Capítulo ocho

Y no puedo evitar pensar que fue a Mag Hobson a quien Joana de Courtenay… Joana de Lehon… vino a ver.

—¿Que era la amiga de la que habló Denys de Courtenay? Pero… —Helewise lo dudaba, aunque no sabía muy bien por qué.

—¿Pero?

La abadesa evocó la entrevista con Courtenay. ¿Qué había dicho acerca de la mujer que Joana estaría buscando? Muy poco, ahora que lo pensaba: «Tiene una amiga por aquí. No estoy seguro de dónde vive».

¿Había algo en dichas palabras que diera a entender que se trataba de una noble, de la misma clase que la propia Joana de Courtenay? No. Nada. La descripción encajaría igualmente con una mujer sabia que viviera en el bosque, aunque costaba entender cómo Joana la habría conocido…

Se dio cuenta de que Josse esperaba.

—No hay ningún pero. Tenéis razón, sir Josse. La pobre Mag Hobson podría ser la amiga de Joana.

—El hombre del sheriff, Hugo, me dijo que Mag solía trabajar para una pareja de ancianos en una modesta casa —declaró Josse, entusiasmado—, así que me parece que…

—Que ellos, los viejos, eran parientes de Joana y que ésta conoció a Mag, que era su criada, mientras los visitaba. Sí, sí, tiene sentido. Sin embargo, ¿por qué Courtenay no mencionó a la pareja de ancianos?

—Mmm. —Las pobladas cejas de Josse descendieron, formando un rictus—. ¿Serían parientes de la madre de Joana? ¿Parientes tan lejanos que Courtenay nunca ha oído hablar de ellos?

—No, no —protestó Helewise—. Él conoce, o al menos eso creemos, su relación con Mag Hobson. Entonces seguro que también sabe cómo la conoció. —Se le ocurrió una idea—. Sir Josse, a ver qué os parece esto. —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Hay un hecho importante, y es que, durante mi entrevista con él, Denys de Courtenay hizo todo lo posible para no revelar lo que podía evitar decirme. Por ejemplo, a la amiga de Joana la mencionó sólo de pasada; no reveló ni su nombre ni su paradero ni qué hace en la vida. Ahora que lo pienso, me parece que mencionó a la amiga como una excusa para buscar a Joana por estos lares.

—Sí —dijo Josse lentamente.

Helewise se inclinó, entusiasmada.

—¿No lo veis? ¡No mencionó a la pareja de ancianos porque no le hizo falta! ¡Bastaba con que me hablara de la amiga! El hecho de que no los mencionara no quiere decir, en absoluto, que no conociera su existencia, aunque no supiera los detalles de dónde vivían. —Se repantigó, exaltada.

—Razonáis bien, abadesa Helewise.

—Ah, pero es que tengo la ventaja de haber hablado con Denys de Courtenay cara a cara —fue la modesta respuesta—. Y no es una experiencia que os recomendaría.

—No, claro que no. —Las pobladas cejas descendieron de nuevo—. Sobre todo ahora que sabemos de lo que es capaz.

A Helewise se le puso la piel de gallina.

—¿De verdad creéis que fue él quien atacó y asesinó a esa pobre anciana?

—Sí.

—Pero ¿deberíamos acusarlo, aun en la intimidad de esta estancia, sin darle la oportunidad de hablar por sí mismo? ¡No tenemos derecho a acusarlo, juzgarlo y condenarlo!

—¡Abadesa, pensadlo bien! Courtenay averigua que su sobrina se ha fugado del hogar conyugal, ha cruzado el canal hacia Inglaterra y, en lugar de buscar a su único pariente varón y pedirle protección, se ha ido al gran bosque en busca de una anciana sabia a quien conoció cuando venía a visitar a la familia de su madre, en una casa cuya situación Courtenay no conoce. Eso, en sí mismo, ¿no os hace sospechar que Courtenay preparaba para la muchacha algo que a ella no le gustaba?

—¡No necesariamente! —objetó Helewise.

—Aceptaréis al menos que sugiere la existencia de un motivo por el que a Joana le desagradara su tío.

—No es su tío carnal. No es más que un tío segundo. De hecho, ella es hija de su primo.

—¿Que es qué?

—Su tío en segundo grado. Courtenay me explicó que él y el padre de ella eran primos hermanos, por lo que ella es sobrina en segundo grado.

—¿No veis cuánto importa eso? Abadesa, ¡ojalá me lo hubieseis dicho antes!

—Creí haberlo hecho. Y, sí, claro que veo la importancia. Significa…

—Significa que, habiendo adquirido una dispensa, ¡puede casarse con ella! —estalló Josse—. Por Dios Todopoderoso, abadesa, ¿acaso no es motivo suficiente para torturar a una anciana que puede darle información y matarla si se niega?

—¿Como si Joana fuese una heredera o algo así?

Josse masculló algo, diríase que pidiendo paciencia divina.

—Sí, querida abadesa, eso es exactamente lo que quiero decir. —Meneó la cabeza y le lanzó una sonrisa traviesa—. Supongo que debo tener en cuenta que estuvisteis enferma hace poco.

—¡Estoy perfectamente bien ahora! —replicó, ofendida—. Y no le pasa nada a mi capacidad para razonar. Es vuestra imaginación la que ha convertido a Joana en una rica heredera. ¡No tenemos nada que lo pruebe!

Josse pareció abatido.

—Odio tener que reconocerlo, pero tenéis razón. —Suspiró—. A la mujer a la que conocí no se le veían señales de gran riqueza. La casa no era precisamente cómoda, y la propia Joana iba vestida más como una labriega que como una aristócrata. ¡Pero podría ser para disfrazarse!

Helewise se echó a reír.

—Nunca cedéis, ¿eh?

—No. —Josse se puso en pie.

—¿Adónde vais?

Josse la miró desde su altura.

—Abadesa, nos hemos olvidado del primer asesinato. Alguien envenenó el pastel que estaba destinado a Denys de Courtenay, y esa persona debía de ser lo bastante insignificante para entrar en la taberna de Anne, oír a Courtenay hacer su pedido y, de algún modo, llegar al pastel antes que la camarera y añadirle el veneno.

—Insignificante. Eso descarta a Joana, puesto que, aun vestida de labriega, su primo la reconocería.

—Sí —confirmó Josse. Helewise vislumbró que su expresión se suavizaba ligeramente—. Es una mujer realmente notoria.

—Ah. —Decidida a pensar en eso más tarde, Helewise comentó—: Así que pensáis que fue Mag Hobson la envenenadora.

—Era una sabia. —Josse se dirigió hacia la puerta—. Sabemos que tenía aptitudes, que la gente la admiraba. —Hizo una cortés reverencia—. Me quedan un par de horas de luz… Voy a echar un vistazo a su herbario. Sé que estamos en febrero y no habrá mucho sobre la tierra. Es probable que fracase miserablemente, pero voy a ver si encuentro algún rastro de acónito.

—¡Id con cuidado! —le gritó instintivamente la abadesa.

Pero él ya se había marchado.

No le costó nada encontrar el camino de vuelta al estanque y a la choza de Mag Hobson: el sendero lo habían marcado las botas de los hombres del sheriff y, aquí y allí, vio ramitas que los cargadores habían roto cuando golpeaban su carga contra los árboles.

El claro estaba vacío. Ató las riendas de Horace a un tronco y miró alrededor. El agujero hecho en el hielo para extraer el cadáver se había vuelto a congelar, y el hielo sobresalía en cortantes picos como una cordillera en miniatura. Las numerosas huellas en la orilla del estanque también se habían congelado.

Desaparecido el cuerpo de la difunta, el claro le dio otra sensación. Permaneció quieto y dejó que sus sentidos absorbieran la información. Al cabo de un rato, pensó: «Sí. Eso es. Ahora da… una buena sensación. Antes el horror del brutal asesinato se imponía sobre el ambiente normal del lugar; pero, ahora que se la han llevado, el ambiente positivo está regresando».

Se le antojó un lugar agradable. El aire mismo parecía contener una cualidad que prometía hacer que la gente se sintiera a gusto…

Se recordó con firmeza que no había ido allí a tomar el aire.

A grandes zancadas se encaminó hacia la choza. La puerta estaba cerrada con una cuerda que pasaba por dos ganchos de hierro, uno en la puerta y el otro en la jamba. Josse concluyó que el sheriff no se había molestado en entrar en la casa de Mag: la cuerda estaba atada con un nudo bonito y complicado, y éste no habría perdido el tiempo en hacer semejante cosa.

Lo desató, disculpándose en silencio con la difunta por violar tan bonita obra, soltó la cuerda y abrió la puerta.

El interior se encontraba tan limpio y ordenado como esperaba. Había una pequeña hoguera en el centro del suelo de tierra batida: piedras colocadas en círculo y leña y ramitas preparadas a un lado. De un sencillo trípode colocado encima de la hoguera colgaba un antiguo y ennegrecido puchero. Vacío.

En la pared del fondo varias tablas de madera hacían las veces de estanterías, cada una con recipientes de diferentes tamaños y algunos utensilios: un cuchillo, un mortero con su mano, unos pequeños cuencos de barro, una fila de frasquitos… Todos escrupulosamente limpios.

Junto a la hoguera, un taburete de tres patas y, detrás de éste, colgada de la pared, una pesada capa.

Una corta escalera llevaba a una plataforma; desde el segundo escalón, los ojos de Josse estaban a la altura de dicha plataforma, sobre la que había un jergón relleno de paja y unas mantas.

Tomó nota mental de que debía regresar a inspeccionar las estanterías si no tenía suerte en el herbario y salió, no sin volver a pasar la cuerda por los ganchos y atarla. Se fijó en que su nudo no era, ni de lejos, tan elegante como el de Mag.

No hizo caso del huerto. Pensó que hasta la más novata de las sabias sabría que no debía plantar acónito junto a las coles. Cuadró los hombros —se sentía muy incómodo con esta indagación—, y se dirigió hacia el bien atendido rectángulo donde Mag Hobson cultivaba sus hierbas.

Algunas las reconoció de inmediato: hiedra, enebro y los resistentes y flexibles tallos de retama. En cambio, no estaba muy seguro acerca de otras: unos diminutos brotes verdes que apenas se asomaban podían ser azafrán, y los tallos como troncos, cuyas ramas podadas resultaban cortantes, ¿podían ser eneldo? Sonrió para sí. Podían serlo, pero, dada la escasez de sus conocimientos herbarios, podían igualmente ser cualquier otra cosa.

Mag había separado las hierbas mediante bajos setos de boj. Había una pequeña parcela de huerto totalmente cercada; Josse se preguntó si ése era el método que usaba para apartar las plantas más mortíferas y fue a examinarlas más de cerca.

Arrebujándose en la capa y poniéndose la capucha, pues cada vez tenía más frío, se agachó sobre el suelo dormido.

Habían removido la tierra recientemente, no le cupo duda. Pero parecía que lo habían hecho más para plantar que para desenterrar. ¿Sería posible? ¿Un herborista plantaría a mediados de un febrero helado? No tenía la menor idea. Se había metido en una situación imposible; sólo le quedaba cavar toda la tabla y confiar en encontrar, por azar, los tubérculos del acónito, semejantes a rábanos. Este pensamiento lo colocó en otra disyuntiva: ¿sería capaz de distinguir dicho tubérculo de otros sin correr un grave riesgo al probarlos? A menos que estuviese dispuesto a cavarlo todo, más le valía rendirse.

Cansado, se frotó la cara con las manos. ¡Y se le había antojado tan buena idea!

—No os mováis —ordenó una voz queda en su oreja derecha.

La sorpresa le hizo dar un respingo, cosa nada sensata teniendo un cuchillo pegado al gaznate.

Con voz igualmente queda, contestó:

—No lo haré. Hasta que mováis ese cuchillo.

En cuanto habló sintió que su asaltante se relajaba.

Y Joana exclamó:

—¡Sir Josse! Creí que erais…

—¿Denys de Courtenay?

Ella dio un paso atrás y lo escudriñó. A la tenue luz del claro costaba interpretar su expresión, y más teniendo en cuenta que el chal de lana le ensombrecía el rostro. A su favor había que reconocer que no se había escudado tras un inocente: «¿Denys qué?». En lugar de ello, enfundó el cuchillo y comentó:

—Así que lo habéis conocido.

—Yo no. Pero mientras las hermanas de la abadía de Hawkenlye me cuidaban, por los efectos de la contusión, él fue a ver a la abadesa.

—La abadesa Helewise. —Joana asintió—. He oído hablar de ella.

—¿Eso que percibo es vuestra aprobación?

—Sí. La persona que me informó la admiraba mucho. Sólo la conocía por su reputación, pero le bastó para formarse una buena opinión.

—Y con razón. La abadesa Helewise es una gran mujer. Que, por cierto, comparte vuestra opinión acerca de Denys de Courtenay.

—No creí haber expresado una opinión al respecto —replicó Joana en tono gélido.

—No negáis conocerlo.

Vaciló.

—No. No tiene sentido. Él y mi difunto padre eran primos.

—Y os está buscando. Según él estáis medio loca de dolor; dice que el dolor de haber perdido a vuestro marido en un accidente de caza os ha desquiciado y que sois…

—¿Que estoy cómo? —Joana se echó a reír, una risa musical que retumbó en el silencioso claro—. ¿Es lo mejor que pudo inventarse? ¿El angustiado tío, el único pariente varón, fuerte y protector, en busca de una joven viuda desconsolada? ¡Santo Dios! Creía que habría encontrado un cuento un poco más original.

—Ni la abadesa ni yo le creímos.

—¿Por qué no?

—Yo, porque os conozco a vos. Vi vuestro miedo, vuestra imperativa necesidad de esconderos de alguien que, según supuse, sería Denys. La abadesa, porque, como he dicho, lo conoció personalmente.

—Y no le cayó bien. —Fue una afirmación, no una pregunta.

Josse soltó una carcajada.

—Podría decirse así. —Empezaban a dolerle las rodillas por el contacto con la frialdad del suelo—. ¿Puedo levantarme?

—Ay, sí, sí. Desde luego.

Se encararon, separados por dos pasos. Josse distinguía mejor su semblante: los ojos oscuros, vigilantes, y el ligero ceño que indicaba que estaba muy concentrada en sus reflexiones.

¿Pensando, acaso, que no sería mala idea confiar en él?

—Tengo muchas ganas de ayudaros, Joana —aventuró Josse—. Creo que os conozco mejor de lo que creéis y, si aceptáis mi palabra, os juro que os protegeré de…

—¡No necesito ninguna protección! —gritó ella.

Él dio un paso adelante.

—¿No? —gritó también—. Puede que no, ¡aunque yo no apostaría a favor de vuestra pequeña daga contra el hombre que casi me destrozó la cabeza, únicamente porque no quería que lo siguiera!

—Dejasteis que os sorprendiera —le chilló Joana—, como acabáis de hacer conmigo. Lo conozco mejor, caballero, ¡y me cuido mejor!

—¡Os encontrará, Joana! —insistió Josse—. ¡Sabéis cuáles son sus métodos!

Joana se quedó muy quieta.

—¿Métodos? —repitió, casi susurrando.

¡Bendito Dios! ¿No lo sabía?

—Mag Hobson está muerta —le dijo calladamente.

—Sí, me he enterado.

—Entonces, ¿tenéis contacto con el mundo? ¿Habláis de vez en cuando con la gente?

—A veces voy de compras. Pero os aliviará saber que lo hago con la cabeza bien tapada. La noticia de la muerte de Mag era fresca la última vez que fui a Tonbridge.

—Tan fresca, diría yo, que ni siquiera sabían cómo murió.

—¡Se ahogó! ¡Se resbaló en la orilla helada y cayó al estanque! —Al no obtener respuesta, preguntó—: ¿No?

A Josse no le apetecía contárselo, pero tal vez, si lo hacía, la convencería de su propia vulnerabilidad.

Ninguna mujer, de eso estaba convencido, ni siquiera Joana, podría enfrentarse a Denys de Courtenay.

—A Mag la asaltaron —dijo en tono neutral—. La apalearon, le rompieron algunos dedos y luego le mantuvieron la cabeza bajo el agua hasta que murió.

Joana se tapó la boca con las manos y casi acertó a ahogar un grito.

—¡Oh, no! ¡Ay, Mag, no!

Aprovechando la ventaja que le proporcionaba el haber roto sus defensas, Josse prosiguió:

—¿Quizá para obligarla a decirle dónde os escondéis? ¿Para que le revelara dónde se encuentra la vieja casa a la que os llevó para evitar que él os encontrara? ¿Dónde…?

—¡Basta! —gritó Joana. Sus hombros subían y bajaban al ritmo de sus sollozos—. ¡Callad, callad, por favor, os lo ruego! —suplicó.

Y, con el rostro tapado por las enguantadas manos, se dejó llevar por el dolor.

A Josse le resultó un espectáculo insoportable. Dio otro paso y la abrazó, le apretó la cabeza contra su pecho y se la acarició. El burdo chal cayó hacia atrás y Josse sintió el suave cabello que se deslizaba bajo la piel de su palma enguantada.

—Lo siento —murmuró—. Lo siento mucho, Joana. Pero tenéis que saber la verdad, debéis percataros de lo que es capaz de hacer para encontraros.

Ella siguió llorando. Él la abrazó más estrechamente y se inclinó para besarle la coronilla. Sus gestos, instintivos, pretendían consolarla, como consolaría a un niño o a un animal asustado. Dejarle saber que no estaba del todo sola, que alguien…

Fueran cuales fueran sus intenciones, ella no las entendió. Se apoyó en sus brazos, levantó la cabeza y, de repente, entrelazó los brazos detrás de su cuello, le bajó la cabeza y lo besó fieramente en la boca.

Con aquel fuerte y ágil cuerpo pegado al suyo, Josse respondió de inmediato. Abrió la boca, le separó los labios con la lengua, acarició la suya, y lo embargó una violenta excitación. Sintió aquellos pechos apretados contra su pecho, aquellas piernas musculosas firmemente apoyadas en sus muslos. Sintió su propia erección, dura y plena.

Joana se separó y dio un paso atrás. Se secó las mejillas.

—Lo siento. No debí hacerlo.

Sin saber qué decir, Josse soltó lo primero que se le ocurrió.

—¿No se supone que eso debo decirlo yo?

Para su asombro, ella dejó escapar una risita.

—No cuando es tan evidente que yo empecé. —Y entonces lo recordó—. ¡Ay, Señor! ¿Qué voy a hacer?

—¡Dejadme ayudaros! —pidió Josse—. ¡Dejadme ir con vos! —Ella le echó una rápida miradita—. Ay, Joana, ¡no es para eso! —Esbozó una sonrisa traviesa—. Recordad que os ofrecí mi ayuda antes de que os echaseis en mis brazos.

—Es cierto.

—¡Bien! ¿Podéis confiar en mí?

Joana siguió mirándolo, como si en su decisión le fuera la vida entera.

—Yo… —empezó a decir y acabó con mayor firmeza—: Lo pensaré.

—¿Qué tenéis que pensar?

—¡No sabéis nada! —gritó ella, iracunda—. ¡No es tan sencillo como creéis, noble caballero! Hay muchas cosas que sopesar y sólo yo puedo hacerlo.

—¿No puedo ayudaros?

—No. —Desaparecida la furia, le ofreció una dulce sonrisa—. Sí, me figuro que me seríais muy útil y no puedo decir que no me sienta tentada. Pero necesito tiempo a solas. Para meditarlo bien, sin que me confundáis y sin que volváis a besarme. —La sonrisa se había vuelto ancha, libre, y Josse se percató de lo hermosa que era.

—¿Que yo os besé a vos? —rezongó.

—Me voy —anunció Joana, y apretó la cuerda que le rodeaba la cintura—. No debéis seguirme. Si lo hacéis, no me veréis nunca más.

Por muy melodramático que sonara, Josse supo que hablaba en serio. ¿Cómo iba a encontrar la antigua casa en las profundidades del bosque si ella no le daba una pista?

—Muy bien, os doy mi palabra.

Ella asintió.

—Gracias. Quedaos aquí junto a la casa de Mag, contad lentamente hasta cien y podréis marcharos.

La casa de Mag. Ya tarde, Josse recordó por qué estaba allí.

—¡Joana!

Ella le había dado la espalda, pero giró sobre los talones para mirarlo.

—¿Sí?

—¿Quién desenterró el acónito y lo metió en el pastel? Fue Mag, ¿verdad?

Sin embargo, el rostro de Joana se ensombreció y su único comentario fue.

—Sí que habéis estado ocupado. —Salió corriendo del claro y gritó—: ¡Empezad a contar!

Contó muy lentamente hasta cien. Quizá ella estuviese contando también; de hecho, no le cupo duda de que estaba haciéndolo, y no quería que ella pensara que hacía trampas. Le importaba mucho que confiara en él.

Dejó pasar un buen rato después de acabar de contar, desató a Horace y, guiándolo en la creciente oscuridad de la inminente noche, se encaminó de vuelta hacia la abadía.