Capítulo 25
Julián observaba con el semblante serio cómo los guardias conducían a Tessi hasta el estrado donde sería ajusticiada en el garrote vil.
Después de que el sargento Riquelme enviara las cartas que había escrito el hermanastro de la mujer al magistrado, el destino de Tessi había sido escrito. Rápidamente se comenzaron a investigar todos los crímenes de los que era acusada en su carta, siguiendo las pistas y los nombres que daba el tal M., y los resultados habían arrojado una cifra escalofriante: Tessi había acabado con la vida de su primer esposo, un oscuro bandolero del que nada sabía Julián, había asesinado al conde de Alfeiran, había secuestrado a Inés, y, tras ser presionada por los guardias, confesó ser la autora de la muerte de Ginés.
Ahora, mientras la muchedumbre lanzaba escupitajos e improperios hacia donde Tessi se encontraba, Julián luchaba contra sus confusos sentimientos. Por una parte sentía una enorme repugnancia por esa mujer, capaz de cometer tantos crímenes sin pestañear y causante indirecta además de la situación que ahora vivía con Inés; por otra, no podía evitar sentir algo de compasión por el destino que le aguardaba. Estaba totalmente convencido de que no era sólo la maldad lo que la guiaba, creía firmemente que Tessi no estaba en su sano juicio y este convencimiento hacía que su corazón encontrase resquicios de lástima por ella. En silencio elevó una oración por su alma, pidiéndole al Todopoderoso que su muerte fuera lo más rápida e indolora posible.
Tessi miraba a la multitud con la barbilla levantada, intentando componer una mueca de desdén, aunque en sus ojos se leía claramente su desconcierto por la situación, como si todo eso no fuera con ella. Sólo cuando los guardias la sentaron en la rígida silla y comenzaron a ajustar el collar metálico a su cuello pareció salir de su estupor y empezó a dar alaridos que pusieron todos los vellos de punta a Julián:
- ¡¡Soltadme malditos!! ¡¡Me las pagaréis!! ¡¡Soltadme!! ¡¡Nadie trata así a la condesa de Alfeiran!!
La multitud acalló sus alaridos con sus insultos y abucheos y unos segundos después Hortensia Alfeiran exhalaba su último suspiro entre los aplausos y las risas de los asistentes.
Incapaz de continuar allí ni un segundo más, Julián dio media vuelta y se marchó a la taberna, en cuyo establo había dejado su caballo al cuidado de un mozo. Con la muerte de Tessi se cerraba todo el turbio capítulo del secuestro de Inés y las maquinaciones de su hermano. Ojalá pudiese decir que las cosas con Inés se habían arreglado, pero nada más lejos de la verdad. Desde que dos meses antes ella se marchara de su casa tras recuperarse de su herida no había vuelto a verla. Sabía, gracias a Doña Margarita, que se encontraba bien, que el embarazo estaba en su recta final y que todo marchaba con normalidad. Su suegra le había sorprendido una mañana al visitarlo.
- Julián – le había dicho, mientras tomaba sus manos entre las suyas. – No puedo olvidar lo bien que te portaste conmigo cuando murió Don José y a pesar de que mi hija está convencida de que nunca la has amado realmente, yo creo que está equivocada.
Desde ese momento acudía al menos dos veces al mes y le informaba de la evolución de Inés, pero siempre que él había propuesto ir a visitarla Doña Margarita se había negado fervientemente.
- Aún no es el momento Julián, ella sigue empeñada en no hablar de ti….ni siquiera me pregunta por mis visitas.
Julián había apretado los labios con fuerza al oír esas palabras. Había estado dispuesto a renunciar definitivamente a ella pero con cada día que pasaba se daba cuenta de que tratar de olvidarla era como intentar dejar de respirar.
Sumido en sus oscuros pensamientos montó en su caballo mientras dejaba distraídamente unas monedas al mozo, que le sonrió con agradecimiento. Salió al galope del establo, sin reparar en la enorme carreta cargada con verduras que salía de un callejón cercano. El conductor de la carreta apenas tuvo tiempo de gritar una advertencia al adivinar el choque, pero su intento fue en vano. Julián se percató demasiado tarde de lo que estaba a punto de suceder y tiró con demasiada brusquedad de las riendas de su caballo que se levantó sobre las patas traseras y lo arrojó de espaldas al suelo.
En unos segundos la gente rodeó el cuerpo inerte del conde de Manrique, mientras señalaban horrorizados el charco de sangre que comenzaba a formarse bajo su cabeza.
Inés cosía, entretenida, una diminuta pieza de ropa para su bebé, cuando doña Margarita irrumpió en el salón con el rostro pálido y una expresión de preocupación tan evidente, Inés, no pudo pasarlo por alto.
-¿Qué sucede, mamá? ¿Por qué tienes esa cara? –dejó de lado la labor y poniéndose trabajosamente en pie se acercó a la mujer que la observaba con lo que parecía angustia.
Doña Margarita se retorcía las manos indecisa y nerviosa, tratando de encontrar la mejor manera de revelarle a su hija lo sucedido. No se hacía una idea de cómo se lo tomaría o de cómo podría afectarle la noticia.
Si bien era cierto que la joven había dado suficientes muestras de ser fuerte, temía que, en su estado, lo que tenía que comunicarle resultara un golpe demasiado duro para ella.
-¡Habla de una vez! -la increpó- me estas poniendo nerviosa.
Y era cierto, no tenía ni la menor idea de que era lo que había pasado, pero la actitud de su madre no auguraba nada bueno, de eso estaba segura. Y la indecisión de ésta no hacía más que aumentar sus temores.
Se acercó a ella con decisión y la acompañó hasta el sillón que momentos antes ella misma había ocupado.
-Mamá, por lo que más quieras, no me tengas en ascuas –rogó sosteniendo las temblorosas manos de doña Margarita entre las suyas, pero permaneciendo de pie frente a ella.
-Al salir de misa… –comenzó con voz ahogada- sabes que hoy era cuando…
-Sí, sí –la cortó apremiante, no era necesario mencionar el tema de la ejecución de Hortensia- continúa.
-Ya había pasado todo y la gente comenzaba a dispersarse, pero al pasar cerca de la taberna, no pude evitar fijarme en que la gente se arremolinaba en torno a alguien. No tenía intención de pararme a curiosear… –dijo como si tratara de justificarse, a lo que Inés respondió con un gesto de la mano restándole importancia e instándola a seguir, cada vez se sentía más angustiada y temía que si pronto no sabía qué era lo ocurrido el corazón le estallaría dentro del pecho o se le pararía definitivamente-… pero al escuchar el nombre que iba de boca en boca, decidí verlo con mis propios ojos. Me abrí paso entre la gente –ahora su voz sonaba entrecortada por las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos en cualquier momento- y allí esta, tirado en el suelo, con un gran chaco de sangre bajo la cabeza…
-Pero ¿Quién, mamá? ¿Quién tenía un charco de sangre bajo la cabeza? -casi gritó desesperada, aquella incertidumbre la estaba matando, aunque creía saber quién era la persona a la que su madre se refería- Dilo de una maldita vez.
-Era Julián –sollozó doña Margarita.
Sus sospechas se hicieron realidad y ahora casi hubiera preferido no saberlo, porque de pronto el mundo pareció dejar de existir a su alrededor, tan solo era capaz de sentir los fuertes golpes de su corazón y escuchar los ensordecedores latidos de este reverberando por todo su cuerpo y martillándole las sienes. Sin fuerzas para continuar en pie, se dejó resbalar hasta la tupida alfombra, a los pies de su madre.
-¿Está… muerto? –logró preguntar a pesar del nudo que sentía en la garganta y que amenazaba con ahogarla.
-No –escuchó decir a su madre como de lejos- Pero ha perdido mucha sangre y estaba inconsciente. El doctor consideró oportuno no desplazarlo por el momento…
Las palabras de doña Margarita la hicieron reaccionar y alzando la mirada, aún un tanto turbia por la impresión, preguntó:
-¿Dónde está? ¿Dónde lo han llevado?
-Lo han instalado en la taberna –aclaró la mujer observando a su hija con gran preocupación.
Se sorprendió al ver que se levantaba con rapidez y se encaminaba a la puerta.
-¿A dónde vas? –preguntó siguiéndola.
-A la taberna –se limitó a decir con tono resuelto.
Al menos aún estaba vivo, tenía que comprobar por sí misma el estado en que se hallaba su esposo.
“Mi esposo”, pensó con un rastro de amargura. Un esposo al que no veía desde hacía meses, del que se había negado a hablar y mucho menos a saber nada de él y ahora, cuando al fin sabía algo de él, era para enterarse de que estaba gravemente herido.
La realidad de aquellas palabras la golpearon con fuerza, “¿y se muere?”. Notó que le aire volvía a faltarle mientras bajaba de nuevo las escaleras colocándose la capa.
“No, no puede morir. Vamos a tener un hijo y yo…”, interrumpió sus pensamientos al darse cuenta de que estaba reconociendo lo que durante tanto tiempo se había estado negando a sí misma, “… lo necesito. Lo amo.”
De camino a la taberna, rezó con la pasión que da la desesperación. Rezó para que no fuera demasiado tarde para él... para ellos.
Inés se introdujo en la taberna sigilosamente. A la entrada había dos guardias custodiando la puerta, para evitar que ningún curioso entrara, pero a ella, obviamente, como esposa del herido, la habían dejado pasar. Apenas se atrevía a hacer ruido, temerosa de que el menor de los sonidos pudiera marcar la suerte de su marido, que estaba postrado sobre una mesa. Los dos médicos del pueblo le atendían, y por lo serio de su semblante, parecía obvio que Julián no estaba nada bien.
Ver el cuerpo de él tendido, inerte, le oprimió el alma. Necesitaba una oportunidad, solo una, para poder decirle que lo amaba, para ser feliz, para que ambos lo fueran como se merecían. Por todas las desgracias pasadas, por lo que había comenzado a florecer entre ellos en los primeros días de su matrimonio, antes de que otros intentaran destruirlo, se merecían un final mejor. No ella embarazada y sola, y él… no quiso pensar en estar sin Julián. No, un final mejor, no. Se merecían un nuevo principio.
Un sollozo fuerte, incontrolado, llamó la atención de los presentes.
- Señora, no debería estar aquí, no en su estado.
Era Domingo, el leal sirviente, quien le susurraba. Le miró suplicante, y este le acercó una silla y algo de agua, entendiendo su angustia y la necesidad que sentía, a pesar de su embarazo, de saber de su esposo.
- ¿Él… vivirá?
Domingo trató de sonreír, de darle fuerzas.
- Bueno, parece que el golpe en la cabeza fue fuerte, señora. Pero ya conoce a don Julián, es muy duro de mollera. –Ella sonrió débilmente. –Además es un cabezota, bastará que los médicos digan que está mal para que se recupere, solo por llevarles la contraria.
Inés le agradeció sus palabras de ánimo con los ojos llorosos, y se sumió en sus pensamientos.
Sí, Julián era un cabezota, un empeñado, pero gracias a ello estaban casados, y gracias a ello iban a ser padres. Y gracias a esa cabezonería él no había renunciado a ella. Sí, se había apartado caballerosamente para darle espacio, cuando ella le pidió que desapareciera de su vida, pero no había dejado de amarla, según le había dicho en incontables ocasiones.
Y se dio cuenta de que quizá fuera cierto. A pesar de su orgullo, a pesar de los malentendidos, él la amaba. Al igual que ella, quien a pesar de sus desconfianzas, sus celos, sus devaneos con Hortensia, no había dejado de amarle.
El suyo era un amor para siempre. Y no permitiría que algo tan nimio como la muerte los separara. Si Julián no luchaba por su vida, lo haría ella. Se acercó a la mesa donde él estaba y le acarició el pecho con delicadeza. Quizá él la oyera, tal vez si escuchara sus palabras de aliento, de amor, despertaría.