo, alejándose del líquido ahora gélido, y aferrándose a la evanescente esperanza de que alguien encontrase el zapato que le faltaba, y que eso lo llevase hasta ella. No era estúpida, sabía que sus deseos eran tan fatuos como el fuego de una fogata bajo la lluvia, pero eran lo único que le quedaba, el único débil haz de luz entre aquella oscuridad reinante.

Reptó por el áspero firme en dirección a donde creía que se encontraba la mesa, pelándose las rodillas al gatear por el áspero piso. Su cabeza golpeó con algo y estuvo tentada de chillar, pero había aprendido que eso no servía de nada. Palpó con las manos y constató que aquello con que había topado de bruces era una pared. Seguidamente, inició el ascenso, poniéndose el pie y utilizando el muro como apoyo. Su corazón se aceleró cuando, por casualidad, sus dedos dieron con un saliente cuadrado de un tamaño inferior a su palma abierta, y de un material que si no era plástico, se parecía mucho.

Pulsó el interruptor sin pensarlo dos veces, al tiempo que notaba como un sudor helado hacía presencia en su cuello. Un relámpago recorrió la estancia, como el flash de una cámara fotográfica. A continuación, los tubos renquearon y se hicieron de rogar durante unos desesperanzadores segundos, hasta que al fin; se hizo la luz.

Tuvo que frotarse los ojos para poder atisbar los primeros detalles. Llevaba horas sumida en la penumbra y ahora la claridad la sacudió con un fuerte destello, un fulgor blanquecino que pinceló cada uno de los rincones del lugar donde se encontraba. A su derecha, a pocos pasos, se hallaba la mesa de madera bajo la cual se había escondido y, sobre ella, todavía había una botella de agua oxigenada, unos algodoncillos ensangrentados, unas tijeras, y unos mechones rubios que —comprendió— habían pertenecido a sus propios cabellos.

Lo primero que hizo fue coger las tijeras. Fue algo instintivo, de haberlo pensado puede que no se hubiese atrevido a hacerlo. Después acarició los cabellos inertes que había junto a los algodones y se llevó la mano al flequillo, con intención de cerciorarse de los daños. Cuando rozó la frente notó una punzada de dolor, que después comprobó provenía de un enorme chichón, y se acordó de cómo la habían sacado de la furgoneta.

Actuaba de forma mecánica. En algún punto recóndito de su interior se había activado un mecanismo rudimentario, instintivo, y se movía pretendiendo pensar objetivamente en lo sucedido. Siguió buscando objetos que pudiesen serle de utilidad, pero en la mesa no había nada más. Echó un vistazo a su alrededor y descubrió, para su sorpresa, que había dos puertas además de la trampilla por la que había bajado.

Entonces se detuvo, tratando de pensar con frialdad. ¿Qué era lo que ella podía hacer con unas tijeras en la mano? Sabía que en cuanto escuchase un leve movimiento en el piso de arriba, lo más probable es que le cayesen al suelo, adquiriendo las mismas aptitudes mortíferas que una espada de plástico y punta roma, de esas con las que juegan los niños. Su arma no tenía valor alguno en sus temblorosos dedos. Se sintió estúpida por su infantil falta de empuje, pero no podía cambiar lo que era; una niña de doce años aterrorizada y atrapada en un sótano del que no veía cómo salir.

Su padre, desde que su madre los abandonó, y en ese nervioso afán por procurarle un equilibrio emocional, le había repetido una y otra vez la misma frase: «Vas a ser una mujer fuerte Sarah, lo veo en tus ojos». En sus circunstancias, la oración se había convertido en casi un ruego, y era ella quien se reiteraba en la promesa vaporosa de aquellas palabras. «Vamos Sarah, eres una mujer fuerte».

Pero no lo era. Caminaba descalza de un pie, con los ojos como platos y llenos de venitas rojas, que no eran sino una ferviente muestra de su desesperación. La puerta estaba cada vez más cerca, y cada dificultosa aproximación formaba parte de su particular vía crucis. Las palpitaciones, que ya habían pasado a un segundo plano por su tediosa continuidad, la violentaban con una potencia creciente. ¿Qué se escondía tras el umbral? ¿Qué encontraría en aquella habitación? Su brazo izquierdo, con el que no sostenía las tijeras, se alargó antes incluso de poder dar alcance al pomo y, cuando las distancias fueron lo suficientemente cortas, no lo pensó dos veces; agarró con contundencia y... giró.

El sencillo mecanismo de apertura se retorció lo justo para emitir un apenas audible clack, que anunció algo que a Sarah siquiera se le había pasado por la cabeza; la puerta estaba cerrada con llave. Como invadida por una repentina celeridad, la pequeña se encontró a si misma corriendo hacia el otro portón, tijeras en mano cual puñal y cabellos alborotados. Cual fue su sorpresa cuando esta vez el engranaje sí cedió, y se halló nuevamente frente a la penumbra de lo desconocido, junto a una puerta que casi se arrepentía de haber abierto.

Tanteó la pared a ciegas en busca de otro interruptor, pero sin suerte. No obstante algo de luz se colaba desde la estancia contigua, y decidió aventurarse al encuentro de aquellas sombras parduscas. Lo primero que vio fue una desvencijada estantería a su izquierda, de metal oxidado y de estructura aparentemente robusta. Iba del suelo hasta el techo, y estaba repleta de libros cuyos nombres en las solapas le sonaban vagamente a clásicos de la literatura. Eran tomos de piel o cartoné, todos ellos de tapa dura y aspecto digno de anticuario; La divina comedia de Dante o Fausto de Goethe, El decamerón de Bocaccio o El rey Lear de Shakespeare. Todos seguían la línea, y aunque no los había leído muchos de los autores le resultaban familiares.

El anaquel recorría prácticamente toda la pared, conformando una pequeña pero envidiable biblioteca, que agonizaba bajo una incipiente capa de polvo delatora de su poco uso. El estante inferior, casi a ras de suelo, era el único que no albergaba obras literarias o enciclopedias; en su lugar había algunos juegos de mesa y unas cajas de cartón que sobresalían por el borde debido a su tamaño, inapropiado para encajar correctamente en la estructura de hierro. Pero lo que llamó la atención de Sarah no fueron aquellos paquetes, sino un tablero abandonado entre ellos; un tablón de madera cuadrado en el que pudo distinguir nítidamente los escaques y las coordenadas alfanuméricas. Era un ajedrez.

La mirada se le perdió por un instante, emborronada por el brillo de una lágrima que no llegaría a desprenderse. Mas no había tiempo para el recuerdo, para perderse en la añoranza ingrávida de unos días cercanos en el tiempo, que parecían diluirse como gotas de lluvia en un riachuelo; todavía vivas pero sin nombre, arrastradas corriente abajo por el cauce de un mal mayor.

Prosiguió registrando mentalmente la habitación, extrañada por la presencia de un sucio fregadero cerca del mueble que acababa de examinar. Era casi un anacronismo; todos esos volúmenes viejos de autores consagrados —unos en vida y otros en muerte—, y junto a ellos una pila con marcados restos de cal y un robusto grifo de aluminio, regido por dos arcaicas ruedecillas en la base. «Una para el agua caliente y la otra para la fría», dedujo Sarah.

Accionó una de las manecillas y el grifo sufrió unas fuertes convulsiones antes de escupir un agua sucia y ennegrecida, de forma tan violenta que salpicó gran parte de los alrededores. Se apresuró a cortar el caudal y de inmediato reparó en los libros, preocupándose por la posibilidad incipiente de que hubiesen sido dañados; por suerte no fueron alcanzados por el líquido. Tenía sed, pero el solo pensar en beber de aquellas tuberías repletas de aire y Dios sabe que más, hizo que desistiese y prosiguiera con la inspección de sus desafortunados aposentos.

El cuarto poseía poco más amén de aquello que Sarah ya había visto. Era un simple cuartucho de paredes desnudas, sin más cobijo que el que pudiera ofrecerle la lectura de unos libros que no tenía tiempo ni motivación de leer. Esos tomos y el fregadero llenaban el ala izquierda de la habitación, acrecentando la desnudez del resto de sus claustrofóbicos muros, y tal vez fue ese el pretexto para que un solitario arcón despertase su curiosidad. El baúl estaba apoyado en la pared central, y era de unas dimensiones ominosas, casi opulentas. Su madera, labrada por manos artesanas, clamaba a gritos desde pardos tonos entreverados, como queriendo advertir de los tesoros que guardaba en sus adentros. Y Sarah no pudo omitir esas voces, dejándose arrastrar por una avidez innata; la de una niña.

A modo de cerrojo; un gran candado que parecía rescatado del medievo y cuyo juego de llaves colgaba de la misma cerradura, colocado allí cual mero adorno. El cierre cedió sin hacerse de rogar, emitiendo un sordo sonido metálico, y la madera languideció cuando, haciendo uso de toda su fuerza, Sarah alzó la tapa del gigantesco cofre. Una considerable cantidad de polvo mortecino alzó el vuelo. Olía a años de encierro y a serrín, y el aroma inundó el ambiente con una pasividad inquietante.

Poco después se dejaron ver las primeras reliquias, a medida que aquellas partículas de color ceniza se fueron desvaneciendo. Lo primero que atisbó fueron unas prendas de vestir —en realidad el baúl estaba repleto de ellas—, pero no era ropa corriente aquella que halló, sino unas piezas finas y de tacto suave, colorido chillón y talla pequeña. Eran disfraces... disfraces para niños.

Había varios trajes de pastorcillo, uno de bufón y otro de princesa, y las manos de la pequeña enloquecían conforme comprendían que aquello no era normal, que nadie guarda una colección de disfraces infantiles en el arca de un sótano oculto.

Sus dedos caminaron frenéticos entre coronas de plástico y pelucas sintéticas; báculos y sombreros; mallas y capas. Escarbaron y escarbaron hasta topar con algo de una consistencia distinta enterrado entre la maraña de telas. Tiró con contundencia y arrancó del fondo del roperío una cajita de hierro oxidada, en cuya cubierta todavía agonizaba un descolorido grabado de dos caballos, uno blanco y el otro negro. Ella conocía esa caja, había tenido una igual años atrás. Mediría unos treinta centímetros de largo por veinte de ancho y apenas uno de grosor, y al abrirla confirmó que, efectivamente, estaba llena de pinturas de colores.

Pero no fueron los lápices los que la dejaron sin habla, sino lo que encontró detrás de ellos. La caja cayó y los lapiceros volaron por los aires cuando chocó contra el suelo. Ella, con la espalda apoyada en la madera, no creía lo que estaba viendo. Alargó la mano y atrapó aquellos folios que se resguardaban en el estuche; los causantes de su horror intangible. Los esparció por encima de sus piernas para poder verlos bien y quedó asombrada por la gran cantidad de ellos que había. Eran dibujos, dibujos infantiles trazados con líneas frenéticas y tonos austeros, y estaban firmados con infinidad de nombres. En algunos de ellos estaba escrita la edad de los pequeños cuando los garabatearon, e iban de los siete a los nueve años. ¿Qué demonios era aquello? ¿Dónde diablos estaba? ¿Quién había estado allí antes que ella?

El alma le cayó a los pies cuando entre aquellos retratos, reconoció las líneas de un paisaje familiar. Temblaba entretanto alzaba la pintura y la disponía ante sus ojos; la razón había escapado a toda lógica. El esbozo retrataba con tintes alegres una llanura verde, y en ella, tres personas caminaban de la mano; dos de ellas más altas que la otra, que se hallaba en el centro aferrándose a sus acompañantes con los brazos levantados. El cielo carecía de nubes y un sol radiante con boca y ojos incluidos iluminaba la escena, el césped era de una mezcla de verdes vivos, y en el horizonte se desdibujaban lo que parecían ser gaviotas al vuelo. Un acantilado se abría paso cerca del grupo de viandantes, y en su base las olas rompían en un azul oscuro del color del cobalto. A pie de página, una inscripción terrible, casi dantesca en su situación. Unas escasas letras que acabaron por conducirla a la más profunda de las tinieblas:

 

 

Sarah Trelis, 8 años

La anatomía de las rosas rojas
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