24

LA VIDA DEL METRÓNOMO

 

 

 

Por la mañana despierta a la misma hora que siempre, pero no se levanta, queda inerte contemplando el techo blanco de la habitación; a su alrededor solo el silencio. Después, en un profundo estado de languidez, logra alzarse de la cama. Apenas son las siete y el sol se cuela por las ventanas, un sol blanco que escasamente estimula los poros de su piel, blanquecina por el encierro y el resentimiento que recorre sus venas.

Supera los pasillos de la casa entre el juego de luces del amanecer y sus pies no sienten el frío. Se detiene frente a la puerta corrediza, cerrada, suspira antes de abrirla. La madera se desliza y ve las mismas cosas de siempre, pero sus ojos se pierden en un lugar antaño especial, ahora cenizas de un recuerdo. La tabla de ajedrez está impoluta, impecable, y todas las piezas están en su sitio. Como cada mañana, alcanza un trapo y les quita el polvo una a una, con minuciosidad; deben estar radiantes cuando ella regrese. Las devuelve a sus casillas, las mismas en que ella las dejó durante la última partida. Quiere conservar el tiempo, pero el tiempo se le escapa.

Los pasillos son su purgatorio y su corazón palpita a modo de metrónomo, porque ha de hacerlo y nada más. Marca el ritmo de una canción de réquiem, que nunca deja de sonar por la muerte jamás confirmada. Amadeo Trelis, todo recuerdos, todo momentos que se oxidan en el doloroso olvido de aquello que no se quiere olvidar. Lo mantiene vivo una contradicción, la de los hechos frente a sus propias convicciones: Necesita perderla pero quiere hallarla, necesita soñarla pero aborrece vivirla en sueños. Quiere verla despierto, daría su vida por hacerlo aunque solo fuese una vez.

Su sonrisa se hace eco en los lugares más recónditos de su mente. Era una sonrisa blanca, inocente, amparada por el contorno de unos cabellos de oro que robaban la respiración. Una sonrisa muda, silenciosa y frágil como el cristal de porcelana. Sana, eterna, jovial e inolvidable. La sonrisa más hermosa que jamás había tenido la suerte de vislumbrar.

Camina hasta su habitación y se deja caer contra el marco de la puerta. La cama está hecha, le ha quitado la colcha porque comienza a hacer calor. Sus libros del colegio están ordenados en las estanterías y su mochila de deporte negra pende vacía del respaldo de la silla giratoria. En un corcho cuelgan de la pared algunos dibujos que ella mismo hizo: el pantocrátor, la vésica piscis, el Ichthys y todos aquellos simbolismos que la fascinaban. Dios... ¿cómo había desaparecido sin más? ¿cómo se había vuelto tan negra aquella pesadilla?

Sin darse cuenta se lleva una mano a la boca, últimamente siempre lo hace, quizá para enmudecer un grito ahogado que nunca llega a pronunciarse. Los dedos le tiemblan, hace tiempo que no come nada de consistencia y las ojeras negras son protagonistas de su rostro. Siente odio, una rabia insana que lo devora por dentro. ¿Acaso es el único que se acuerda de ella? ¿Cómo puede ser el olvido una salida tan fácil? Para él no lo era, él no podía darle la espalda. Él no...

—Amadeo —aquello era lo que con más frecuencia escuchaba...

—Ni se te ocurra insinuarlo.

—Amadeo, déjalo ya. Va a acabar contigo.

Y el hilo telefónico hacía oídos sordos.

—¿Que lo deje? ¡Por el amor de Dios eres su madre!

—¡No va a volver Amadeo! ¿Es que no lo ves? ¡Han pasado cuatro años!

—¿Sabes qué día es hoy? ¿Acaso sabes qué día es?

—Yo no puedo seguir con esto Amadeo. Yo ya no puedo...

—¡¿Pero y si está viva?! ¡¿Y si todavía está viva?!

—Yo ya no tengo fuerzas...

—¡A la mierda tus fuerzas! ¡Tu hija puede estar pensando en ti, en mí, en que vamos a sacarla de dondequiera que esté!

Era desesperación el sentimiento que lo invadía, obligado a convencer a la madre de su hija de lo que para él resultaba tan evidente.

—Tu hija te espera Elena, tu hija te está esperando.

—No Amadeo... Mi hija está muerta. Hace tiempo que lo está.

Muerta. Parecía tan fácil adoptar la falsa promesa de paz, tan definitivo... Muerta, y ya está. Todo el mundo lo había aceptado. ¿Por qué no podía él hacer lo mismo? ¿Por qué? Y el tiempo, como arma arrojadiza que hiere y no da consuelo, lo separaba de sus ensoñaciones y lo encaminaba a su propia perdición. Tac, tac, cual metrónomo en el pecho. Tac, tac, tac, al unísono de sus propios latidos.

Caminaba abatido por el corredor, como herido de bala, ahora hasta la cocina. Pero no desayunaba, hacía largos meses que había dejado de hacerlo. La cafeína solo acrecentaba su estado de agitación ya de por si exacerbado. Abría la nevera y alcanzaba un paquete de leche semi desnatada, como a ella le gustaba. Seguidamente, cogía un bol y echaba cereales en el fondo, para solo entonces verter el líquido sobre ellos dejándolos empapados, como a ella le...

Ese era el amanecer de Amadeo Trelis, siempre la misma rutina. Primero días, semanas que se convertían en meses, y meses que se hicieron años. Su voz se le manifestaba cada vez más escurridiza y esquiva, pues las fotos ayudaban a retener su rostro pero eran incapaces de mostrar nada más allá de lo físico. ¿Cómo sería ahora? ¿Cuán embelesador resultaría su tono? Amadeo se recreaba en sus quimeras creyendo que así la tenía más cerca, que así nunca la perdería. Habían pasado cuatro años, cuatro años ya... y no desde el día de su desaparición —él no hubiese podido tomarlo como referencia—, sino desde el último cumpleaños de Sarah en casa. Hubiese cumplido dieciséis aquel día. La última vez que la vio tenía solo doce.

Muchos reconocían la locura en sus ojos. Cuando paseaba por el pueblo las miradas lo recorrían mezcla de lástima y recelo. Se había convertido en Amadeo el desquiciado, ese hombre que no era capaz de aceptar la pérdida de su hija y vagaba solo por las calles, sin rumbo ni dirección establecida. En verdad lo hacía, esgrimiendo la vana esperanza de descubrir, tanto tiempo después, cualquier detalle que pudiese ayudarlo en sus pesquisas.

Las primeras horas fueron un martirio, los primeros días un infierno y las semanas solo la lenta confirmación de ambas cosas. Noches en vela entre el olor a sal y la tranquilidad quebrantada de Faro de San Lucas, un pueblo costero que antes no figuraba en el mapa. Una avidez periodística sin nombre golpeando su puerta a todas horas y ella que no está, lo único que a él le importa entre tanta algarabía. Batidas, pegada de carteles, ruedas de prensa... esfuerzos tirados a un pozo cuya agua no suena. Ningún indicio, ninguna pista... nada.

En el colegio dijeron que ese día se había peleado con otros dos niños algo más mayores que ella, y por un tiempo las hipótesis se centraron en ese hecho; un tiempo precioso que no volvería atrás. Poco después las sospechas cayeron sobre Javier Solbes, el marido de la señora Herrera, que era conocido en el pueblo por el tipo de antecedentes que hacen que uno no deje jugar a su hijo cerca. Habladurías o no, siempre se había dicho que al tal Solbes se le había incautado cierto material pornográfico poco ético. Los vecinos tuvieron que reducir a Amadeo cuando en estado colérico, destrozo las ventanas de casa del sospechoso con sus propias manos. Quienes presenciaron la escena aseguran que los puños eran carne viva cuando pudieron controlarlo, y que no dejaba de provocar a Javier para que bajase a la calle. Dios sabe qué hubiese pasado de haber sido así.

Había perdido el control, y más tarde el asunto se le fue de las manos a todo el mundo. Había quien afirmaba haber visto a la niña aquí o allá días después de su desaparición, pero lo cierto es que ninguna de las informaciones condujo a nada. Charlatanes, videntes, insensatos ansiosos de protagonismo... cada cual aportó su grano de arena para que aquello se convirtiese en un auténtico caos, entretanto cada vez más periodistas llegaban de todas partes.

Se habló de una posible muerte accidental, de que la niña pudo adentrarse en el mar y ahogarse. ¿Adentrarse en el mar en pleno otoño? En ese momento Amadeo se dio cuenta de que no sabían nada, absolutamente nada de lo que allí había pasado. Y aunque perdió la fe en los cuerpos que participaban en la investigación, algo le decía que Sarah seguía viva. Era una presión el el pecho, indescriptible pero presente, la frágil sensación de que todo cuanto lo unía a su hija no estaba roto, aún no.

El tiempo pasó y los porrazos en su puerta fueron cesando. La noticia fue perdiendo relevancia por la falta de novedades y ya únicamente reviscolaba cuando se cumplían dos, tres, seis, o nueve meses de la tragedia. Al año emitieron un especial en una cadena de televisión privada y los tertulianos se limitaron a recrearse en lo que ya se sabía, sin aportar un solo dato nuevo.

Su ex-mujer, que había vuelto al pueblo tras la desaparición, se marchó al cabo de algo más de doce meses. «Su vida no estaba allí» dijo, «Y Sarah ya no va a volver». Las palabras fueron un ente vacío para Amadeo, que estaba perdido en una búsqueda incansable que no habría de abandonar. «Yo te encontraré Sarah, yo no voy a dejarte...» Y así, comenzó a volverse extraño a ojos de los demás, insociable y solitario, huraño y resentido. «Solo espérame hija, solamente tienes que esperarme». Impotente por no hallarla, en ocasiones tenía la sensación de que no podía hacer más que aguardarla. Fue ese sentimiento de culpa el que lo arrastró a comenzar su descabellado ritual diario: Limpiaba el ajedrez, visitaba su habitación, le preparaba el desayuno y siempre servía sus cubiertos a la hora de comer y cenar. Como si ella estuviese allí, solo que no estaba.

«Dieciséis años, ya tendrá dieciséis» se decía a sí mismo en una afirmación, nunca dudando, como si al hacerlo fuesen a desmoronarse todas sus convicciones. «Dondequiera que estés ya eres toda una mujer, seguro que sabes cuidarte hasta que yo llegue». Empezó a pensar en voz alta, porque el silencio por toda respuesta le había devuelto silencio, y él quería más que eso. Aquello fue lo que faltó para acabar de esculpir su imagen perturbada. «No estoy loco, no estoy loco, únicamente espero su llegada. La gente no es capaz de entenderlo pero esto no es locura, es determinación. Cuando regrese todos me darán la razón... todos lo harán».

Sus únicas salidas a la calle eran el memento de tiempos mejores, el camino tras unos pasos que se habían desfigurado en la arena de la playa, o detrás de unas pistas que solo estaban en su cabeza. Se había quedado en el paro hacía seis meses, y pasaba las horas viviendo en el recuerdo de unas calles que ahora se le antojaban más herrumbrosas y tristes que nunca. De tanto en tanto se acercaba a la Iglesia de San Clemente, el único lugar en el que sentía algo de paz, y rezaba porque Sarah regresase. Fue así como entabló una estrecha relación con el párroco, que era la única persona que parecía querer escucharlo. Con el pretexto de una falsa confesión acudía a él cada vez con más frecuencia, y desahogaba sus penas sin esperar ya respuesta alguna, buscando el efímero consuelo que le proporcionaban unos oídos atentos a sus palabras.

Aquel día el templo estaba vacío. Últimamente apenas acudían fieles y la opulencia de la construcción se mostraba a sí misma oscurecida por la soledad. Era doloroso el símil: la casa de Dios construida por un pueblo que ya no se sentía pueblo de Dios. Los bancos vacíos, las miradas pétreas de los santos y la expresión desconsolada, casi enfurecida del pantocrátor, el creador que había perdido la fe en su creación. Amadeo caminó hacia el altar sintiéndose extrañamente sugestionado por el silencio, cuando de pronto vio una figura escurrirse tras el púlpito.

—¿Padre? —continuó aproximándose—. ¿Está ahí?

La sombra se irguió y se descubrió a sí misma como un cuerpo varonil, pero aquella no era la persona que Amadeo estaba buscando. Vestía el hábito, y en la mano diestra sostenía una regadera de color verde chillón.

—¿Busca al Padre Ferrán? Hoy no va a encontrarlo, ha tenido que viajar por asuntos personales.

—Entiendo...

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Verá... suelo venir a que el padre me confiese, pero puedo volver mañana.

—Me temo que mañana tampoco lo encontrará, la partida del padre es por tiempo indefinido.

—¿Ha ocurrido algo?

—Al parecer su hermano ha sufrido un un fallo cardíaco, es una persona mayor y los médicos no creen que le quede mucho tiempo.

—Ya... ¿y usted no podría?

—¿Yo? Oh no, yo no soy cura, me he quedado a cargo de las plantas mientras Ferrán esta ausente.

—En tal caso me marcho, siento haberle molestado.

—Espere un momento. ¿Usted no es...? ¿Es el padre de Sarah verdad? Ferrán me ha hablado mucho de usted.

—¿Ah sí? ¿Y qué le ha dicho?

—Dice que es usted una persona comprometida, que no desiste en su empeño.

—Vaya...

—También opina que debería usted dejar de atormentarse, que tanto sufrimiento es innecesario.

Amadeo frunció el ceño y estudió con detenimiento a la persona que le hablaba. Tendría unos cincuenta años, y uno de esos semblantes que a uno le parecen familiares desde el primer momento.

—Con todos mis respetos señor...

—Sastre, Juan Sastre —le extendió la mano.

—Con todos mis respetos le diré que no sabe de lo que está hablando.

Aquello cogió por sorpresa al hombre, que dejó la regadera a un lado y prestó toda su atención a Amadeo.

—El dolor es a día de hoy mi único consuelo. Es la prueba de que sigo queriendo, de que sigo buscando y anhelando como el primer día. No se equivoque, si el dolor muere yo habré muerto con él, porque es todo cuanto me queda de mi hija a día de hoy.

—Suena paradójico.

—Puede que lo sea.

Las voces se antojaban cavernosas y perturbadoras dentro de la iglesia. Amadeo echó un vistazo al pantocrátor y se le formó un nudo en la garganta.

—¿Puedo preguntarle algo? —lo inquirió Sastre— ¿No ha pensado que quizá se la llevaran lejos de aquí? Quiero decir, desde el primer momento la investigación se centró en Faro de San Lucas, pero puede que la niña ya no estuviese aquí.

—Día y noche, le he dado vueltas al asunto hasta rozar los límites de la locura. De hecho hay quien ya piensa que estoy loco, pero no me importa. Yo veo demencia en lugares muy diferentes, veo locura en aquellos que tiran la toalla solo porque han pasado dos, tres, o cuatro años. Y quiero pensar que es eso, enajenación, porque no podría concebir ese abandono por dejadez o rendición. No me entra en la cabeza algo semejante.

—¿Qué cree usted?

Ojos que no ven nada, mirada introvertida que hurga en la decepción y el desconsuelo.

—No lo sé —sus retinas reflejan el brillo de una ciudad en llamas—. No lo sé...

—Señor Trelis... ha hecho todo lo que ha podido, más que eso, pero nadie puede vivir así. Usted no tuvo la culpa de lo que le pasó a su hija.

—No haga eso.

—Hacer el qué.

—Decirme que tengo derecho a vivir.

—Pero es que lo tiene.

—¿Y ella? ¿No cree que ella tiene derecho a reír, a correr, a crecer y tener una vida plena? —silencio, incomodo y profundo, pensamientos que fluyen en el aire—. ¿Quién va a devolverle el tiempo perdido?

El hombre lo miró con un gesto de contrariedad en el semblante.

—Entonces usted cree que todavía está...

—¿Viva? —había cierta amenaza implícita en su voz.

—¿Por qué ha venido señor Trelis?

Por un instante caviló como si buscase la respuesta.

—Ella solía venir aquí. Solíamos venir los dos. Nos sentábamos en primera fila y ella me avasallaba a preguntas sobre todo cuanto veía. Le encantaba estudiar las figuras del pantocrátor —señaló con el dedo—. Y yo trataba de entretenerla, de hacerla feliz. Nuestra relación había sido distante desde que su madre nos dejó, pero aquí... entre estas paredes de roca ella encontró algo que la trajo de nuevo a mí.

—¿Era religiosa?

—No, no creo que fuera eso. Sarah descubrió la abnegación de ciertas personas, y lo hizo a través del arte: gente que entregó su vida por construir algo como esto, de forma desinteresada y anónima.

—Perdone pero no le sigo.

—Estas piedras fueron la esperanza de Sarah porque... si había alguien capaz de dar la vida por una creencia, quizá valiese la pena creer en algo.

—Asombrosas conclusiones para una niña de doce años.

—Sarah no era una niña corriente, era un diamante en bruto. Poseía una inteligencia que —se dio cuenta de que estaba hablando en pasado y tuvo que detenerse—... Sarah es especial, y no podré cerrar los ojos y conciliar el sueño hasta que regrese, viva o muerta.

La anatomía de las rosas rojas
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