Capítulo tres

Helewise, abadesa de la abadía de Hawkenlye, se recuperaba de un grave ataque de fiebre.

Eso decía ella, pero la enfermera, sor Eufemia, insistía en que aún se encontraba muy enferma. La discusión llegó a un punto muerto. Helewise ganó la batalla en lo tocante a si debía quedarse en la enfermería o no, y Eufemia triunfó en cuanto a la necesidad de poner en el despacho de Helewise una cama baja con ruedas y un pequeño brasero.

Ahora la abadesa podía encargarse de sus quehaceres y, cuando sentía que ya no aguantaba y necesitaba dormir, lo único que tenía que hacer era atravesar la habitación y tumbarse.

Helewise se sentía incómoda. ¡Era inaudito que una monja disfrutara del lujo de tener un fuego en su habitación! ¡Incluso en la enfermería tan sólo los muy graves gozaban de semejante privilegio! «¿Qué hay de mis votos? —se preguntó, enfurecida—. ¿Qué hay de la pobreza, cuando estoy aquí acurrucada bajo mantas de suave lana, y el carbón al rojo vivo irradia su anaranjado calor a tres palmos de mi cama?».

«A trabajar —se ordenó a sí misma—. He dormido desde la hora del almuerzo: ya es tiempo de hacer algo constructivo».

Bajó los pies al suelo y se sentó. La cabeza le dio vueltas y creyó que iba a vomitar. Unos oscuros puntitos flotaron frente a sus ojos, crecieron, se juntaron, formaron una masa y se convirtieron en un abismo negro.

Se tumbó suavemente de nuevo y pensó que tal vez Eufemia tuviese razón.

Dormitó a rachas, inquieta y culpable. ¡Tantas cosas que atender! La angustia impregnó sus sueños; fray Saúl, el más capaz de los hermanos legos, su favorito aunque no lo demostrara abiertamente, arrodillado junto a su cama, le susurraba:

—Sé que estáis enferma, abadesa, pero hay otros que lo están más y necesitan que remendéis su capucha porque la lluvia está entrando.

Y a continuación se sacaba de la manga una gruesa paloma torcaz y le acariciaba la garganta hasta hacerla cantar como un mirlo. Luego fray Saúl se convertía en el quisquilloso fray Fermín, que sostenía una enorme Biblia en sus nudosas manos, y sin miramientos la golpeaba con ella en la frente…

Al despertarse sobresaltada, los golpes de fray Fermín se tornaron en una constante y ardiente pulsación de dolor justo en mitad de la frente.

«De acuerdo —se dijo, agotada, y volvió a sentarse, más despacio esta vez—. De acuerdo. Me pondré a trabajar».

Se desplazó hacia la silla de madera de respaldo alto situada detrás del ancho escritorio, en el fondo del despacho. Ambos eran finos y caros, reliquias de su vida como esposa de caballero. El querido Ivo le había regalado la mesa, que por aquel entonces estaba repleta de las cosas propias de los quehaceres de Helewise: hilos y agujas para remendar la siempre maltratada ropa de sus dos hijos; manojos de especias o de flores con las que hacer cremas y ungüentos para aplicárselos cuando fuera necesario a los miembros de su casa, ya fueran humanos o animales; y siempre, siempre, las cuentas de la economía hogareña. Ivo, que apenas sabía escribir algo más que su propio nombre, amaba a su esposa, pero, sobre todo, adoraba su cultura, su destreza con los números y su mano habilidosa.

Helewise se obligó a deshacer la ensoñación. ¿Pero qué le pasaba hoy? ¡No era capaz de concentrarse en su trabajo! Se sentó y tiró del enorme libro donde registraba hasta el más mínimo detalle de todo y todos los que entraban en la abadía de Hawkenlye, y, cómo no, también de todos aquellos que la abandonaban.

Sumaba por cuarta vez las cantidades donadas por fray Fermín a los peregrinos que acudían al santuario del valle —en los tres primeros intentos había obtenido tres resultados completamente diferentes—, cuando alguien llamó suavemente a la puerta.

Resistiendo la tentación de arrojar la pluma al otro lado de la estancia, la dejó con cuidado sobre el escritorio, entrecruzó las manos en el regazo y dijo calmadamente:

—Adelante.

La puerta se entreabrió y el animado rostro de sor Ursel asomó por el resquicio.

—¿No estáis dormida, abadesa? —susurró.

—Como ves, sor Ursel, no lo estoy. —Helewise se forzó a componer una expresión que semejara una bienvenida.

—Ah, no, claro que no.

—Entra y cierra la puerta. —La abadesa sentía que su sonrisa se iba pareciendo cada vez más a una mueca.

—Oh. Ah. Sí. —Sor Ursel obedeció y cerró la pesada puerta con exagerado cuidado. Avanzó, se inclinó hacia Helewise y dijo:

»¿Cómo os sentís, abadesa? Sor Eufemia me ha dicho que no os cansara con mi parloteo y que no entrara si estabais descansando, sólo que no estáis descansando, así que puedo decirle que puede pasar. Entrar, quiero decir. —Frunció el entrecejo—. ¿O será pasar? Yo…

—¡Sor Ursel! —la alentó suavemente la abadesa—. ¿Para qué querías verme?

«¡Ay! —pensó—, además de una mente distraída, ahora tengo muy mal genio. He aquí a la pobre Ursel, tratando por todos los medios de ser amable y considerada, y yo aquí, sentada, con unas ganas enormes de arrojarle este miserable libro a la cara…». Tomó nota mental de que debía hacer una humilde y contrita penitencia por mostrarse tan poco caritativa con una hermana y dirigió a Ursel una sonrisa alentadora.

Sonrisa que, por desgracia, no debió de parecerse en nada a lo que ella pretendía, pues la portera ahogó un gemido y dio un paso atrás.

—¡Abadesa! ¿Estáis peor? ¿Voy a buscar a sor Eufemia?

—No —contestó Helewise con demasiada contundencia—. Estoy bien, sor Ursel. Ahora, por favor, dime lo que quieres antes de que… bueno, dímelo.

Sor Ursel hizo una mueca ofendida.

—Sir Josse está fuera —respondió cortante—. Quiere saber si puede entrar a veros.

Y continuó mascullando algo parecido a «en su lugar, no me molestaría». Pero, animada ante la perspectiva de ver a su viejo amigo, Helewise casi no la oyó.

—¡Me encantaría verlo! —dijo, contenta—. ¡Hazlo pasar en seguida!

Un momento después Josse entró a grandes zancadas y con una sonrisa alegre y expectante, que, al ver a Helewise, se convirtió en expresión de alarma.

—¡Por Dios! ¿Qué habéis hecho? —inquirió, dirigiéndose rápidamente hacia ella. Pasando por alto las manos tendidas de la abadesa, la asió con firmeza de un codo y la sentó—. ¡Sentaos! —gruñó—. ¡Sentaos, no vaya a ser que os caigáis!

—Estoy bien —contestó Helewise por segunda vez en escasos minutos.

Josse la observaba, ceñudo.

—No lo estáis —declaró—. Estoy seguro de que vuestras hermanas os permiten que se lo digáis, pero yo no pienso hacer como ellas, no pienso halagar vuestra vanidad. —Se apoyó en la mesa, se inclinó y acercó el rostro al de la abadesa—. Yo diría que habéis tenido fiebre y os habéis levantado y puesto a trabajar mucho antes de lo que conviene.

—Pero…

Josse la acalló con un gesto de la mano.

—¡Pero nada! —Formó un puño y lo dejó caer sobre el escritorio. La pluma abandonada de Helewise saltó y cayó al suelo—. Puede que os consideréis indispensable, abadesa, pero no lo sois. Nadie lo es. ¿Qué estáis haciendo? —Antes de que ella pudiera detenerlo, le dio la vuelta al libro de registros y lo examinó—. ¡Estáis haciendo cuentas! —La contempló tan asombrado como si la hubiese pillado pintando hombres desnudos.

—Alguien tiene que hacerlo —alegó Helewise en tono estirado—. Y es mi trabajo.

Josse dejó escapar un suspiro exasperado.

—Cuando estáis bien, sí. Pero sin duda podéis delegarlo en alguien.

—No hay muchas personas aquí que sepan leer y escribir —declaró la abadesa, dándose cuenta de que deseaba tomar en serio la sugerencia—, y de las que saben, no sé quién tiene una letra lo bastante buena.

Josse asentía sin cesar, dando a entender que lo que él había dicho era cierto.

—¿Veis como tengo razón? Os creéis indispensable. La única monja entre… ¿cuántas sois?, ¿cien más o menos?… cuya letra es lo bastante buena para el libro de cuentas. ¡No se trata del manuscrito de un copista! ¡No necesita ser ilustrado y coloreado! —exclamó—. ¡Y tampoco es una escritura sagrada! ¿De verdad es tan importante como para que durante una o dos semanas no pueda llevar las cuentas alguien con una letra menos grácil y esbelta que la vuestra?

—¡Sí! —protestó Helewise automáticamente, y luego, dado que la cabeza le dolía cada vez más, corrigió su exclamación con un susurro—: No, claro que no. Mientras lo haga lo mejor que pueda, no habrá motivo de queja.

Dejó caer el febril rostro entre las frías manos y se deleitó con el consuelo que le proporcionaba el contraste.

Percibió que Josse se paraba a su lado, y un momento después sintió su tacto vacilante en el hombro.

—Abadesa —dijo él, en tono ya amable—, ¿romperíamos el protocolo si me hablarais acostada en vuestra cama?

Alzó los ojos. Arrugas de ansiedad surcaban el rostro de rasgos firmes, normalmente lleno de animación, como si de verdad temiera que su sugerencia constituyese una ofensa mortal. Reprimió como pudo el acceso de risa que le sobrevino y respondió con humildad:

—En absoluto, sir Josse.

Y le permitió guiarla los pocos pasos que la separaban de la cama con ruedas. Él le puso la almohada detrás de la cabeza, la cubrió con las mantas y dio unos pasos hacia atrás.

Tuvo que reconocer que suponía un enorme alivio encontrarse de nuevo acostada.

Josse la contempló un momento sin pronunciar una palabra, expectante, como si esperase una señal suya para empezar a hablar. Por cierto, ¿de qué querría hablarle?

—Sir Josse —dijo Helewise—, naturalmente sois bienvenido, pero ¿hay algo en concreto que deseéis comentarme?

Josse se había alejado tanto de la cama, que ahora se apoyaba en la puerta. Dando por sentado que él creía que así debía comportarse en la habitación en que una monja se hallaba acostada, sintió de nuevo deseos de reír.

—No creo que deba cargaros con mis preocupaciones —respondió Josse—. Al menos no cuando estáis convaleciente.

—Pues, como ya estáis aquí, ¿por qué no me las contáis?

—Muy bien. —La miró con ojos penetrantes—. Pero sólo a condición de que me saquéis a patadas cuando lleguéis al hartazgo.

—Lo prometo. —Helewise sonrió y cerró los ojos—. Ahora, hablad.

Escuchó a Josse explicarle lo ocurrido en la posada de Tonbridge; hablarle del difunto Peter Ely, de cómo él mismo había descubierto el pastel envenenado con acónito, de Tilly y de los platos intercambiados. Pese a los detalles espeluznantes, a la abadesa le gustó escucharlo. No cabía duda de que sir Josse sabía cómo contar las cosas, ordenadamente, con detalles suficientes para poder imaginar las escenas que describía. Mientras reflexionaba en lo agradable que era recibir visitas que le llevaran noticias del mundo más allá de los confines de la abadía, tardó un buen rato en darse cuenta de que él permanecía en silencio.

Abrió los ojos y lo vio inclinarse sobre ella.

—Lo siento —exclamó él, y de inmediato dio unos pasos hacia atrás—. Pensé que os habíais dormido.

—¿En medio de semejante relato? —Le sonrió—. ¡Dios no lo quiera!

Él le devolvió la sonrisa, al parecer aliviado. Pero su sonrisa se borró al punto al ver que Helewise intentaba incorporarse.

—¿Adónde creéis que vais? —exigió saber Josse.

—¡A ninguna parte! —protestó ella—. Necesito cambiar de posición.

—Mmm. —Josse la miró con suspicacia, casi como si esperara que cogiera el libro de registros de su escritorio y volviera a dedicarse a las cuentas—. Bien, abadesa, ¿cuál es vuestra opinión? ¿Compartís mi suposición de que la víctima debía ser el apuesto desconocido?

—Sí —respondió con firmeza Helewise—, estoy plenamente de acuerdo. —Qué satisfacción, volver a unir sus ingenios para resolver este nuevo enigma—. Y creo que el único modo de encontrar al asesino es descubrir la identidad del desconocido y averiguar por qué alguien quería matarlo. —Hizo una pausa y añadió con tono dubitativo—: Aunque hay un detalle que me desanima.

—¿Qué? —preguntó él.

—Bueno, es un detalle pequeño, pero se me ha ocurrido que el desconocido no hizo nada para disfrazarse, más bien al contrario, puesto que llevaba ropa buena y sin duda sabía que resaltaría en la taberna de la posada y, según lo que me contáis, coqueteó abiertamente con la camarera.

—En realidad no sabemos con certeza que coqueteó con ella. Sólo tenemos la versión de Tilly. Y la verdad, abadesa, es que no es una moza con la que yo coquetearía.

—Aun así, pasó la velada en la taberna sin disfrazarse, una taberna llena a rebosar, ¿no?

—Sí —contestó Josse—. Pero no veo adonde queréis ir a parar.

—Simplemente pienso que, si no le importaba quién pudiera verlo, no tenía sospecha alguna de que alguien quisiera matarlo, por lo que, aun cuando logréis encontrarlo, tal vez sea poca la ayuda que pueda darnos para descubrir al asesino.

—Por desgracia, creo que tenéis razón, abadesa. Pero, aun así, es nuestra única pista y hay que seguirla, ¿no os parece?

Helewise suspiró.

—Sí, es todo lo que tenemos. ¿Qué más se sabe de él? ¿Se alojó esa noche en la posada?

Josse meneó la cabeza.

—No lo creo. Según mistress Anne, el difunto fue su único huésped esa noche. —Esbozó una fugaz sonrisa—. Aunque, dadas las circunstancias, «huésped» no es la palabra más adecuada.

—¿Sabe alguien adonde fue el desconocido al salir de la taberna?

—No.

—¿Podría ser que fuera huésped de los Clare? Al fin y al cabo, yo diría que son de su clase, ¿no os parece?

—Sí, supongo que sí. Pero no me parece muy probable. Un noble… si damos por sentado que lo era, a la vista de la descripción de su vestimenta y sus modales… viene a visitar a unos amigos, los deja para cenar en la taberna, que, por muy decente que sea, no es más que una taberna, y, nada más dar cuenta de la comida, regresa a casa de sus anfitriones a pedirles alojamiento. —Meneó la cabeza—. No encaja con nada que yo haya oído antes.

—Ni yo, tengo que reconocerlo —admitió la abadesa—. Pero aun así, nada perderíais con ir al castillo de los Clare a hacer unas preguntas. Y deberíais empezar a indagar por la aldea. ¡No puede haber habido muchos desconocidos apuestos en la aldea últimamente! Además, contáis con una buena descripción.

Josse le sonrió.

—Abadesa, ¿alguna vez vais a Tonbridge? —Ella hizo un gesto negativo con la cabeza—. Pues me temo que tenéis una idea desacertada del lugar.

—Solía ser una aldea tranquila —murmuró Helewise—. El castillo dominaba el cruce del río y…

—Sí, el cruce del río —la interrumpió Josse—. ¿Y qué cruza el río?

—El camino, por supuesto.

—Sí, el camino de Londres a la costa. Abadesa, me figuro que, desde la última vez que fuisteis, el tráfico ha aumentado. Para gran desventaja nuestra, puesto que el tráfico incluye, aparte de los mercaderes, los peregrinos y los que se trasladan por los alrededores: incontables desconocidos elegantemente vestidos, apuestos y feos.

—Oh.

—¡No os aflijáis! —Josse pareció animarse—. Es un punto de partida. Al menos, es mejor que nada. Saldré de inmediato y empezaré a indagar.

—Cuánto fervor —murmuró la abadesa.

Él la contempló y suavizó la expresión.

—¿Puedo informaros de mis progresos en un par de días?

—Me molestaría mucho que no lo hicierais.

—¿Y me prometéis que descansaréis?, ¿que pediréis a alguien que se encargue de las cuentas?

—Lo prometo. —Alguien capaz de sumar una columna de cifras mejor de lo que ella podía de momento.

Josse abrió la puerta.

—¿Deseáis que os mande a alguien? ¿Una bebida, algo de comer?

La sola idea de comer le provocaba náuseas a la abadesa.

—No, nada, gracias.

—Entonces le diré a sor Eufemia que estáis descansando. —Josse salió quedamente—. Dormid bien.

—Adiós, sir Josse, y buena suerte.

Escuchó sus pesados pasos atravesar el claustro. Luego cedió al cansancio, se puso de lado y no tardó en conciliar el sueño.