Capítulo 3

 

Inés rió al notar como Sansón con su aterciopelado hocico olisqueaba entre sus manos, sus bolsillos y la empujaba suavemente con la cabeza, buscando su recompensa.

-Eres un interesado, dándote mimos y ti solo te interesan los dulces.

Sansón no cesaba en su empeño pero no encontró lo que andaba buscando –Eres como un niño grande – hoy no llevo nada…

Apoyo su mejilla en el flanco y se abrazó al animal, sus latidos y su calor la reconfortaron.

 

Yo también quiero que me abraces- una voz profunda y sensual a sus espaldas hizo que se girara y recordara donde estaba y con quien estaba

Ya había anochecido, y en la penumbra el Marques apoyado en la entrada de la cuadra con los brazos y las piernas cruzadas la observaba. No podía distinguir sus rasgos, solo pudo ver el destello negro de sus ojos

Julián se acercó y ella retrocedió.

La luna iluminaba la cuadra y le descubrió a un hombre impresionantemente apuesto y peligroso. Los ojos estaban enmarcados por una mandíbula fuerte y cuadrada, labios generosos y bien definidos, nariz recta, tez morena y alto, muy alto, sus ojos la inmovilizaban, su pelo negro como la noche, estaba echado hacia atrás en un descuidado desorden.

Fue como si lo viese por primera vez.

 

Inés estaba hipnotizada, debía salir de allí,

Sansón se movió, Julián desvió la mirada al animal por un segundo y Inés aprovechó para pasar como un rayo por su lado, él ya no obstaculizaba la puerta, fue una ilusión, solo salir de la cuadra una mano de hierro, la aferró por el brazo la hizo girar contra la pared, flanqueando su huida con sus brazos apoyados uno a cada lado.

 

El miedo acudió a su cuerpo en el mismo instante que la fiera mirada de Julián se posó sobre ella. Le faltaba el aire y su pecho subía y bajaba de forma evidente, rozando al hacerlo el torso masculino.

Aquel mínimo roce enardeció los sentidos de Julián y no pudo evitar apoderarse de sus labios. Aquellos que llevaba deseando probar demasiado tiempo.

Fue un beso arrollador, que dejó a Inés sin aire.

Ginés la había besado en alguna ocasión, pero jamás con la intensidad, la fuerza y la dominación que lo estaba haciendo Julián.

Cuando por fin se recuperó, en parte, de la sorpresa inicial, golpeó el pecho de su esposo con los puños, tratando de alejarlo, pero él no parecía notarlo.

Pero sí lo hacía, por eso le asió las muñecas y las inmovilizó contra la pared a la altura de su cabeza.

Un gemido de desesperación escapó de la garganta de Inés, que no desistió en su intento de liberarse, retorciéndose contra él, empujándolo con las caderas en un vano esfuerzo por alejarlo de su cuerpo.

Pero su empeño tan solo logró enfurecer a Julián, que ansioso como estaba no acogió de muy buen grado el rechazo de su esposa, además de servirle de acicate a su deseo.

-Me perteneces -gruñó junto a su oído con la voz áspera y casi irreconocible- Y nada ni nadie podrá cambiar eso ya. Asimílalo.

Sentía el cuerpo tenso y dispuesto y los movimientos de Inés no hacían más que excitarlo, llevándolo hasta el límite de su autocontrol.

-Inés -susurró- No me rechaces.

¿Había sonado a súplica? No, el marqués de Manrique nunca suplicaba, pensó Inés.

-Dame lo que deseo -continuó a la vez que recorría la delicada piel del cuello femenino, hasta alcanzar la firme barbilla, que mordisqueó ligeramente, con suavidad, provocando un leve estremecimiento en la columna de Inés.

-No puedo -se le escapó con voz ahogada y temblorosa.

-¿Por qué? -insistió él sin dejar de recorrerla con los labios, con la lengua. Sin soltarle las manos y apretándose contra sus tentadoras curvas- Eres mi esposa.

Descendió hacia el tentador escote y dejó que su lengua jugueteara sobre el nacimiento de los senos, que apenas asomaban en la discreta abertura del vestido.

La humedad cálida de la lengua volvió a estremecerla y un gemido involuntario escapó de sus labios.

Sin dejar de prodigarle sus atenciones, una sonrisa de satisfacción asomó a los labios de Julián.

Después de todo su querida esposa no era tan inmune a él como quería demostrar o al menos no a sus caricias.

Liberó las manos de Inés y las suyas se encaminaron hacia las caderas, donde se posaron tan solo unos segundos, antes de comenzar a levantar la voluminosa falda del vestido.

Sintió la pequeña mano de Inés sobre su muñeca, tratando de detenerlo, ignoró el esfuerzo de la joven y sin demora buscó la unión entre sus piernas.

Se sentía ansioso por acariciarla, por sentirla rodeándolo. Mientras sus manos exploraban las zonas más intimas de Inés, su boca había vuelto al asalto, apoderándose de sus labios, robándole nuevamente el aire.

Se sentía mareada y confundida por las sensaciones que su cuerpo comenzaba a sentir ante las audaces caricias de Julián.

 

Pudo tomar una bocanada de aire cuando el marqués abandonó su boca para recorrer nuevamente su cuello.

En el momento que los dedos de Julián comenzaron a deslizarse sobre su intimidad, fue consciente de lo que estaba a punto de suceder y un gemido de pánico escapó de su boca.

-Julián -musitó sin fuerzas.

Él no parecía escucharla, continuando con su exploración y sus caricias.

-Aquí no, por favor -las palabras salieron acompañadas de un sollozo que sí logró captar la atención del marqués, que al instante pareció reaccionar, dándose cuenta de que había estado a punto de consumar su matrimonio en los establos.

Con un gruñido de frustración se separó ligeramente, dejando que las faldas volvieran a su sitio.

Durante unos segundos sus miradas se encontraron a través de la tenue luz que envolvía la cuadra, e Inés se estremeció ante la intensidad y la fuerza que sintió en la de su esposo.

-Vamos -ordenó tomándola de la mano y saliendo del establo.

Inés pensó que tan solo había logrado aplazar lo inevitable, pero al menos era algo.

A pesar de las sensaciones que había conseguido despertar en su cuerpo, ella no amaba a ese hombre y no tenía pensado entregarse voluntariamente a él. Aquel pequeño respiro le había devuelto la decisión y el coraje.

Él abrió la puerta de la alcoba y dejó paso a Inés, quien entró delante de él. La tensión de sus finos hombros, la rectitud de su cuello, indicaron a Julián que ella estaba muy tensa. ¿Sabría Inés lo que había de ocurrir aquella noche? ¿Habría hablado doña Margarita al respecto de lo que acaecía en la noche de bodas? Aunque algunas madres atemorizaban a sus hijas hablando de actos impúdicos y dolorosos. Julián deseaba que aquella noche fuera inolvidable para su joven esposa, la primera de muchas, pero temía que los nervios de ella no le permitieran disfrutar de la experiencia.

En cualquier caso, pensó infundiéndose ánimos, ella le había deseado en el establo. Inés se había deleitado con sus besos, con sus caricias. Y volvería a hacerlo.

Cerró la puerta con cuidado, y se acercó a ella, que estaba de espaldas, mirando la enorme cama con aprensión. Le colocó las manos sobre la nuca y presionó con suavidad, masajeándola.

- ¿Tienes miedo, Inés? –le susurró.

Ella se giró hacia él como un resorte, orgullosa.

- ¿De vos? Jamás.

Julián sonrió. Aquella era su Inés, una mujer valiente, con arrojo.

- Bien.

Eso fue lo único que dijo, pero Inés vio aprobación, regocijo incluso en el apuesto rostro de Julián. Sintió que los dedos de él le retiraban un mechón de su cara, y vio como su boca se acercaba a la de ella poco a poco. Se sintió hipnotizada, incapaz de resistirse. En el momento llegó el contacto, algo en ella se inflamó, arrancándola de sí misma y llevándola a un lugar desconocido del que nada sabía, pero en el que solo el placer estaba permitido. Sintió cómo él profundizaba el beso, acariciando la cavidad de su boca con la lengua, y respondió con la misma pasión, ajena al decoro que le habían inculcado. Corresponder al ardor de él con la misma fuerza era lo natural, la única opción posible. Tampoco protestó cuando posó las manos sobre sus senos, que ardieron ante la caricia y le pidieron en silencio mayor intimidad. Ayudó, incluso, cuando Julián le bajó el corpiño hasta la cintura, y se sintió liberada cuando oyó la tela de la camisola rasgarse, dejando al descubierto su piel desnuda. A partir de ese momento ella dejó de ser Inés Gonzaga, convirtiéndose en la esclava de las pasiones de Julián.

Julián sabía que debía ir despacio, pero la apasionada respuesta de Inés le estaba llevando indefectiblemente a la locura. La urgencia en las caricias de la joven, cuyas manos vagaban a placer por su torso, le estaban trastornando. Intentó contenerse, detenerse en sus senos y acariciarlos con la boca, pero la pequeña mano de ella se cerró sobre su erección, curiosa, y él ya no pudo resistirse. Le desabrochó el resto del vestido, y lo dejó caer al suelo sin miramientos, tirando de la camisola medio rota, que siguió el mismo camino. Ella se quedó desnuda, solo con las medias y los zapatos puestos, traspuesta de deseo. Antes de que la muchacha se diera cuenta de su precaria situación y reaccionara con pudor, la tomó en brazos, le dedicó un húmedo beso y la tendió sobre el colchón, le quitó lo poco que le quedaba puesto, colocándose él encima, cubriéndola con su poderoso y excitado cuerpo.

Inés apenas fue consciente de que la trasportaban a la cama, y de que la descalzaban y terminaban de desvestir. Estaba desnuda frente a Julián, un hombre al que no amaba y que despreciaba pro haberla obligado a casarse, un hombre que no era Ginés, pero a pesar de que su mente supiera todo eso, su cuerpo, ajeno a cualquier razonamiento, se dejaba amar por las caricias, por los besos de su esposo. Sintió como él se alejaba por un momento, y su ausencia le arrancó un sollozo. Abrió los ojos y le miró, suplicante. Solo el hecho de que él se estuviera desnudando también la consoló. Pudo ver su torso, duro como el granito, sus musculosas piernas, y la clara evidencia de su deseo. La temperatura de la habitación subió dos grados, y el joven cuerpo de ella, cimbreante, comenzó a removerse, inquieto, pidiendo más, sin saber exactamente qué necesitaba.

Julián se dedicó con fruición y disciplina a prepararla para él. Le acarició los senos, la cintura, y siguió bajando hasta su femenino centro, sintiéndola húmeda, insistiendo hasta llevarla al borde del éxtasis, hasta que ella le suplicó en un sollozo que calmara sus ansias. Sólo entonces se permitió llegar un poco más lejos, y con infinita suavidad, haciendo gala de toda su fuerza de voluntad, la penetró cuidadoso de causarle el menor dolor posible.

Ella sintió una punzada de dolor en su interior y trató de separarse, pero las manos de él le aferraron las caderas como tenazas de hierro, impidiéndole apartarse, dejando que su suave cuerpo se relajara unido al cuerpo de él. Cuando Julián comenzó a balancearse dentro de ella, Inés se maravilló con las sensaciones nuevas que le abrumaban, y casi sin querer buscó acomodarse al mismo ritmo, buscando liberar inconscientemente el volcán que parecía rugir dentro de ella.

A petición de sus movimientos, Julián aceleró sus embestidas, hasta que la sintió. Notó como el cuerpo de ella se tensaba, escuchó su gemido de liberación, sintió como se desplomaba sobre el colchón, inerte, y justo entonces se dejó ir él, gritando también cuando el éxtasis más increíble que nunca hubiera experimentado, lo traspasó.

Exhausto y sin sentido, se dejó caer al lado de ella, sabiendo que ninguna fuerza, divina o humana, lograría separarle ya de su amada esposa.

No después de aquella noche.

A la mañana siguiente a Inés le costó abrir los ojos. Se sentía lánguida y extrañamente cansada. Poco a poco a su mente comenzaron a acudir las apasionadas escenas de la noche anterior y sintiéndose despierta de golpe se incorporó en la cama. Con alivio observó que Julián no estaba junto a ella pero unas manchas rosadas en las sábanas daban buena fe de lo que allí había sucedido durante la noche.

A su pesar, Inés no pudo evitar ruborizarse recordando las imágenes de lo ocurrido y una vergüenza, espesa y ardiente, se fue infiltrando en sus venas.

Se había jurado a si misma que no cedería ante la arrogancia de Julián, que no aceptaría sumisamente ese matrimonio impuesto, que nunca abandonaría la esperanza de poder estar con Ginés, su verdadero amor; y había bastado una mirada ardiente de su esposo, unas pocas caricias y ella se había derretido como cera caliente. No podía explicarse a sí misma lo sucedido, no lograba entender la claudicación de su cuerpo y la única justificación que le venía a la mente era el cansancio que sentía y el horrible trauma de verse casada en contra de su voluntad unidos a su inexperiencia. Así, su esposo –el nombre se le atragantaba- había conseguido anular por completo su fuerza de voluntad con malas artes, aprendidas sin duda alguna en los burdeles o con sus múltiples amantes, si tenía que hacer caso a las malas lenguas.

¡Ah! Pero Julián se equivocaba si pensaba que ella sería una más. Había ganado una batalla pero la victoria final le pertenecería a ella. Si esperaba encontrar a una mujer sumisa y rendida a sus encantos se iba a llevar una gran desilusión; lo ocurrido la noche anterior no volvería a repetirse. Ahora Inés estaría preparada y no se dejaría mancillar nunca más por un esposo al que detestaba; si Julián insistía en ejercer sus derechos maritales encontraría una mujer fría y reticente en el lecho. Y al pensar esto volvió a su mente la entrega apasionada de su cuero y con horror notó como una punzada de deseo licuaba sus entrañas. Horrorizada luchó por combatirla hasta que finalmente en su corazón sólo quedó el recuerdo de la humillación de verse unida a un hombre al que detestaba.

Reforzada en su decisión, Inés llamó a la doncella para que le preparara el baño, deseosa de borrar de su cuerpo las huellas de lo que su esposo le había hecho la noche anterior.

Algo inesperado
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