Capítulo diecisiete
Aun así, Courtenay mantuvo el ánimo y contraatacó a su vez.
—¡No podéis estar seguro de eso! ¡Está en una cruzada y, aunque no muera a manos de un sarraceno, probablemente muera de disentería!
—No me convencéis.
—¿Y si muere? —Courtenay pasó por alto la interrupción—. La reina Berenguela no le importa, según dicen, ¡y pasa tan poco tiempo con ella que si concibiera un hijo sería como una segunda inmaculada concepción! Juan no tiene hijos. ¡A su esposa no la han visto con él desde el día en que pronunciaron los votos matrimoniales! ¡Os digo que estos Plantagenet no tienen futuro! ¡Pensadlo bien, sir Josse! ¡Dejad vuestra espada y revisemos bien nuestro plan!
—¿Nuestro plan? —rugió Josse—. ¡No, Courtenay, no os atreváis a incluirme en él!
—Pero… —En el apuesto rostro apareció un ceño perplejo—. Hace un momento habéis…, parecíais… —Su semblante se despejó—. Ah, lo entiendo. Os estabais divirtiendo conmigo. Tirando del sedal, como un pescador con un salmón.
La sonrisa, tan ancha y radiante como antes, no desapareció, pero la expresión se alteró de modo casi imperceptible.
Por primera vez Josse tuvo una vislumbre de qué yacía tras su encanto y afabilidad. Algo que, ahora que lo pensaba, debía de haber yacido siempre allí. Al fin y al cabo, era el hombre que había torturado y matado a Mag Hobson.
Lo que vio fue una astucia infinita y una implacable e ilimitada maldad.
Pero apareció y desapareció tan pronto que podría haber sido fruto de un efecto óptico…
Cuando se duda, hay que tomar la iniciativa.
Josse aferró con todas sus fuerzas la espada, cuyo tacto familiar lo dotó de mayor confianza.
—No tenemos nada más que decirnos, Courtenay. Creo que deberíais marcharos.
—Marcharme —repitió el hombre en voz sumamente queda—. Sí, sí, tal vez debiera. —Se encogió elegantemente de hombros—. ¿Qué se le va a hacer? Hice cuanto pude. Habríamos formado un equipo formidable, vos y yo. Pero estaba escrito que no podía ser. —Dejó escapar un suspiro exagerado—. ¡Qué pena!
Se dio la vuelta y se encaminó poco a poco, con los hombros caídos, hacia la puerta. Aunque Josse no se dejó engañar del todo, perdió parte de su concentración mientras valoraba las implicaciones de esa mirada enajenada que distinguió con tanta fugacidad, y bajó la guardia.
Apenas nada.
Sin embargo, fue suficiente.
Girando sobre los talones, blandiendo la espada a tal velocidad que parecía un borrón plateado, Courtenay se abalanzó sobre él.
Había otro elemento, un factor de vital importancia que Josse debería haber advertido de inmediato, teniendo en cuenta que Courtenay era, desde un principio, un adversario en potencia.
Era zurdo.
A Josse lo salvaron las rápidas y automáticas reacciones que le otorgaba una vida entera de ser guerrero. Levantó su propia espada en el momento en que Denys lanzaba la primera salvaje estocada y la paró justo cuando estaba a punto de acertarle en el pecho. Pero el asalto venía de la derecha y la espada que Denys sostenía con la izquierda se separó de la de Josse y, al bajar, lo hirió en el brazo.
No le dolió, al menos no en seguida, pero el chorro de sangre que manó del corte le empapó la manga y goteó al suelo, y Josse supo que estaba herido, gravemente herido; sobre todo, por la repentina pérdida de fuerza del brazo derecho.
Cogió la espada con la mano izquierda y se abalanzó sobre Courtenay, buscando un espacio en su defensa, examinando su manera de blandir la espada, los lugares donde se exponía. Hizo contacto, y en la barbilla de Denys apareció una mancha de brillante sangre.
Era una herida tan pequeña que apenas si pareció notarla.
Josse volvió a lanzarse, pero su oponente pensaba rápido e, hiciera lo que hiciera, por donde fuera que lo atacase, estaba siempre preparado, paraba los fuertes golpes y con su propia espada se defendía siempre de la furia de Josse.
No obstante, este último era el atacante, de eso no cabía duda, y Courtenay, el defensor. «He de seguir —pensó Josse, luchando contra el preocupante mareo que amenazaba con hacerle perder el equilibrio—. Mi única esperanza yace en obligarlo a retroceder».
La alternativa, o sea, que Courtenay tomara la ventaja y obligara a Josse a defenderse, resultaba inconcebible.
Josse hizo cuanto pudo, pero perdía demasiada sangre, y, aunque había aprendido a usar la mano no dominante, nunca se había visto en la tesitura de luchar con tal combinación de desventajas contra un hombre que poseyera semejante malévola resolución.
Con lentitud y constancia, Courtenay lo agotó.
Se produjo un momento de equilibrio perfecto y, cuando las dos espadas se separaron, Josse experimentó un desmayo de una fracción de segundo y bajó el brazo.
Cuando volvió en sí, se encontró con que Courtenay lo obligaba a retroceder, con la espada silbando y hendiendo el aire, buscando el punto en que el cuello de Josse se unía a su hombro izquierdo. Hizo acopio del poco ingenio y las pocas fuerzas que le restaban y trató de desviar el golpe.
Perdió el equilibrio y cayó de rodillas.
Luchando contra las náuseas y la debilidad, trató de coger la daga, pues ahora que Courtenay se hallaba de pie a su lado, casi encima de él, tal vez pudiera clavársela en el vientre o, al menos, herirlo lo suficiente para detener el asalto…
Se desplomó hacia adelante y soltó la espada.
Esperó el fin.
Al cabo de una pequeña eternidad, sintió la punta de la espada de Denys rozarle el cuello. Cerró los ojos y elevó una oración: «Perdóname, Señor, por mis pecados…».
Nada. Ni oyó el silbido de una arma descender a toda velocidad ni experimentó la terrible agonía que sentiría al traspasarlo la espada.
Abrió los ojos e intentó levantarlos hacia Courtenay.
Éste había desenfundado su daga y, con la espada en la mano derecha, pasaba la punta de la daga por la piel desnuda del cuello y las mejillas de Josse.
—Es una arma mejor —murmuró— para lo que tengo en mente. No es fácil, ¿verdad, Josse?, cortarle a un hombre las orejas y la nariz con una espada.
Josse trató de empujarlo de un codazo, pero al levantar uno de los brazos que lo sostenían, se desplomó en el suelo.
—Pardiez —se burló Courtenay—. ¡El león se ha vuelto gatito! ¡Ven, minino! ¡Siente el cosquilleo de la hoja de mi daga!
Josse hizo una mueca cuando la daga le rebanó un trozo de carne del cuello.
Entonces, como si se hubiese cansado de jugar, Denys se inclinó sobre Josse, muy cerca. Dejó la espada y oprimió la garganta de Josse con la mano derecha, aplastándole la tráquea, con lo que la visión de Josse, ya de por sí borrosa, falló del todo y lo envolvió la oscuridad. La daga se apretó contra su mejilla.
—Antes de cortaros el cuello —dijo Denys—, me diréis dónde encontrar al niño. No me digáis que no lo sabéis, porque sé perfectamente que no es verdad. —La daga traspasó la piel—. Y cada vez que contestéis a mi pregunta con un «no lo sé», os rebanaré algo.
Tumbado sobre el costado derecho, Josse buscó su propia daga con la mano izquierda. ¡Aquí! No, no, no. ¡Aquí! No… ¡sí!
Su mano se cerró sobre la fina empuñadura.
—Ahora —dijo Courtenay—, ¿dónde está el hijo de Joana?
—Yo… —Josse cerró los ojos y gimió, fingiendo debilidad; no le costó mucho convencerlo—. Courtenay, esperad, yo…
La daga volvió a apretarse contra la mejilla de Josse.
—¿Dónde está el mozo? —fue la inexorable respuesta.
—¡Tenéis que dejarme pensar! —exclamó Josse—. ¡Estoy tan mareado que no puedo ni pensar!
La mano en su garganta apretó aún más y Josse perdió el conocimiento unos segundos. Al abrir los ojos encontró el rostro de Courtenay directamente encima del suyo; en sus ojos ardía una horrible mezcla de furiosa resolución y placer sádico.
—¡Eso! Ahora, respirad hondo, Josse, mientras os lo permito, y decidme lo que quiero saber.
Josse se llenó los pulmones de aire y, al mismo tiempo, desenfundó su daga.
—¡Eso está mejor! —dijo Courtenay como si estuviesen conversando amigablemente, y a continuación empezó a oprimirle la garganta—. Ahora sí, noble caballero, me lo diréis. Antes de que os quite todo el aire, me revelaréis lo que habéis hecho con el mozo. De lo contrario, cuando volváis en vos de nuevo, os encontraréis con una oreja menos.
Denys presionó la daga detrás de la oreja izquierda de Josse. La oscuridad frente a sus ojos se llenó de dolorosos y brillantes rayos de luz. Abrió la boca tratando de respirar.
—El mozo está… Lo he puesto en manos de…
Con lo que le quedaba de fuerza, levantó la mano izquierda, firmemente agarrada a la daga; sus dedos se enredaron con la túnica de Denys y, de pronto, sintió que lo aplastaba una pesada carga y le provocaba intensas oleadas de dolor en el brazo herido. Se desmayó.
Sin embargo, no por mucho tiempo. El dolor era tan punzante que volvió en sí. Con un desesperado empujón se quitó de encima a Courtenay y respiró hondo. Tumbado boca arriba, tomó varias bocanadas de aire. La garganta le ardía como si en ella tuviese todo el fuego del infierno y sintió que le goteaba sangre en varios puntos de la cara y el cuello.
«Pero estoy vivo —pensó, asombrado—. Estoy vivo».
Al cabo de unos minutos acertó a incorporarse, apoyado sobre los codos. Se aproximó con cautela al cuerpo de Denys de Courtenay y lo observó.
Estaba muerto, no cabía la menor duda.
Yacía de lado con un brazo echado para atrás, la mitad de la espada debajo de él y la daga a un lado de la mano ya sin vida.
Bajo su pecho se había formado un ancho charco de sangre. Mientras Josse lo contemplaba, un par de gotas se juntaron lentamente en la túnica rota y fueron a dar, con un suave plop, en el charco que se iba extendiendo.
De entre sus costillas sobresalía la empuñadura de una daga.
«Lo he vencido —se dijo Josse, maravillado—. Milagrosamente encontré… me fueron otorgadas la precisión y la fuerza que había menester para apuñalarlo en el corazón».
Tenía que haberle penetrado el corazón, porque, según su experiencia, ninguna otra herida provocaría un desangrado tan rápido.
Examinó la empuñadura negra de la daga.
Algo no cuajaba…
Agitó la cabeza en un intento de despejarse la mente, de pensar…
Eso era.
La empuñadura de Josse era estrecha y no era negra.
Además, aún la sostenía en la mano izquierda.
Se volvió, levantó la cabeza con gran esfuerzo, como si estuviese levantando un árbol, y la vio.
A unos pasos de él, como si el horror la mantuviera fuera del alcance.
Con una voz tan ronca que las palabras resultaban casi incomprensibles, Josse dijo:
—Vuestra daga.
—Sí —contestó ella.
Se produjo un silencio, tras el cual Josse declaró:
—En una ocasión os dije que no apostaría por vuestra pequeña daga contra Courtenay. —Miró el cuerpo de éste y añadió—: Cuánto me equivoqué.
Mortalmente pálida, Joana susurró:
—Creí que ibais a decirle dónde está Ninian.
Josse logró sonreír.
—No, no iba a hacerlo. Trataba de pillarlo con la guardia baja mientras me preparaba para clavarle mi propia daga.
Joana surgió de las sombras y se aproximó a él; se arrodilló a su lado, le cogió el rostro entre las manos y con la punta de los dedos le acarició las heridas.
—Estaba a punto de mutilaros —susurró—. ¿Acaso esa tortura no debilitaría a cualquier hombre? Y ya estabais tan herido… —Su voz se quebró con un sollozo.
Josse alzó la mano y le asió la muñeca.
—Os ganáis la lealtad de vuestros amigos, Joana. No me sorprende. Mag Hobson no habló y yo tampoco lo habría hecho.
La joven se derrumbó sobre él y la sintió temblar.
—Lo siento —murmuró—. Lo siento tanto, tanto.
—¿Sentís haberlo matado? Mi dama, no debéis lamentarlo. Era un hombre que se exponía constantemente al peligro con su comportamiento. Y…
Joana alzó la barbilla y lo miró.
—No, Josse. Pensándolo bien, no creo que lamente haberlo matado. Lo siento por vos.
Mientras hablaba, trataba de apartar la manga del corte en el brazo derecho y, pese a la suavidad con que lo hacia, una oleada de dolor insoportable recorrió a Josse.
—Joana, yo…
No pudo acabar; se desmayó de nuevo.