Capítulo dieciséis

—Tengo la impresión —manifestó Courtenay— de que mucho de lo que voy a deciros será una repetición de lo que ya sabéis.

—Y eso ¿por qué?

—Porque me figuro que entre vos y vuestra amiga la abadesa Helewise no hay muchos secretos y que ella os habrá dicho todo lo que le conté en nuestro primer encuentro. ¿Tengo razón?

Josse pensó rápido. No tenía sentido negarlo.

—Sí, sé que sois pariente de Joana de Courtenay, ahora Joana de Lehon, y que, tras la muerte de su marido, ella está sola en el mundo y, según vos, dominada por el pesar y sin protector. Como atañe a buen pariente, la estáis buscando y habéis venido a esta región porque una amiga de Joana vive aquí y creéis que ha venido a verla.

—Ah, sí. —Courtenay suspiró—. Todo ello es, por desgracia, cierto.

—¿Y no sabéis nada de Joana?

—No. —Otro suspiro.

—¿Y qué sabéis de su amiga? ¿La habéis encontrado?

—Tampoco.

Un ceño de preocupación arrugó el apuesto rostro de Denys. Al no observar en él señal alguna de que el hombre acababa de mentir, Josse se dijo que trataba con un oponente muy hábil. Muy calculador y tortuoso y, según lo demostraba la herida recién curada en su propia cabeza, uno que podía resultar sumamente violento.

—Pero vos también tenéis amigos aquí: los Clare de Tonbridge.

Courtenay levantó la cabeza como un rayo.

—Los Clare, ¿amigos míos? No, mi señor, os equivocáis.

Josse descartó la negación como otro probable embuste.

—Obviamente. Sin embargo, creo que habéis ido de visita a Tonbridge.

¿También lo negaría?

Tras una corta pausa, durante la cual Courtenay pareció haber llegado a la conclusión de que resultaría imposible refutar su presencia en Tonbridge, ya que demasiadas personas jurarían que lo habían visto allí, manifestó:

—Eso sí. Cené en una taberna. Una posada bastante agradable, una buena jarra de cerveza y una porción de pastel recién hecho. De conejo, según recuerdo. ¿O sería pollo? Da igual. Me lo sirvió una mozuela flaca y algo tontuela a la que le goteaba la nariz. —Hizo una mueca de disgusto.

«Pobre Tilly —pensó Josse—. Eso es lo que te pasa por tratar de ganarte a tu apuesto desconocido al cambiar la porción de pastel por el pastel recién hecho».

—Pero, naturalmente, nadie allí me dio razón de mi sobrina —prosiguió Denys—. De hecho, no lo esperaba, pues Joana es una dama, no es la clase de persona que uno encontraría en una indecente taberna.

Una dama. A Josse se le presentó involuntariamente la imagen de Joana en la cama, haciéndole el amor, riéndose por un comentario vulgar, como lo haría cualquier criada de taberna.

Borró la imagen.

—Así que fuisteis a la abadía de Hawkenlye por si se había refugiado allí.

Courtenay le echó una mirada cortante.

—Sí. No sólo una vez, sino dos, y la segunda, la amable abadesa me permitió echar un vistazo.

—¿No había señales de vuestra sobrina?

—No. —Los ojos de Denys parecían penetrarlo—. No, no había rastro de ella.

Incómodo bajo el continuo escrutinio, Josse habló más abiertamente de lo que pretendía.

—¿Por qué estáis tan decidido a encontrarla? Todo eso de los deberes de los familiares está muy bien, pero registrar abadías y… —estuvo a punto de decir «torturar a ancianas», pero se contuvo— y asaltar a hombres inocentes como fray Saúl resulta exagerado, ¿no os parece? Creo que deberíais explicaros, Courtenay.

Éste, apoyado en un codo, con las largas y delgadas piernas cruzadas, estudiaba la punta de sus botas.

—Explicarme —murmuró, y echó un vistazo a Josse—. Sí, yo también creo que debo daros una explicación. —Se enderezó de repente—. Dais por sentado que a quien busco con tanto ahínco es a Joana. ¿Por qué?

Sorprendido, Josse contestó:

—Porque es huérfana y viuda y, probablemente, rica. Y, puesto que, contrariamente a lo que decís, no sois su tío carnal, sino tío segundo, no hay motivo alguno para que no tratéis de adquirir una dispensa y casaros con ella.

La sorpresa de Denys tenía que ser genuina.

—¿Casarme con ella? —repitió, y, para consternación de Josse, se echó a reír.

—¿Negáis que os habéis hecho pasar por su tío carnal? —exigió Josse, desconcertado e irritado por su risa.

—No, no, no lo niego. —Soltó una nueva carcajada—. Nunca he logrado desentrañar los complicados lazos familiares. Siempre me he sentido como su tío, eso os lo aseguro. —Ahora miraba a Josse intensamente con semblante serio—. Pero que sea tío carnal o tío segundo, creedme, sir Josse, no se me ha pasado por la cabeza casarme con ella. Tal vez lo pensara cuando era virgen, inmaculada, aunque ya entonces… No.

Se produjo un silencio. Josse bregó por controlar su rabia. ¡Cuando era virgen, inmaculada! ¿Y quién era el responsable de la desaparición de esa inocencia? Experimentaba un imperioso deseo de asestarle un puñetazo.

Finalmente, se controló.

—Entonces, ¿qué queréis de ella?

Courtenay alzó la vista.

—No he sido del todo franco con vos, sir Josse. He hablado de Joana como si estuviese sola y eso no es verdad.

—¿Ah, no? —preguntó el aludido con frialdad.

—No. Tiene un hijo de siete años. No sé cómo se llama. No lo conozco, pero sé que existe.

«Claro que sí —quiso exclamar Josse—. Fue el estado de buena esperanza de Joana el que os hizo arreglar su matrimonio con Thorald de Lehon, un matrimonio que resultó un infierno».

Acertó a guardarse la acusación.

—¿Y qué? —insistió.

Courtenay parecía pensativo.

—Joana estaba casada con un hombre llamado Thorald de Lehon, pero el hijo no era de él. —Miró a Josse con expresión ausente—. El hijo se concibió en la corte, en Windsor, durante las celebraciones navideñas del año 1184.

—Ah, las Navidades en la corte. —Josse se obligó a sonreír, como si evocara recuerdos agradables—. Diversión y juegos bajo el señor del mal gobierno, ¿eh?

—Así es. Seguro que recordáis cómo es. Cómo tendemos todos a dejarnos ir durante las celebraciones, cuando llevamos toda la velada bailando y hemos bebido más de lo que dicta la prudencia.

—Oh, sí.

—Sobre todo… —Courtenay se había inclinado hacia Josse en busca de cualquier cambio de matiz en su semblante— cuando existe semejante modelo desde arriba.

—¿Desde arriba? —Josse trató de dilucidar esta afirmación y, al recordar que Joana había mencionado al viejo rey y a sus numerosas amantes, asintió—. Sí. Según dicen, el rey Enrique disfrutaba de la compañía de muchas mujeres. Rosamunda Clifford, la princesa Alaís y…

—¿Y? —insistió Courtenay.

—Un buen número de encaprichamientos pasajeros, me imagino. —Empezaba a ocurrírsele una terrible sospecha—. Y, cuando el rey guía, sus hijos lo imitan —murmuró, horrorizado por su propia conclusión, mientras que a la vez se daba cuenta de que ésta era posible.

—¿Sus hijos?

Josse imaginaba los ojos azules de Ninian. ¿Por qué demonios no se había dado cuenta antes? No eran los ojos de su madre, sino de su padre.

Ojos azules, que se parecían tanto a otros que creía haber visto antes. En el padre del niño.

—Me refiero —declaró quedamente— al rey Ricardo.

Courtenay clavó la mirada en él.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Courtenay volvió a apoyarse en un codo.

—Sir Josse, ¿vais con frecuencia a la corte?

—No mucho.

—No obstante, se refieren a vos como hombre del rey.

—He tenido el honor de servir al rey Ricardo y aguardo cualquier instrucción que tenga a bien darme. —Buen Dios, pero si tenía razón…

—Pero no servís a vuestro rey en la corte —persistió Courtenay.

—No, no muy a menudo.

—Entonces no sabréis cómo nuestro buen rey Ricardo se comportaba en las celebraciones navideñas —replicó Denys, bajando la voz—. Cuando se presentaba en la corte, porque la etiqueta se lo exigía, no era de los que bailaban y se divertían, sir Josse. ¿Sabéis lo que solía hacer nuestro querido rey en cuanto podía escabullirse?

Josse negó con la cabeza. Prestaba toda su atención a lo que decía Courtenay, ¿cómo no hacerlo?, pero, al mismo tiempo se preguntaba con una sombría sensación premonitoria, por qué insistía en hablar de él en el pasado.

—El rey Ricardo prefería encerrarse en sus aposentos con sus hombres y jugar a las batallitas. Sé de buena fuente que lo que más le gustaba era reinterpretar la batalla de Jericó y que él mismo tocaba la trompeta que hacía caer la muralla de la ciudad.

—No os creo.

Courtenay se encogió de hombros.

—Es cosa vuestra. A mí me da igual. Pero lo que debéis olvidar es la idea de que el rey Ricardo mandaba llamar a bonitas doncellas y las seducía. Nunca fue, os lo aseguro, esa clase de hombre.

—Yo… —Josse no sabía cómo continuar. El problema era que las palabras de Denys sonaban a verdad y que lo poco que él mismo sabía del rey Ricardo lo llevaba a creer que prefería hablar de antiguas batallas que desflorar a vírgenes.

Pero si no era Ricardo, ¿quién era el padre?

—Creo que el príncipe Juan se encontraba en la corte esa Navidad —dijo, odiándose por el tono interrogante.

—¿Por qué habláis de los hijos —murmuró Courtenay—, cuando al padre le quedaban tanta vida y tanto vigor?

Transcurrió un momento antes de que Josse lo digiriera.

El padre.

Enrique Plantagenet, el padre de Ricardo, el hombre que había legado también a ese hijo los ojos azules. Fuerte y testarudo gobernante de Inglaterra durante treinta y cinco años que, haciendo un cálculo generoso, contaría al menos cincuenta el año en que se concibió el hijo de Joana.

¡Y ella, una mozuela de dieciséis!

¿Sería verdad? ¿Sería Enrique de Inglaterra el padre del hijo de Joana?

Josse se inclinó y aferró a Courtenay por los hombros. Le clavó los dedos en la carne musculosa y sintió que éste se preparaba para el dolor.

—Si alguna vez descubro que me habéis mentido y que el de Joana no es hijo de Enrique Plantagenet, que Dios os ampare, porque os buscaré y os mataré.

Courtenay lo miró directamente a los ojos, y Josse tuvo que reconocer que no se lo podía tachar de cobarde.

—Es la verdad. Creedme, yo la llevé a su cama. Estuve allí cuando la tomó.

Josse casi lo mata en ese preciso instante. Le clavó aún más los dedos y le arrancó un suave gemido.

—¡Era una mozuela! ¡De vuestra propia familia! ¡Y la sacrificasteis por la lujuria de un viejo!

—Le echó el ojo desde que llegó —replicó Courtenay con un bufido—. Si no lo hubiese hecho yo, alguien más se la habría llevado. ¡Ay! Y pensé… ¡Ay!

Josse aflojó ligeramente, muy ligeramente, la presión.

—Pensasteis que os convenía la gloria —acabó por él—. Que acarrearía un poco de benevolencia real.

—¿Por qué no? —contraatacó Denys—. Y se mostró agradecido, hay que reconocérselo. El viejo rey nunca olvidaba a quienes le hacían favores.

—Y, como esto no os bastó, regalasteis a vuestra hermosa sobrina a un viejo sátiro que la utilizó como si fuera una puta. ¿Por qué Bretaña, Courtenay? ¿Por qué mandarla tan lejos?

Courtenay lo miraba con expresión rara, una mezcla de cálculo y dolor.

—Habláis de ella. Buen Dios, ¡ella misma os lo contó! ¿Verdad?

Josse volvió a clavarle los dedos, y el joven gritó de dolor.

—No habéis contestado a mi pregunta. ¿Por qué la despachasteis a Bretaña?

El rostro de Denys se había puesto blanco.

—Porque quería que todo el mundo la olvidara —exclamó, apretando los dientes—. Que olvidaran que había estado en la corte, que olvidaran, si es que lo sabían, que se había acostado con el rey. Que ignoraran… ¡ay!… el hecho de que estaba preñada cuando se casó con Lehon.

Josse asintió.

—Para que nadie aparte de vos supiera que el niño era hijo del rey Enrique. Para mantener en secreto esa preciada información.

—Sí.

Josse aflojó la presión, y Courtenay se dobló de inmediato y se frotó los hombros.

—Y —continuó Josse, pensando en voz alta—, ahora que Joana es viuda, queréis persuadirla para que se una a vos en una trama que estáis…

—Veo que no comprendéis —declaró Courtenay con voz ronca—. No entendéis por qué quiero al niño ahora.

—Ahora que su padre… su padre adoptivo… está muerto. No, no lo entiendo.

Courtenay dejó escapar un suspiro exasperado.

—No tiene nada que ver con Lehon. Olvidadlo. Todo el mundo lo ha olvidado. Era un viejo terrible. Abrid la mente, noble caballero. Pensad, si podéis, en los círculos de la corte.

La corte. El viejo rey estaba muerto, el rey Ricardo en ultramar y el príncipe Juan dejaba caer que quizá su hermano no regresaría y que él sería mejor rey; pero, pese a sus progresos, no conseguía el apoyo del pueblo.

—¿Quién sería rey si Ricardo no regresa?

—El príncipe Juan cree que debería ser él, pero…

—Pero Ricardo ha dado instrucciones de que confirmen a Arturo de Bretaña como su heredero. Y, sin embargo, ¿quién en Inglaterra quiere que lo gobierne un bebé de cuatro años, con una madre bretona para colmo? —insistió Denys.

—Bueno…

Courtenay se había arrodillado frente a Josse, radiante.

—¿No veis la perla que tenemos, sir Josse, casi a nuestro alcance? Ojalá pudiera encontrarlo. ¡Sería todo un premio!

—Os referís a Ninian —susurró Josse.

—¿Ninian? ¿Así lo llama? Bueno, eso podemos cambiarlo. Guillermo, tal vez, o Godofredo, y añadiremos Fitzhenry. Dios sabe que el mozo tiene derecho. Luego lo presentaremos. Mirad, diremos, éste es el hijo verdadero del rey Enrique, de sangre real, concebido en Windsor, y ¡tenemos testigos que lo prueben!

—¿Que lo prueben? —Presa del pánico, Josse se aferró a lo único que le resultaba concebible—. ¿Cómo?

—En esa cama había más personas que el rey, Joana y yo. Y ya me he asegurado su apoyo. A cambio de lo que he jurado pagarles, darán fe de las fechas e identificarán a Joana. La fecha de nacimiento del niño consta en un registro. Cualquiera que sepa sumar y restar lo entenderá.

—Y esos ojos azules —murmuró Josse—. Sabía que esos ojos azul brillante me recordaban a alguien.

—¡Ah, mejor que mejor! Casi no me atrevía a esperar un parecido familiar.

«Joana, ay, Joana, por eso huiste. No huías de Denys por ti, sino por Ninian. Porque no soportabas la idea de ver cómo convertían a tu querido hijo en instrumento de un peligroso juego de poder. Un instrumento del que, si Courtenay se llega a equivocar, dispondrían sin demora. Del que nunca más se oiría hablar, al que nunca nadie más vería.

»¡Por eso me dejó traerla aquí! —se percató de súbito—. Por eso aceptó el plan de hospedar a Ninian en Hawkenlye mientras dejaba una pista falsa. Por eso fue, claro, que me hizo esas extrañas preguntas: si Winnowlands se encontraba lejos del camino normal. Si alguien muy resuelto podría encontrarlo. Y yo, pobre tonto, creí que era porque temía por su propia seguridad, que tenía miedo de que Courtenay la encontrara, cuando, de hecho, era todo lo contrario».

Quería que Courtenay la encontrara.

Porque, mientras la perseguía a ella, Ninian estaría a salvo.

Y se dio cuenta de que lo había utilizado. Sí, claro, tenía motivos. Josse nunca había puesto en entredicho el poder del amor materno, pero, al recordar las noches apasionadas que había pasado con ella, tuvo la sensación de que acababa de escupirle.

Levantó la cara y vio que Courtenay lo observaba con lo que parecía escasa compasión.

—Puede ser encantadora —declaró—. Es cosa de familia. Se ganó el corazón del viejo rey aquellas Navidades. No podía quitarle los ojos de encima y le habría dado cualquier cosa que ella le hubiera pedido. Sólo que ella era demasiado orgullosa.

—Ella… —A Josse se le quebró la voz—. Nunca aceptaría que presentaran a su hijo, que lo exhibieran abiertamente como hijo de Enrique.

—No, me temo que tenéis razón. Pero no hemos menester su aceptación. Si puedo encontrar al mozo, decirle quién es y llevármelo a donde tengo amigos y apoyos, Joana será irrelevante.

—Vos… —empezó a decir Josse, pero se interrumpió. Mejor que Courtenay continuara, así al menos sabría lo que planeaba.

—¡Unios a nosotros! —le pidió éste, entusiasmado—. ¡Imaginad el futuro que nos espera! Podríais decir, y con razón, que, como leal seguidor del rey Ricardo, pretendíais hacer lo mejor para el reino que había dejado atrás, y ¿qué mejor, desde el punto de vista de Ricardo, que un nuevo comienzo? Dios sabe que odiaba a todos los parientes que conocía. ¿Por qué no coronar a uno al que no conocía? ¡No podría ser peor!

—Sí, sí, puede que tengáis razón. ¿Y creéis que obtendríamos el apoyo del pueblo?

—¡Desde luego! El pueblo es tan inconstante, tan superficial, que creerá lo que sea, si se lo presentamos como algo verosímil. Y, para ser sinceros, no aceptarán de buena gana a Juan o a Arturo de Bretaña.

—No, no, eso lo sé. ¿Así que podemos llevarnos al mozo a Londres o a Winchester, proclamar su relación con Enrique, hacer que vuestros testigos juren que todo es cierto y luego hacer que el pueblo lo adopte como heredero?

—¡Sí! —Courtenay se levantó de un brinco y casi se puso a bailar—. ¡Hombre, podrían coronarlo rey casi antes de que nos enteráramos! Y entonces estaríamos en muy buena posición. El poder detrás del trono. ¡Qué perspectiva! ¿Qué me decís?

Josse también se puso en pie. Lentamente. Fingió estirarse, fingió meditarlo, pero, al enderezarse, se aseguró subrepticiamente de que todavía llevaba la daga. La espada se encontraba a su alcance, apoyada junto a la chimenea.

—Creo —declaró en tono calmado— que es un plan estupendo.

—¡Estaba seguro de que lo pensaríais así! —exclamó Courtenay, encantado.

—Excepto que habéis olvidado algo —añadió Josse con un deje ligeramente preocupado, como si se tratara de la objeción a un punto casi insignificante.

—Oh, queda un buen número de detalles que tenemos que planear —convino Denys—. ¿Qué se os ha ocurrido a vos?

—Lo que se me ha ocurrido… —Josse hizo ademán de coger otro leño para el fuego— es esto. —Y su mano pasó más allá de la pila de leña y asió el mango de la espada.

La levantó y apuntó directamente con ella a Courtenay.

—Vuestro plan es prematuro, Denys. Astuto, tortuoso, pero prematuro.

Advirtió la sorpresa en el rostro de Denys, su primera mirada dubitativa, y se dio cuenta de que, pese a todo, se estaba divirtiendo.

—Lo que habéis olvidado —agregó con un deje complacido— es que, que sepamos, el rey Ricardo sigue vivo.