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VERDADES Y MENTIRAS
Despertó a medianoche, inquieto por algún detalle intangible que había dejado ir. En su delirio nocturno, soñó con cabellos blancos y ojos que no dicen nada, con fotografías que se reían de él a sus espaldas y mujeres que lo marcaban con el carmín de sus labios. Por mucho que intentase remediarlo, existía algo en su interior que le inquietaba, quizá un detalle que había comprendido sin saberlo, quizá una mera ilusión de sus sentidos mermados. El caso es que no podía dormir, y decidió levantarse para esta vez sí, comprobar que la nevera estaba llena.
Cogió un tetra brick de leche, recordando tiempos en los que ese era el único producto a degustar, y se sentó sobre la cama mullida, dejando exhalar un suspiro al comprobar que esa noche, la luna no había asomado a su ventana para guiñarle el ojo. Casiopea deambulaba somnolienta por el apartamento, queriendo averiguar a qué se debía tal escándalo, y él la miró ausente, preguntándose qué diantres le ocurría y por qué Aristea ejercía un efecto tan narcótico en su persona.
¿Era amor aquello que sentía? Improbable, más bien una empatía cuyas razones no llegaba a vislumbrar. Se sentía en cierta manera protector con aquella chica cuya mirada no descifró; la mujer de cabellos y personalidad cambiantes, de la luz a la oscuridad, de la noche a la mañana, del ocaso al alba. Era tal el estado de sus devaneos mentales, que se sorprendía a sí mismo casi pensando en verso, con unos juegos de palabras que iban y venían en busca de respuestas, sin hallar más que silencio.
Fue así que surgió la idea, la brillantez de hablar con Hernán bajo algún pretexto y descubrir algo más sobre Aristea. Era mayorcito para ir jugando a detectives —pero una conversación formal de tú a tú tampoco era perseguir a nadie con una gabardina—, y aunque tuvo sus dudas al final decidió hacerlo, puede que imbuido de alguna forma por su somnolencia interrumpida.
Se metió entre las sábanas dejando la leche en el suelo, y vio como Casio se acercaba y olisqueaba aquí y allá. Por alguna razón estaba algo más tranquilo, como quien soluciona algo y se va a dormir con el trabajo bien hecho, no obstante no le fue fácil conciliar el sueño, llenando su cabeza de quimeras y preguntas que debería lanzar al director del preventorio. ¿Qué le ocurre a Aristea? ¿Por qué la protege tanto? ¿Cuántas veces ha intentado suicidarse? ¿Tiene familia?
Abatido, se dio cuenta de que no sabía nada de ella. Se sentía como un quinceañero que juega a descubrir cosas de la chica que le gusta, y en cierta parte puede que estuviese actuando de igual modo. ¿Qué hacía antes de trabajar en la residencia de ancianos? ¿De dónde es? ¿Cuantas veces se ha enamorado? Así lo venció el sueño, perdido entre cuestiones aparentemente inocentes que parecían no tener respuesta. ¿Quién eres tú, Aristea?
La mañana lo sorprendió con los primeros rayos de luz. Se sentía cansado y el entusiasmo de la noche anterior casi se había desvanecido por completo. ¿A qué demonios estaba jugando? Esta última pregunta le pareció mucho más sensata que todas las anteriores. ¿Quién era él para indagar sobre la vida de nadie? Abrió la nevera, y le pareció que su vida se reducía a una clase de ritual repetitivo. Hacer fotos, comer y divagar. Cualquier estrella del rock hubiese hecho de estas premisas un lema.
Casio observaba, como siempre, y por un momento Esteban se sintió como la gata, siempre alerta ante todo cuanto pasaba a su alrededor, tratando de asimilar hasta el más mínimo detalle. Probablemente ese era el mayor misterio de Aristea, el hecho de ser infranqueable, impenetrable para el entendimiento del ser humano. Dios, ya estaba pensando otra vez en ella.
Se aproximó al ventanal, abajo en la calle la mañana comenzaba a cobrarse sus primeras víctimas: madrugadores que a regañadientes partían a sus puestos de trabajo otro día más. ¿Acaso estaba la humanidad destinada a este tipo de existencia usual y repetitiva? La luna, como mofándose del fotógrafo, se dejaba ver a pleno sol, algo tenue mientras se diluía en el azul del cielo.
—Qué demonios, tampoco tengo nada que perder.
Y así, a los pocos minutos estaba encima de su Lambretta, conduciendo carretera arriba hacia el preventorio y disipando todas las dudas que habían surgido la noche anterior. Ahora sus inquietudes se reducían a una sola frase, y no eran ninguna pregunta, sino más bien un imperativo.
—Hernán, quiero escuchar la verdad.