Capítulo catorce
El primer indicio de un problema inminente se presentó después de sexta.
Al regresar a su despacho, Helewise fue a ver cómo le iba a Ninian; lo encontró ligeramente abochornado y molesto con lo que ella y Calixta le habían preparado.
—Sí, entiendo cómo te sientes —lo tranquilizó—, y sé que, siendo un mozo sensato, entiendes por qué lo hacemos. ¿Cierto?
El pequeño asintió de mala gana.
—¡Bien! —comentó con energía la abadesa—. Sor Calixta regresa ahora de sus oraciones, así que te dejaré en sus manos.
De hecho, estaba abriendo la puerta de su despacho cuando oyó unos fuertes pasos.
—¡Abadesa Helewise! Eh, abadesa, esperadme.
La aludida se quedó de piedra.
«¡Ay, Dios mío, no! No puedo hacerlo, no estoy preparada…».
Entonces recordó su promesa; cuadró los hombros, elevó una silenciosa plegaria pidiendo capacidad para actuar con rapidez y sabiduría, así como fortaleza para hacer lo que fuera menester, y giró sobre los talones.
Y respondió con calma a la sonrojada y horrorizada sor Ursel.
—¿Qué pasa, hermana?
—Denys de Courtenay se acerca. Acaban de verlo en el camino de Tonbridge. Lo acompañan tres hombres, rufianes de cara patibularia. La puerta está atrancada, como habéis ordenado, pero ¿qué hago cuando me pidan paso?
Helewise hizo una pausa. «Si lo que he planeado no está bien, Señor, mándame una señal. Por piedad, no me dejes cometer una locura…».
Puso la mente en blanco.
Nada.
Respiró hondo para calmarse.
—Ve a abrir la puerta, sor Ursel. Hemos de demostrar a Denys de Courtenay que no tenemos nada que ocultar. —Clavó la vista en la hermana en un intento por traspasarle parte de su propia seguridad y se sintió satisfecha al ver su reacción. La portera alzó la barbilla, se arregló el hábito y contestó:
—Bien. Dejaré entrar a esos can… a esos miserables.
Helewise la contempló alejarse a la carrera y la siguió más pausadamente desde el patio interior hasta la puerta principal.
Allí había tres hombres (sor Ursel debía de haberse equivocado al contarlos) que se habían apeado de sus monturas. Los dos compañeros escogidos por Denys de Courtenay eran corpulentos y feos. La clase de hombres, en opinión de Helewise, que suelen provocar reyertas en las tabernas. Una cicatriz prolongada recorría la mejilla de uno de los hombres desde la oreja hasta una de las aletas de la nariz. El otro parecía padecer una enfermedad de la piel. Ambos iban armados con bastones y llevaban cuchillos en el cinturón.
—… No podéis entrar con armas en la casa de Dios —les explicaba sor Ursel, sin dejarse amilanar, con los brazos en jarras, pero sin lograr llenar el hueco que dejaba el portón entreabierto.
Courtenay masculló algo y los hombres dejaron bastones y cuchillos contra la pared.
—Vos también —le ordenó sor Ursel, e indicó la espada envainada que le colgaba del cinturón.
Con una sonrisilla burlona, como si la escena lo divirtiera, éste la obedeció.
Helewise dio un paso adelante, y Courtenay la divisó.
—Ah —exclamó—. La mismísima dama a la que venía a ver. —Con una ancha sonrisa que revelaba su blanca y regular dentadura, hizo una señal a sus hombres, quienes entraron y se colocaron en poses agresivas. Se aproximó a Helewise, hizo una breve reverencia, poco más que un asentimiento, y añadió—: Quisiera intercambiar unas palabras con vos, abadesa, si es posible.
La asió del codo y la llevó hasta su despacho.
El instinto le dictaba a la abadesa quitarse de encima esa mano, pero algo le dijo que esperara, que actuara exactamente como lo haría una monja, o sea, sumisa y obediente, por lo que agachó la cabeza y le permitió guiarla.
Abrió la puerta y le franqueó el paso. La cerró cuidadosamente, se volvió hacia él y preguntó con humildad:
—¿En qué puedo serviros?
Observando la estancia, como en busca de algo, no pareció advertir su tono humilde, sino que giró sobre los talones y le espetó:
—Conocéis a un caballero llamado Josse d’Acquin. No tratéis de negarlo: una buena cantidad de habitantes me han dicho que visita con frecuencia la abadía de Hawkenlye y que tiene, además, muy buenas relaciones con la abadesa.
—No se me ocurriría negarlo. Sir Josse es un buen amigo de Hawkenlye y nos ha ayudado y apoyado en más de una ocasión.
—Mmm. —Denys parecía descolocado, como si esperara una discusión—. ¿Está aquí?
—No.
—¿Dónde está?
Helewise vaciló.
—Habló de una posible visita a Winchester. —No mentía; Josse le había descrito su visita a la reina Leonor con respecto al alquiler de sus tierras—. Creo que podría estar allí.
Eso sí que era un embuste, pero por una causa muy buena, se dijo Helewise.
—¿Winchester?
Ella asintió. A veces venía muy bien la conocida disciplina conventual de no hablar cuando no hacía falta.
Courtenay se dirigió a la puerta y la abrió de golpe.
—Voy en busca de mis hombres. Quiero registrar la abadía.
Helewise llegó antes que él y, como antes sor Ursel en el portón, se colocó entre él y el claustro.
—No os lo permito —declaró en tono gélido, y lo miró directamente a los ojos—. Éste es un lugar sagrado, la casa de Dios, no el escondite de un criminal. Las personas entran cuando yo lo decido y, una vez dentro, se espera de ellas que se comporten con reverencia y decoro. Vuestros compañeros no parecen capaces ni de lo uno ni de lo otro.
—Lo que penséis de mis hombres no importa —replicó Denys—. ¡Voy a registrar!
—¿Qué os imagináis que encontraréis? ¡Os he dicho que sir Josse no está aquí!
El hombre achicó los ojos.
—Os pregunté antes si habíais visto a mi pariente, Joana de Lehon —dijo, amenazador.
—¡Y yo os dije que no! Me comprometí a informaros si se ponía en contacto conmigo.
—Pero no lo habéis hecho. —Courtenay casi le tocó la nariz con la suya.
—¡No, porque ella tampoco está aquí!
Y él, con una fría indiferencia peor que la furia, declaró:
—No os creo.
—Deberíais creerme —insistió Helewise—. ¡Os digo la verdad!
Courtenay levantó la mano y a ella le pareció que iba a apartarla de un empujón. Dio a su expresión toda la autoridad de la que pudo hacer acopio, tarea nada fácil, porque bullía de rabia, y él bajó lentamente el brazo.
—Ha menester que mire en vuestra abadía —repitió, ya con voz más suave—. ¿Me escoltaríais, abadesa, si dejo a mis hombres donde están y voy solo con vos?
Estaban estancados. Helewise no podía negarse: de hacerlo, Courtenay lo tomaría como una provocación.
¿No convendría hacer lo que le pedía? Quizá así creyera que no tenía nada que ocultar y los dejaría en paz.
Tal vez.
De nuevo esperó una señal divina de que se equivocaba y no le llegó ninguna.
Bajó la cabeza: mejor que no le viera la expresión si iba a recuperar la personalidad de una monja humilde.
—Estoy dispuesta a enseñaros la abadía. Si me seguís, os presentaré a mi comunidad y os mostraré algunas de las tareas que hacemos aquí, en Hawkenlye.
Le resultó fácil, puesto que en numerosas ocasiones había enseñado el recinto.
Bueno, no tan fácil, ya que dos temas la angustiaban y tuvo que ejercer todo su autocontrol para que no se le notaran ni en la actitud ni en la voz.
Empezó con los almacenes y las cuadras.
—… éstas son las cuadras, que, como veis, sor Marta mantiene impecables.
Sor Marta, que a todas luces se había enterado de qué ocurría, daba la impresión de querer una excusa para poder encajarle a Denys de Courtenay la horca que llevaba en las manos.
Éste echó un vistazo a cada uno de los cuatro compartimentos.
—¿No tenéis caballos?
Tras pedir permiso con la mirada a la abadesa, sor Marta respondió:
—Tenemos una jaca y un poni; animales corrientes, pero fuertes. Hoy los hemos dejado sueltos para que tomen el sol.
—¿Dónde?
La hermana le lanzó una mirada normalmente reservada para un montón de basura, lo llevó fuera y señaló camino abajo. Desde las cuadras, Helewise lo vio asentir.
Si esperaba ver el caballo de Josse o la clase de elegante montura que usarían una dama y su hijo, sin duda se había desilusionado.
—Sigamos —ordenó el hombre al regresar al lado de Helewise.
Ella le obedeció con humildad y se dirigió hacia el herbario.
—Delante veréis dónde plantamos las verduras y las especias —y le ofreció una conferencia sobre las diferentes especias y sus usos, inventándose la mitad mientras hablaba—. Y a vuestra izquierda… —sacó una mano de la manga del brazo opuesto y la agitó— está el dormitorio donde duermen todas las hermanas, excepto las vírgenes.
—Quiero verlo.
Helewise dudó y acabó por asentir. Desanduvo el camino hacia la entrada del dormitorio. Aguardó en el umbral mientras él lo recorría y regresaba. ¿Se lo había imaginado o es que su apuesto rostro se había sonrojado por el bochorno?
Lo llevó de vuelta al herbario, siguió andando y se detuvo. Empezaba a divertirse.
—Más adelante —explicó con cierto histrionismo— está la leprosería.
Lo sintió retroceder involuntariamente, cosa que solía hacer todo el mundo, y mascullar algo entre dientes.
—¿Queréis entrar? No os acompañaré, pero, naturalmente, podéis ir si lo deseáis.
—¿Quién…, quién vive allí?
—Tres de mis monjas residen allí. Así han elegido dedicar sus vidas al servicio de Dios. La población leprosa fluctúa. De momento hay siete.
—Siete —repitió él, en voz muy queda.
Helewise no pronunció el discurso que solía pronunciar en este punto, asegurando al visitante que estaba perfectamente a salvo, que no corría más peligro de contagiarse que en el mundo fuera de los muros de la abadía, puesto que los leprosos y sus tres cuidadoras llevaban una vida muy apartada de la comunidad.
¡Que se preocupara!
—¿Deseáis entrar?
Hizo ademán de abrir la pequeña puerta; se la estaba jugando, pues sabía que la puerta estaba cerrada y atrancada desde dentro y casi nunca se había abierto desde que se había construido la abadía.
—¡No! —exclamó Courtenay y, ya más calmado, agregó—: No, no quisiera molestar a los enfermos.
—Muy loable —afirmó la abadesa y él le lanzó una rápida mirada, pero la cofia le ocultaba el rostro.
Pasaron la leprosería y se pararon en la entrada de la casa de las vírgenes. Helewise abrió la puerta.
—Aquí duermen las hermanas vírgenes. Podéis entrar y mirar, pero, por favor, hacedlo en silencio, pues algunas hermanas han atendido a los enfermos durante la noche y están durmiendo.
Pensó que Denys rechazaría el ofrecimiento. Sin embargo, tras una pausa, entró y salió muy pronto. Esta vez no cabía duda: se había sonrojado.
Lo llevó al interior de la iglesia y aguardó al lado de la gran puerta occidental, mientras él recorría el silencioso y vacío edificio. Vio que descubría la puerta tras la cual se hallaba la escalera que conducía a la cripta —claro: no estaba oculta—, y esperó otro rato mientras bajaba, registraba, volvía a subir y se reunía con ella.
—¿Qué sigue?
—Ahora os enseñaré la residencia de las monjas y los monjes ancianos. —Pasaron el muro trasero de la enfermería hacia el edificio que formaba el lado este de los claustros—. Muchos de nuestros hermanos y hermanas en Dios acaban sus días aquí, con nosotros, después de servir al Señor toda la vida…
Y le ofreció la más larga de las versiones del discurso que reservaba para este tema.
Denys quiso entrar. A sor Emanuel, tan serena y distante como de costumbre, no pareció alterarla en absoluto que un brusco desconocido metiera las narices en cada cubículo. Por su parte, aunque Helewise trató en vano de reprimir el indigno impulso, se alegró cuando Courtenay eligió el momento más inoportuno para hablar con Esyllt, la ayudante de sor Emanuel. Cuando le preguntó qué hacía, la radiante moza le tendió una botella de orina llena de un líquido dorado oscuro.
—Mi despacho ya lo habéis inspeccionado —manifestó Helewise cuando reanudaron la gira—. Y ésta es nuestra sala capitular. —Echaron un vistazo al interior vacío—. Después están el refectorio y la sala de recreo —también vacías—, y, finalmente, el reformatorio.
—¿El reformatorio? —Courtenay apretó el paso.
—Sí. —Helewise hizo otro tanto para alcanzarlo—. Ofrecemos ayuda a las mujeres que han elegido una vida pecaminosa.
—¿Queréis decir putas? —Su tono contenía un deje de infinito desprecio.
—Quiero decir exactamente lo que he dicho. Sólo Dios sabe qué nos impulsa a seguir los caminos que seguimos. Nos alienta a odiar el pecado, no al pecador; y damos refugio a quienes se arrepienten y desean empezar una nueva vida.
—Putas —murmuró Courtenay.
Helewise tuvo que reprimir la respuesta iracunda que pugnaba por salírsele de los labios. ¿Para qué molestarse en discutir con alguien de la calaña de Denys? No se lo merecía.
Éste echó un rápido vistazo al reformatorio y, al salir, justo cuando Helewise empezaba a pensar que de verdad creía que no tenían nada que ocultar, preguntó:
—¿Qué es ese edificio grande?
—Es la enfermería. —La abadesa se alegró de que su propia voz permaneciese calmada, sin el menor rastro de preocupación.
—Quiero entrar.
Ella lo siguió a toda prisa hasta la puerta principal de la misma.
—Por supuesto —murmuró.
—¿Tenéis muchos pacientes?
Helewise se detuvo y fingió contar, aunque no le hacía falta, ya que conocía a cada uno de los pacientes por su nombre y sabía qué los aquejaba, si se esperaba que se curasen y, de ser así, cuándo se encontrarían lo bastante recuperados para marcharse y dejar la cama libre para otra persona.
—De momento tenemos unos cuarenta pacientes. —De hecho, había treinta y siete.
Courtenay se paró en seco, con expresión asombrada y ligeramente ansiosa.
—¿Tantos? ¿Qué les pasa?
—Sufren diversas enfermedades. Algunos tienen huesos rotos, a otros les están arrancando dientes que les duelen, tenemos a dos mujeres a punto de dar a luz, y una cuyo bebé nació anteayer. También tenemos muchos que han contraído la enfermedad del sudor… se encuentran en una sala aparte… y dos jóvenes que escupen sangre. —Fingió una mueca de disgusto—. Uno de nuestros pacientes con fiebre nos causa una angustia especial, porque contrajo la enfermedad de repente, mientras asistía al servicio en nuestro santuario del agua sagrada, en el valle, y empezó a delirar al cabo de una hora.
Exageraba aposta y dio la impresión de que el hombre se encontraba mucho más enfermo de lo que estaba. Sin embargo, la exageración surtió el efecto deseado.
A juzgar por la expresión de Denys de Courtenay, la enfermería era, después de la leprosería, el último lugar que deseaba visitar.
Pasó frente a él y, desde el interior, lo exhortó a entrar:
—Venid. Debemos limitar nuestras molestias a los enfermos.
Y lo guió implacablemente por toda la enfermería. Sor Eufemia fue a atenderlos y, sin necesidad de que Helewise la alentase, se explayó sobre los síntomas de sus pacientes.
Mientras tanto, Helewise vio a fray Saúl, que había ido a llevarle un mensaje a un hombre tumbado en un camastro junto a la puerta. Se excusó y fue a hablar con él.
—¡Fray Saúl!
Éste se volvió.
—Abadesa Helewise.
Le indicó que se acercara y, en voz muy baja, le informó:
—Saúl, Courtenay ha preguntado por sir Josse. Me preguntaba si sería buena idea…
—¿Advertírselo? —Gracias a Dios, Saúl parecía estar tan bien informado como los demás—. Por supuesto, abadesa. He acabado con lo que tenía que hacer aquí. Iré en seguida.
—Lo encontraréis en su casa, en Nuevo Winnowlands, al menos eso creo. Pero me temo que tendréis que pillar al caballo, porque sor Marta lo ha soltado.
Fray Saúl sonrió maliciosamente.
—Acaba de ir a buscarlo. He visto cómo lo metía en la cuadra.
—¡Bien hecho, sor Marta! Ve con Dios, Saúl.
Éste inclinó la cabeza mientras ella le daba la bendición y se marchó de inmediato.
Helewise regresó con Courtenay y sor Eufemia, quien tenía al hombre cogido firmemente de la manga y lo obligaba a contemplar a una mujer cuyo rostro estaba repleto de pústulas rojas, algunas de las cuales habían estallado y derramaban un líquido amarillo. Parecía que le preguntaba si alguna vez había visto algo semejante.
—Sólo quedan unos pacientes por ver —dijo Helewise y se fijó en que Courtenay parecía sentirse muy aliviado—. Démonos prisa, ¿de acuerdo?
Acabaron y salieron. Helewise rezaba mientras seguían su camino.
—El último lugar —dijo, tras un silencioso y ferviente «amén»— es la pequeña sala de costura. —Abrió la puerta, dio un paso atrás y dejó que mirara el interior.
Sor Calixta, con su velo negro, tenía la cabeza agachada sobre la ropa que remendaba y, a su lado, una figura más menuda, con velo blanco, la imitaba.
—Sor Calixta es nuestra monja más joven —explicó Helewise— y a menudo le pido que trabaje con nuestras novicias, ya que es casi tan joven como ellas. Ahora está remendando sábanas rotas y sor Felicia está aprendiendo a coser.
Vio cómo Denys observaba a las dos monjas. Helewise las observó a su vez, y sintió que el corazón se le salía del pecho. Deseó con todas sus fuerzas que Calixta alzara los ojos y, para su alivio, lo hizo. Helewise se cruzó de brazos y se metió las manos dentro de las mangas. Con un casi imperceptible movimiento de la cabeza, indicó a Calixta que hiciera otro tanto. Ésta echó una mirada a su compañera y abrió los ojos como platos; dio un codazo a la joven novicia y ésta dejó su costura y se metió también las manos en las mangas.
Courtenay continuaba contemplando las dos cabezas gachas.
El momento se hizo tan eterno que Helewise deseó gritar.
—¿Por qué han dejado de coser? —preguntó el hombre.
—Están mostrando respeto por la presencia de una visita y no reanudarán la labor hasta que nos vayamos.
Courtenay giró sobre los talones, salió y agitó un brazo.
—Que continúen entonces con sus labores.
Durante un instante, Helewise tuvo la impresión de que iba a desmayarse, pero eso sería estúpido, por lo que recuperó la compostura y siguió al hombre, cuyas grandes zancadas daban fe de la furiosa desilusión que experimentaba.
Mientras andaba, Helewise elevó una plegaria de gratitud por los poderes de observación y la rapidez mental de Calixta.
Al llegar al portal oyó a Courtenay llamar a sus hombres, que se habían hartado de apoyarse en los muros de la abadía burlándose de sor Ursel y habían enfilado el camino con sus caballos, dándoles puñetazos cada vez que agachaban el morro para tomar bocados de la escasa hierba invernal.
—¡Montad! —tronó Courtenay—. ¡Tú, tráeme mi caballo!
Sor Ursel se colocó al lado de Helewise y juntas contemplaron a los hombres de Denys montar de modo nada elegante; observaron abiertamente a Courtenay, cuyo caballo, tentado aún por las delicias de la vegetación, no mostraba el menor deseo de mantenerse tranquilo para que lo hiciese.
—Ay —exclamó Helewise con fingida preocupación—. ¿Podréis montarlo? ¿O queréis que le sostengamos la cabeza?
Él le lanzó una mirada tormentosa. Con un esfuerzo final logró subirse y, clavándole cruelmente las espuelas a la montura, echó a galopar a la cabeza de sus hombres.
Sor Ursel masculló y a Helewise le pareció distinguir un par de términos que no solían utilizar las monjas.
—Fingiré que no he oído eso, sor Ursel.
—Gracias, abadesa. —Las mejillas de la aludida se inflaron—. ¡Uf! Me alegro de ver el polvo que van dejando atrás. ¡Ay, Señor, qué basura tan podrida!
—Eso son; y su jefe más que ninguno.
—Sí. —Sor Ursel esbozó una sonrisita—. Tenéis suerte, querida abadesa, de que las miradas no maten. La última que os echó os habría dejado con el último aliento.
—Cierto. Ahora, sor Ursel, ¿puedes cerrar el portal? He de hablar con sor Eufemia.
Y, pensó, aunque no lo pronunció en voz alta, expresarle a la maravillosa y rápida sor Calixta su agradecimiento más sincero.