Capítulo quince
Al salir de completas, Helewise se sentía sumamente angustiada por fray Saúl.
Todavía no había regresado de su misión a Nuevo Winnowlands.
Probablemente no tenía por qué preocuparse, se decía. Después de todo, Saúl se había marchado a mediodía y, aun yendo a la mayor velocidad posible, que no era mucha con la vieja jaca, difícilmente habría podido llegar a Nuevo Winnowlands y de vuelta a la abadía antes del anochecer… si es que había dado en seguida con Josse para avisarle que Denys de Courtenay lo buscaba. Y Josse, por su parte, no lo habría dejado marcharse así como así; lo habría hecho entrar para calentarse junto a la chimenea, le habría dado algo de beber y quizá incluso lo habría convencido de que cenara y pernoctase allí.
Sí, sonaba de lo más razonable, se dijo la abadesa.
Entonces, ¿por qué no lograba deshacerse del intuitivo pavor que le indicaba que algo terrible le había ocurrido?
Se sentó en su despacho mientras el resto de la comunidad se preparaba para acostarse. En cuanto se hizo el silencio, se cerraron y atrancaron los portales de la abadía y se apagaron las antorchas, regresó a la iglesia. El suave brillo de la lámpara del santuario pareció darle la bienvenida y, cuando se arrodilló frente al altar, sintió que le era tendida una fuerte mano.
Empezó a recitar sus oraciones habituales. Sin embargo, no dejaba de interrumpir su concentración el rostro de fray Saúl, el amigo más responsable y más entrañable, el amigo en quien más confiaba. Mucho se temía que lo había enviado al peligro.
Incapaz de pensar en algo que no fuera el fraile, sus oraciones se convirtieron en la repetición de una única frase:
—Ay, Señor, ten piedad y cuida de fray Saúl.
Josse y Joana pasaron un día encantador, al menos eso le pareció a Josse, aunque, a juzgar por la expresión que vislumbraba a veces en el semblante de Joana, las preocupaciones y angustias se entrometían por momentos en su dicha.
«Era de esperar —se repetía, tratando de no dejar que se le echara a perder el día—. Es natural que se preocupe por Ninian, por la fea situación en que está metida, y el hecho de que sus pensamientos se detengan de vez en cuando en sus problemas no tiene por qué debilitar el júbilo que hemos encontrado juntos».
Con el paso de las horas, el cielo se había ido nublando. El prematuro final de la luz diurna los encontró junto al fuego. Josse observó a Joana, que contemplaba las llamas. Se le notaba un aire expectante: se sobresaltaba con cualquier ruido, por pequeño que fuera, y miraba la puerta, como si esperase algo…
Para dejar de preocuparse por ella, Josse evocó todo lo que habían hecho desde que se habían despertado, en su cama, poco después del alba. Joana había desechado con desdén su sugerencia de regresar a la pequeña habitación que le había preparado Ela.
—A mí no me avergüenza haberme acostado con vos —replicó en tono regio, al tiempo que se incorporaba—, y me importa un bledo lo que vuestros criados puedan murmurar. —Lo miró con los ojos entrecerrados—. Pero, si vos preferís guardar el secreto de lo que somos ahora el uno para el otro, entonces, por supuesto, haré lo que me pedís y haré que parezca que he dormido castamente, toda la noche, en la cama que me ha sido asignada.
—No os lo pedí —señaló Josse—. Fue una simple sugerencia.
Ella se inclinó sobre él, puso una mano a cada lado de su cara, impidiéndole moverse, y se acercó hasta casi tocarle las narices.
—Me iré si de verdad lo deseáis. Era una broma. Después de todo, seréis vos el que… —Se interrumpió bruscamente.
—¿Seré yo el que qué?
—Nada.
Josse la rodeó con los brazos y la estrechó.
—Quedaos —susurró, con la boca pegada a su espeso y suave cabello—. No me importa lo que Ela le diga a Will. No me importa lo que piensen. Quedaos.
Joana bajó todo el cuerpo y se pegó a él, que sintió sus pechos, su vientre y la firmeza de sus muslos.
—Si llegaran a pensar que no os habéis acostado conmigo —le susurró ella al oído, y su aliento le provocó fuertes estremecimientos de deseo—, podrían cotillear acerca de vuestra hombría. —Al pronunciar dicha palabra, Joana deslizó la mano por su vientre hasta encontrar su entrepierna—. ¡Caramba! —dijo riéndose—. ¿Estáis dándome los buenos días? —Una pausa—. ¡Vaya, cuánto entusiasmo! —Le cubrió la boca con la suya y lo besó profunda y prolongadamente—. Que Ela me pregunte a mí sobre vuestra hombría… Ya la tranquilizaré…
Después del desayuno, Will ensilló a Horace y la yegua de Joana, y la mujer y el caballero cabalgaron por la propiedad; no tardaron mucho, pues Nuevo Winnowlands era de proporciones modestas. Josse tiró de las riendas en una loma baja y señaló el camino que llevaba a la casa de su vecino más próximo.
—Es una persona decente y nos visitamos en ocasiones, cuando estoy en la residencia. —La observó—. ¿Os agradaría ir a verlo?
—No —respondió ella al instante, y, diríase que temerosa de haberlo ofendido, agregó—: Josse, en otras circunstancias me habría encantado conocer a vuestros amigos, pero ahora creo que cuantas menos personas sepan que estoy aquí, mejor.
—Desde luego.
Josse quiso darse un pescozón por su estupidez; pero, lo que había ocurrido en realidad era que, por un momento, al cabalgar con ella y contemplar sus gestos libres y gráciles, oírla hablar, oírla reír, había olvidado la situación…
Ela preparó una comida deliciosa, tras la cual Josse y Joana se sentaron frente al fuego, él en su sillón y ella en el suelo con las piernas dobladas bajo el cuerpo. Quiso hacerle más preguntas sobre su vida, pero ella se le adelantó.
—Os he hablado bastante de mí, Josse. Por favor, habladme de vos. Acquin… ¿dónde está?
Así que se lo explicó. Le contó todo lo que había que contar sobre sí mismo, pues no había nada que deseara reservarse, no con ella.
Y, mientras permanecían sentados, cómodos y calientes, el día fue llegando gradualmente a su fin.
Josse acababa de sentarse de nuevo, tras añadir leña al fuego, cuando oyeron voces en el patio. La de Will y otra que gritaba…, algo acerca de un hombre al que habían asaltado y yacía junto al camino, el pobre, medio muerto de frío…
Josse se levantó de un brinco. Asió a Joana por los hombros y, con su tono más imperioso, le ordenó:
—Quedaos aquí, atrancad la puerta y no la abráis hasta que yo os lo pida.
—Pero…
La zarandeó.
—¡Quedaos aquí!
Al cabo de un momento, Joana asintió humildemente. Josse salió a toda prisa, bajó los escalones de dos en dos y atravesó el patio a la carrera. Con gran alivio al verlo, Will le explicó:
—Este hombre me dice que hay un herido en el camino. Yo estaba a punto de ir a ver, sólo que…
—Claro. —Josse le lanzó una mirada de advertencia: no hacía falta revelar a un desconocido que él le había ordenado que no le abriera a nadie mientras Joana se encontrara allí—. Gracias, Will, has hecho bien.
Con un asentimiento, éste dio un paso atrás y Josse fue a la puerta.
—¿Hay alguien herido? —preguntó al individuo de aspecto rudo que se hallaba fuera; vestía una burda capa de arpillera con la que se cubría la cabeza, presumiblemente para protegerse el rostro y las orejas del cortante viento.
El hombre se acercó y colocó una mano en la puerta.
—Sí. Me figuro que lo golpearon en la cabeza, porque le gotea sangre por la cara.
Josse se sintió desgarrado. ¿Qué hacer? ¿Salir y atender al pobre hombre al que habían asaltado en el camino? ¿O hacer caso a su instinto que le decía que se trataba de una compleja trama para sacarlo de allí?
«Una vez fuera —pensó—, Joana se encontrará sola adentro».
Pero ¿y si de verdad había un herido en el camino? Cabía la posibilidad de que se hubiese caído de su caballo y que la exacerbada sensación de peligro que experimentaba Josse estuviese convirtiendo una situación del todo inocente en algo sumamente amenazador.
—¿Hay algún caballo? ¿Podría haberse caído de su caballo?
—Oh… —El labriego pareció reflexionar—. Puede que sí. Podría haberse roto la cabeza al caer, sí.
Josse se decidió.
—Un momento —le dijo al labriego.
Le dio la espalda, indicó a Will que se acercara y, cuando lo tuvo lo bastante cerca para que el otro no lo oyera, le pidió:
—Ven conmigo.
Lo precedió escalones arriba, llamó a la puerta y dijo:
—Joana, abrid. —Cosa que ésta hizo de inmediato. Sin duda aguardaba pegada a la puerta.
Ya en el interior, Josse se enfundó la espada y se metió la daga bajo el cinturón y, por si acaso, cogió un pesado leño de la pila junto a la chimenea; resultaba una arma difícil de manejar, pero le serviría como palo si lo necesitaba.
—¿Qué pasa? —quiso saber Joana, de pie a su lado—. ¡Decídmelo! ¿Adónde vais?
Josse se volvió hacia ella.
—Hay un labriego de aspecto rudo en la puerta; dice que ha encontrado a un herido en el camino; es posible que se haya caído del caballo y se haya hecho daño en la cabeza. Voy a ver.
Joana meneó la cabeza repetidamente.
—No lo hagáis —lo exhortó—. Es una trampa, Josse… Estoy segura de que él… Denys… está detrás de esto.
La miró a los ojos. Qué extraño: en ellos veía una respuesta exaltada al repentino peligro, pero nada de miedo, ni de alarma.
—¿Qué sugerís? —preguntó quedamente.
—No…, no estoy… —Joana bajó la mirada y frunció el entrecejo y volvió a mirarlo directamente a los ojos—. No. Lo entiendo. Tenéis que investigarlo.
—Oh.
Josse casi hubiese preferido que suplicara un poco más.
Ella le dio un fuerte y rápido abrazo.
—Cuidado —le pidió.
—Me cuidaré. —Josse la apartó con suavidad—. Ocultaos. Que Will os ayude. Encontrad un recoveco secreto donde nadie pueda encontraros.
Los ojos de Joana se abrieron como platos.
—¿Para qué?
—¡Por si es una trampa y me vencen! —exclamó Josse, exasperado—. Si eso ocurriera, Joana, mi dulce amor, entrarán aquí en un abrir y cerrar de ojos y os buscarán.
De nuevo esa extraña falta de miedo. La joven asintió y dejó que Will la sacara, casi a rastras. Daba la impresión de que lo tuviese todo planeado de antemano, pensó Josse…
El labriego estaba esperándolo en el portal.
Lo abrió y salió.
—Vamos. Enseñadme al herido.
—Sí, sí. Está por aquí… Seguidme, mi señor… Más allá de ese trecho de camino abierto, por ahí abajo, donde las ramas de los árboles se cruzan y echan su sombra. A lo mejor tenéis razón, mi señor, y a su caballo lo asustó algo en la oscuridad. ¡Allí! —Se detuvo y señaló hacia adelante.
Josse echó un vistazo a la oscuridad bajo los árboles. Distinguió el inicio del sendero y el estrecho borde de césped que descendía hacia una zanja, detrás de la cual se vislumbraban zonas oscurecidas por matorrales. En el borde de la zanja había una forma larga, el cuerpo de un hombre con ropa oscura. Y, destacando entre la oscuridad de los ropajes, un rostro pálido apenas visible.
Josse corrió.
No advirtió la trampa hasta que las manos lo cogieron de los antebrazos, impidiéndole coger la espada y la daga. Le arrancaron el leño, que aterrizó con un ruido sordo.
Había dos hombres: el que había ido al portal y uno que debía de haber estado escondido en la penumbra. Forcejeando, Josse logró quitarse uno de encima y, con un buen puntapié a la cabeza, lo dejó fuera de combate, pero un tercer individuo saltó fuera de la zanja y lo sustituyó.
Ahora que su vista se había ajustado a la oscuridad, Josse vio con toda claridad quién yacía en el borde de la zanja.
Fray Saúl.
Tenía las piernas fuertemente sujetas por el hábito negro y una cuerda, y los brazos atados a la espalda. El hombre que se ocultaba detrás de él, invisible gracias a su capa oscura, le tapaba la boca con las manos para evitar que le gritara una advertencia. Ahora que ya no hacía falta guardar silencio, le quitó la mano, se enderezó, saltó la zanja con agilidad y se detuvo frente a Josse.
Y Denys de Courtenay dijo:
—¡Por fin nos conocemos, Josse d’Acquin!
Éste no le hizo caso. Aun antes de que lo asaltaran sabía quién estaba tras ello.
—¡Fray Saúl! ¿Estás herido? —preguntó, angustiado.
—Estoy bien —le gritó el fraile—. Sir Josse, lo siento mucho. Queríamos advertiros de que Courtenay os buscaba, pero en lugar de ayudaros lo he guiado directamente hacia vos.
El aludido se echó a reír.
—¡Eso es, exactamente, lo que has hecho, Saúl! Tu abadesa Helewise se creyó muy astuta cuando fue a darte sus órdenes, pero no es tan astuta como cree, porque no se le ocurrió que me imaginaría que eso iba a hacer y que tendría a un hombre escondido fuera de la abadía para seguir a su mensajero.
Fray Saúl se retorció violentamente, pero las ataduras no cedieron.
—¡Sois un malvado!
—¿Malvado? —Courtenay pareció meditarlo—. No, no creo que sea malvado. Intrigante, tal vez, pero ¿qué hombre no lo es?
—Vos… —empezó a decir Saúl, pero Denys le dio la espalda, con un gesto de la cabeza indicó a sus hombres que llevaran a Josse y echó a andar rumbo al portal de Nuevo Winnowlands.
—¡No podéis dejarlo allí! —protestó Josse—. ¡Está helando y está herido!
¿Estaría herido de verdad? ¿O sería un cuento?
—El hábito lo cubre bien —fue la despreocupada respuesta de Denys—. Y el frío hará bien a la herida de su cabeza. Las hinchazones suelen bajar cuando se pone algo frío sobre ellas.
—Sois un bastardo despiadado.
—Despiadado, quizá, pero bastardo, no. Mis padres llevaban veinte años casados cuando mi madre me tuvo.
Josse casi ni lo oyó. Con un gran empujón se quitó de encima al hombre de complexión menos robusta, lo cogió del brazo derecho y le retorció la muñeca con todas sus fuerzas. Sin darle la oportunidad de pillarlo de nuevo, alcanzó a Courtenay y lo cogió del hombro.
—¿Qué queréis de mí? ¿Qué motivo tenéis para seguir a fray Saúl hasta mi casa? ¿Cómo os atrevéis a asaltarme?
Bullendo de rabia, giró sobre los talones, asestó un fortísimo derechazo en la barbilla al hombre que lo sujetaba por la izquierda y, con jubilosa satisfacción, lo vio derrumbarse.
—Pardiez —comentó alegremente Courtenay—. Dos fuera de combate y uno herido. —Echó una ojeada al tercer hombre, que gemía suavemente y se apretaba una muñeca doblada en un ángulo poco natural—. No es que me sorprenda; después de todo, no son precisamente lo que yo llamaría una fuerza combativa eficiente y disciplinada. De todos modos, se hace lo que se puede, ¿no?
—Cuando se vive en el arroyo uno se ve obligado a usar lo poco que da de sí el arroyo —sentenció Josse.
—Muy cierto, muy, pero que muy cierto. —Courtenay sonreía de nuevo—. Ahora, sir Josse, creo que me habéis hecho una pregunta. Dos preguntas. Parece que me habéis reducido a un ejército de un solo hombre, así que ¿por qué no me invitáis a vuestra casa y escucháis lo que tengo que deciros?
Asombrado, Josse no pudo sino repetir lo que acababa de oír.
—¿Invitaros a mi casa? ¿Por qué, en nombre de Dios, iba a hacerlo?
Con un ademán tan súbito que resultaba alarmante, Courtenay se le acercó hasta casi tocarle la nariz, con el semblante desfigurado por una emoción desconocida. Desvanecido el aire de desenfado y alegría, a Josse le dio la impresión de que estaba poseído.
—Porque tengo un asunto que proponeros. ¡Uno de incalculable importancia! —musitó. Con un gesto que abarcaba a sus compañeros caídos, añadió—: Reconozco que he empezado mal; debéis perdonar la brutalidad con que os he abordado, pero no se me ocurrió mejor modo. —Dejó escapar una risita—. ¿De dónde saqué la idea de que servirían? Me hubiera ido mucho mejor si me hubiese presentado a vuestra puerta y os hubiese pedido educadamente que me otorgarais unos minutos. —Miró a Josse de reojo—. Sólo que no me habríais escuchado, ¿verdad?
—Probablemente no.
—Bien. —El rostro de Denys contenía todavía la expresión ardiente—. ¿Qué decís, sir Josse? ¿Estáis dispuesto a escucharme?
«Joana está escondida —pensó Josse—. De todos modos, Will está en casa. Seremos dos contra uno y me aseguraré de que no entre ninguno de sus rufianes. Además, lo recibiré en mi propio terreno, lo cual es otra ventaja».
Se le ocurrió otra idea. Relajó la mano que aferraba el hombro de Denys de Courtenay y éste hizo una mueca y se lo frotó de inmediato.
—Podéis entrar… solo… en mi casa, con una condición.
—¿Cuál?
—Que liberéis a fray Saúl de sus ataduras y me ayudéis a llevarlo al interior, donde podrán atenderlo.
Courtenay suspiró.
—Debí imaginármelo. Muy bien, de acuerdo.
Josse lo observó regresar hacia el cuerpo tumbado entre las sombras y aparecer poco después soportando el peso del encorvado fray Saúl. Uno de los hombres caídos en el suelo murmuró algo, a lo que Courtenay contestó:
—Oh, haz lo que quieras. No, ya no he menester de ti. Por mí, puedes irte al infierno.
Otro murmullo, algo acerca de un pago, y Courtenay gritó:
—¡Ya tienes todo lo que vas a recibir de mí! Y he sido más que generoso, teniendo en cuenta lo poco útil que me has sido.
Seguía meneando la cabeza y rezongando cuando alcanzó a Josse.
—¿Qué ha sido de los criados honrados? —preguntó, en tanto Josse se pasaba el brazo de fray Saúl sobre los hombros y ayudaba a Courtenay a llevarlo al portal.
Josse no se molestó en contestar.
Una vez en el interior lograron que Saúl confesara que se sentía bastante mal y lo llevaron a la cocina. Ela se ofreció a atenderlo y Josse lo acostó suavemente sobre un montón de jergones apresuradamente apilados.
—Lamento tu dolor —le dijo mientras estudiaba su pálido rostro.
—¡No, no, sir Josse! Soy yo el que lo lamenta… lamento mucho mi fracaso.
—No fue culpa tuya, Saúl. Ahora, descansa. Deja que Ela te cure la herida y duerme.
Saúl ya había cerrado los ojos antes de que Josse se diera la vuelta.
Este último regresó al salón. Courtenay permanecía de pie junto al umbral, como si, habiendo conseguido que Josse admitiera su presencia, no deseara aprovechar la hospitalidad de su anfitrión sin que éste lo invitara a entrar. «Que se quede allí un rato —pensó Josse, huraño—. La corriente de aire le enfriará los ánimos».
Con inmenso alivio se percató de que no había señales ni de Joana ni de Will. Fue a la chimenea, le dio la espalda a Denys y, con las manos tendidas hacia las alegres llamas, inquirió:
—¿Y bien?
Oyó acercarse los cautelosos pasos.
—¿Puedo calentarme yo también? —preguntó educadamente Courtenay.
—No estoy seguro. —Josse se volvió despacio hacia él—. No os importó dejar al pobre fray Saúl fuera en una noche helada.
—¡Ay, sir Josse, no seáis mezquino!
Increíblemente, parecía esforzarse por reprimir la risa. ¿Acaso era todo un juego para él? Pero ¿y ese momento, breve pero intenso, afuera? ¿Dónde estaba el hombre que, pese al fácil encanto y el aparente sentido del humor, parecía obsesionado con una meta que lo impulsaba a seguir adelante, pese a todos los obstáculos que se le presentaban?
«Odio tener que reconocerlo —se dijo Josse—, pero siento curiosidad».
Acercó su silla a la chimenea, indicó el montón de alfombras y pieles al otro lado y, tratando de no evocar a Joana sentada allí tan poco tiempo antes, comentó:
—Sentaos.
Courtenay se acomodó con considerable gracia.
Josse lo estudió y él, al advertir el escrutinio, sonrió.
—¿Os parezco aceptable?
Josse no le hizo caso.
—Os habéis esforzado mucho para encontrarme. Lo menos que puedo hacer, supongo, es escuchar lo que tengáis que decir.
La sonrisa se amplió.
—Ah, es una decisión muy sabia, aunque lo diga yo.
—Adelante, pues, hablad. Decidme lo que queréis de mí.
Courtenay cerró brevemente los ojos, como si hiciera acopio de todos sus poderes de concentración, y tomó la palabra.