Capítulo doce

Josse sabía que debería estar haciendo varias cosas que tendrían más sentido que ir a todo galope hacia la casa secreta.

Podía regresar a casa de Mag Hobson, por ejemplo, a ver si había señales de que Denys de Courtenay había vuelto en busca de Joana. Podía ir a Tonbridge, pasar una hora en la taberna, y averiguar los últimos cotilleos. ¿Qué decían los habitantes de la aldea acerca del envenenamiento en la posada? ¿Se sospechaba de alguien? ¿Alguien había visto de nuevo al apuesto desconocido de Tilly?

Sí. Sería un buen campo para explorar…

Pero Joana se encontraba sola. En una casa aislada, vacía, donde nadie la oiría pedir auxilio. Josse guardaba en la cabeza la imagen de su expresión cuando, en el umbral de la puerta, lo observó llevarse a Ninian.

La barbilla alzada y la sonrisa no lo engañaron en absoluto, porque divisó su semblante cuando ella creía que no la miraba. Pocas veces había visto tanta desolación.

Acudió a la casa oculta poco después del anochecer.

Pasó más tiempo del necesario atendiendo a Horace y al poni de Ninian. No sabía por qué, pero lo ponía nervioso entrar. Tenía una extraña sensación en el estómago, como si en él estuviera atrapado un pajarillo, aleteando frenéticamente para salir.

Le sudaban las palmas y, al desabrochar los arreos de Horace, se dio cuenta de que le temblaban ligeramente las manos.

«Tonto —se dijo—. Ya no deberías sentirte como un mozo enamorado».

«Nadie supera eso —le contestó otra vocecita—. Cuando ya no eres capaz de enamorarte es que estás listo para la tumba».

Se aseguró de que el bebedero estuviese lleno, palmeó a Horace en las ancas y le dio las buenas noches. Luego cerró bien la puerta de las cuadras, se alisó la túnica y cruzó el patio de la casa.

Se hallaba sentada en su habitual posición, sobre las alfombras, pieles y cojines frente a la chimenea. Su largo cabello oscuro le caía, suelto, sobre los hombros y la espalda y casi le ocultaba el semblante. Estaba alisándoselo, acercando gruesos mechones al fuego.

Al oírlo entrar, declaró:

—Me he lavado el pelo.

—Bien. —Josse puso el cerrojo y atrancó la puerta—. Joana, la puerta estaba abierta, podría haber entrado cualquier persona.

—Es cierto, pero sabía que erais vos. Os oí en el patio, miré por la ventana y vi que erais vos.

—Oh.

—Habéis tardado mucho —dijo Joana quedamente—. Empezaba a preguntarme si ibais a quedaros allá toda la noche con vuestro caballo.

La combinación de la voz suave y las palabras lo excitaba. ¿Acaso lo hacía aposta?, se preguntó Josse, y trató de controlarse.

—A Ninian lo han recibido muy bien en la abadía. La abadesa Helewise lo ha puesto a cargo de una joven monja a la que conozco. Es una moza buena, amable y cariñosa, y no es mucho mayor que él.

Joana había cerrado los ojos.

—Gracias. —Los abrió y lo miró—. Os ruego que no os imaginéis que porque no fue la primera cosa que pregunté no era lo que más me preocupaba.

—No me lo imagino. —Josse se arrodilló en el suelo a su lado—. Entiendo muy bien lo que sentís por vuestro hijo. Lo habéis demostrado, si es que era menester demostrarlo, al aceptar separaros de él para su propia seguridad, alejado del peligro que vos corréis con vuestro tío.

—Pero…

Como en otra ocasión, él tuvo la impresión de que estaba a punto de decir algo importante, si bien ahora fue una sensación mucho más fuerte.

—¿Pero qué? —la apremió. Joana lo miraba directamente a los ojos con una expresión extraña, casi suplicante—. Joana, ¿qué pasa? ¿No podéis decírmelo?

Tras un momento de silencio, la joven meneó lentamente la cabeza.

—No es nada. Estaba pensando en Ninian. —Se movió y le hizo un lugar sobre las alfombras—. Venid, calentaos. Es una noche fría y habéis hecho un largo viaje.

A todas luces, estaba resuelta a cambiar de tema.

—No tan largo —contestó Josse y se sentó a su lado—. ¡Pero qué buen fuego habéis preparado!

—Tengo mucho cabello que secar. —Al cabo de un rato añadió—: ¿Tenéis hambre? He preparado comida. No es mucho, pero puedo traerla aquí y podemos comer frente a la chimenea.

A Josse, la idea de comer le provocó náuseas.

—Gracias, pero no tengo hambre. De hecho, me siento… —Se interrumpió. Más valía no hablar de las náuseas—. No quiero comer. Pero ¿y vos?

—Ya he comido. —«¿Por qué estoy tan seguro de que no es cierto?», se preguntó Josse—. Pero podría preparar un poco de vino.

—Sí, eso me vendría bien.

La vio levantarse con un ágil movimiento sin hacer palanca con los brazos, recurriendo únicamente a la fuerza de las piernas; el efecto resultó especialmente grácil. Caminó descalza sobre las baldosas —Josse se fijó en que poseía pies muy pequeños y estrechos— y regresó con una jarra y varios paquetitos en una bandeja.

—¿Qué vais a hacer? —inquirió Josse al observar que se arrodillaba, cogía pizcas de cada paquete y las echaba en la jarra—. ¿Qué estáis poniéndole?

—Es una receta secreta de Mag Hobson —respondió ella, sonriente—, para calentar el corazón y el cuerpo en las noches frías. —Movió el contenido de la jarra y lo miró—. No os preocupéis, sus ingredientes son todos benéficos.

—No se me ocurriría que no lo fueran.

Joana metió un dedo en el vino, lo probó y añadió otra pizca de uno de los paquetes; luego abrió un pequeño tarro del que echó una buena cantidad de algo dorado.

—Miel —afirmó ante la pregunta implícita en las cejas arqueadas de Josse.

A continuación extrajo un atizador de las llamas y metió en el vino la punta que el calor había puesto amarillenta.

Se oyó un silbido y una nube de vapor salió de la jarra. El aroma flotó hacia Joana y Josse: especiado, dulce, con un olor amargo debajo de los efluvios superficiales…

—¿Huele bien? —preguntó ella.

—Huele de maravilla.

La joven escanció el vino en una copa.

—Probadlo. ¡Cuidado, que quema!

Él dio un pequeño sorbo. ¡Delicioso! Otro sorbito y, en cuanto el hervor se redujo, un buen trago.

Algo para calentar el corazón y el cuerpo. Sí, eso hacía. Sintió el calor y tuvo la agradable sensación de que la suavidad del vino fluía por todo su cuerpo, lo relajaba, lo tranquilizaba. Estiró las piernas y se repantigó en los cojines.

Se le antojó perfectamente natural que ella se estirara junto a él; se apartó un poco para darle espacio y tendió un brazo. Ella aceptó su invitación, se apretó contra él y posó la cabeza en su hombro.

Josse le acarició el cabello.

—Ya casi se ha secado.

—Mmm.

Le pesaban los párpados, los cerró un momento y se le presentó una visión de nubes doradas y tuvo la impresión de estar volando…

Abrió los ojos de nuevo.

Volvió la cabeza hacia ella y la contempló mirar las llamas con expresión ilegible.

—¿En qué pensáis? Si es en Ninian, os aseguro que está muy bien.

Ella se apoyó en un brazo y le devolvió la mirada.

—No estaba pensando en Ninian en este momento.

Josse aguardó. Estaba seguro de que le diría lo que pensaba en cuanto estuviera preparada para hacerlo.

Y eso hizo.

—Josse —empezó a decir sin despegar la vista de la suya—. Yo… en el bosque… nosotros…

Al parecer no sabía cómo continuar, de modo que él lo hizo por ella.

—Nos besamos… así…

Le cogió suavemente el rostro con ambas manos, lo acercó al suyo y, con ternura, le besó los labios. Ella suspiró y lo besó también; le exploró los labios con la lengua como él había hecho con ella en su primer explosivo abrazo junto a la casa de Mag Hobson.

—¿Así? —preguntó la joven al cabo de un momento.

—Ay, Joana, sí, así.

El beso se alargó y pronto se estaban desatando mutuamente la ropa, explorándose el cuello, el torso, los senos. Josse sintió sobre el pecho la boca de Joana, húmeda, excitante, y su deseo escaló con tal rapidez que le costaba controlarlo.

Sin embargo, algo en un rincón de la mente, algo a lo que debía prestar atención, algo que ella acababa de decir…

Se obligó a distanciarse de las sensaciones que provocaba en él y reflexionó.

«¡Piensa!», se ordenó.

Ah, sí, ahora lo recordaba. Sí, eso era.

Con suma suavidad, para que no se lo tomara como un rechazo, la empujó.

—Joana, esperad.

Con los ojos clavados en los suyos, Joana preguntó:

—¿Que espere? ¿Qué queréis decir con eso?

La acurrucó entre los brazos y volvió a acariciarle el brillante cabello.

—Justo ahora, cuando empezamos a besarnos, preguntasteis «¿así?», como si no lo supierais.

—¿No estaba bien? —inquirió ella, angustiada—. Dijisteis que sí cuando os lo pregunté, dijisteis, «sí, así».

—Amor, ¡no tenía nada de malo el beso! Muy al contrario… ¿no lo notasteis?

—No —susurró Joana.

—Pero habéis estado casada. Habéis tenido un hijo. —Ay, no existía un modo delicado de seguir—. Joana, ¿sabéis cómo es el amor entre un hombre y una mujer?

Ella se tumbó boca arriba y en el mismo momento ese lado del cuerpo de Josse echó de menos su calor, el electrizante tacto de su firme carne contra la suya.

—¿Que si sé lo que es el amor? —repitió, con una voz que adquirió un deje duro—. Sé lo que es el sexo, si a eso os referís. Sé lo que es ser violada y obligada a cumplir con mis deberes conyugales, que es exactamente lo mismo. Pero ¿sé cómo es el amor? No, noble caballero, no lo sé.

Josse se incorporó, se inclinó sobre ella y tanteó la suave textura de su cara.

—El sexo no es amor. Que una persona tome su placer sin preocuparse por lo que quiere o siente una mujer es puro egoísmo. No debería ser así, mi amor.

Los ojos de Joana centelleaban a la luz de las llamas.

—Sabía que no podía serlo. Siempre lo supe, incluso esas primeras veces en Windsor, cuando concebí a Ninian, incluso en todos los años que estuve casada. Algo en mí me decía «un día lo experimentarás». Y Mag… —Se interrumpió.

—¿Mag? ¿Os lo explicó?

Joana soltó una risita.

—Dijo que no debía desdeñar el don de la Gran Madre, que un egoísta y un sádico no eran sino dos entre toda una población de hombres, que no representaban a todo el género. —Se rió de nuevo, con más ganas—. Añadió, he de deciros, que probablemente representaban a la mayoría.

Le rozó los labios con la punta de los dedos y Josse advirtió que sus manos olían a canela y a miel.

—Yo no soy sádico y espero no ser egoísta.

Joana sonrió.

—Yo tampoco creo que lo seáis. Creo, como creí en el bosque junto a la casa de Mag, que sois el hombre al que ella se refería.

—¿Mag habló de mí?

Pese a todas las sensaciones que le recorrían el cuerpo, Josse experimentó uno de esos estremecimientos atávicos provocados por el roce con fuerzas supernaturales.

—No os preocupéis, no os deseaba ningún mal. —La voz de Joana era como una caricia—. No os mencionó por vuestro nombre… No creo que lo supiera. Sólo me dijo, cuando estaba despotricando contra los hombres, el matrimonio y el servilismo sexual, que un día alguien me enseñaría que había otro modo. Y cuando me mostré desdeñosa, me dijo: «Espera y lo verás, moza. Lo veo en ti, en este lugar. Un día lo entenderás».

—Y entonces os topasteis conmigo, allí, en el claro de Mag —comentó Josse, asombrado— y ambos sentimos una intensa atracción y os besé y…

—Yo os besé a vos —lo corrigió Joana. Se levantó ligeramente y volvió a besarlo.

Y, como si Mag hubiese gritado de nuevo su predicción, como si su bendición se cerniera sobre ellos, la pasión que apenas habían entrevisto en el bosque los embargó con toda su fuerza. Josse gimió, la abrazó, la estrechó con fuerza, aplastándole los senos con el pecho, y sintió los firmes muslos contra las piernas.

Ella tiró con impaciencia de los lazos que le sujetaban el vestido. El lazo se convirtió en un nudo y se rompió cuando Josse tiró fuertemente de él. Ella dejó escapar una risa ronca, levantó el cuerpo y se despojó del vestido y de la ropa interior, ya suelta, con un grácil gesto.

Josse se arrodilló, se desató la túnica, se pasó la camisa por encima de la cabeza, se quitó las calzas y la contempló, tumbada desnuda sobre alfombras y pieles. Las llamas iluminaban las curvas de sus pechos, de sus caderas y de los músculos de sus muslos. Era fuerte, sí; fugazmente, recordó que le había dicho, en lo que le pareció otro mundo, que había desarrollado músculos que ni siquiera sabía que tenía; sin embargo, conservaba una figura femenina: cintura estrecha, pechos plenos, vientre que se curvaba hacia el oscuro e incitador lugar…

Ella también lo estudió. Con la vista clavada en su pene erecto, lo tocó.

—No os haré daño, os lo juro —declaró Josse.

—Lo sé. Siento… por primera vez sé lo que significa desear de verdad. —Tiró de sus hombros, acercándoselo—. Por favor, por favor… no sé qué… no sé cómo…

Josse se bajó lentamente encima de ella, suavemente, apoyándose en las manos, a fin de no aplastarla. Colocó una mano en su nuca y, acercando el rostro al suyo, le cubrió de besos las mejillas, la nariz y, finalmente, los labios, y se demoró en su boca mientras le acariciaba el cuerpo despacio y sin cesar: el cuello, los profundos huecos encima de la clavícula, los pechos, los pezones, la cintura, el vientre.

—Está bien, mi dulce Joana, yo sí sé cómo.

Ahítos, permanecieron sobre su lecho de alfombras y pieles. Adormilado, Josse, que entraba y salía de dulces sueños, sintió que se le enfriaba el sudor en el cuerpo desnudo. Alzó la cabeza, miró alrededor y encontró el borde de una piel; tiró de ella y los cubrió, a él y a Joana.

Joana.

Acurrucada sobre su pecho, respiraba profundamente y él creyó que dormía. ¡Y tenía todo el derecho del mundo a dormir, tras semejante explosión de energía! Por todos los santos, a él nunca le había ocurrido nada igual; diríase que siete años de represión sexual se habían liberado en un gigantesco y abrumador orgasmo.

El primer orgasmo de Joana.

Y, habiéndola penetrado a fondo, percibió cada uno de sus espasmos, la abrazó al oírla gritar de gozo y éxtasis, sollozar y reír a la vez, cuando, por fin, supo lo que le tenía deparado su propio cuerpo.

La eyaculación de Josse resultó casi igualmente demoledora; hacía mucho que no se había acostado con una mujer, pero, sobre todo, creía que nunca lo habían excitado tanto como ella. La combinación de inocencia y sensualidad natural, sin explotar y entusiasta, lo había elevado a alturas de que no se sabía capaz…

Se asombró al notar que se endurecía de nuevo. ¿Tan pronto? «Ah, pero duerme. No debo despertarla.

»Piensa en otra cosa. Piensa en… Joana.

»¡No! Piensa en la escarcha fuera, en los estanques y los charcos congelados, en el helado y penetrante viento…».

La sintió moverse, estirar las piernas y enroscarlas con las suyas, con un muslo entre los suyos. La joven bajó la mano debajo de las pieles y le cogió el pene, con suavidad al principio, y luego, al sentirlo endurecerse aún más, dejó patentes sus intenciones.

—¿Creéis que podríamos volver a hacerlo? —preguntó, a la vez que se tumbaba sobre él y lo besaba.

Él correspondió al beso. Con ganas de reír y, cosa rara, de llorar, contestó:

—No veo por qué no.