Capítulo 23
Tan solo habían pasado cuatro días tras el funeral de su hermano, pero había estado tan ocupado que realmente parecía que ya hubiera pasado mucho más tiempo. Por unos instantes se dejó llevar por la nostalgia y la pena, pero no tardó en recordar cuál era su propósito esa mañana y una sonrisa se dibujó en su rostro.
-Está preparada la calesa, Domingo –preguntó al llegar al recibidor.
-Sí, excelencia. Todo está dispuesto –respondió el mayordomo con expresión esperanzada, mientras le tendía a Julián el sombrero, los guantes y un hermoso ramo de flores.
-Gracias, Domingo –dijo al tomar las flores en sus manos.
-Suerte, señor –se atrevió a decir el hombre antes de que Julián abandonara la casa.
-Me temo que la voy a necesitar –dijo con tono pesaroso, pero sin perder la expresión risueña y animada.
Domingo lo vio alejarse en la calesa, impecablemente vestido, como era habitual en él y con parte de su aplomo recuperado. Esperaba, por el bien de la pareja, que las cosas se solucionaran, o ninguno de ellos lograría ser feliz, estaba seguro, pensó mientras regresaba al interior de la casa.
Inés había pasado mejor noche, gracias a la infusión de melisa y azahar que le había obligado a tomar su madre, y esa mañana su semblante había recuperado el color y sus ojeras ya no eran tan pronunciadas.
Sentadas en el saloncito azul, su lugar favorito de la casa por la tranquilidad que se respiraba en la estancia, probablemente por los suaves tonos con que estaba decorado, entre los que predominaba, evidentemente, un azul muy suave a agradable, se entregaban a la tarea de confeccionar pequeñas prendas de ropita para el bebé que estaba en camino.
Tanto ella como su madre se sorprendieron al sentir que alguien llamaba con fuerza a la puerta de la casa. Se miraron intrigadas, no era hora de visitas y no tenían la menor sospecha de quién podía tratarse.
Pronto salieron de dudas al ver a Julián ante la puerta, con un fastuoso ramo de flores que parecía portar a modo de escudo.
Inés dejó caer al suelo su labor al ponerse abruptamente en pie.
-¿Qué haces aquí? –espetó sin miramientos.
Doña Margarita contuvo el aliento a la espera de la respuesta del marqués, que parecía bastante más relajado de lo que hubiera estado en los últimos tiempos.
-Buenos días –dijo ignorando la pregunta de la muchacha- Sé que te gustan las flores y pensé que te agradaría… -sin terminar la frase se lo tendió.
Había visto en lo que las dos mujeres estaban trabajando y acercándose unos pasos más a Inés añadió:
-Ten, no quiero entreteneros. Tan solo quería entregarte las flores –le dedicó una de sus encantadoras sonrisas.
Inés, dudó unos segundos. Finalmente, con cara de pocos amigos, aceptó el ramo que le tendía.
Al hacerlo sus manos se rozaron y el leve contacto, unido a la arrebatadora sonrisa de su esposo, la hizo estremecer de pies a cabeza.
-Gracias, son muy bonitas –masculló de la forma más fría que fue capaz.
-Me alegro de que te gusten. Ahora me voy, que tengan un buen día.
Sin más se dio la vuelta y salió del saloncito, dejando tras de sí a las dos mujeres que se miraban anonadadas.
El sargento Juan De Dios Riquelme miraba a Hortensia Alfeirán con el ceño fruncido. La mujer lo desconcertaba profundamente ya que aunque estaba casi seguro de su culpabilidad en los cargos de los que la acusaban, sobre todo el referido al secuestro de doña Inés, no comprendía la actitud fría y casi despectiva que mostraba ante unas acusaciones de tanta gravedad.
- Bueno sargento –y esa palabra en su boca sonó como un insulto- ¿Puedo marcharme ya a casa?
- Aún me gustaría hacerle algunas preguntas –en realidad había dado vueltas a su versión más veces de las que recordaba pero quería ganar tiempo, pues esperaba una visita que tal vez pudiese aclarar si no todas, al menos algunas de las acusaciones que pesaban sobre ella. Sin la posibilidad de contar con el testimonio de Ginés de Manrique, eran su palabra contra la de doña Inés pues no había más testigos, y la sospecha de infidelidades y celos hacía que ninguna de las dos versiones pudiese ser totalmente tomada en cuenta. – Ha dicho usted que la última vez que vio a Inés, exceptuando el entierro del señor Ginés, fue hace un mes y medio cuando la perdió de vista mientras hacían unas compras…
Hortensia se limitó a asentir mientras examinaba sus uñas con aire aburrido. Le estaba costando mucho mantener una apariencia de serenidad cuando por dentro se sentía a punto de estallar de rabia y frustración pues sabía que ese estúpido sargento sospechaba de ella y aún existía un peligro que no había podido atajar: Mamertino.
- Bien, ¿podría volver a explicarme detalladamente qué ocurrió ese día?
En ese momento un guardián interrumpió la airada protesta que Hortensia había comenzado a exclamar.
- Disculpe sargento, un caballero pregunta por usted.
El sargento Juan de Dios sintió cómo el alivio le inundaba. Se le acababan los recursos para retener a la señora Alfeirán y deseaba más que nada que el careo entre el caballero que suponía que acababa de llegar y la mujer que tenía frente a él, aclarase definitivamente todo ese asunto.
- Hágalo pasar García.
Unos instantes después Ricardo Alfeirán entraba en la pequeña sala. A pesar de toda la sangre fría de la que había hecho gala hasta el momento, Hortensia no pudo evitar un breve jadeo de estupor.
- ¡¿Tú?!
- Si Hortensia, yo… ¿qué creías? ¿qué iba a dejar que escaparas impunemente tras asesinar a mi hermano a sangre fría?
Hortensia volvió los ojos desorbitados hacia donde el sargento los observaba con atención.
- No le haga caso, sargento Riquelme. Siempre me ha odiado…no pudo soportar que yo lo rechazara cuando intentó propasarse conmigo…
- ¡Vamos Hortensia! ¡No seas ridícula! Nadie que me conozca mínimamente va a tragarse esa patraña y el sargento puede comprobarlo con bastante facilidad.
Juan de Dios carraspeó algo incómodo. Estaba al tanto de los rumores que corrían respecto a los gustos sexuales del señor Alfeirán.
- Además –continuó diciendo Ricardo Alfeirán- no tendrá que creer sólo en mi palabra –alzando ligeramente la voz exclamó: - ¡Señorita Cifuentes! ¡Pase por favor!
Una joven de aspecto humilde y mirada claramente asustada entró en la sala caminando con vacilación. Al descubrir la presencia de Hortensia volvió sus ojos aterrorizados hacia el señor Alfeirán pero éste la tranquilizó diciendo:
- No se preocupe, ya he hablado con el sargento y ha prometido clemencia si confiesa usted toda la verdad.
En ese momento el sargento Riquelme tomó la palabra:
- Señorita Cifuentes, ¿es cierto que usted trabajó como doncella de los Alfeirán poco después de que la señora Hortensia contrajera matrimonio con el señor?
- Si señor.
- ¿Confirma usted que acudió un par de veces al boticario para comprar arsénico por orden de la señora Alfeirán?
- Sí señor.
- Era para las ratas –Hortensia trataba de conseguir que esa mosquita muerta la mirase a los ojos. Sabía que podría intimidarla si la mirase aunque fuese una vez, pero la muy estúpida mantenía la cabeza baja, como si hubiese algo en el suelo tan interesante que no mereciera la pena apartar la mirada de allí.
- Por favor señora Alfeirán, no interrumpa el interrogatorio.
- ¿Cómo que no interrumpa? –la calma de la que había hecho gala hasta entonces comenzaba a resquebrajarse. Por un loco instante deseó tener un arma y dispararles a todos. - ¡Me están haciendo perder un tiempo valiosísimo! Ese arsénico era para las ratas, ¿o acaso vale más la palabra de esta muerta de hambre que la mía?
La señorita Cifuentes se encogió perceptiblemente, claramente intimidada por el arrebato de furia de la señora Hortensia.
- No tema Paquita – intervino Ricardo Alfeirán. – Cuente lo que sabe, nadie le hará daño.
La joven tragó saliva y a continuación, con rapidez y decisión inusitadas, comenzó a hablar sin detenerse, temiendo que el valor la abandonara de un momento a otro.
- Una tarde vi cómo la señora Alfeirán echaba un poco de arsénico en la sopa del señor Alfeirán…entonces fue cuando decidí escapar. Sabía que si ella averiguaba lo que yo había visto me mataría. A…a veces me golpeaba con mucha fuerza y yo tenía demasiado miedo – enterrando el rostro entre las manos rompió a llorar. - ¡Lo siento! ¡Fui una cobarde y ahora el señor Alfeirán está muerto!
En ese momento un alarido que no parecía humano los sobresaltó a todos. Hortensia se había puesto en pie y se abalanzaba con las manos como garras hacia la señorita Cifuentes.
- ¡¡Maldita seas!! ¡¡Sabía que debí matarte!!
- ¡¡García!! – el sargento Riquelme sujetaba a Hortensia que hacía gala de una fuerza sorprendente intentando desasirse mientras Paquita corría a refugiarse tras Ricardo Alfeirán. - ¡¡Rápido!! ¡¡Ponga las esposas a la señora Alfeirán!!
Marmetino soltó una carcajada falta de humor y arrojó la misiva sobre el escritorio. Hortensia apresada.
Clavó la mirada con intensidad sobre el papel y como si no pudiera creer lo que había leído, volvió a repasar la nota. Maldijo con ferocidad. ¡Joder! Ahora que estaba tan cerca de conseguir lo que quería… Hortensia ya estaba en la palma de su mano. Maldita la marquesa de Manrique una y cien veces ¿Por qué había vuelto aparecer la mosquita muerta?
Nervioso se paseó por el cuarto. Lo más sensato sería recoger sus pocas pertenencias y los objetos de valor de su hermana. Podría iniciar una nueva vida en otro lugar, había oído comentar sobre los nuevos embarques que llegaban a Barcelona. Desaparecer una temporada de España no era mal idea. Sin embargo era tal la furia que sentía que antes necesitaba desquitarse con alguien, y lo haría con la estúpida marquesita.
Abrió la puerta con fuerza y sacó la cabeza al largo corredor de paredes amarillentas. La pintura se hallaba resquebrajada en varios tramos y la humedad era visible en forma de manchas oscuras. La tasca se estaba cayendo a pedazos pero era un lugar seguro donde Marmetino contaba con amigos de confianza.
-¡Lucia sube una botella de aguardiente! – gritó. Sin esperar respuesta regresó a su cuarto. Estaba nervioso. ¿Y si Tesi le delataba? Dudaba en que lo hiciera pues de ese modo tendría que admitir públicamente que eran parientes pero por otro lado, si acosaban demasiado a su hermana y se asustaba, podía ponerse a cantar como una cotorra.
Volvía otra vez hacía la puerta cuando esta se abrió y una joven espigada se le acercó con la botella que le había pedido.
-Ya iba a bajar a buscarte – la gruñó.
-No he tardado mucho amorcito. ¿Quieres que me quede contigo?
Marmetino la miró obscenamente. Esa muchachita era una autentica fiera del sexo. Agitó la botella ante ella y se la llevó a la boca. El líquido cayó por las comisuras de sus labios mojando la pechera de la camisa.
-Quédate un poco – la enlazó la cintura con la mano libre y la apretó contra su pecho. Olió el perfume barato que la moza utilizaba y sintió como la excitación crecía en él.
-¿y quién es? – preguntó Inés descendiendo los últimos peldaños de la escalera.
-Solo es un muchacho. Dice que trae un mensaje del señor Riquelme.
Inés se extrañó. ¿Desde cuándo los oficiales enviaban a un jovenzuelo para dar avisos? Y sin embargo el muchacho estaba ante la puerta esperándola.
-Aquí está la señora, di ahora lo que quieres – dijo el mayordomo anteponiéndose a su patrona.
-No te preocupes. Yo me haré cargo – Inés apartó al hombre y miró al muchacho con una bonita sonrisa - ¿y bien? ¿Qué es eso tan importante que debes decirme?
-Si señorita, se trata del sargento. Dice que tiene que ir a la cabaña donde… donde ese hombre la tenía escondida.
-¿Por qué?
-No lo sé, señorita, pero me dijo que la acompañara porque quieren ver algo allí.
Inés apretó los labios con fuerza. Tal vez el sargento Juan de Dios quería que le explicara todo otra vez pero en el sitio. Un poco extraño ya que había repetido lo mismo al menos veinte veces.
-¿pero tiene que ser ahora?
-Sí, señorita.
Inés alzó los ojos hacía su mayordomo.
-¿podrías avisar a mi madre cuando regrese?
-Creo que no debería ir señora. – el hombre se volvió hacía el niño – dile al sargento…
-Voy a ir – dijo Inés decidida – cuanto antes se solucione todo mejor, y si con eso ayudo a esclarecer las cosas lo haré. No te preocupes, voy a estar bien, ya no puede pasarme nada.
-Pero señora…
-tráeme la capa por favor. – secretamente esperaba que Julián también acudiera. No quería nada de él, pero por ello no podía evitar desear verlo. Sus ojos volaron hasta el ramo de flores que lucía sobre la mesita y sonrió.
Mamertino había planeado todo, y esa era la única oportunidad que tenía de quitarse a la estúpida marquesa de su camino. Con ella fuera, sus problemas se reducirían. Confiaba en que la marquesa fuera sola pues había dado instrucciones precisas de vigilar la casa al mocoso que había mandado. Nada podía fallar ya.
Unos cascos se escucharon a lo lejos, lo que puso en aviso a Mamertino, escondiéndose como la vil rata que era, detrás de un muro dentro de la cabaña que tenía fácil vista a la ventana desde dentro pero sin ser visto desde fuera.
Inés descendió del carruaje y le sorprendió ver que parecía no haber nadie dentro, cosa que la extrañó. Esa cabaña le traía amargos recuerdos de todo lo vivido desde que Ginés la secuestrara. Y tenía una vaga sensación que le molestaba y le decía que algo no iba bien. ¿Si el sargento estuviera ahí dentro no ya hubiera salido a recibirla? Tal vez no había sido una muy buena idea ir sola. Pero cuando recibió el mensaje le pareció lo más normal. Sin embargo no había ni un solo caballo que atestiguara que podrían estar esperándola, lo mejor sería dar media vuelta y esperar a que el sargento la mandara a llamar. Con esa determinación se giró y echó andar de nuevo al carruaje.
Lo cual enfureció más a Mamertino. Eso no estaba dentro de sus planes. ¡La muy desgraciada pensaba irse! ¡Tenía que actuar y rápido! Sin perder más tiempo y sin medir ya las consecuencias, salió de su escondite y alcanzó la puerta cuando la marquesa alcanzaba el carruaje.
Primero le disparó al cochero, para asegurarse que aquella arpía no podría huir.
Inés al escuchar el disparo se sobresaltó y miró primero a su cochero que estaba muerto y después se giró para ver quién era su atacante. Ese hombre le sonaba vagamente, lo había visto antes. ¡Claro! Era el hombre que estaba asociado con Don Rogelio, cuando fue secuestrada por primera vez. Su mente era un caos pero su mano se aferraba fuertemente a una pistolita que llevaba escondida en un bolso secreto dentro de su falda. Se había hecho con ella desde que lograra escapar de Ginés. Aunque no solía tener buena puntería y mucho menos había practicado con ella la llevaba para sentirse más segura y no porque deseara utilizarla.
-Señora Marquesa es un gusto volver a verla, pensé por un momento que no pasaría a visitarme. Pero a la mejor me he equivocado, ¿no es cierto?- el sarcasmo en la voz del tipo era obvio, sin embargo no le importó. Mientras pudiera idear un plan rápidamente.
-A mi no me da gusto volver a verlo, y mucho menos se ha equivocado pensaba irme sin siquiera entrar. ¿Qué quiere? ¿Por qué no me deja en paz? ¿Qué le he hecho?
-Tantas preguntas y no sé si merezcan la pena contestarlas, pero ya que son sus últimos minutos de vida tal vez pueda complacerla. Veamos ¿qué me ha hecho? Nada simplemente quiero matarla. Vengarme por todos los problemas que nos ha ocasionado. ¿Por qué no la dejo en paz? No se angustie cuando le meta la bala entre ceja y ceja la habré dejado tan en paz como usted desea.
Mientras ese hombre respondía a las preguntas Inés había sacado de a poco la pistola y ahora la tenía a un costado de sus faldas a la espera. Sabía que solo la suerte podría socorrerla pues tenía una considerable desventaja, frente a él. Sin embargo lucharía.
-Muy bien creo que ya he respondido a su última voluntad, así que despídase de este mundo.
Nunca sabría como ocurrió pero, mientras el disparaba Inés se movió a un lado y disparó de igual modo. Dejando por un momento en total silencio el lugar. Hasta lo pájaros se habían callado, a la espera. Sin embargo de poco sirvió el moverse pues la bala la había alcanzado en el costado derecho, pero ella también había acertado pues el hombre se encontraba tirado en el suelo, sin moverse.
Inés miró al hombre tendido en el suelo, al tiempo que la pistola resbalaba de su mano. Comenzaba a sentir el calor de la sangre que manchaba su ropa. Lentamente, las fuerzas iban abandonando su cuerpo, hasta que finalmente cayó desmayada en la hierba. Su mundo se había oscurecido.
Julián había salido a dar un paseo, quería verla, sentir a Inés cerca de él. Pero sabía que luego del encuentro en el cementerio debería ir con cuidado. La cuidaría, la compensaría por todo el daño causado. Haría que el amor que ella había sentido por él naciera con más fuerza. Sólo cuando Inés le dijera sinceramente que no lo amaba dejaría de intentarlo. No supo qué fue lo que lo llevó a ese lugar, a esa cabaña. Pero sus pensamientos eran vagos, y cuando volvió a la realidad se encontraba cerca de allí, donde se había comportado como un estúpido y comenzado él mismo su martirio.
De repente, los sonidos de disparos cortaron la quietud del bosque. Espoleó a su caballo para acercarse, quizás alguien necesitara ayuda.
Vio el carruaje y su corazón se paralizó.
- ¡Inés!- pensó. Desmontó como un rayo y rodeó el vehículo mientras su rostro se perlaba de un sudor frío. La vio tendida sobre la hierba, con la capa manchada de sangre. – No, por favor…- rogó.
Se arrodilló junto a ella y con cuidado la tomó en sus brazos para ver dónde estaba la herida. Se sacó su chaleco y lo presionó contra el balazo para detener la hemorragia.
- Inés, escúchame, por favor, regresa preciosa.- Sin darse cuenta las lágrimas brotaban de sus ojos sin que pudiera contenerlas. El temor lo había dominado y, si algo llegaba a sucederle, no habría persona en el cielo ni en la tierra que pudiera ocultar al culpable, cumpliría una venganza implacable.
Inés entreabrió los ojos y lo vio junto a ella. –Mi amor, viniste…- Le regaló una tenue sonrisa antes de desmayarse nuevamente.
Julián la levantó con cuidado entre sus brazos y la sentó suavemente en la montura. Luego subió rápidamente detrás de ella apoyando el cuerpo de la joven en el suyo, mientras espoleaba al caballo para que corriera a toda velocidad. Cabalgó frenéticamente, hasta llegar a su propiedad.
Domingo vio entrar al Marqués con una mujer en brazos.- Rápido Domingo, manda llamar al médico.- le dijo Julián mientras subía las escaleras corriendo.
El mayordomo salió presuroso al percatarse que se trataba de su Señora.
Las horas transcurrieron con lentitud y los últimos rayos de sol dejaron paso a la plateada esfera que con timidez asomaba entre las colinas castellanas.
La residencia del marqués de Manrique se convirtió en un hervidero de gente corriendo de un lado a otro ante las atronadores órdenes de Julián. Mismos hombres del marquesado regresaron al lugar de los hechos para recoger al cochero que había quedado tendido entre unos altos arbustos. Para sorpresa de quienes fueron a retirarle encontraron al tipo que había pretendido hacer daño a la marquesa. El sujeto sin vida yacía grotescamente sobre el camino. El sargento Juan de Dios se encargó de la investigación maldiciendo el mismo día que se le había ocurrido pedir el traslado a Segovia. Desde el momento que había llegado, o desde el primer minuto que recogió a la señora Gonzaga y la socorrió, no había parado de recibir notificaciones, Ginés Manrique, Hortensia Alfeiran y… Ahora solo faltaba descubrir la identidad del pobre desalmado que había conseguido que la Marquesa se acercara hasta aquella cabaña.
El doctor se hallaba con la accidentada en el dormitorio principal mientras el resto del personal esperaba impaciente.
Doña Margarita acudió con prisas a la casa de Julián nada más ser informada de lo ocurrido. La tensión y los nervios se masticaban en el gran salón de los Manrique donde tan solo el reloj de torre con su monótono tic tac rompía el silencio.
Julián trataba de guardar las formas disimulando los incontrolables nervios que se agarraron a su estómago sin compasión. Ni siquiera se había dado cuenta que era incapaz de respirar con normalidad, como si guardara el aliento hasta que no viera al doctor y le confirmase que su esposa estaba bien. Él mismo había estudiado el costado de Inés, parecía un raspón poco profundo pero la joven había perdido la consciencia y eso lo había vuelto vulnerable.
Daba cortos pasos bajo el arco de la puerta abierta y de vez en cuando se apartaba tan solo para dejar salir o entrar al personal. Doña Margarita había mandado traer al párroco de la ciudad, pero en cuanto el hombre había venido, Julián le había colocado en su vehículo y lo había enviado de vuelta. Allí no se iba a morir nadie y no necesitaba su presencia.
Cuando el doctor descendió las escaleras seguido de Domingo, Julián le abordó en primera instancia. Doña Margarita retorciéndose las manos le había seguido.
-Es una herida superficial y no ha tocado ningún órgano importante. Sería recomendable no moverla de la cama en unos días para que la lesión se cierre por completo.
-¿ha recuperado el sentido? – insistió Julián deseoso de subir a verla.
-Así es – asintió el hombre aferrando su maletín con fuerza – La señora Gonzaga quiere ver a Doña Margarita – clavó sus ojos cansado en el marqués, incomodo – Ha pedido expresamente la compañía de su madre y creo… por el bien de su excelencia, que usted no debería verla todavía. Está muy nerviosa por lo ocurrido. Ha sufrido un tremendo impacto por todo lo pasado y necesita mucha tranquilidad para ella y el bebé.
Julián se mordió los labios, ofuscado. Estaba ansioso por hablar con ella, por consolarla en su angustia. Reacio y poco dispuesto a cumplir las órdenes del doctor no quiso seguir escuchándolo. ¿Qué podría pasar si subía? ¿Qué Inés le ignorara? ¿Qué otra vez le rechazara? Se encontraba en el mismo punto de partida. ¿Sería posible conseguir el perdón de la mujer que amaba? Apenas subió los dos primeros escalones cuando Doña Margarita le tomó de un brazo con suavidad, sin siquiera ejercer presión ninguna.
-Por favor Julián, deje que hable con mi hija. Me necesita.
Aquellas palabras acabaron por destrozarle. Inés ya no dependía de él y aunque la idea no cuajaba en su mente, tuvo que respetar sus deseos. Se apartó de la escalera para que su suegra siguiera ascendiendo y él se sentó pesadamente en uno de los escalones hundiendo el rostro entre sus manos.