Epílogo
Joana se acercaba a su primer otoño en la choza de Mag Hobson. Era octubre y el tiempo seguía templado, aunque debía reconocer, de mala gana, que el verano se había acabado. El sol del mediodía ya no calentaba tanto, las hojas empezaban a cambiar de color y, en algunos casos, a caerse, y en una o dos ocasiones estuvo tentada de encender el fuego de la chimenea para calentarse de noche.
Desde que en febrero había abandonado la abadía de Hawkenlye, y a la querida persona que allí se había quedado, pasaba casi todo el tiempo en la choza del claro. Iba de vez en cuando a la casa solariega, para comprobar que todo estuviese en su sitio y las puertas y el portal bien cerrados. Pero la casa estaba demasiado llena de la presencia de personas a las que había amado y perdido. Ninian. Mag. Y Josse. Prefería, con mucho, residir en la choza.
No hizo falta limpiarla u ordenarla, pues Mag la había atendido bien. Sin embargo, impulsada por el anhelo de añadir a la reducida vivienda y su entorno parte de su propia personalidad, Joana se llevó de la casa unos cuantos objetos bien escogidos, cada uno de los cuales revestía cierta importancia.
Llevó el cesto que Ninian había confeccionado con ramas de sauce, guiado por Mag, así como el caballito de juguete, durante largo tiempo poco usado, en cuya cara ella misma había pintado los rasgos de Ninian. Le consolaba tener en el rincón un objeto que irradiaba la presencia de su hijo.
Llevó igualmente las pieles y alfombras que yacían frente a la chimenea y sobre las cuales ella y Josse habían hecho el amor por primera vez. Si hundía la cara en ellas y respiraba hondo, era capaz de conjurar la presencia de Josse, lo cual también la consolaba.
No necesitó llevar ropa, pues lucía siempre las mismas prendas; las lavaba cuando hacía falta y, mientras se secaban al fuego, se quedaba desnuda, para que su tierna piel se acostumbrara al aire, la lluvia, el sol, la escarcha y la nieve. Poseía sólo un holgado vestido de lino, una capa con capucha, una toca blanca y un velo oscuro de tamaño generoso. Por lo general vestía su larga bata de lana, en cuyo cinturón solía llevar la daga de mango negro.
Lora le había enseñado a purificarla.
—No ha menester purificarla por haber matado a Denys —protestó Joana—, pues no fue un pecado.
—¡No, no, moza! —exclamó Lora, riñéndola y riendo a la vez—. Yo diría que fue más un acto de caridad para el mundo. Como sacrificar a un cordero contrahecho. Pero lleva la mancha de su sangre y por eso has de limpiarla. ¿Entiendes? Es un objeto preciado tu daga. Has de cuidarlo.
Celebraron la ceremonia juntando la mano derecha de ambas en el mango del arma y la sostuvieron sobre la llama de una pequeña hoguera especialmente hecha en el fondo del bosque. Joana se quemó los dedos y Lora le dijo que formaba parte de la limpieza.
La choza ya poseía cortinas en las diminutas ventanas y la puerta. Mag era mucho más resistente que Joana, y, aunque esta última se esforzaba con ahínco en fortalecerse, le molestaban mucho las corrientes de aire que silbaban y gemían al penetrar por diversas rendijas y grietas. Experimentaba asimismo la necesidad de asearse, un residuo de su antigua vida y, aunque Mag se contentaba con el agua fría del arroyo que discurría cerca de allí, Joana prefería calentarla y lavarse en el interior de la vivienda.
Lora se reía a mandíbula batiente cuando la veía pasar por lo que ella llamaba «tanto alboroto», para cargar y calentar el agua cuando había un arroyo perfecto a menos de veinte pasos.
No obstante, Joana era consciente de que Lora, la más sabia de las maestras, equivalente a la propia Mag, entendía muy bien lo difícil que le resultaba su nueva vida. Y con cuánto afán intentaba adaptarse a ella. Con su actitud, Lora parecía proclamar que daba igual, si calentar agua y asearse en el interior le suponía una ayuda.
Ahora, sentada fuera de la choza, Joana contemplaba la luz solar desvanecerse en el claro y meditó sobre lo que había aprendido en los últimos siete meses.
«Puedo cuidar de mí misma —pensó, maravillada—. O casi. En mi pequeña parcela junto al herbario crecen verduras. Sé qué plantas puedo comer sin peligro y empiezo, apenas empiezo, a entender sus usos medicinales. Tengo pollos y sé cómo ponerles trampas a los conejos y cómo coger truchas con las manos. Sólo cuando he menester, pues Lora me ha enseñado que se han de respetar todos los seres vivos, y que sólo se le quita la vida a otra criatura cuando es estrictamente necesario».
Pero Lora también había dicho que no era bueno vacilar, cuando otros factores indicaban una auténtica necesidad de carne de otra criatura.
Se estiró y se puso la mano sobre el vientre. «Estoy bien. Gracias a Lora, creo que he encontrado el equilibrio».
Lora le había enseñado muchas cosas, aparte de cómo atender a sus necesidades físicas. En ocasiones, cuando evocaba los meses de intensiva enseñanza, a Joana le daba vueltas la cabeza por toda la información que iba adquiriendo. Algunos de los secretos que le había revelado le habían quitado, literalmente, el aliento. Nunca había soñado siquiera con que existieran semejantes cosas.
Y, para deleite de Joana, la había declarado una alumna idónea.
—Sigue así, moza mía, y te llevaré al Gran Festival de Imbolc, o sea, a primeros de febrero —había dicho recientemente—. Estarás preparada para Samain, el último día de octubre, me figuro, pero viéndote me imagino que tú y yo tendremos otras cosas en la mente. Sí, yo diría que la noche de Samain.
Y se marchó, como siempre, sin despedirse ni indicarle cuándo volvería. Pero siempre regresaba, y eso era lo importante.
—Para Imbolc —murmuró Joana—. El Gran Festival.
Qué idea tan emocionante. Imbolc se celebraría en febrero y todos se reunirían para celebrar el principio del principio de la vida del nuevo año, muy profundamente, bajo tierra. Según Lora, cantarían alabanzas porque las ovejas empezarían a dar leche, se deleitarían con la evidente hinchazón de las ubres que indicaban que portaban una nueva vida. Harían una enorme hoguera y prepararían pequeños ramilletes con las primeras flores: campanillas de invierno y azafrán, para ponérselos entre los cabellos. Era bueno acicalarse para celebrar el regreso de la diosa.
Y para Joana lo más importante era que en Imbolc conocería a las demás.
Tenía muchas ganas de conocerlas, aunque la idea la angustiaba.
—No te preocupes —le dijo Lora—. Es normal que te pongas nerviosa, así debe ser, ya que te presentaré a las grandes y buenas de nuestro mundo. Pero no te darán la espalda. Te lo prometo. Llegarás a ellas con el corazón sincero y pureza de intenciones; además, eras la moza especial de Mag y honran el recuerdo de Mag. Ahora que eres mi alumna, hablaré en tu favor.
Era como para marearse. A veces, la expectación por el festival acechaba en sus sueños.
«Qué suerte —pensó— que faltan cuatro meses. Y antes viene Samain. Cuando, como dice Lora, tendremos otras cosas en mente…».
Volvió a acariciarse el vientre y pronunció la oración ritual que había recitado varias veces al día, tanto en silencio como en voz alta, desde que Lora se la había enseñado. Lora entendía por qué se sentía tan desesperada, lo había entendido y, como solía hacer cuando apoyaba un deseo, le ofreció de inmediato su ayuda.
Al acabar la plegaria, Joana pensó en Ninian. Era normal: una idea lleva a la otra. Se levantó, cogió el cuenco oscuro que usaba como bola de cristal, lo llenó de agua y, agachada con la cabeza encima del cuenco, vació la mente como le había enseñado Lora.
A veces funcionaba, y a veces no.
Esa tarde funcionó.
Allí estaba y, como la última vez que lo había visto, reía. Era el mismo mozo pelirrojo y jugaban un juego, tratando de ponerse zancadillas con un palo. No es que Ninian fuese siempre juguetón; en una ocasión lo vio montado a caballo, recta la espalda y elegante, y una voz dijo «Tiene un porte principesco».
¡Ay, si supieran la verdad!
«Ninian parece feliz —pensó—. Josse, que Dios lo bendiga, ha cumplido más que bien con el deber que yo le impuse».
Una vez, al ver a Ninian, vio también a Josse, y la visión le dolió casi tanto como su primera visión de Ninian.
Volvió en sí. Lora se mostraba muy estricta en cuanto a limitar los momentos de las visiones, pues le restaban mucha energía que precisaba para otras cosas. Minuciosamente, vació, secó y guardó el cuenco, pronunciando en voz alta las palabras de gratitud.
Regresó a su silla fuera de la choza y volvió a pensar en Josse.
¿Sería feliz? Esperaba que sí. «Era cierto lo que le dije. No estábamos hechos el uno para el otro y es mejor así, porque el tiempo que pasamos juntos permanece como un recuerdo puro y maravilloso, que nos anima cuando estamos despiertos en la cama, separados, por la noche.
»No podría haberse adaptado a lo que deseo. A aquello en lo que me estoy convirtiendo. Además, como casi le dije, ya había entregado su corazón antes de conocerme a mí. Aunque dudo que lo sepa.
»Y lo entiendo, ahora que la conozco».
Su vientre se movió como por voluntad propia, y Joana puso la mano en la protuberancia —una rodilla o un codo— y susurró:
—¡Sé paciente! Sé que estás muy apretujada ahí, pero tienes que esperar un poco más ¡y entonces tendrás todo el espacio que desees!
«Una niña —pensó—. Eres una niña. He rezado para que lo fueras desde que supe que llevaba una vida en el vientre, porque a un niño tendría que tratarlo como he tratado a Ninian. Pero una niña, una niña es diferente. Puedo criarla y enseñarle a ser una mujer sabia».
Murmuró de nuevo la plegaria.
En el fondo, sin embargo, sabía que no hacía falta. El retoño de Josse era una niña, no le cabía duda. Lora lo decía y Joana lo sentía hasta el tuétano.
«La llamaré Margarita.
»Ay, cómo voy a amarla, cuidarla y enseñarle».
¡Qué perspectiva! Un milagro, ¡haber concebido y llevado a esta hija durante los meses del embarazo, y estar segura, porque lo decía Lora y porque su instinto se lo dictaba, de que tanto ella como la niña gozaban de buena salud y florecían!
—Una niñita a quien amar —susurró, maravillada.
«Y ya nunca más estaré sola».