Capítulo once
—Menuda historia —declaró Josse y se zafó suavemente de Joana, que se estaba secando los ojos y el rostro con la manga.
—Sí —dijo ella, y acertó a dirigirle una sonrisa como de arco iris—. Lamento haberme comportado como una niña, llorando así, pero es la primera vez que hablo de esto con alguien.
—¿Lo es? ¿Ni siquiera se lo dijisteis a Mag?
La sonrisa se tornó más confiada.
—No hubo menester. Ella lo supo sin yo decírselo.
—No sabía que había seguido formando parte de vuestra vida… quiero decir, mientras estuvisteis casada.
—Y no formó parte de ella.
—Entonces, ¿cómo lo supo?
Ahora la sonrisa resultaba absolutamente traviesa, como si Joana disfrutara tomándole el pelo.
—De haberla conocido, no tendríais que preguntarlo. Simplemente, lo supo. Conocía bien a la gente. A veces me cogía de la mano y me hacía una o dos preguntas, al parecer irrelevantes, y luego decía: «Ya sé qué necesitas, moza». Y lo sabía. Que fuera una infusión para una enfermedad sin importancia, cuando yo era pequeña, o la necesidad de refugio seguro y algo de cariño, cuando los problemas casi me habían derrotado, ella siempre me lo proporcionó. Y me hacía sentirme entera, como si nada hubiese ocurrido.
Se produjo un silencio. Diríase que ambos honraban el recuerdo de Mag Hobson.
—Ojalá la hubiese conocido —declaró Josse.
—Os habría caído bien. Es más, vos también le habríais caído bien, y eso sería todo un honor. Por lo general, no le gustaban los hombres.
—¿Ah, no?
—¿Podéis culparla? Deseaba ser independiente, vivir con honradez de lo poco que ganaba con sus curas y cuidados. Y no es que cobrara mucho; sólo cobraba lo que la gente podía pagar y, si no podían pagarle, los atendía de todos modos. Habéis visto cómo vivía, ¡no era rica!
—Sí, lo he visto.
—Pero eso no le bastaba a la santa Iglesia de Dios, ¡oh, no! Toda su vida tuvo que aguantar que sacerdotes y clérigos metieran las narices en su vida, que exigieran saber qué hacía, cómo preparaba sus curas, quién creía que era para confeccionar pócimas; casi la acusaron de tener tratos con el diablo. —Joana iba enardeciéndose por momentos—. Sólo porque era diferente, porque veía a Dios de un modo distinto del de esos malditos sacerdotes, la evitaron, la aislaron, la obligaron a ocultarse, ¡hasta tal extremo que las personas que de verdad habían menester de ella tenían que ir a verla en plena noche! —Tomó aliento y miró a Josse con ojos centelleantes de rabia—. ¡Seguro que entenderéis por qué le disgustaba la compañía de los varones!
—No todos los varones son sacerdotes —razonó Josse.
—Oh, lo sé, pero los representantes de la ley y los que se daban aire de lores y caballeros eran casi igual de malos. Así es el mundo, Josse. Los hombres les tienen ojeriza a aquellas mujeres que demuestran que pueden valerse por sí mismas, las que no necesitan un marido que les diga lo que pueden y no pueden hacer. Supongo que hiere su orgullo.
—Creo que tenéis razón —aceptó Josse, tras un momento de reflexión.
Ella le sonrió maliciosamente.
—Sé que la tengo. ¿Os habéis casado, Josse?
—No.
—¿Porqué no?
—A lo mejor porque me pareció que me las podía arreglar sin una esposa que me ordenara los días.
Joana arqueó las cejas y abrió la boca dispuesta a replicar, pero, en un instante, su semblante se despejó y se echó a reír.
—Noble caballero, creo que os burláis de mí.
—Un poco. Es agradable oíros reír.
—Y es agradable querer hacerlo.
Permanecieron un momento frente a frente, separados por una corta distancia. «Podría abrazarla ahora —pensó Josse—, besarle el dulce rostro y, probablemente, despertar su pasión otra vez. Sería un gozo para ambos y quizá le diera un tipo de consuelo que nunca ha recibido.
»O podría hacer lo que me dicta la conciencia y, por muy tarde que sea, regresar a Hawkenlye. La puerta estará cerrada, pero puedo pedir a los monjes del valle que me hospeden. Lo he hecho ya muchas veces».
Se percató de que Joana temblaba ligeramente, se pasaba la lengua por los labios y empezaba a decir:
—Josse…
Éste tomó rápidamente una decisión y la interrumpió:
—Lo sé, Joana. Es tarde y debo irme. —Hizo una ligera reverencia—. Regreso a la abadía de Hawkenlye. Si estáis de acuerdo, le pediré a la abadesa que me ayude a ocultaros, a Ninian y a vos. Sólo por unos días, mientras decidimos qué hacer.
Fuera lo que fuese lo que esperaba oírle decir, y él creía saber lo que era, ciertamente se había equivocado. Joana frunció el entrecejo.
—¡Una abadía! Me proponéis llevarme a una abadía, ¡sabiendo lo que pienso de Dios y su Iglesia!
—Yo… Es que Hawkenlye está a cargo de una mujer —contestó él con suavidad—. Una mujer que desea, con el mismo fervor que vuestra Mag, no ser gobernada por un marido, que…
—Creía que las monjas estaban casadas con Jesús —espetó Joana, desdeñosa, como si la mera idea le resultara risible.
—Puede ser. No puedo hablar en nombre de la abadesa Helewise; pero, en todo caso, debe de ser algo distinto de un matrimonio terrenal. —Josse frunció igualmente el entrecejo; se sentía un poco perdido—. ¿O no?
—¿Qué tiene de maravilloso la abadía de Hawkenlye? ¿Por qué queréis que nos escondamos allí? ¿Por qué es mejor que aquí?
—Cien monjas, quince monjes y varios hermanos legos muy fuertes y corpulentos. Por ejemplo, fray Saúl, un buen hombre, que adora a la abadesa. Si ella se lo pidiera, tumbaría a cualquier hombre. A un hombre, digamos, que esté resuelto a llevarse a una joven que no desea acompañarlo…
Asintiendo, Joana levantó una mano para acallarlo.
—Sí, muy bien. Lo acepto, pero por Ninian, no por mí. Yo… ¡oh, da igual! ¿Cuándo regresaréis aquí?
Josse había empezado a retroceder hacia la puerta; la continuada proximidad de la joven lo afectaba, minaba su autocontrol; sobre todo sus oscuros y abiertos ojos, fijos en él.
—Mañana. En cuanto pueda. A mediodía, a más tardar; si Dios quiere.
—Amén —fue la automática respuesta de Joana—. Muy bien.
La joven lo acompañó hasta la puerta, y él se apresuró a abrirla y a traspasar el umbral.
Ella, sin duda, advirtió su prisa.
—No os preocupéis, noble caballero, no voy a arrojarme a vuestros brazos. Voy a atrancar la puerta en cuanto la haya cerrado.
Con su provocativa risa retumbándole en los oídos, Josse fue a las cuadras en busca de Horace y, con el mayor sigilo, regresó a la abadía.
Helewise llevaba tiempo aguardando a Josse después de prima. Fray Saúl le había informado del tardío regreso de Josse al valle, y ella dio gracias a Dios. A media mañana del día siguiente, el caballero llamó por fin a la puerta del despacho.
La abadesa deseaba con fervor que este horrible asunto se diera pronto por concluido. Le preocupaba profundamente saber que Denys de Courtenay andaba suelto, que alguien de talante tan siniestro e implacable persiguiera a una joven indefensa. Ya había matado a una persona y la abadesa temía recibir la noticia de que lo había vuelto a hacer.
—Sir Josse, bien venido. ¿Puedo ofreceros vino?
—Sí que podéis. —Ella sirvió la humeante bebida de una jarra que le había pedido a sor Basilia, ya que estaba casi segura de que Josse la visitaría de un momento a otro. Se quedó observando cómo éste se calentaba las manos con la copa.
—Ah, qué bueno —exclamó Josse al dejar la copa en el suelo.
—Ahora, contadme qué ha ocurrido —pidió Helewise, intentando no mostrar impaciencia—. ¿Habéis encontrado a Joana y a su hijo?
—Sí. Esperé en el campamento de Ninian y, cuando por fin llegó, lo convencí para que me llevara con su madre. Todavía se hospedan en la vieja casa donde los instaló Mag Hobson. Están bastante cómodos, abadesa, pero tengo miedo por ellos, están completamente solos.
—¿Está muy escondida la casa?
—Sí, lo está. Es una bendición porque reduce las posibilidades de que Denys los encuentre. Pero, si da con ellos, ¡será una maldición!
—Claro, no tendrán nadie a quien pedir socorro. Sí, os entiendo. —Helewise vaciló en exponer una idea que acababa de ocurrírsele—. Sir Josse, ¿tenemos razón al dar por sentado que Denys sigue buscándola? Han pasado… a ver… tres días desde que vino aquí. ¿No habría regresado si siguiera buscándola?
—Olvidáis a Mag Hobson.
—No, no. —«¿Cómo olvidarla?», pensó Helewise. «Esa pobre mujer, una muerte tan terrible…»—. Pero vos mismo dijisteis que pudo haber muerto hace varios días. Quizá Courtenay haya dado por terminada la caza y esté al otro lado del país.
—No, abadesa, no lo creo. Anoche Joana me contó parte de su pasado y he estado meditando durante el camino de vuelta aquí y esta mañana, y creo que he descubierto por qué la busca.
—¿Por qué?
—Abadesa, ¿recordáis que os dijo que era su sobrina, y que luego descubristeis que en realidad sólo son parientes en segundo grado?
—Sí.
—Y dijisteis que era importante porque, si tuvieran dispensa, podrían casarse si son parientes en segundo grado, pero nunca si fueran tío carnal y sobrina.
—Sí, desde luego.
—¿Y si fingiera que es su tío carnal para no levantar sospechas?
—¿Sobre qué?
Helewise se preguntó si estaba excesivamente lenta esa mañana o si, por el contrario, era Josse quien estaba siendo excesivamente parlanchín. Frunció el entrecejo, concentrándose.
—¡Sobre el hecho de que piensa casarse con ella! —dijo Josse.
La monja se sintió decepcionada.
—Josse, creo que vais a tener que explicaros. ¿Para qué querría casarse con ella?
—Es viuda y huérfana. —Josse se inclinó, exaltado—. Su padre murió hace tiempo, su madre más recientemente; no tiene hermanos y es la viuda de un hombre que dejó varios dominios en Bretaña. Joana mencionó familiares de su difunto marido pero, con todo, la joven debe de contar con una considerable cantidad, pues un hombre no suele pasar por alto a su esposa en su testamento. —Josse se incorporó y se cruzó de brazos—. ¿Os parece razón suficiente para que Denys de Courtenay quiera casarse con ella?
A Helewise le pareció un razonamiento poco sólido.
—Sir Josse, Denys de Courtenay hace gala de una extraña táctica de cortejo si cree que va a ganarse los favores de una dama matando brutalmente a una de sus pocas amigas.
—¡Eso lo he tenido en cuenta! Como os he dicho, Joana me ha hablado bastante de sí misma y, sin revelar sus confidencias, puedo deciros que él cree que puede obligarla a casarse con él si la amenaza con revelar ciertos acontecimientos de su pasado.
—¿Acontecimientos? —La imaginación de la abadesa se disparó.
—Sí. Acontecimientos desafortunados, he de reconocerlo, ¡pero todos ellos en contra de su voluntad, abadesa!
«Ay, Josse, era natural que dijerais eso, tan enamorado como estáis de la dama», pensó Helewise.
—¿Estáis seguro?
—¡Sí! Era una doncella inocente, sin nadie que la guiara y… —Josse se dio cuenta de que había revelado demasiado y guardó silencio repentinamente.
Con gran tacto, la abadesa cambió de tema y se apartó del fascinante pero prohibido terreno del pasado escandaloso de Joana.
—Haría cualquier cosa para evitar que a una mujer se la obligue a contraer matrimonio. Es una posición que, si una la escoge por voluntad propia, tiene sus compensaciones y sus dichas. Pero que la obliguen a una a casarse con un hombre al que se desprecia y odia…
—Ya ha tenido que pasar por eso —convino Josse—. Sería terrible que le sucediera de nuevo.
«Sobre todo para vos, querido Josse», pensó Helewise.
—¿Qué proponéis? ¿En qué puedo ayudar?
—¿Entendéis entonces que preciso ayuda?
—De lo contrario, no estaríais aquí. —«Estaríais con Joana de Courtenay, luchando contra primos, tíos, dragones, monstruos marinos, duendes y cualquier otra criatura que la amenazase».
Josse se inclinó y descansó los brazos en el escritorio.
—Abadesa, ¿puedo traerlos aquí, a Joana y a Ninian? Tenéis cientos de escondites y personas que la defenderían y…
—No estoy segura de poder recurrir a mis monjas. Algunas serían útiles… sor Marta, me imagino, estaría dispuesta a blandir el bieldo… pero las otras creo que no.
Exasperado, Josse puso los ojos en blanco.
—No seáis ridícula, abadesa… ¡Disculpadme! —Y esbozó una sonrisita—. Lo que quería decir es que, con tanta gente rondando por aquí, Denys no puede llegar tranquilamente, entrar en la abadía, registrarla hasta dar con Joana, echársela sobre la silla de montar y llevársela.
—La seguridad reside en la cantidad. Sí, lo sé. Ahora soy yo quien os pide disculpas: me estaba burlando de vos.
—Pues no lo hagáis —gruñó él.
—Aunque espero que no lo haga, si Denys de Courtenay regresa con refuerzos…
Josse levantó la cabeza de golpe, alarmado.
—¡Refuerzos!
—… entonces podemos recurrir a fray Saúl y sus compañeros. No os defraudarán.
—Es cierto —murmuró Josse con expresión dubitativa—. Abadesa, me preocupáis. Reconozco que no se me había ocurrido un secuestro por la fuerza; pero, ahora que lo mencionáis, no se me hace imposible. —El rictus se profundizó—. ¿Tenemos… tengo el derecho de poner en peligro vuestra abadía, y a vuestras monjas y monjes?
—No se quedarán de brazos cruzados viendo cómo alguien se lleva a una joven contra su voluntad —afirmó Helewise—. Ni yo tampoco.
—Gracias, abadesa… No obstante…
—¿Puedo haceros una sugerencia? —ofreció Helewise al ver que Josse se callaba.
—Sí, os lo agradecería.
Los ojos de Josse, llenos de sincera preocupación, se encontraron con los de su amiga, y ella se regañó por creer que el egoísmo era la única razón que lo impulsaba a proteger a Joana. De súbito se dio cuenta de que haría lo mismo si ésta fuera anciana y fea. Josse lo hacía por pura galantería.
—Aunque no lo reconoció cuando habló conmigo, Denys de Courtenay sabe que a Joana la acompaña un mozuelo, Ninian. ¿Me equivoco?
—Oh, sí, sabe muy bien lo de su hijo.
—Entonces lo que buscará no será una mujer a solas, sino a una con un niño. ¿Correcto?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no separarlos?
—¡Joana no lo aceptaría!
—¡Escuchadme! Lo que sugiero es que regreséis ahora a la casa secreta, nos traigáis a Ninian… no os preocupéis, nos aseguraremos de que esté a salvo… y luego volváis a buscar a Joana y…
—¡No puedo dejarla sola allí!
—No, no, no es eso lo que os propongo. Pero, sir Josse, vos tenéis una casa. Bastante alejada de aquí y me figuro que muy cómoda.
—Sí, pero…
—¿Y creéis que cabe la menor posibilidad de que Denys de Courtenay la encuentre allí cuando ni siquiera sabe que existe una relación entre ambos?
—Es más probable que descubra la casa de los ancianos —aceptó Josse.
Se produjo un largo silencio. Helewise percibió que Josse meditaba en cómo presentarle la idea a Joana.
El único problema, se dijo la abadesa, era que semejante solución no le permitiría conocer a Joana de Courtenay y eso, debía reconocerlo, le apetecía mucho.
Josse se puso en pie.
—Es un plan razonable —declaró—. Voy a ver si lo acepta. —Y, con una sonrisa maliciosa y una inclinación muy ligera, se marchó.
Helewise permaneció largo rato sentada tras su escritorio, meditando en el mejor modo de ocultar a un niño de siete años en una abadía llena de monjas…
Ya estaba lista cuando Josse regresó unas horas más tarde. Sor Ursel le advirtió que se acercaban, y salió a la fría tarde a recibir a Josse y a su joven compañero.
—Abadesa Helewise, os presento a Ninian de Lehon. —Josse se apeó del caballo a la vez que le indicaba al chiquillo que hiciera otro tanto—. Ninian, te presento a la abadesa Helewise.
El pequeño se acercó a la abadesa e hizo una reverencia razonablemente elegante.
—Es un honor conoceros.
Se enderezó y la observó con franca curiosidad.
Ella lo estudió igualmente. Muy alto y robusto para su edad, se le podrían dar algo más de siete años. Cabello oscuro bastante largo y un semblante abierto y amistoso. Y esos ojos azules. Sí. Funcionaría.
—Y yo estoy encantada de conocerte a ti.
—Ninian, no mires tan directamente —le murmuró Josse.
—Lo siento. —Ninian echó una ojeada a Josse y su mirada volvió a Helewise—. Es sólo que no conozco a ninguna monja. A muchos monjes sí; había muchos donde vivía. Siempre parecían muy serios y rezaban casi todo el tiempo. Y eran muy estrictos. No me caían muy bien. —Una sombra cruzó su carita.
Llevada por la intuición, Helewise pensó: «Dices que no te caían bien. Quizá les tuvieras miedo, así que, cuando Josse te dijo que iba a traerte aquí, a la abadía, pensaste que seríamos como tus monjes».
—Aquí no somos tan serias. Rezamos buena parte del tiempo, pues eso hacen los monjes y las monjas, pero no insistimos en que la gente ande con cara de circunstancias cuando no están rezando.
—¿Ah, no? —inquirió Ninian, nada convencido.
—No. Te propongo algo, Ninian. —La abadesa se agachó hasta llegar a su nivel—. Como yo estoy casi siempre ocupada, se me ocurrió… Cuando sir Josse dijo que te iba a traer se me ocurrió que le pediría a una de las monjas más jóvenes que te cuidara, una que no esté demasiado ocupada. ¿Qué te parece?
—¿Más joven? ¿Mucho más joven?
—Años y años —le aseguró Helewise—. De hecho, es una de las más jóvenes, y lleva pocos meses siendo monja. —Echó un vistazo a Josse, quien sin duda había adivinado a quién se refería—. Se llama sor Calixta… ¿Vamos a buscarla?
—De acuerdo.
Helewise se enderezó y le tendió una mano, preguntándose si se la cogería. Sintió inmediatamente sus deditos moverse en su palma.
—Sor Calixta suele trabajar con sor Eufemia, nuestra enfermera. Eso quiere decir que es la persona que cuida a los enfermos que vienen aquí. Sólo que hoy está ocupada remendando. Está en una estancia muy acogedora. —Lo precedió por el sendero que rodeaba la enfermería, en dirección a una pequeña puerta del muro del fondo—. Y tiene toda clase de cosas por coser. Le gustará mucho que la acompañes, Ninian.
Abrió la puerta de par en par. En el interior, sor Calixta se levantó de un salto, dejó caer un montón de sábanas y, con una grácil reverencia, exclamó:
—¡Abadesa Helewise! ¡Buenas tardes!
—Sor Calixta… ¡Oh, siéntate, moza! Estás pisando las sábanas. Éste es Ninian, del que te he hablado. ¿Puede sentarse contigo mientras trabajas?
En opinión de Helewise, la respuesta de sor Calixta resultó perfecta.
—¡Ay, Ninian, me alegro tanto de verte! Acabo de coser un dobladillo de al menos diez leguas y ahora voy a coser otro. ¡Estoy tan aburrida que podría gritar!
Qué buena actriz, se dijo Helewise. Sabía, porque la propia Calixta se lo había confesado, que no había casi nada que le agradara tanto como pasar una que otra tarde a solas, pensando y cosiendo pacíficamente.
—Ven, siéntate aquí —Calixta dejó un hueco en el suelo— y cuéntame qué ocurre en el mundo exterior. ¿Ha nevado mucho este invierno? ¿Has jugado con la nieve? ¿Se han ido ya todos los pájaros?
—Hoy he visto una liebre —respondió Ninian, que se había acomodado, al parecer a gusto en compañía de Calixta—. Pero todavía era marrón y yo creía que se volvían blancas en el invierno, así que…
Helewise los dejó a solas y cerró silenciosamente la puerta.
Regresó con Josse, a quien encontró charlando con sor Marta, que había salido a encargarse de Horace y del poni de Ninian.
—No, gracias, sor Marta —decía Josse—, he de irme en seguida. Me llevaré a Trovador, por si acaso.
«Por si Denys aparece por aquí», añadió para sí Helewise.
—Gracias, hermana —dijo la abadesa. Sor Marta se dio por despedida y, tras una reverencia, regresó a las cuadras.
—¿Está bien el mozo? —preguntó Josse.
—Muy bien. Es un mozuelo agradable.
—Sí, lo es. —Josse le lanzó una mirada de admiración—. Ha sido una idea genial, querida abadesa, ponerlo al cuidado de sor Calixta. ¿Está bien ella?
Al recordar el afecto que había sentido Josse por la joven monja cuando ésta había tenido problemas el verano anterior, asintió.
—¡Oh, sí! Creo haberos dicho ya que es una buena monja. Feliz, alegre, cariñosa y, según sor Eufemia, una enfermera nata. Llena de gentileza y con un aire de confiada seguridad en que el Señor hará lo mejor para sus pacientes, una sensación que les transmite con facilidad.
—Dudabais en permitirle pronunciar sus votos, siendo tan joven —le recordó Josse.
—Es cierto. Pero ni ella ni yo ni nadie en esta comunidad hemos lamentado su admisión.
—Bien, pues hará algo muy digno ahora, si logra que el mozo deje de preocuparse por su madre. —Josse metió el pie en el estribo y se subió a la silla—. Y, hablando de Joana, debo irme.
—Por supuesto.
—Adiós, abadesa, y gracias. No sé cuándo regresaré, pero será pronto, os lo prometo.
—Adiós. —Helewise lo bendijo con la mano—. Id con Dios.
Apenas si oyó el «amén» de Josse, que ya había espoleado a Horace y cruzaba al trote la entrada de la abadía, para luego enfilar el camino.