Capítulo cuatro
Al alejarse de la abadía, Josse se preguntó si la abadesa consideraría como una interferencia no deseada lo último que había hecho antes de salir. Se preguntó si, al averiguarlo, se enojaría con él.
Esperaba que no. Y, aunque así fuera, era un precio que pagaría con gusto.
Antes de marcharse había ido a ver a sor Eufemia y le había dicho que le había horrorizado el aspecto de la abadesa.
—¡No hace falta que me lo digáis a mí! —había protestado Eufemia, enojada—. ¡Tengo ojos en la cara! ¡Y debisteis verla la semana pasada! ¡Dios Santo Misericordioso!, ¡si hasta hubo una noche en que temí por su vida, de tanto que le subió la fiebre!
—¿Qué le pasa?
Eufemia se encogió de hombros.
—Las gentes dicen que hay una buena cantidad de fiebres corriendo por ahí. Éste es un invierno duro. La enfermedad de la abadesa llegó con los peregrinos. Había cuatro, dos viejos y dos jóvenes. Los viejos murieron; no pudimos hacer nada por ellos; ¡el agua sagrada no siempre obra milagros si el cuerpo está muy enfermo!
—¿Enfermaron muchas de vuestras monjas y monjes?
Eufemia soltó un «¡ja!» indignado.
—Me da vergüenza reconocerlo, pero la mayoría de nuestras monjas y monjes se mantuvieron alejados. La propia abadesa se turnó conmigo y sor Calixta para cuidarlos, y fray Saúl nos relevaba cuando íbamos a los servicios religiosos. Me imagino que Calixta, Saúl y yo evitamos casi todas las infecciones porque el buen Dios nos protege, dado que estamos en contacto constante con los enfermos. Pero la abadesa es diferente. Estaba ya agotada cuando vino a ayudarnos, sir Josse, y parece que las fiebres aquejan más fácilmente a las personas cuya energía ha disminuido. —Eufemia meneó tristemente la cabeza—. Se hace cargo de demasiadas cosas, me paso la vida diciéndoselo. Para lo que me sirve. Más me valdría guardar el aliento para enfriar la sopa.
—Sor Eufemia, la abadesa tiene que hacer menos cosas. Estaba ocupada en el libro de registro cuando entré a verla. ¿Podéis mandarle a una monja capaz, que la releve en eso al menos, hasta que se sienta mejor? Tiene que haber alguien que pueda hacerlo.
—Claro que sí —convino Eufemia—. Dejádmelo a mí, sir Josse.
—¿Creéis posible que otras monjas se encarguen de todas sus tareas? Además, me parece que conviene que alguien le haga compañía —añadió, a sabiendas de que con ello le robaría a Helewise toda su preciada y, bien lo sabía, limitada soledad—, para estar seguros de que descansa.
Eufemia le echó una mirada de comprensión, como leyéndole el pensamiento.
—Sí, ya os lo he dicho, dejadlo todo en mis manos.
¡Qué suerte haber escapado!, reflexionó Josse mientras espoleaba a Horace. No sería él quien tuviera que aguantar la reacción de Helewise cuando se enterase de sus maquinaciones con sor Eufemia…
Se alegró de llegar a las afueras de Tonbridge, aunque hubiese oscurecido del todo, porque la temperatura había bajado y, a pesar de la capucha forrada, le dolían las orejas por el frío.
Pidió una generosa cena; no porque se la hubiese ganado, reflexionó, pues no había esclarecido casi nada ese día. Y, para colmo, ahora le preocupaba la salud de la abadesa.
Bueno, al menos la había dejado en buenas manos.
Puesto que no le apetecía enfrentarse a las preguntas de la posadera Anne, ni a la mirada ansiosa de Tilly al enterarse de que no tenía nada nuevo para contarles, dio cuenta de la cena, apuró la cerveza y se acostó temprano.
Mediada la mañana del siguiente día, emprendió camino hacia el castillo.
Nada más cruzar el vado y enfilar la empinada vereda, se dio cuenta de que nadie parecía haber pasado por ella recientemente: en el suelo congelado no se divisaban huellas, y el puente levadizo estaba levantado a medias. Sólo un hilillo de humo se elevaba dentro de los confines de los sólidos muros. Producto de un brasero exterior más que de la gran chimenea del salón principal, pensó.
En respuesta a su llamada, un hombre apareció en el extremo opuesto del puente levadizo. En lugar de bajarlo para franquearle el paso, le gritó:
—¿Sí?
—¿Está la familia en casa?
—No.
El hombre estaba a punto de regresar al interior, pero Josse lo detuvo.
—¡Un momento!
Y el hombre se volvió de mala gana.
—¿Qué queréis?
—Busco a un forastero, un noble, posiblemente amigo de la familia. Pienso que tal vez se aloja con ellos o ha venido de visita.
—No hemos tenido visitas. Como he dicho, la familia no está.
¿Dónde estaban?, se preguntó Josse. ¿Y qué demonios los habría impulsado a abandonar la comodidad del hogar con este tiempo?
—Haríais bien en marcharos —añadió el hombre—. Si es que valoráis vuestra salud.
—¿Por qué? —Josse sintió un estremecimiento de alarma recorrerle la espalda.
—Enfermedad —respondió el hombre con el aire satisfecho de quien advierte de un peligro del que se siente inmune—. Hay fiebre en la nueva abadía. No debieron construirla, al menos no tan cerca del vado, tan cerca de donde todos los arroyos se juntan. Es un lugar pantanoso. El aire es malo y esparce toda clase de pestilencias. La familia se ha ido a Suffolk y tengo órdenes de mantener el puente levadizo levantado. —Dio un golpe a las sólidas tablas con la palma de la mano—. No podéis entrar, quienquiera que seáis, y yo no pienso salir.
Cosa comprensible, pensó Josse.
—¿Y no ha venido nadie? ¿Ningún noble ha venido de visita?
El hombre dejó escapar una risita socarrona.
—Habría tenido que nadar —indicó, señalando el agua cenagosa del foso, medio helada y ennegrecida hasta lo increíble por asquerosas porquerías—. Y eso es algo que no le recomendaría a nadie.
Josse alzó un brazo.
—Gracias por vuestro tiempo —gritó e hizo girar a Horace, dispuesto a marcharse.
—El tiempo me sobra —replicó el hombre, que se volvió hacia las oscuras sombras del cuartel de la guardia—. ¡Que tengáis un buen día!
Cuando Josse giró la cabeza para responder al saludo, le pareció ver un movimiento. Arriba, en las almenas… ¿Era una cabeza lo que se había asomado por encima del sólido muro y retirado a toda prisa?
Mantuvo la vista fija en el lugar, pero no había nada que ver.
Probablemente un cuervo, se dijo. Nada más siniestro que un cuervo. Después de todo, como había dicho el hombre, cualquier persona no invitada habría tenido que cruzar el foso a nado.
Como no prestaba atención a lo que hacía Horace, no se fijó en que éste tomaba una senda diferente para el descenso. Estaba a punto de tirar de las riendas y regresar al camino por el que había llegado cuando, de repente, atisbo algo.
Herrajes. Huellas de herraduras.
Alguien había subido por ese sendero, mucho más estrecho que el otro y casi oculto, y de eso hacía muy poco.
¿El hombre con el que había hablado, quienquiera que fuera, que regresaba de la aldea con la compra?
No. Había dejado muy claro que pretendía mantenerse aislado y a salvo en el castillo hasta que terminara la amenaza.
Entonces, ¿quién?
Decirse que no debía llegar a conclusiones precipitadas no le sirvió de nada, y se resignó a la perspectiva de pasar varias horas a la intemperie a pesar del frío. Desmontó y guió a Horace hasta un frondoso grupo de avellanos que, bañado por los débiles rayos del sol de febrero, lo abrigaría del viento.
Y se preparó para soportar una larga espera.
Más tarde pensó que debería haber llevado comida consigo. Aunque, en realidad, pronto tendría que renunciar a su espera, no por él, sino por Horace. En el horizonte el sol se ponía y, por momentos, su insignificante calor y su pálida luz se debilitaban. La oscuridad no tardaría en caer.
Aun así, se obligó a esperar un rato más.
Al desvanecerse la luz del sol oyó un ajetreo proveniente de más arriba, desde la dirección en que se encontraba el castillo. Un murmullo de voces, rápidamente interrumpidas, y un largo y sostenido retumbar, que acabó en un ruido sordo. Tras una brevísima pausa, volvió a repetirse.
También percibió el sonido de cascos de caballo bajar por el más estrecho de los dos senderos. Pero era apenas audible, demasiado débil; ¿irían los cascos amortiguados con alguna tela?
Iba a pasar justo frente a su escondite.
Josse se adentró aún más en el grupo de avellanos y tapó el morro de Horace con las manos.
El sigiloso caballo que llegaba del castillo se acercaba cada vez más… y a Josse le pareció distinguir el ligero tintineo del arnés.
Contuvo el aliento.
Jinete y caballo pasaron de largo.
A pesar de la breve vislumbre que le permitían los avellanos, no le cupo duda de que era un hombre completamente envuelto en una voluminosa capa.
Tras aguardar a que el jinete no pudiera oírlo, Josse sacó a Horace del refugio de los avellanos, montó y salió en pos de la otra cabalgadura.
Resultaba difícil calibrar la distancia desde la cual poder ver sin ser visto. La penumbrosa luz era, a la vez, una ventaja y todo lo contrario.
Lo siguió unas leguas y, al ver que se detenía, se apresuró a resguardarse bajo la sombra de un roble. El jinete desmontó y, mientras Josse lo observaba, se agachó para quitar una suerte de cubierta, como de sarga, de las patas del caballo.
Una partida en el ocaso, se dijo Josse, hecha con todo el sigilo posible.
El jinete se adentró en una espesa franja de bosque, tal vez una parte del enorme Weald, dedujo Josse, aunque la escasa luz de la ya nublada noche le había hecho perder el norte. Al momento siguiente, el jinete no estaba, lo había perdido de vista.
¡Malditos fueran los fuegos del infierno!
Espoleó a Horace y escudriñó entre los árboles, tratando de detectar algún movimiento del ramaje.
¡Imposible! No veía nada.
Detuvo a Horace y aguzó el oído.
Silencio.
Desmontó. Nunca se sabía: a pesar de lo helado que estaba el suelo quizá pudiese descubrir la huella de alguna herradura. Se agachó, se quitó un guante y, con los dedos extendidos, tanteó el suelo en busca de una hendidura que indicara que alguien había pasado por allí recientemente.
En vano. Ya no distinguía nada y descartó la idea de seguir por el sendero, a pesar de ser el camino que probablemente había tomado el jinete.
Avanzó un par de pasos y se agachó para intentarlo una vez más. De repente, Horace dio un relincho de alarma, echó la cabeza para atrás y soltó las riendas sujetas por la mano de Josse. Justo cuando éste hacía ademán de levantarse, percibió un débil silbido junto a la oreja derecha.
En el instante en que su cerebro registraba la alarma, recibió el golpe.
Un dolor intenso concentrado en mitad del cogote. Una vaga sensación del frío suelo del bosque y unos cristales de hielo pegados a la mejilla.
Luego, nada.
Al despertar sintió que algo le hacía cosquillas en la nariz. Algo suave pero de olor penetrante. ¿Qué olía así? ¿Las cabras? ¡No! ¡Las ovejas!
Un trozo de piel de oveja.
Apestosa, sí, pero calentaba. Movió los dedos de los pies. Calientes también. ¡Qué gozo! Cerca de allí oyó el chisporroteo de un fuego. Fuego. Piel de oveja. Calor. ¡Ah, esto sí que era bueno! Mejor que permanecer al relente en la ladera de debajo del castillo de Tonbridge, tratando de evitar que Horace diera vueltas y revelara su presencia…
¡Horace!
Se sentó de golpe.
Su cabeza pareció estallar, y todo pensamiento que tuviera que ver con Horace se borró. Gruñó en voz alta.
—¡Acostaos! —le exhortó una voz.
Por un momento Josse creyó encontrarse con Helewise y que, gracias a una extraña situación invertida, ella lo cuidaba a él y trataba de convencerlo de que descansara. ¿Acaso se le habría transmitido su dolor de cabeza? No le importaría en realidad, sólo que le parecía raro…
No. No podía hallarse en el camastro de Helewise. La abadesa no se acostaría bajo una manta tan apestosa como aquélla.
Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, abrió los ojos.
A la grisácea luz de la mañana vio que se encontraba en una tosca cabaña, hecha de troncos entrelazados con mimbres de sauce. El aire frío penetraba a través de las numerosas grietas de las paredes. Estaba tumbado en una cama de helechos y la apestosa manta era, en efecto, una piel de oveja mal curtida.
Un movimiento atrajo su atención. Volvió la cabeza con mucho cuidado, y vio una silueta en el vano de la puerta.
Una silueta bajita; a juzgar por la vestimenta, se trataba de un niño. ¿Ocho años? ¿Nueve? Pese a ser tío de varios mozuelos, no sabía calcular la edad de los niños. Mientras lo contemplaba, el muchacho entró, se arrodilló a su lado y le acercó una taza que llevaba en una mano. Alzó la cabeza de Josse con suavidad, evitando tocarle la herida, y puso el borde de la taza en los labios del convaleciente.
Un líquido caliente, condimentado con lo que parecía ser cebolla, entró chorreando lentamente en su boca.
Mmm. Bueno.
—Mmm. Bueno —dijo en voz alta.
—Es caldo de cebolla —contestó una voz alegre—. Al menos, eso se supone. No cocino mucho, pero a mi me supo bueno.
—Es posible que le falte un poquitín de sal —sugirió Josse.
—¡Sí! Pero es que no tengo sal.
—Oh.
Se produjo un silencio. El mozalbete se acomodó en el suelo, cerca de Josse, y dijo:
—Soy Ninian. Ninian de Lehon. Se supone que no debo decirlo, pero no le diréis a nadie que os lo dije, ¿verdad?
Josse movió el cuerpo para poder observar la mirada del muchacho. Sus ojos eran de un azul raramente intenso, brillante. Recordó la confiada pregunta de Ninian y contestó:
—No, claro que no.
—Tengo siete años y cinco meses. Me gusta montar y me gusta hacer campamentos… Éste es mi campamento, el más reciente y el mejor. Me gustan los galgos… Voy a tener un galgo cuando cumpla diez años. Y no me gusta ir a la escuela.
—A mí tampoco —reconoció Josse.
El mozuelo se echó a reír.
—Sois demasiado viejo para ir a la escuela.
—Sí, pero recuerdo perfectamente que no me gustaba.
—Mi poni se llama Trovador, y…
Poni. Caballo. ¡Horace! El recuerdo le volvió de sopetón.
—¿Dónde está Horace?
—¿Es vuestro caballo? Está bien. Lo he metido en el refugio con Trovador. Le quité la silla y le puse la otra manta de Trovador, sólo que le queda algo pequeña. Le habría quitado la brida, pero no habría sabido cómo atarlo, porque el refugio no es muy sólido y podría haber salido de un empujón. Así que no se la quité.
—Gracias por cuidarlo —dijo Josse con solemnidad.
—De nada.
Otro silencio. Con la uña de un índice, una uña mugrosa en una mano igualmente mugrosa, Ninian se arrancó una costra del dorso de la otra mano. Dejó una gota de sangre que el niño sorbió, antes de comerse la costra.
—¿Está buena? —inquirió Josse.
Ninian ladeó la cabeza.
—Estaría mejor con un poquitín de sal. —Y, entre carcajadas, exclamó—: No habéis dicho «aj». Mi madre siempre lo dice. Ella…
De súbito, su expresión cambió. Se levantó de un salto.
—Tengo que irme. Prometo que volveré. —Se inclinó sobre Josse, escupió en la mano derecha y se la tendió a Josse—. Pero tenéis que prometerme que no me seguiréis —exigió en tono angustiado.
Josse extrajo la mano derecha de la piel de oveja, escupió en ella y estrechó firmemente la de Ninian.
—Te doy mi palabra.
Ninian asintió, salió corriendo y desapareció.
Transcurridas unas horas, al principio de la tarde a juzgar por la luz, Ninian regresó. Josse, dormido, no se había percatado del paso del tiempo.
El niño llevaba una bolsa de tela, de la que extrajo pan, una porción de queso amarillo y duro, un frasco de agua («Quería traer vino, pero me habrían visto, así que no lo traje», explicó), una manzana demasiado madura y un pastelito coronado por una nuez. Josse, que hasta ese momento no se había dado cuenta del hambre que tenía, se lo comió todo e, inmediatamente, se sintió mejor.
—He traído esto también. —El chico se desató una cuerda que llevaba en torno a la cintura—. Se me ocurrió que podríamos hacerle a Horace un collar para la cabeza y así poder quitarle la brida.
—Eres muy amable. —Josse cogió la cuerda y le hizo un nudo—. Ten. Pásasela por las orejas, tira un poco del lazo y usa lo que sobre para atarlo.
Ninian clavó la vista en el improvisado ronzal.
—Oh.
Oh, sí, pensó Josse. Horace era un caballo muy grande y Ninian, un mozuelo muy pequeño.
—¿Quieres que lo haga yo?
Los azules ojos de Ninian se dirigieron hacia Josse.
—No. Tenéis que seguir acostado: habéis recibido un buen golpe en la cabeza. —Josse se dijo, divertido, que hablaba como si repitiera un comentario que hubiese oído en boca de otros—. Ya lo haré yo.
Se puso en pie antes de perder el valor. En el umbral se volvió y preguntó:
—¿Verdad que no muerde?
—Nunca.
Josse esperó. Pese a su tamaño, Horace era una montura muy bien educada, sobre todo con quienes trataran de ayudarlo.
Al cabo de muy poco tiempo oyó a Ninian regresar corriendo.
—¡Lo logré! ¡Lo logré! —gritó y bailoteó, cosa nada fácil en tan limitado espacio—. ¡Casi me dio las gracias cuando le quité la brida! No me costó nada ponerle el ronzal. No lo estreché demasiado, y ahora el buen Horace puede descansar también.
—Has sido muy valiente. Gracias, Ninian de Lehon.
Éste esbozó una sonrisa traviesa.
—De nada. No conozco vuestro nombre, así que no puedo trataros con la misma formalidad.
—Josse d’Acquin.
—Acquin —repitió el pequeño—. ¿Está en Francia también?
—Sí. —¿También? ¡Sí! ¡Habría apostado casi cualquier cosa a que Lehon era un apellido francés!
—¿Os acordáis de que prometisteis no decírselo a nadie? —insistió Ninian, desconfiado—. Lo de mi apellido.
—Claro.
—Si queréis, no le diré el vuestro a nadie tampoco —ofreció el mozuelo—. Es lo más justo, ¿no os parece?
—Sí.
Josse, que se había bebido casi toda el agua del frasco, empezaba a sentir una apremiante necesidad de aliviarse. Pero no estaba seguro de poder ponerse en pie por sí mismo. Así que miró a Ninian y declaró:
—Creo que necesito tu ayuda con otra cosa. Aparte de la comida y el cuidado de Horace.
—¡Lo que sea! —exclamó el niño generosamente.
Josse sonrió, aunque se sentía torpe.
—Necesito… —¿Qué expresión utilizaría un niño? No tenía ni idea—. Necesito hacer aguas —acabó casi avergonzado—. ¿Así lo dirías?
—Yo diría que necesito hacer pipí.
«Pipí —pensó Josse, transportado al cuarto infantil de Acquin—. Faire pipi. Bueno, el mozo tiene apellido francés, aunque hable inglés casi sin acento».
—Pero no importa —continuó Ninian—. Yo no necesito hacerlo, y vos sí, así que más vale que os ayude a levantaros…
Tardaron bastante en conseguir que Josse saliera, se aliviara —pidió a Ninian que se alejara mientras orinaba apoyado en un árbol— y volviera a la cama de helechos. El esfuerzo lo hizo sentirse muy mal. Con un tacto digno de una persona mucho mayor, Ninian no hizo ningún comentario, sino que lo arropó bajo la piel de oveja, posó otra jarra de agua fría y el último mendrugo de pan junto a la cama y se marchó.
La luz del día se esfumó, y a Josse se le antojó que sería eterna la noche que se avecinaba. Ninian, siendo un chico solícito, fue a visitarlo otra vez, antes de que la noche cerrase, para llevarle una antorcha. Tras la visita, Josse permaneció a solas.
Despertó temprano por la mañana. Se sentía mejor, más capaz de moverse. Se bebió la jarra de agua, dio cuenta del pan y hasta logró arrastrarse hasta su árbol.
Se encontraba de nuevo en cama, pasándose una uña por la barba de dos días, cuando oyó pasos fuera.
—¡Buenos días, Ninian! —gritó—. Espero que me hayas traído más pan. ¡Estoy muerto de hambre! Y me…
Las pisadas se detuvieron en la puerta, y Josse se interrumpió.
Porque la silueta que había en el umbral no era la de Ninian, sino la de una mujer.