Capítulo 24

 

Juan de Dios estampó su firma en los documentos que tenía ante sí. Al fin había comenzado a atar cabos en aquel complicado caso que lo había mantenido atareado desde su llegada.

Tas asegurarse de que la señora marquesa se hallaba en condiciones de prestar declaración, había procedido a ello, bajo la atenta mirada de su madre, que no se había separado de ella desde el trágico incidente. Por suerte la joven se estaba restableciendo con rapidez y la lesión sufrida, parecía no haber causado trastorno alguno al ser que crecía en su interior.

Por lo que la joven le había contado, el hombre que la había atacado estaba relacionado con don Rogelio Valle, el hombre que la había secuestrado por primera vez.

Inés confesó ser la responsable de la muerte de aquel hombre.

-Defensa propia –había apuntado Riquelme restándole importancia, sabiendo que ese no sería un argumento válido ante ningún tribunal. La mujer había matado a un, en apariencia, respetable miembro de la sociedad, y los motivos importarían más bien poco. Por eso había evitado mencionar el incidente en su informe. A fin de cuentas aquel truhán había desaparecido sin dejar rastro y nada relacionaba ese hecho con la marquesa. Ella ya había sufrido y pagado con creces por ese asesinato involuntario.

Tras su conversación, también había sabido que el maleante que la había atacado en la cabaña, había estado relacionado con Ginés. En más de una ocasión, Inés le había escuchado maldecir al hombre.

Cabía la posibilidad que él hubiera sido el asesino de Ginés Manrique, pensó sin tener la total certeza de que eso fuera así.

Las acusaciones que pesaban sobre Hortensia Alfeiran, también la señalaban con una buena candidata. Ella había sido la que se había presentado en la cabaña y había tratado de sobornar a Ginés, aconsejándole deshacerse de la marquesa.

Tampoco había que olvidar la acusación que ya pendía sobre su cabeza, por el asesinato de su esposo, que había corroborado la doncella y el propio hermano del difunto, que llevaba tiempo haciendo averiguaciones y sospechando de ella.

Y la reacción enloquecida de la mujer al saber descubierta no hablaba mucho a su favor. Más bien todo lo contrario. Las amenazas directas sobre la pobre infeliz que la había delatado, serían más que suficientes para llevarla ante los tribunales.

A pesar de que todo parecía resuelto, había algo que a Riquelme no terminaba de cuadrarle.

Pensó exhalando un suspiro de resignación mientras cerraba la carpeta con los documentos. De todas formas, con los papales que descansaban entre las ajadas tapas de cuero tenía más que suficiente para acusar a Hortensia Alfeiran de asesinato y justificar los otros dos cadáveres.

 

-Señor, tiene visita –dijo Domingo entrando en el despacho del marqués.

-No quiero ver a nadie –espetó abatido. La negativa de Inés a dejarlo entrar en su propia alcoba lo estaba destrozando. Ya no sabía qué hacer para que aquella mujer le perdonara. Se había propuesto cuidarla y rodearla de atenciones mientras permaneciera convaleciente, pero cómo iba a hacerlo si no le permitía acercarse a ella. Maldita y testaruda criatura, pensó frustrado.

-Me temo que es importante, excelencia –insistió el criado- Es el hombre que contratasteis.

Esas palabras lo hicieron reaccionar y erguirse sobre el sillón.

-Haberlo dicho antes –recriminó- Hazlo pasar.

Con una leve reverencia el fiel sirviente se retiró, para aparecer al instante acompañado por el hombre que Julián había contratado días antes con el fin de que tratara de averiguar todo lo posible sobre Hortensia.

-Buenas tardes, señor marqués –saludó con una inclinación de cabeza.

-Déjese de formalidades –exclamó de forma abrupta- ¿por qué ha tardado tanto en venir a verme? Hortensia ya ha sido detenida y será acusada por el asesinato de su esposo. Por qué no ha venido antes.

Sin amedrentarse por el tono del furibundo hombre que tenía ante sí, tomó asiento sin que se lo indicaran y trató de responder a la preguntas de su interlocutor.

-Usted me pidió que averiguara todo lo que pudiera sobre esa señora, y eso he estado haciendo. Quizás debería haber venido a verlo cuando supe de la muerte de su hermano, pero me hallaba tras la pista de algo que me parecía realmente interesante.

-Continúe –dijo mucho más interesado y tranquilo.

-Supongo que le resultará interesante saber que la última persona que vio con vida a su hermano fue, precisamente, la señora Alfeiran. Por desgracia no tengo pruebas de que fuera ella la asesina, por eso no acudí a las autoridades. Pero creo que le interesará saber que Hortensia Alfeiran tenía un medio hermano –la estudiada pausa sirvió para que Julián asimilara aquella información.

Frunció el ceño, pero no pronunció palabra, tan solo le hizo una señal para que continuara.

-Mamertino, más conocido por Don M., es… era –puntualizó- el medio hermano de la señora Alfeiran.

-¿Era…? –interrogó Julián al que no se la había pasado por alto la pequeña corrección.

-Está muerto y si no me equivoco, es el mismo hombre que atacó a su esposa y con el que ella misma terminó.

Inés miraba el dosel bordado que rodeaba la enorme cama. Ese había sido su dormitorio durante todo el tiempo que convivió con Julián como su esposa, aunque en los últimos tiempos, antes de su secuestro, había pasado todas y cada una de las noches entre los brazos de Julián, en su cama. Con dificultad se obligó a apartar esos pensamientos de su mente; no servían para nada, sólo para recordarle lo mucho que había perdido, lo efímero que habían sido los sentimientos de Julián por ella.

El día anterior el sargento Riquelme había ido a interrogarla y esperaba que fuese por última vez. Ahora que tanto Ginés como ese horrible hombre de la cabaña estaban muertos y Tessi en prisión, Inés se sentía capaz de olvidarlo todo por fin, quizá ya dejaría de despertarse por la noche, aterrorizada ante el menor ruido. En ese momento un aleteo en su interior, como una burbuja de aire, la sobresaltó.

-   ¡Oh, Dios mío! –asombrada posó sus manos sobre el vientre. - ¡Es mi bebé! ¡Se mueve!

El impulso de llamar a Julián para compartir con él ese increíble momento fue casi irresistible….casi. En el último momento se mordió los labios con fuerza y apretó los párpados para impedir que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. No estaba dispuesta a llorar más, ya había llorado bastante.

En ese momento un golpe en la puerta la distrajo de sus pensamientos y carraspeando ligeramente, autorizó la entrada.

Julián la contempló durante unos instantes, aferrando con tanta fuerza el pomo de la puerta que sintió cómo sus dedos se entumecían. A pesar de su palidez y sus pronunciadas ojeras, Inés era la mujer más hermosa que había visto en su vida y el hecho de tomar conciencia de que la había perdido para siempre era lo más duro que había tenido que hacer en su vida. Había tratado con todas sus fuerzas de volver a ganarse su confianza; le había pedido perdón más veces de las que podía recordar, había recordado todas las cosas que le gustaban, la había llenado de regalos…todo había sido en vano. Ya no le quedaba nada más por hacer, si supiera que arrastrándose a sus pies como un perro iba a conseguir algo, lo haría sin dudarlo, pero la mirada fría e indiferente de Inés cuando lo miraba le decía a las claras que no quedaba nada en su corazón para él. Debía aceptarlo y darle a ella la oportunidad de ser feliz, aunque eso le costara la misma vida.

-   Inés, ¿cómo te encuentras?

-   Mejor, gracias –al responder apartó la vista. Siempre que estaba tan cerca de ella evitaba mirarlo a los ojos pues temía que Julián descubriera en ellos cosas que quería enterrar a toda costa.

-   He venido a hablar contigo.

-   Estoy cansada.

-   Será sólo un momento –apretando los puños a ambos lados de su cuerpo, continuó: - luego no te molestaré más.

Algo en el tono de voz de Julián hizo que Inés levantara la vista, pero él se hallaba de espaldas a ella, mirando por la ventana. Cuando empezó a hablar su voz sonó distante, vacía.

-   Inés, no voy a importunarte más. He aceptado que lo que una vez sentiste por mi ha muerto y…no puedo culparte por ello. Sólo quiero decirte que te eximo de tus responsabilidades como esposa, puedes…-Julián tragó saliva consciente de todas las implicaciones que sus palabras tenían – puedes irte a vivir con tu madre si  así lo deseas. Por supuesto te asignaré una renta que espero consideres generosa, para ti y para el niño….

-   ¡Ah! ¿Ya no dudas de que sea tuyo? – Inés no pudo evitar que la amargura le hiciera arrojarle esas palabras como un dardo envenenado.

Julián agachó la cabeza y se frotó la frente con los dedos.

-   Nunca lo he dudado…los celos y la desesperación me hicieron decir lo que no sentía.

Inés tuvo que morderse con fuerza los labios para evitar que los sollozos escaparan de su pecho. No por primera vez se preguntó cómo habían llegado a eso cuando había habido una época en la que habría jurado que su amor era indestructible.

-   Eso si Inés –continuó Julián, ajeno al torbellino de emociones que sus palabras habían provocado en ella-  lo único que te pido es que me dejes reconocer a ese niño -adivinando una protesta alzó la mano.- No pienses sólo en ti, piensa en él, en lo que significaría crecer como un bastardo.

Tras un breve momento de silencio Inés asintió.

-   Está bien.

Sin añadir nada más Julián salió mientras silenciosas lágrimas de dolor escapaban de los ojos de Inés. Ya he conseguido lo que quería…entonces, ¿por qué me siento como si acabasen de romperme el corazón en mil pedazos?”

Riquelme observó a los hombres que, sentados al otro lado de su escritorio, acababan de aportar interesante información sobre el sujeto que había atentado contra la señora marquesa.

-¿Está seguro de eso que me acaba de contar? –insistió el sargento.

-Sí, señor. El tal Mamertino era medio hermano de la señora Alfeiran –Julián asintió en silencio, dejando que el hombre continuara hablando- Como ya le he dicho, el personal de la casa de lo Alfeiran, conocían al rufián. Dicen que en los últimos tiempos visitaba a la señora con mucha frecuencia y tras cada visita el humor de la patrona, al parecer, se volvía más negro de lo habitual.

-¿Cree que estarían dispuestos a atestiguar en contra de su señora para corroborar esa información? –inquirió Riquelme no sin cierto recelo.

-Si es necesario, yo mismo hablaré con ellos –se ofreció Julián- me conocen desde hace años y no creo que vayan a poner inconveniente.

-Está bien –asintió el sargento Riquelme- dejo ese asunto en sus manos.

-¿Piensa notificarle a Hortensia el fallecimiento de su pariente? –quiso saber Julián.

-Sí, será interesante ver cómo reacciona. Últimamente, la señora Alfeiran, ya no se muestra tan “afectada” por la situación, al contrario –casi sintió ganas de sonreír- parece que todos los demonios del infierno se hayan apoderado de ella, y de su boca salen ciertos comentarios que lograrían hacer enrojecer al peor de los granujas.

Julián inspiró con fuerza al escuchar las palabras del oficial.

-Pensé que la conocía, pero…

-No se martirice marqués, es una mujer astuta y ha sabido mantener el engaño con maestría.

-Sí, sin duda es muy buena actriz –sentenció Julián, intentando no sentirse el hombre más ciego del mundo. Él que había considerado a esa mujer su mejor amiga, que había confiado en ella, había sido engañado como un colegial.

-Sargento –la voz que sonó a sus espaldas, sacó a Julián de sus cavilaciones.

-Sí –dijo Juan de Dios indicándole al hombre que hablara.

-Ahí fuera ahí un hombre que dice tener algo para usted y el marqués, señor.

El sargento frunció el ceño.

-Y si tiene algo que entregarnos al marqués y a mí, ¿por qué no ha entrado directamente?

-Lo ha visto llegar hace un rato y pensó en aprovechar el momento, pero parecía dudar. Nos pareció que tenía un aspecto sospechoso, paseaba sin descanso arriba y abajo, y no dejaba de lanzar nerviosas miradas hace el interior del edificio. Le preguntamos si tenía algún problema, y fue entonces cuando nos informó sobre el interés que tenía en entregarles, en mano, ese objeto.

-¿No ha dicho lo que es? –preguntó Julián extrañado.

-No, excelencia –respondió el militar.

-Está bien, hazlo pasar –ordenó su superior- ¿Tiene idea de lo que se puede tratar? –interrogó a Julián una vez volvieron a quedarse solos.

-No tengo ni la menor idea –se pasó la mano por el cabello.

Todo aquello estaba comenzando a pasarle factura, pensó notando la tensión en los músculos del cuello.

Cuando se había marchado esa mañana, Inés, que ya estaba bastante recuperada, estaba preparando sus cosas para regresar a casa de su madre. Desde el momento que él le había ofrecido la libertad, pidiendo a cambio el poder disfrutar de su hijo, no habían vuelto a hablar. En realidad no habían vuelto a verse.

Se moría de ganas de arrojarse a sus pies y suplicarle que no lo abandonara, que le diera otra oportunidad. Su vida sin ella ya no tenía sentido, tan solo la ilusión de saber que dentro de su vientre crecía una vida lo mantenía aún cuerdo. Pero ella ya le había dejado bien claro que ya no había vuelta atrás, para qué perder el tiempo entonces, pensó con abatimiento.

De nuevo, sus funestos pensamientos, fueron interrumpidos por la entrada del joven soldado y el hombre que lo acompañaba.

Julián lo observó sin dar muestra alguna de reconocerlo.

El hombre, se arrancó de la cabeza el raído gorro con el que se cubría y estrujándolo entre las manos de forma nerviosa miró a los presentes, hasta detener la mirada en el hombre que había reconocido, hacía unos momentos, como el marqués de Manrique.

-Me han dicho que tiene algo que entregarme –lo abordó Julián sin rodeos.

El hombre asintió –Sí –dijo a la vez que introducía la mano bajo el gabán y extraía lo que parecía una carta, aunque por su estado, arrugado y un tanto sucio, podría haber sido cualquier otra cosa- Es para usted –se la tendió sin vacilar.

-Para mí –repitió enarcando una ceja, intrigado- ¿Y de dónde procede la misiva, si se puede saber?- preguntó a la vez que estiraba la mano para alcanzar el sobre.

-Es de M.

La respuesta hizo que los tres hombres allí sentados intercambiaran miradas intrigadas.

-El me pidió que las guardara por si algo le llegaba a suceder- explicó sin que le preguntaran- el viejo sabía que la tenía cerca, por eso quiso que yo le prometiera que las entregaría si él desaparecía.

-¿Se supone que tiene otra carta similar para mí? –insistió el sargento.

Esta vez, el tabernero amigo de Mamertino, se limitó a asentir y extrajo la otra misiva que casi arrojó sobre el escritorio.

Casi al unísono, los dos hombres abrieron sus respectivas cartas y comenzaron a leer.

El semblante de Julián mudaba de color a medida que avanzaba en la lectura y la expresión del sargento Juan de Dios se tornaba cada vez más satisfecha.

-¡La tenemos! –exclamó sonriendo a la vez que golpeaba el papel con un gesto triunfal.

Algo inesperado
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