Capítulo dos
Al día siguiente, el tiempo mejoró; hacía más frío pero no llovía, y el viento había amainado. Josse emprendió el camino a media mañana, bajo un límpido cielo azul, arropado en una capa a cuya capucha Ela había añadido un forro de piel; se sentía bastante caliente y alegre.
Según iban trotando él y Horace, contempló el paisaje invernal que lo rodeaba. Diríase que todo el mundo se había marchado, abandonado sus chozas y aldeas, expulsados por una terrible calamidad. «No hay nadie en las calles, ninguna señal de vida, humana o animal», pensó.
Se sintió muy solo y, para animarse, se imaginó en el interior de una casita como la que habitaban Will y Ela. Reducida y oscura, sí, pero seca si se afanaba uno en arreglar el tejado con regularidad. Caliente: lo que todos hacían, sin falta, era mantener vivo el fuego, por pequeña que fuese la estancia o diminuta la chimenea. Razonablemente limpia, también, a condición de que una mujer la atendiera bien. Y, aunque compartir el hogar con animales tendía a dificultar la limpieza, ésta podía conseguirse.
De repente se dio cuenta de que no tenía la menor idea de cómo se conseguía.
El agua en riachuelos y estanques estaba congelada, y en sus orillas una rutilante escarcha cubría los restos de hierba y helechos secos. Josse distinguió una bandada de gansos que se mantenían vivos y activos, al contrario que la liebre muerta con la que acababa de toparse junto al camino, medio desentrañada por los depredadores. No cabía duda: las inclemencias del tiempo no tendían a favorecer la supervivencia de los más débiles.
Se arrebujó aún más en la capa, espoleó a Horace y volvió la cara hacia el largo y empinado camino que, desde lo alto de la ladera, descendía al valle donde se hallaba situado Tonbridge.
Anne estaba hecha un mar de lágrimas.
—Ay, mi señor, qué alegría veros, ¡me faltan palabras para describirlo! —sollozó, aferrada a la mano de Josse, estrujándosela. Lo hacía con tanta fuerza, que Josse no tuvo más remedio que zafarse del apretón.
—¡Qué problema, mistress Anne! —comentó, dándole una palmadita en el hombro.
—¡Dicen que le di un plato en mal estado para cenar! —dijo la posadera con indignación—. ¡Yo, que llevo toda la vida alimentando a la gente! Es un verdadero insulto —acabó, con sobria dignidad.
—Estoy de acuerdo, y, si os consuela, querida Anne, no creo para nada que seáis culpable.
Lo miró con expresión rebosante de esperanza.
—¿No lo creéis?
—No. Si por una fatal casualidad algún alimento hubiese estado en malas condiciones, ¿dónde están las demás víctimas?
Los labios de Anne se movieron, silenciosos, mientras lo rumiaba; seguro que, a pesar de ser una mujer muy lista, tardaba en entenderlo por la indignación y el disgusto, pensó Josse, compasivamente.
—¿Queréis decir que, si muchas personas hubieran comido lo mismo, todas habrían enfermado?
—Sí.
—Y no han enfermado… —Anne se estremeció—. ¡Gracias a Dios Todopoderoso! ¡No se han enfermado!
—Amén. Así pues, mistress Anne, hemos de considerar otras posibilidades.
La posadera lo contemplaba fijamente.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Pues, que tal vez estuviese ya enfermo al llegar, y que murió en la habitación de huéspedes de vuestra posada de algo que ya estaba escrito. Acaso estuviese muy borracho, sí, eso es, muy borracho, borrachísimo. Quizá… —Josse se interrumpió, incapaz de encontrar más posibilidades, y acabó sin gran convicción—: O algo por el estilo.
La posadera le dirigió una sonrisa agradecida.
—Tenéis un buen corazón, caballero, mi señor. —Se secó los ojos—. Me figuro que querréis hablar con algunas personas y hacerles unas cuantas preguntas.
«¿Ah, sí?», se preguntó Josse. De momento no se le ocurría nada, pero pronto se recompuso y dijo:
—Me gustaría ver la habitación donde murió y hablar con la camarera que lo encontró. —Parecía haber recuperado la capacidad mental—. Y más vale que averigüe quién era y de dónde venía, para hacer una visita a su familia, si es que poseía una.
—Si su familia también está enferma, quedaré fuera de sospechas —declaró Anne.
Tenía razón, pero no mostraba mucha consideración hacia los parientes del difunto. La conmoción, seguro. En condiciones normales, la posadera no le desearía a nadie una muerte espantosa sólo para probar que su comida no era dañina.
—Empecemos con la habitación de los huéspedes —anunció la mujer, precediéndolo por el pasillo.
Josse sintió cierto alivio al comprobar que habían limpiado la estancia. En las esterillas del suelo quedaban restos de humedad del reciente lavado, y el camastro, desnudo, sin ropa de cama, estaba envuelto entre vapores producidos por la condensación. Habían vuelto a fijar el trozo de cuero en la ventana y el frío y vigoroso aire que circulaba por el interior de la habitación pugnaba por disipar el penetrante hedor a vómitos que aún imperaba en ella.
—Lo encontramos tirado con una parte del cuerpo en la cama y la otra en el suelo —explicó Anne tapándose la nariz—. Como si se hubiese acostado y luego, al sentir las arcadas, se hubiese dado la vuelta hacia el suelo para vomitar. —Masculló algo acerca de lo desconsiderado de la gente, de lo poco que costaba buscar un cuenco en el que vomitar, y de lo repugnante que resultaba recoger y limpiar el vómito ajeno.
—¿Había bebido mucho?
Anne lo miró airada.
—Todos, absolutamente todos, bebieron mucho. Siempre lo hacen en día de mercado. Es mi mejor día.
—¿Creéis que pudo matarlo la borrachera?
La posadera reflexionó.
—He oído hablar de algunos casos —admitió—. Un mozo que conocí cuando yo era… eh… más joven… a él le ocurrió. Se emborrachó, se durmió profundamente boca arriba y se ahogó con su propio vómito. —Meneó la cabeza—. Pero no creo que le pasara eso a este pobre hombre.
—¿No?
Ella suspiró.
—No. Como os he dicho, estaba inclinado sobre el borde de la cama. El vómito le salió por la boca, no se le quedó en ella.
La descripción resultaba demasiado gráfica para Josse, sobre todo en una habitación que aún conservaba el olor a muerte dejado por su último ocupante.
—Hablaré con la moza que lo encontró —anunció y, con grandes zancadas, se encaminó hacia la puerta—. Vamos, mistress Anne.
La camarera que había descubierto el cuerpo era una muchacha de escasa estatura, delgada y macilenta, de unos catorce o quince años, con el cabello castaño claro atado en un moño sobre la nuca, pálidos ojos saltones, manchas en la barbilla, y manos regordetas enrojecidas por el contacto constante con el agua fría. No cesaba de moquear y de limpiarse con el reverso de la mano la gotita que se le escurría de la punta de la nariz. Se llamaba Tilly.
Josse detectó de inmediato que, por alguna razón, sus gentiles preguntas la alteraban.
—¡No puedo deciros nada! —insistía—. Entré y allí estaba ¡y no hay nada más que decir!
—¿Sabías quién era?
—¿Eh? ¿Qué queréis decir? —inquirió ella con aire taimado.
Josse lo intentó por otro cauce.
—¿Estabas sirviendo en la taberna la noche anterior?
Tilly vaciló.
—Puede ser. —Josse aguardó, y como si, a pesar de su limitada inteligencia, se diera cuenta de que no le serviría de nada eludir la verdad en una cuestión que podía comprobarse con el testimonio de otras personas, la moza respondió—: Sí.
—¿Y serviste al difunto?
—No —fue la respuesta instantánea, seguida de—: Sí, puede ser. No se puede estar segura cuando una anda tan ocupada.
—Por supuesto —la tranquilizó Josse—. Lo que te estoy preguntando es: cuando viste al muerto por la mañana, ¿lo reconociste como uno de los clientes de la noche anterior?
La mozuela lo miró como si le faltaran varios tornillos.
—¡Claro! ¡Se había quedado a dormir aquí!
El interrogatorio no conducía a nada y, al darse cuenta de que aún no conocía la identidad del fallecido, dio a Tilly las gracias por su ayuda —la chiquilla no advirtió la velada ironía— y la mandó de vuelta a la cocina.
Tuvo que hablar con media docena de hombres que habían estado en la taberna la noche de autos, antes que alguien supiera decirle la identidad del muerto.
Según los interlocutores de Josse, se trataba de Peter Ely; contaba unos treinta y cinco años de edad y labraba unas pocas fanegas de tierra en el valle de Tonbridge, a quince o veinte leguas de la aldea. Acostumbraba ir al mercado a vender lo que recolectaba como labriego y, luego, antes de regresar a casa, se pasaba por la taberna a tomar una copa y a comer.
Aquello era cuanto se sabía de él; nadie podía dar información sobre la posible existencia de una familia de Peter Ely.
Josse interrumpió el interrogatorio de la clientela de la taberna. «La respuesta fácil —reflexionó mientras paseaba por el patio— es que ya estaba enfermo, y casi espero que así fuera; de lo contrario, si, como estoy convencido, podemos descartar la comida en mal estado, entonces alguien lo mató. Le puso veneno en el plato sin que él se diera cuenta y lo asesinó.
»Y, si eso es así, tengo que preguntarme quién lo hizo. ¿Quién diablos, y por qué motivo, habría deseado matar a un pobre y humilde labriego que no parece haber llevado una vida fuera de lo normal?».
Meneó la cabeza, perplejo y acoquinado.
Se le ocurrió una idea, inducida por el repentino gruñido de su hambriento estómago.
Comida. El plato con la comida.
¿Acaso…?
Volvió a entrar apresurado en la taberna y corrió en busca de Tilly.
—Es por toda la confusión —dijo ésta, señalando con gesto impotente los montones de tajaderos, fuentes y platos incrustados de comida, apilados en un cobertizo adosado a la cocina—. Siempre hay mucha confusión el día después del mercado, y, con eso de que sacaron el cuerpo y tuvimos que limpiar las mesas, con los ires y venires y demás… —Las palabras acabaron con un suspiro cansino, como si no tuviera ánimo para acabar la frase.
Tres días después del mercado y todavía no habían lavado nada. No, Josse estaba convencido de que Anne no lo consentiría en circunstancias normales.
—Tranquila, Tilly —la alentó—, estoy seguro de que nadie se va a enojar contigo. —Ella lo miró con expresión apesadumbrada, como si no compartiera su opinión—. De todos modos, puede resultarnos muy útil que las fuentes estén sucias todavía. —Revisó el desorden y se preguntó por dónde empezar—. Eh, Tilly, trata de hacer memoria y dime lo que cenó el muerto.
Al ver que no contestaba, se volvió hacia ella y advirtió su expresión: los pálidos ojos abiertos de par en par, el semblante aún más desencajado y cubierto de un fino velo de sudor; parecía aterrorizada.
—Tilly —insistió, tratando de sonar gentil—, ¿qué pasa?
La muchacha meneó la cabeza y dejó escapar un sonido estrangulado. Josse esperó un momento, al cabo del cual, como si reconociera haber cometido un terrible crimen, la jovencita susurró:
—Pastel. Comió pastel de pollo y verduras.
Josse se preguntó a qué se debía tanto desasosiego por una pregunta que sin duda no le resultaba inesperada. Puso manos a la obra con las pilas de vajilla. No hizo caso de los burdos platos de madera sobre los que los parroquianos trinchaban la carne y comían las viandas preparadas por Anne, ya que no había manera de saber cuál había usado Peter Ely. Lo que Josse deseaba inspeccionar era la considerable cantidad de fuentes sobre las que, presumiblemente, se había preparado cada plato, y de las que se habrían cortado las porciones individuales.
Se le antojó que había docenas y docenas. «Ay, Señor, ¡esto es imposible! —pensó, sintiendo que la tarea lo superaba—. Pongamos que logre detectar en qué fuentes había pastel… ¿entonces, qué?».
Debajo de la segunda columna de tambaleantes tajaderos, Josse descubrió, tras apartarlos uno por uno, la enorme fuente sobre la que estaban apilados. Trozos de hojaldre se adherían al borde de la fuente y en el interior se hallaban restos de carne, salsa y verduras. La levantó y miró a Tilly con expresión inquisitiva; ella asintió, transcurrido un momento.
Josse clavó la vista en la fuente y se le quitaron las ganas de dar el siguiente paso lógico. Una habitación llena de vómitos, el rostro de un hombre con un rictus de agonía…
Cogió firmemente un trozo de cebolla entre el pulgar y el índice, se lo acercó al rostro y lo examinó; lo olfateó y, finalmente, lo tocó apenas con el interior del labio inferior.
Nada.
Aguardó. La penetrante mirada de Tilly pareció quemarlo.
Nada.
Metió cuidadosamente la cebolla en la fuente y dejó esta última en el suelo del cobertizo.
Todavía nada.
«Me equivoqué; al menos, con esta fuente. Eso significa que tendré que revisar las tres pilas que quedan para ver si descubro otra fuente de pastel».
Una perspectiva nada grata.
—Tilly, voy a seguir buscando. ¿Te acuerdas de cuántos pasteles se consumieron el día del mercado? Porque…
Un ligerísimo cosquilleo en el labio inferior.
Se enderezó. Aguardó.
No.
Qué se le iba a hacer. Era…
¡Sí! El cosquilleo casi imperceptible, el punto del labio inferior que había tocado la cebolla, ahora le quemaba como si lo hubiese tocado con un carbón al rojo vivo. De un codazo apartó a Tilly, corrió a la bomba que había en un rincón del patio y subió y bajó febrilmente la manivela, con la boca abierta bajo el chorro de agua helada. Más por un reflejo de autoconservación que por razonamiento, colocó la cabeza de tal modo que, en lugar de tragar el agua que le llegaba a la boca, ésta caía al suelo.
La quemazón pronto disminuyó. A pesar de ello, siguió enjuagándose la boca hasta bastante rato después. Se le entumecieron tanto los labios y la cara, que habría deseado aplicar sobre ellos un carbón ardiente.
Se lavó entonces las manos, frotándose repetidamente el pulgar y el índice derechos.
Cuando quedó convencido de haberse limpiado a conciencia, pidió a Tilly un saco viejo y, con cuidado de no volver a tocar el plato, lo envolvió y fue en busca de la posadera.
Sentada en la taberna, con los pies sobre una mesa, Anne bebía una jarra de cerveza. Alzó una mirada aprensiva cuando Josse entró.
Éste levantó el saco.
—He encontrado al culpable —dijo en voz queda—. No fue tu pastel, Anne, al menos no el pastel que salió de tus hábiles manos.
Lo miró dubitativamente. Se notaba que no estaba dispuesta a tranquilizarse hasta que se lo hubiese contado todo.
—¿Y?
—Sugiero que destruyamos esto. —Josse balanceó el saco—. Que rompamos la fuente y la enterremos donde ninguna criatura pueda desenterrarla.
—¿Por qué?
—Alguien le añadió veneno. A menos que me equivoque, y no lo creo, alguien añadió una buena dosis de acónito en una porción del pastel de pollo y luego se lo dio a Peter Ely.
Ahora que sabía lo del veneno, ya no existía motivo alguno para visitar a los parientes de Peter Ely y averiguar si otro miembro de la familia había enfermado. Sin embargo, Josse decidió ir de todos modos: no le parecía bien que nadie fuera a darles la noticia y sabía que, si no iba él mismo, no lo haría ningún otro; sobre todo después de que las autoridades descubrieran lo del acónito, y Tonbridge se alterara como un gallinero acechado por un zorro.
El sheriff Pelham y Josse ya se conocían. Josse no tenía muchas ganas de encontrarse de nuevo con él y, al parecer, el sentimiento era recíproco.
—¡Otra vez vos! —exclamó Pelham cuando, antes de ir a la parcela de los Ely, Josse fue a pedirle que le dieran las escasas pertenencias del finado.
—Otra vez yo —convino.
Le explicó su misión, y el sheriff se rascó la cabeza para ver si encontraba una objeción; como no halló ninguna, le entregó de mala gana una burda bolsita de lino.
—Quiero que me la devolváis cuando acabéis —ordenó, señalando la bolsa con una uña mugrienta—. Es propiedad de la justicia.
—No se me ocurriría privaros de ella —contestó Josse, y se puso en marcha sin esperar respuesta.
El hogar de los Ely consistía en una desvencijada choza pegada a una fila de tres chozas más, que, a primera vista, parecían más cuidadas. Peter Ely, observó Josse, no era la clase de hombre que dedicara tiempo a las reparaciones: el tejado estaba agujereado, la puerta desencajada… La vivienda en sí tenía un aire mísero, abandonado.
Tras desmontar, Josse ató a Horace, se encaminó hacia la puerta y se asomó a la única habitación de la casa.
—Hola —dijo.
Dos siluetas aparecieron entre la penumbra, seguidas por otra, más pequeña; cuando la vista se le acostumbró a la escasa luz, pensó que serían el padre, la esposa y el retoño adolescente de Peter Ely, aunque costaba ver si el último era varón o hembra.
—¿Eh? —preguntó el anciano.
—Vengo de la aldea —explicó Josse, sin saber muy bien por dónde empezar. ¡Aquellos pobres miserables ni siquiera estaban enterados de que Peter estaba muerto!—. En busca de los familiares de Peter Ely.
La mujer lo contempló con expresión apagada.
—Está muerto.
—Lo sé y lo lamento.
Todos guardaron silencio y los tres Ely siguieron mirándolo. Finalmente Josse recordó la bolsa.
—Esto era suyo —manifestó, y les entregó la bolsa. La mujer tendió rápidamente un brazo y, con un gesto a todas luces automático, se la arrancó de las manos antes de guardársela a toda prisa entre los dobleces de la vestimenta, fuera lo que fuese—. Son las cosas de Peter —añadió—. Encontradas en su…
—Aaah —dijo el anciano.
—¡Me las quedo yo! —masculló la mujer y dio al viejo un violento codazo en las costillas, como eludiendo un intento de quitarle las pertenencias de su difunto marido—. ¡Todo lo que tenía él es mío!
Al parecer a nadie se le ocurrió discutírselo.
Y los cuatro permanecieron en la misma posición durante unos minutos, al cabo de los cuales Josse carraspeó.
—Parece que a Peter lo envenenaron. Me temo que no puedo deciros más que eso.
—Lo envenenaron —repitió el anciano.
Fue la única respuesta y sonaba más a constatación que a gemido desolado.
Desesperado, Josse espetó:
—Me despido. —Montó a Horace, lo espoleó y se marchó al galope.
Obviamente tendría que hospedarse en la posada, pues, aparte de que empezaba a oscurecer, todavía le quedaba mucho por averiguar.
Esperaba que Anne le diera una habitación que no fuera la del difunto, y tuvo suerte porque se la ofreció, después de algunos apresurados cambios.
Después de cenar (cocido de cordero acompañado de cerveza, delicioso) no le apetecía acostarse, y menos pensando en lo fría que seguramente estaría la cama, así que permaneció en la taberna. De repente, la posadera entró como un rayo.
Por su semblante, Josse advirtió que tenía algo que decirle y le preguntó, sonriente:
—¿Y bien? ¿Qué noticias me traes?
Ella correspondió a la sonrisa.
—Yo no; es esa mocosa.
—¿Tilly?
—La misma. Está… Oh, más vale que lo veáis con vuestros propios ojos. A la larga será más rápido.
Le quitó la copa, la dejó bruscamente sobre la mesa y, cogiéndolo de la manga, tiró de él fuera de la taberna, por el pasillo que conducía a la cocina. Tapándose la cara con las manos, Tilly parecía sollozar.
—¡Vamos, moza! —le dijo Anne, encolerizada—. ¡Puedes decirle al caballero lo que me has dicho a mí!
—¡Oh, no! —chilló la camarera.
Anne cruzó los gruesos brazos sobre el voluminoso pecho.
—O se lo dices tú o se lo digo yo —amenazó.
—Vamos, Tilly. —Josse avanzó y se agachó al lado de la muchachita—. ¿Qué puede ser tan terrible? —Soltó una risita—. Después de todo, tú no envenenaste al viejo, ¿verdad?
Se rió de nuevo. No tardó en darse cuenta de que reía solo; Anne lo miraba con expresión tormentosa y Tilly había roto a llorar de nuevo.
—Ay, Dios mío misericordioso —masculló Anne—. Tilly, de verdad que no lo envenenaste, y nadie va a acusarte de hacerlo mientras me quede un hálito de vida. Puede que no valgas mucho —añadió entre dientes—, pero eres mejor que nada y no tengo intención de dejar que te lleven y te acusen de algo que no has hecho.
Esto pareció tranquilizar un tanto a Tilly, que levantó la cabeza y miró a Josse con ojos enrojecidos. Éste opinó que el desasosiego no la favorecía.
—Tilly… —insistió con gentileza.
Ésta tomó una profunda bocanada de aire.
—Era el último trozo de pastel. Había un hombre apuesto, con un hermoso y brillante cabello negro, como el de un caballo. Me lanzó una sonrisa muy amable y me dijo que qué le recomendaba. Qué era lo más sabroso. Y, como era la última porción y él era tan afable, yo, pues, yo… —Y se echó a llorar nuevamente.
—Estabas sirviendo a un hombre agradable y amistoso —dijo Josse en un intento por recuperar el hilo de la narración— e ibas a servirle el último trozo de pastel, ¿verdad?
Tilly asintió.
—Sí. Estaba preparando el plato: un trozo de pastel, salsa, unas verduras, una rebanada de pan, cuando Tobe me gritó…
—¿Tobe?
—Tobías —explicó Anne—. El mozo.
—Ah. Sigue, Tilly.
—Tobe gritó: «¡Otro pastel de pollo!», y me dije que tendría que empezar a cortar otro. Luego pensé que por qué no darle a él la primera porción, ya que era tan agradable, y el trozo que quedaba, a la otra persona que quería pastel. Sobre todo cuando miré y me di cuenta de que el que recibiría la porción nueva era un viejo tonto, medio borracho. —Echó una ojeada a Josse—. ¿Lo entendéis?
Como explicación resultaba engorrosa, pero Josse pensó que sí, que la entendía.
—Dos personas pidieron pastel; el hombre amistoso y apuesto y el hombre que, según sabemos ahora, era Peter Ely. ¿No es así? —Tilly asintió y se limpió un largo moco verde con el dorso de la muñeca. Josse dio un paso atrás—. Sólo quedaba una porción del pastel que habías estado sirviendo y, naturalmente, se lo habrías servido al hombre apuesto en vez de empezar a cortar porciones de un pastel nuevo. ¿Voy bien?
—Sí. Ella… la ama… es muy estricta con eso. Siempre tenemos que acabar un plato antes de empezar uno nuevo.
—Bien. Pero luego, justo cuando ibas a llevarle su plato al hombre apuesto, Tobías te gritó pidiéndote otra porción de pastel, lo que quiere decir que podías darle los restos del pastel viejo…
—No creo que me guste que lo llaméis pastel viejo —se quejó Anne—. No era viejo, era de esa misma mañana, ¡igual que toda la comida del día!
—Sí, Anne —aceptó Josse, tratando de no mostrar su irritación—. Sólo lo llamo viejo para diferenciarlo del que todavía no se había cortado. ¿De acuerdo?
Anne hizo un mohín de asentimiento.
—Está bien.
—Ahora, Tilly… —Josse se volvió hacia la muchacha—. Decides darle la última porción del pastel ya cortado a Peter Ely y preparas un bonito plato con el pastel que acabas de cortar para el hombre apuesto. ¿Sí?
—¡Sí! —Tilly se arriesgó a esbozar una sonrisilla apenas visible.
—¿Ves que no fue tan difícil? —exclamó Josse.
Pero la jovencita se dejó llevar nuevamente por la melancolía.
—Le di el pastel que lo mató —gimió.
—¡Sí, mozuela, pero no fue culpa tuya! —declaró Josse, exasperado—. Tú no envenenaste la porción que quedaba, ¿verdad?
—¡Claro que no!
—¡Lo ves! Y…
Josse estaba a punto de decir: «Y, si no hubieses cambiado las porciones, tu hombre apuesto habría muerto en lugar de Peter Ely»; pero se dio cuenta de que el comentario probablemente no la animaría y se lo guardó para sí.
Más tarde, tumbado en un estrecho camastro, bajo unas mantas tan delgadas que se alegró de llevar consigo su gruesa capa —Anne le había explicado que normalmente habría tenido más mantas pero las que Peter Ely había manchado todavía no estaban secas—, Josse repasó los progresos de la jornada.
No tardó mucho.
Alguien había querido matar a alguien. Lo habían seguido hasta la posada de Tonbridge, habían oído lo que pedía de cena y se las habían arreglado para entrar a escondidas en la cocina, donde todos andaban atareados, y añadir una dosis mortal de acónito en la porción de pastel destinada a la víctima.
Acónito, pensó momentáneamente distraído. Conocido también como «matalobos», tenía flores azules con forma de capucha de fraile, hojas como las del perejil y una raíz semejante a un diminuto nabo marrón. Los curanderos aliviaban dolores frotándolo en la piel, pero debía usarse con cuidado, pues todas las partes de la planta resultaban venenosas. Uno de los venenos más antiguos de la humanidad, muy conocido y probablemente muy utilizado por romanos y griegos.
¿Sería fácil de conseguir allí, en el sureste de Inglaterra? No lo sabía. En todo caso, que fuera fácil o no, alguien lo había conseguido.
«El pastel envenenado iba casi de camino a la víctima —Josse retomó el hilo—, cuando la moza Tilly cambia los platos para recompensar a su amigo, el hombre apuesto, con el pastel recién cortado. Pobrecita —pensó, distrayéndose de nuevo—. No creo que con ese pequeño gesto filantrópico hubiera llegado lejos con el hombre del cabello brillante, teniendo en cuenta su aspecto magro, su cortedad y su costumbre de limpiarse la nariz con la mano.
»¿Por dónde andaba? —Empezaba a adormecerse—. Ah, sí, el intercambio de pasteles».
No era de sorprender que le costase tanto imaginar al inocuo Peter Ely como víctima de un asesinato. No lo había sido. El pastel envenenado no era para él, sino para el hombre apuesto de Tilly.
Y éste se había marchado hacía más de tres días, probablemente sin saber que alguien había intentado envenenarlo. Puesto que nadie sabía quién era, de dónde venía ni adonde iba, el próximo paso que debía dar Josse para desentrañar el enigma ya estaba marcado.