Capítulo dieciocho
Al despertar se encontró cómodamente tumbado en el suelo frente al fuego. Sentada en su silla, con las manos cruzadas sobre el regazo, Joana parecía muy tranquila.
Volvió la cabeza, apenas lo suficiente, para mirar el lugar donde había caído Courtenay.
El cuerpo ya no estaba allí.
Se relajó. ¿Acaso lo había soñado? Cerró los ojos y revisó mentalmente sus heridas.
La profunda herida del brazo derecho quemaba, aunque no la sentía. Qué había hecho Joana para aliviarle el dolor, no lo sabía, pero dio gracias a Dios por su habilidad. Si tienes que recibir una profunda herida, ¿qué mejor momento que cuando tienes bajo el mismo techo a una aprendiza de mujer sabia?
El dolor más punzante lo experimentaba en el cuello, donde al parecer la daga de Denys había penetrado más. La herida le palpitaba al mismo ritmo que el corazón.
Oyó una voz cercana y suave decirle:
—No breguéis por manteneros despierto, Josse. Todo va bien. Dormid y os curaréis más de prisa.
Tenía sentido.
Se tranquilizó, se dejó llevar por la somnolencia y se durmió.
Al despertar de nuevo ya había oscurecido casi del todo. Una única vela iluminaba el salón y alguien —Joana— lo había cubierto con una piel.
Tenía muchísima sed.
Abrió los resecos labios y tuvo la sensación de que la piel se le resquebrajaba.
—Necesito beber —susurró.
Joana se acercó de inmediato, se inclinó y le sostuvo la cabeza con una mano y, con la otra, le arrimó un vaso a la boca.
—Eso… poco a poco. ¡No bebáis demasiado!
Dio un trago, y la fría y refrescante agua se le deslizó garganta abajo. Ella le dejó tomar otro sorbo y le quitó el vaso.
—¡Más! —protestó Josse.
Joana le limpió la boca con una tela humedecida con agua fría y él se lamió los labios queriendo absorber el líquido.
—Basta por ahora —dijo Joana—. Pronto os daré otro par de tragos.
Josse se relajó, y se apoyó sobre las almohadas que ella le había colocado debajo de la cabeza.
—Gracias.
—¿Cómo os sentís?
—Somnoliento. —Tras una pausa, agregó—: Está oscuro. ¿Es de noche?
—Sí. ¿Os duele?
Y el caballero volvió a hacer inventario.
—Me duele el cuello.
—¿Dónde?
Él levantó una mano que se le antojó tan pesada como una roca y le indicó el lugar.
—Ah, sí.
Joana se alejó. Regresó al poco y él sintió algo fresco contra la punzante herida del cuello. Al principio le escoció, pero luego hizo desaparecer el dolor.
—Sois… una diosa.
—¡No! —exclamó ella y, a continuación, murmuró—: Ah, pero si es una broma, no una blasfemia. —Y, en tono normal, continuó—: Es algo que Mag me enseñó.
—Una aprendiza de mujer sabia. Eso pensé.
—¿Qué significa eso? —inquirió la joven, cautelosa.
—Nada, mi amor. —Josse se movió ligeramente para ponerse más cómodo—. Es algo que se me ocurrió antes, cuando desperté y me di cuenta de que no me dolía el brazo.
—Es una herida profunda —replicó Joana con tono sombrío—. La he cosido, pero hemos de vigilarla bien por si se infecta.
—La habéis cosido. —Josse se mareó.
—Sí. No os preocupéis, Josse, Mag me enseñó bien.
—Sí, de eso estoy seguro. —Luchó contra las arcadas que parecían resueltas a subir y, a fin de desechar todo pensamiento acerca del tema, preguntó:
—¿Dónde está Courtenay? Estaba tumbado aquí antes.
—Tampoco os preocupéis por eso. Hemos dispuesto de él —lo tranquilizó.
—¡No lo habréis hecho a solas!
Josse sabía que era fuerte, ¡pero no tanto! Y Courtenay no era un canijo debilucho.
—No, no. Josse, no soy la única que tiene amigos leales. Vuestro Will, estoy convencida, haría cualquier cosa por vos.
—¿Will?
—Sí, Will. Él y yo sacamos a Courtenay. Queríamos hacerlo ahora que es de noche y Will lo está enterrando en una zanja.
—¿Enterrándolo?
—Está muerto ¿Lo sabéis, no?
—¡Desde luego! Pero…
«Pero ¿qué? ¿Debo mandar llamar al sheriff, hacer constar el asesinato, describir las circunstancias y esperar convencerlo de que fue una cuestión de defensa propia?
»¿Y si no está de acuerdo? ¿Entonces, qué?
»Entonces —por nada del mundo dejaría que la culpa recayera en Joana—, entonces me juzgarían por asesinato y podrían ahorcarme».
Pero ¡enterrar el cuerpo en una zanja de Nuevo Winnowlands! ¡Y no sólo eso, sino dejar que lo hiciera Will!
¿Acaso volvería a tener la conciencia tranquila?
Pronto advirtió que su conciencia iba a tener que aguantarse. La alternativa resultaba impensable.
—Joana, ¿podéis pedirle a Will que venga?
—Claro.
Joana regresó casi en seguida, o sea, que la zanja no se hallaba muy lejos.
—Mi señor… —dijo Will, justo detrás de ella—. He hecho lo que creo que desearíais. Lo he puesto en el fondo de la larga zanja que estaba cavando en el fondo del huerto, allí donde nos preocupaba que pudiera inundarse. Está enterrado muy profundamente, mi señor, y nadie lo va a encontrar, si no saben dónde buscarlo.
La expresión de Will emocionó a Josse, quien le tendió la mano. Tras un momento de vacilación, Will se la estrechó.
—Gracias, Will. Es más de lo que tengo derecho a pedirte, pero gracias.
—No me lo habéis pedido. —Will esbozó una fugaz sonrisa—. No estabais en condiciones de pedirle nada a nadie. —Echó un vistazo a Joana—. Y no podía quedarme de brazos cruzados, viendo a la moza hacerse cargo sola de la tarea, ¿verdad?
—Pero Will, si llega a haber una pesquisa sobre él, si alguien te pregunta directamente qué sabes…
Will esperó educadamente a que acabara y, cuando lo hizo, declaró:
—Si alguien me pregunta algo sobre un cadáver, yo diría: ¿Un cadáver? ¿Qué cadáver?
—¡El de Courtenay! —Josse empezaba a sentirse confuso de nuevo.
Y Will adoptó una convincente expresión bovina.
—¿Eh? ¿Quién? Nunca he oído ese nombre.
—No lo olvidaré, Will.
Will se levantó.
—Lo sé, mi señor. Ahora, si me disculpáis, tengo que acabar de rellenar una zanja.
De nuevo a solas con Joana, Josse inquirió:
—¿Es seguro? ¿Creéis que lo encontrarán?
Ella se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Pero lo dudo. En primer lugar, el propio Will ha dicho que lo está enterrando muy profundamente y, en segundo, ¿quién puede relacionar a Denys de Courtenay con vos o Nuevo Winnowlands? Creo que podemos olvidarnos del labriego que ha venido a hacer que caigáis en la trampa de Denys; dudo que ese miserable hablara contra un caballero. ¿De qué le serviría? Dijera lo que dijese, nadie le haría caso.
—No fue el único —murmuró Josse—. Courtenay llevaba a otros dos.
Joana volvió a encogerse de hombros.
—Su caso es igual. Aparte de ellos, ¿quién, excepto vos y yo, sabe que Denys os siguió hasta aquí?
—Fray Saúl y la abadesa Helewise.
—Ambos son vuestros verdaderos amigos y os quieren —contraatacó Joana—, y si les decís la verdad, entenderán que esta muerte no debe pesaros. Que luchasteis con valor, pero que os sometieron. Que resististeis a la amenaza de ser torturado, cosa que evitará que nadie pueda poner en entredicho vuestra valentía. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Y que fue otra la persona que mató a Denys de Courtenay.
—No volváis a reconocerlo, nunca jamás. Ni ante mí, ni ante nadie.
Joana lo miró profundamente y susurró:
—No lo haré.
—Le diré a la abadesa —anunció Josse al cabo de un momento— que Courtenay fue herido mientras luchábamos, que para su mala suerte se cayó sobre mi daga…
—… y ésta, por mera coincidencia, le traspasó el corazón —acabó ella, con un deje irónico—. Josse, no lo haréis. Sea cual sea la explicación que escojáis, os sugiero que sea corta.
—Pero querrá saber —protestó Josse—. ¡Tengo que decirle algo!
Joana le puso la mano sobre la frente y le alisó el entrecejo fruncido.
—Querido Josse. No soportáis mentir a quien queréis, ¿verdad?
—Yo… —Se interrumpió.
Tenía razón. Le resultaba inconcebible. El rostro de Helewise surgió en su mente, frunciendo el entrecejo, preocupada por algo que tenía que plantearle, dispuesta a poner a su servicio toda su inteligencia y su experiencia. Y esto, teniendo en cuenta todas las veces que reclamaba sin cesar su atención, era un preciado regalo.
—Es… es una mujer que…
Se dio cuenta de que tratar de explicar Helewise a Joana se le hacía muy difícil; incluso aunque no sufriera graves heridas.
—Está bien —lo tranquilizó Joana—. Lo entiendo.
Y, medio mareado, aunque posiblemente más capaz de ver las cosas con claridad que cuando estaba despejado, supo que sí, que lo entendía.
Al despertarse a la mañana siguiente, recordó que también fray Saúl se hallaba bajo su techo y bajo los cuidados de Joana.
En cuanto ésta apareció con bebida y un ligero desayuno compuesto de gachas aguadas, inquirió:
—¿Cómo está fray Saúl?
Joana sonrió.
—Está muy bien. Tanto, que nos abandonó poco después del alba y va camino de la abadía para tranquilizar a su superiora.
—¿Qué va a decirle? —Josse se esforzó por incorporarse.
—¡No os preocupéis tanto! —Le impidió sentarse del todo—. Le dirá la verdad que se le ha contado.
—¿O sea?
Los ojos de la joven se abrieron como platos con una expresión de absoluta inocencia.
—¿No lo recordáis? Ay, supongo que es porque todavía no os habéis recuperado del todo. Escuchadme bien y os lo diré. Hubo una lucha entre vos y Denys; vos sacasteis vuestra daga para defenderos y él se cayó sobre ella al trastabillar.
Él le sostuvo la mirada.
—¿Es la verdad?
—Lo es.
—¿Podéis vivir con eso? —susurró Josse.
Ella alzó la barbilla y afirmó, rotundamente:
—Puedo.
Transcurrieron dos días hasta que Joana le dejó montar, no sin alegar, enojada, que estaba loco y que lo que debería hacer era seguir guardando cama para recuperar las energías. Había recorrido un tercio del camino a Hawkenlye cuando empezó a pensar que probablemente tenía razón.
No había dejado que lo acompañase. Si iba a mentirle a la abadesa Helewise, y sabía que tendría que hacerlo, más valía no tener testigos, y menos aún a ella, a Joana.
Se obligó a pasar por alto la debilidad que experimentaba. Espoleó a Horace, impulsado por una sensación apremiante. Aunque sabía que fray Saúl le habría contado a la abadesa la versión que le habían contado a él, Josse necesitaba estar seguro.
Aferrado a Horace, que se puso a medio galope, apretó los dientes y trató de imaginar qué iba a decir.
Helewise había pasado unos días terribles.
El regreso de fray Saúl, dos días antes a media mañana, le produjo un bendito alivio: estaba vivo y, al parecer, la tortura que había tenido que soportar no le había hecho ningún daño.
—¡Pero te atacaron! —protestó, tras escuchar su relato—. Saúl, ¡deja que sor Eufemia te cure las heridas!
—Las heridas que recibí no son nada —le aseguró—. Y Joana me cuidó; tiene manos suaves y un gran conocimiento de los remedios que hay que aplicar.
Helewise observó, con interés, cómo se le suavizaba la expresión al hablar de Joana.
—Pues me alegro mucho de tenerte en casa, Saúl. Es una respuesta a mis oraciones.
El rostro de fray Saúl se ensombreció.
—Abadesa, puede que no os alegréis tanto cuando os cuente la noticia que traigo.
Entonces le explicó que Denys de Courtenay había atacado a Josse, le habló de la lucha entre ambos y de la muerte del primero.
—¿Y lo enterraron en Nuevo Winnowlands? —repitió Helewise, asombrada—. Pero ¿por qué…?
Se obligó a interrumpirse. No era a fray Saúl a quien debía hacer esa pregunta.
Le dio las gracias, le repitió lo contenta que se sentía por su regreso sano y salvo y lo despidió, tras lo cual empezó su larga espera por Josse.
Éste entró en su despacho dos días más tarde. En seguida se percató de sus heridas; su semblante lucía una palidez mortal y apoyaba la muñeca derecha en la mano izquierda. Tenía pequeños cortes en la garganta, el cuello y la mejilla izquierda.
—¡Sir Josse, estáis herido!
—Estoy bien —respondió él de inmediato en un tono nada convincente.
Helewise advirtió que le costaba mantenerse en pie. Abandonó su asiento y, rodeando la mesa, lo cogió del brazo izquierdo, lo llevó a la silla y, tras sentarlo cuidadosamente, lo observó, angustiada.
—¿Os sentís débil?
—¡Estoy bien!
La abadesa chasqueó la lengua, salió al claustro y pidió a sor Beata, que andaba por allí, que fuera en busca de sor Eufemia.
—Pedidle, por favor, que prepare una bebida que dé energía y traédmela para nuestra visita. ¡Rápido, por favor!
Regresó junto a Josse.
—Me siento honrado —dijo éste, mirándola con una sonrisita— de que me permitáis sentarme en vuestra silla.
—No se convertirá en costumbre —replicó ella en un intento por usar el mismo tono jocoso—. Pero hoy parece que lo necesitáis.
—Sí, es cierto. —Josse movió un poco el brazo e hizo una mueca.
—¿Un recuerdo de vuestra lucha con Denys de Courtenay?
—Sí.
—Y trastabilló y se cayó sobre vuestra daga y sufrió una herida mortal, según me ha explicado fray Saúl.
—Sí.
Helewise comprobó que no la miraba a los ojos y supo que mentía. Lo que le desconcertaba era el porqué.
Se dirigió lentamente a la puerta, y la abrió a ver si vislumbraba a sor Beata. «Si Josse mató a Denys de Courtenay durante una lucha, entonces fue en defensa propia y no ha cometido ningún crimen. Además, hay testigos que jurarían que Courtenay instigó la lucha».
Entonces, ¿por qué Josse…?
Sus pensamientos se detuvieron.
Por supuesto.
Sor Beata atravesaba apresurada el claustro con un frasco cerrado y un tazón.
—Sor Eufemia dice que puede tomar cuanto quiera; es muy ligero, dice, y que si la necesitáis, que se lo hagáis saber, sólo que mejor que esperéis un poco porque está arreglando una muñeca rota y no puede venir en seguida a menos que sea urgente —explicó sin respirar. Helewise tuvo la impresión de que repetía las palabras exactas de la enfermera y quería soltarlas rápidamente antes de que se le olvidaran.
Cogió el frasco y el tazón.
—Gracias, hermana. Por favor, decidle a sor Eufemia que no ha menester que venga de momento. Le haré saber si la situación cambia.
Sor Beata se dio por despedida, hizo una reverencia y se alejó poco a poco.
Helewise sirvió a Josse un tazón entero del brebaje y éste recuperó un poco el color y, con un profundo suspiro, dejó el tazón en la mesa.
Sin andarse por las ramas, declaró:
—Ninian es hijo de Enrique de Inglaterra.
Helewise se quedó boquiabierta.
—¿El difunto rey Enrique?
—El mismísimo.
—¿Se trata de una de las desgracias de las que hablasteis cuando os referisteis al pasado de Joana?
—Eh… sí. —Josse se inclinó hacia ella con expresión intensa—. Su tío, esa rata, la llevó a la corte una Navidad, la exhibió frente al rey y, cuando éste se encaprichó con ella, se aseguró de que la tuviera. El propio Courtenay la llevó a la cama del rey y le sostuvo las piernas mientras el rey la tomaba. Él…
—Sir Josse, no necesito oír más —lo interrumpió la abadesa, y le puso una mano en el hombro—. Me había imaginado, por lo poco que me habíais dicho, que algo así había sucedido. Lo que no me imaginé fue a un seductor de tan alto rango. —Hizo una pausa y se mordió los labios, diríase que perdida en sus pensamientos—. Y Courtenay quería hacer algo para colocar al mozuelo en el trono.
—Eso es lo que quería.
—Y, obviamente, era algo que Joana no deseaba.
—¿Por qué os resulta obvio? Hasta ahora, cuando venía de camino, lo daba por sentado, pero de repente se me ocurrió preguntarme por qué está tan en contra de la idea.
—¡Ay, sir Josse, pensadlo bien! —A Helewise le sorprendió que se lo cuestionara—. ¿Qué impresión puede tener Joana de Courtenay de la rica familia de los Plantagenet, seducida y dejada encinta por el rey de Inglaterra y luego, cuando resultó una molestia, casada con un caballero bretón para que ya no incordiara? ¿Acaso una mujer sensata querría introducir a su querido hijo en semejante mundo? En su lugar, yo no lo desearía en absoluto.
—Pero ¿y el poder y la riqueza? —protestó Josse—. ¡Si fuese rey, el mozo tendría el mundo a sus pies!
—Sólo parte del mundo. Y, de todos modos, no es seguro que llegara a ser rey; hay más aspirantes al trono, y eso suponiendo que el rey Ricardo ya no se sentase en él. ¡Imaginad los peligros a que estaría expuesto una vez revelada su identidad! ¡Todas las otras facciones que tuvieran el ojo puesto en la corona querrían su cabeza! No, sir Josse. La renuencia de Joana me resulta perfectamente obvia.
—Mmm. —La frente de Josse estaba arrugada por la angustia y, según pensó Helewise al escudriñarlo, por la tristeza.
—Sir Josse, ¿qué pasa?
Éste alzó la cabeza y contestó en tono sombrío:
—No me lo contó.
—¿No os contó qué?
—Quién era el padre del mozo. Me contó todo lo demás… oh, sí, me contó todos los sórdidos detalles, pero eso no.
—Quizá no lo supiese cuando os lo contó. —No parecía muy probable y Helewise sabía que se aferraba a un clavo ardiente.
—Tenía que saberlo. De otro modo, no habría planeado mantener a Ninian fuera del alcance de Denys. Por eso aceptó que viniera aquí mientras yo me la llevaba a Winnowlands: estaba alejando a Courtenay de él.
—Sí, eso tiene sentido.
—Entonces, ¿por qué no me lo contó? —quiso saber Josse—. No confiaba en mi, ¿verdad?
A Helewise se le rompió el corazón al ver su dolor. «¡Ay, Dios, se le ha metido bajo la piel!», pensó.
—Josse, creo que sólo otra madre es capaz de entender el instinto protector hacia un hijo. —Y le apretó de nuevo el hombro—. Sé, por experiencia propia, que cuando nace un bebé, se convierte en el mundo entero para su madre y, aunque la intensidad de este sentimiento se reduce a medida que el hijo crece y se vuelve más independiente, nunca se pierde del todo. De hecho, es muy común que los padres se sientan resentidos con los hijos que han engendrado, porque el dar a luz convierte a una esposa en madre y no hay marcha atrás.
Hizo una pausa. «Estamos hablando de Joana, no de mí», se dijo con firmeza.
—En un matrimonio sin amor, Ninian fue aún más preciado para Joana y los vínculos entre ellos se reforzaron a medida que crecía el pequeño. Así que, cuando percibió la amenaza que suponía Denys de Courtenay, hizo todo lo necesario, incluso lo imposible, para mantener a su hijo a salvo. Josse, querido, ¿no entendéis que, aunque probablemente anhelara revelar el secreto del parentesco de Ninian, no se atrevía a hacerlo?
—No confió en mí —repitió Josse, tozudo.
—No podía confiar en vos —lo corrigió Helewise—. No era Joana la que corría peligro si el secreto salía a la luz, sino el propio Ninian.
Josse no contestó. Observándolo atentamente, Helewise le vio pasarse la mano por la cara un par de veces.
—Sí, claro, tenéis razón y yo soy un tonto. Es que hemos intimado tanto, Joana y yo, que…
Se interrumpió.
Y el silencio se alargó.
Helewise se apartó y se detuvo de espaldas a él, al otro lado del escritorio. Al cabo de un rato, y con la esperanza de que su voz sonara normal, preguntó:
—¿Cuál de ellas, Joana o Mag Hobson, creéis que puso el veneno en el pastel que estaba destinado a Courtenay?
Josse iba a decir algo pero se le quebró la voz. Carraspeó y empezó de nuevo.
—Creo que probablemente fue Mag Hobson. En todo caso, ella habría preparado la dosis; conocía bien las plantas y estaba traspasándole sus conocimientos a Joana. Mag llamaría menos la atención: siempre hay unos cuantos viejos y viejas en el patio de la cocina de la posada de Tonbridge, pues Anne se muestra muy generosa con las sobras. Estaban muy atareados ese día, lo sabemos, y ya que Anne, Tilly y el criado se hallaban ocupados sirviendo en la taberna, seguro que no le resultó difícil meterse en la cocina sin que se dieran cuenta.
—¿Cómo supo lo que había pedido Denys?
—He pensado en eso. Debió de seguirlo a la taberna… no la conocía, todavía no, y no sabía cómo era… y sin duda le oyó decirle a Tilly lo que quería comer. Luego debió de ir a la cocina antes que Tilly para añadir el veneno al pastel de Denys.
—¿Creéis posible que llegase a la cocina antes que Tilly?
—Sí. Es fácil si se sale por la puerta principal y se va por el pasaje lateral.
—Entiendo.
Josse se removía en la silla, al parecer dispuesto a levantarse.
—He de regresar a casa. Le prometí a Joana que hablaría con Ninian, que vería cómo está y, si tiene un mensaje para ella, llevárselo. ¿Puedo verlo?
—Por supuesto. ¿No quiere tenerlo con ella todavía?
—No —respondió Josse, cortante—. Todavía no.
¿Por qué?, se preguntó Helewise. Ahora que ya no corrían peligro, ¿por qué no reunir a madre e hijo?
Sin embargo, al percibir que Josse no deseaba hablar del asunto, se limitó a comentar:
—Os llevaré con él. Podéis asegurar a su madre que se encuentra muy bien. Parece contento, le gusta sor Calixta y come como un caballo.
Josse sonrió débilmente.
—Entonces, no puede irle muy mal.
A medio camino de la enfermería, Helewise lo detuvo. «Tengo que hablar —reflexionó—. No puedo dejar que haya embustes entre nosotros».
—¿Qué pasa? —inquirió Josse, a la vez que echaba una ojeada a la mano posada en su manga—. ¿Por qué nos hemos parado?
Ella miró en derredor para comprobar que estuviesen a solas. Hizo acopio de coraje y respiró a fondo.
—Josse, sé que lo que me contó fray Saúl, lo que vos acabáis de repetir, no es verdad. —Se fijó en que la miraba, airado, y que sus tupidas cejas casi le tapaban los ojos iracundos. «¡Sigue!», se ordenó a sí misma. «Debes hacerlo»—. Me cuesta creer que un hombre caiga, como por arte de magia, en una daga que le traspasa el corazón —continuó, apresurada—. Es demasiado conveniente. Y, si lo hubieseis matado mientras luchabais, sería en defensa propia y no un crimen, ni a ojos de Dios ni a los de la justicia terrenal. La única otra persona que pudo haberlo matado es Joana.
Josse la asía de los hombros y sin duda no se daba cuenta de la fuerza con que la atenazaba. Ella le sostuvo la mirada y, al cabo de un momento, él aflojó los dedos.
No dijo nada.
Ella interpretó su silencio como una afirmación.
Se sintió tentada de asegurarle, de jurar que el secreto estaba seguro con ella.
Pero no creía que hiciese falta.