Capítulo seis

Helewise ya se sentía bien.

Tres días de reposo en cama lo habían logrado. Era una mujer robusta y, según comentó sor Eufemia, sólo hacía falta que usara el sentido común y se quedara acostada, permitiendo obrar a la Madre Naturaleza.

Sentada a su escritorio de nuevo, retirados ya de la vista y de la mente la camilla con ruedas y el brasero —¡señales de debilidad absoluta!—, repasaba con entusiasmo las entradas hechas por sor Emanuel en el libro de registros.

Aunque no quería reconocerlo ni ante sí misma, buscaba errores.

Y no los había.

Sor Emanuel, cuyas tareas cotidianas tenían que ver con el cuidado de los ancianos en la residencia de monjas y monjes jubilados, era una mujer culta. Probablemente más que la propia abadesa, otra cosa que a ésta le costaba aceptar.

Llegó al final de los registros de sor Emanuel. Cerró el pesado libro, entrelazó las manos sobre él y trató de vaciar la mente de los demás asuntos que exigían su atención.

«Me disgusta el hecho de que otra monja haya probado ser tan capaz como yo en esto de las cuentas, con una letra tan cuidada y legible —se dijo repetidamente—. Tengo el orgullo herido, porque ella puede hacer algo que, en mi opinión, yo era la única capaz de hacer.

»He de confesarlo y hacer penitencia. El orgullo es uno de los siete pecados capitales, sobre todo en una monja.

»Entonces le pediré humildemente a sor Emanuel si, entre sus múltiples tareas, puede encontrar tiempo para ayudarme a mantener al día las cuentas».

Eso, y de ello era muy consciente, iba a dolerle.

«Con mayor razón —le dijo firmemente su conciencia—. Si duele, es que es importante.

»Entonces, ¿qué haré con el tiempo que me sobre?».

Y, mientras trataba de vaciar la mente para hacerla más receptiva, recordó un plan que había elaborado hacía mucho tiempo, en los embriagadores días en que la habían nombrado abadesa de Hawkenlye y todavía creía poder cambiar el mundo religioso entero por sí misma.

«Enseñaré a mis monjas a escribir y leer.

»¡No a todas! ¡Eso sería imposible! Para empezar, son demasiadas y, en segundo lugar, muchas no son… —Buscó una expresión que diera a entender que muchas no eran lo bastante inteligentes para tales menesteres sin que pareciera tratarlas con desdén (lo que se habría añadido a su actual carga de culpa)—. Muchas poseen dotes para las que no hace falta adquirir la capacidad de leer y escribir, como el don con las plantas, la capacidad de bordar hermosos diseños, una mano tierna y paciente con los enfermos.

»¿Estaría bien?», preguntó tímidamente al Señor.

De pronto se sintió mucho más contenta. Como si se hubiera… elevado. Tomó esto como señal de aprobación y, poniéndose en pie, fue a buscar a sor Emanuel.

Cuando los asistentes a nona salían de la iglesia, se produjo un alboroto en la entrada de la abadía. Helewise se apresuró a reunirse con fray Saúl, sor Marta y sor Ursel. Sor Marta sostenía las riendas de un enorme y pesado caballo y le acariciaba suavemente el morro. Fray Saúl y sor Ursel se inclinaban sobre el cuerpo que acababa de caerse de la montura.

—¡Es sir Josse! —exclamó sor Ursel, cosa que Helewise acababa de advertir por sí misma—. ¡Tendió el brazo para abrir la puerta y cayó del caballo al suelo antes de que pudiera correr a ayudarlo!

—Apenas si está consciente —declaró fray Saúl, sentado en el suelo, con la cabeza de Josse sobre el regazo—. Está herido… Tiene una venda en la cabeza.

—Sor Marta, ¿podrías llevar el caballo de sir Josse a las cuadras y atenderlo?

—Por supuesto, abadesa. —Sor Marta obedeció.

—Fray Saúl, ¿crees que podemos llevar a sir Josse a la enfermería, o crees que debemos pedir ayuda?

—¡Puedo andar! —declaró Josse desde el suelo.

—Vamos, pues, sir Josse. —Saúl lo ayudó a ponerse en pie—. La abadesa y yo os apoyaremos.

Helewise fue al otro lado del caballero, y casi lo arrastraron por el corto trayecto que los separaba de la enfermería. Sor Eufemia examinó a su nuevo paciente con ojo experimentado; le tocó la frente con la mano, asintió y anunció:

—No tiene fiebre. Ponedlo en el cubículo del fondo, por favor. No hace falta que se acueste junto a los pacientes con fiebre.

Helewise y Saúl le obedecieron, y sor Eufemia les pidió que se marcharan.

—Mis monjas y yo nos las arreglaremos, gracias —dijo con firmeza.

Helewise, que anhelaba hacerle una docena de preguntas a Josse, asintió humildemente y salió.

Sor Eufemia no tardó en ir a informarle.

—Un fuerte golpe en la cabeza, que, según el propio sir Josse, recibió hace tres noches. Pero está confuso y puede que no lo sepa con certeza. Dice que seguía a alguien en el bosque y lo golpearon por detrás. Lo atendió, según él, una mujer. —Eufemia soltó un gruñido—. Le aplicó una cataplasma en la cabeza. —Otra mueca, como si le costara aceptar que alguien, aparte de ella, poseyese la inteligencia y los conocimientos suficientes para aplicar bien una cataplasma.

—¿Y sirvieron de algo sus cuidados? —preguntó Helewise, esforzándose por mantener un tono neutral.

—Sí —aceptó de mala gana Eufemia—. Se está curando. Al menos sus heridas se están curando. Pero me parece que todavía sufre una conmoción. Se queja de mareos, que es la razón por la cual se cayó del caballo, y no fue la primera vez. Dice que lleva viajando desde el alba, sólo que se cayó antes y debió de haber perdido el conocimiento un buen rato antes de volver en sí.

—¡Dios mío! —Helewise frunció el entrecejo—. Parece grave.

—No os preocupéis, querida abadesa. Sir Josse es un hombre duro. Hace falta más de un golpe en la cabeza y unas cuantas caídas del caballo para acabar con él.

—Rezaré para que tengáis razón. —Helewise vaciló—. ¿Puedo visitarlo, hermana? He de reconocer que deseo hablar con él. ¿O será mejor dejarlo descansar?

—Creo que descansaría más si hablara con vos. Está inquieto. —Dirigió a Helewise una mirada especulativa—. Parece que quiere deciros algo.

Al entrar en el cubículo encortinado donde Eufemia lo había acostado, a Helewise se le antojó que Josse tenía un aspecto terrible. Abrió la boca para decirle algo que lo animara, pero el convaleciente se le adelantó.

—Ni lo intentéis —comentó cansinamente—. Estoy seguro de que estoy tan horrible como me siento.

La abadesa cruzó los brazos bajo las mangas del hábito.

—Sor Eufemia me informa de que queréis hablar conmigo.

—Sí. —Josse bajó la voz—. ¿Pueden oírnos?

Ella echó una ojeada fuera de las cortinas.

—No.

Y él le indicó que se acercara más.

—Es un secreto. He dado mi palabra de que no lo contaría, pero me he topado con un nido de víboras. Mientras buscaba al apuesto desconocido de Tilly vi a un hombre en el castillo de Tonbridge que no estaba allí. Traté de seguirlo y acabó siguiéndome a mí. Me sorprendió y me golpeó tan fuerte que por poco me mata. —Se inclinó y casi le habló al oído—. Me salvó un mozuelo de increíbles ojos azules, cuya madre está tan desesperada por mantener en secreto su paradero que me sentí obligado a marcharme antes de lo que me convenía. —Se tumbó suavemente—. Y heme aquí.

Tratando en vano de encontrar sentido a sus palabras, Helewise se preguntó si seguía confundido.

—¿Un hombre que no estaba allí? ¿Qué queréis decir con eso?

—Me dijeron que no había nadie en casa —contestó Josse, irritado—. En el castillo. En Tonbridge. Los Clare han ido a otra residencia para huir de la enfermedad que aqueja a los habitantes del valle. Su criado me dijo que no había nadie en el castillo, pero lo vi. Al hombre. Esperé y, cuando en el ocaso salió a hurtadillas del castillo, lo seguí.

—Entiendo. —Helewise asintió—. ¿Era el hombre de la posada?

—No lo sé. —Josse frunció el entrecejo; el gesto hizo caer el limpio vendaje blanco hasta sus ojos—. Mi instinto me dice que sí, pero no tengo pruebas que puedan sustentarlo.

—Pongamos que lo era. ¿Por qué iba a atacaros? ¿Acaso sabe que estáis investigando la muerte en la posada y tiene miedo de que averigüéis algo que no quiere que sepáis?

—Abadesa, ¡ni siquiera estamos seguros de que el hombre de la posada estuviese involucrado en la muerte! De hecho, puesto que parece que él iba a ser la víctima, sería la última persona de la que sospechar. Nadie iba a envenenarse a sí mismo.

—No, no. —Ahora le tocó el turno a Helewise de fruncir el entrecejo. Al cabo de un momento de reflexión añadió—: ¿Qué os parece esto, sir Josse? Alguien más sabía a qué había venido a Tonbridge. Esa persona trató de detenerlo… con el pastel envenenado… pero otro hombre murió en su lugar. Ahora el desconocido sigue buscando aquello que lo trajo hasta aquí y por eso os atacó. Porque sus motivos son secretos. Y eso indica que son más bien sospechosos. ¿Tendrán algo que ver con la misteriosa mujer escondida en el bosque?

—Razonáis bien, abadesa. —Le dirigió una débil sonrisita—. Como siempre. ¡Pero no! —exclamó—. ¿Qué pasa con la conclusión a que llegamos hace unos días? Dijimos que si pasó la velada en la taberna fue porque no le importaba anunciar su presencia. Pero sí debería haberle importado en caso de tener propósitos malévolos, ¿no os parece?

—Oh. —Helewise se desinfló, pero luego dijo—: ¿Y si tenía que ir a la taberna por fuerza?

—¿Para qué?

—No lo sé… ¿Para encontrarse con alguien? ¿Para conseguir información?

—Mmm. —Josse cerró los ojos, y Helewise advirtió las señales de dolor y fatiga en su semblante.

—Necesitáis dormir —declaró y se alejó de la cama—. Mientras tanto, dejadme a mí bregar con el enigma, sir Josse.

Éste abrió los ojos.

—Que os divirtáis —murmuró y, con visible esfuerzo, agregó galantemente—: No se me ocurre nadie más capacitado para encontrar una respuesta.

La fe que Josse depositaba en ella era generosa, pero mal fundamentada, tuvo que reconocer Helewise cuando se preparaba para acostarse. El problema es que había demasiadas cosas que tenía que dar por sentadas.

Para empezar, que el desconocido de Tilly y el hombre que había atacado a Josse eran la misma persona. Y, en segundo lugar, que ese mismo hombre buscaba a la misteriosa mujer. ¡Ay, Dios, así no llegaba a ninguna parte!

Se acostó preguntándose si sería capaz de acallar sus elucubraciones y dormir.

Pastel envenenado. Un asalto en el bosque, un niño de ojos azules, una cataplasma que había conseguido la aprobación de sor Eufemia.

Algo se movía en un rincón de su mente. Trató de atraparlo, sólo para verlo retroceder y desaparecer.

«Duérmete —se ordenó a sí misma—. No hay nada más que puedas hacer esta noche».

Después de tercia fue a ver a Josse. Aunque tenía mejor aspecto, estaba somnoliento. Helewise sintió un inmenso alivio cuando sor Eufemia le pidió que no se quedara mucho tiempo con él. No tenía nada que decirle y no le apetecía admitirlo.

De nuevo en su despacho, sor Ursel la sorprendió al anunciar una visita.

—Un hombre, abadesa, bien vestido, bien plantado.

—Ya veo, hermana. ¿Y cómo se llama?

—Dice que es Denys de Courtenay, abadesa. A mí no me suena.

«Ni a mí».

—¿Ha dicho lo que quería?

—No. Un asunto privado para vuestro abad, dijo. Claro que le aclaré las cosas sin dilación.

—Más vale que lo hagas entrar, sor Ursel.

Un forastero, pensó Helewise mientras sor Ursel iba en su busca. Cualquiera que conociera la zona sabía que la abadía de Hawkenlye estaba regentada por una abadesa.

Sor Ursel abrió la puerta y anunció:

—Denys de Courtenay. —Y, con un breve gesto de la cabeza, se fue.

El hombre permaneció junto a la puerta. Helewise lo estudió detallada pero brevemente. Bastante alto, de cabello oscuro y brillante un poco más largo de lo que dictaba la moda. Ojos oscuros de mirada especialmente vigilante. Rostro apuesto con una ancha sonrisa. Ropa bien hecha, de colores escogidos cuidadosamente para complacer la vista: calzas de color rojo oscuro y túnica de un tono ligeramente más claro.

Un hombre que conocía la impresión que causaba en otros y que la acentuaba tanto como podía.

Un hombre del que desconfió a primera vista.

—Entrad y sentaos. —Le indicó el taburete de madera que tenía para las visitas.

—Muy amable de vuestra parte, abadesa… eh… Helewise. —La sonrisa se ensanchó aún más y reveló una dentadura blanca y uniforme—. Os agradezco que me recibáis.

—¿Existe razón alguna para que no lo haga? —preguntó la abadesa, y se obligó a corresponder a la sonrisa.

Él soltó una carcajada.

—No, no, ¡claro que no! —Se acomodó en el taburete—. Sólo quería decir que sin duda estáis muy ocupada y que os estoy quitando tiempo.

—Estamos aquí para brindar ayuda a quienes la solicitan.

—Y yo os la solicito —declaró Courtenay con tono súbitamente apremiante—. Os pido vuestras oraciones y vuestra ayuda para un asunto de familia, un asunto delicado, que me ha traído aquí lleno de angustia, deseoso de ofrecer mi apoyo y mi consuelo, sólo que… —Sonrió de nuevo—. Pero, no, más vale que empiece por el principio.

—Sería lo mejor —convino Helewise. «He de mantener la mente abierta», se dijo con firmeza, pero supo que le costaría, pues ello significaba luchar contra la intuición que le decía que se enfrentaba a una interpretación calculada y muy astuta—. Empezad, os lo ruego.

Él guardó silencio un rato, con la mirada puesta en el techo y las manos juntas, como si buscara guía del cielo. Luego posó la mirada en Helewise.

—Abadesa, tengo una sobrina llamada Joana. Está perdida y temo por su vida. —Se inclinó como si una mayor cercanía pudiese convencerla de su sinceridad—. Sus padres han muerto y su hermano mayor murió en la infancia, un año después de nacer ella. Está sola, abadesa, ¡y éste no es mundo para una moza sola!

—¿Cuántos años tiene?

Denys de Courtenay dejó escapar una risita.

—Digo moza, pues así veo a la querida niña. Pero, a ver… —Fingió calcular, contando con los dedos—. ¡Tendrá unos veinticuatro años! Por mi fe que me cuesta creerlo. —Volvió a reírse—. ¡Cómo crecen, abadesa!

—Cierto. ¿Y cómo es que se ha perdido?

—Ah, abadesa, ¡es una historia terrible! Estaba casada con un hombre, mayor, sí, pero bueno. La quería, la adoraba, la colmaba de regalos y la convirtió en la dama de sus propiedades. Pero la tragedia los golpeó. Él salió de caza, se cayó del caballo ¡y murió! Muerto antes de llegar a su propio castillo, ¡descanse en paz!

—Amén. Debió de ser terrible para vuestra sobrina perder a su marido en esas circunstancias. ¿Cuándo ocurrió?

—Un marido muy querido —comentó Denys, pasando por alto la pregunta de Helewise—. Muy querido, a pesar de la diferencia de edad. —A Helewise se le antojó que insistía demasiado en ese punto—. Sí, fue una gran conmoción y, abadesa, siento decirlo, pero el horror ha sacado de sus cabales a mi sobrina.

—¿La ha sacado de sus cabales?

—Sí. —Dejó escapar un suspiro histriónico—. Antes de que la familia de él pudiera hacer algo para ayudarla, ¡se fugó! ¿Podéis creerlo, abadesa Helewise? Empaquetó algunas cosas, salió a escondidas en plena noche, ¡y se marchó! ¡Perdida!

—Es preocupante. Y supongo que tenéis motivos para creer que ha venido aquí. A Tonbridge.

Denys aproximó aún más el taburete.

—Creo que es posible, sí. Yo… ella… —Por primera vez dudó; pero, como si se diera cuenta de que no le quedaba más remedio que responder a lo que era, después de todo, una pregunta razonable, le confió—: Tiene una amiga por aquí. No estoy seguro de dónde vive, pero recuerdo que Joana hablaba de ella.

—¿Y creéis que dicha mujer está cuidando a vuestra sobrina?

—¡Es lo único que se me ocurre! —Denys de Courtenay abrió los brazos y los alzó en un gesto expansivo—. Como he dicho, no tiene más familia que yo. Y, por motivos que no acierto a adivinar, quiso distanciarse de la familia de su difunto marido.

«También quiso distanciarse de vos —pensó Helewise—. Al menos, eso parece».

—¿No trató de ponerse en contacto con vos?

—Ella… —La sonrisa se ensanchó en el apuesto rostro, y los dientes blancos resaltaron contra la suave tez olivácea—. Abadesa, no tenía modo de saber que me encontraba en Inglaterra. —Se inclinó y susurró—: Sabe que soy hombre del rey. —Asintió, como si con ello confirmara la afirmación—. Estoy seguro de que Joana creyó que yo estaba en ultramar. Con el rey.

A todas luces esperaba impresionarla, de modo que Helewise dijo:

—¡Ah, sí! ¿Con el rey Ricardo?

La expresión de Denys delató lo pagado de sí mismo que se sentía.

—He de reconocer que en el pasado se me ha permitido gozar del gran privilegio de serle útil a su majestad. Sabe que puede contar conmigo cuando necesita a un buen hombre en el combate. —Se examinó las largas uñas de una mano.

—Pero no en éste —manifestó Helewise en voz baja—. No en el supremo combate en el que está enzarzado ahora el rey Ricardo con el fin de recuperar los Santos Lugares.

Denys de Courtenay levantó la cabeza y la miró airado. El encanto empalagoso había desaparecido y, por una fracción de segundo, Helewise vio algo férreo, infinitamente siniestro y taimado en sus oscuros ojos.

Se recuperó con igual rapidez, tan rápidamente que habría podido creer que se lo había imaginado.

Casi.

—Abadesa, abadesa —le sonrió Denys—, ¿qué sabéis del mundo de los guerreros? —«Mucho», podría haberle respondido—. ¡Veo que debo hacer que lo entendáis!

—Os lo ruego, no os molestéis —se apresuró a pedirle Helewise—. He de mantener la ignorancia, pues hay asuntos más importantes que requieren nuestra atención. Me hablabais de la amiga de vuestra sobrina, la mujer con la que puede haberse alojado.

—Sí, sí, así es.

—¿Cómo se llama la mujer?

De nuevo, esa extraña renuencia a revelar detalles. En lugar de contestar a la pregunta, Denys inquirió:

—Supongo que sería demasiado esperar que haya venido aquí… Quiero decir, Joana.

—¿Aquí? —Tras la sorpresa inicial, Helewise se dio cuenta de que allí era a donde quería llegar el tal Courtenay. La pregunta más sencilla habría sido: ¿La habéis visto? Entonces, ¿a qué venía tanto galimatías, tanta interpretación?—. ¿Queréis saber si ha venido a la abadía? ¿O al santuario sagrado del valle?

Le pareció que Denys no había oído hablar nunca del santuario.

—Oh… quería decir aquí. ¿En busca de comida o refugio, tal vez…?

—No recuerdo a nadie que se llamara Joana entre nuestras visitas recientes. Más importante aún, dado que podría haber usado otro nombre, no recuerdo a ninguna noble joven. Nuestras visitas suelen ser pobres y enfermos.

—Claro, claro.

—¿Qué nombre usa? Os lo pregunto para poder interrogar a mis monjas, monjes y hermanos legos, aquellos que tienen contacto con el mundo exterior.

Courtenay se había puesto en pie y Helewise creyó que no iba a responder. Su expresión resultaba severa, distraída, casi…

Luego sustituyó la seriedad por otra sonrisa.

—¿Su nombre? ¿No os lo he dicho?

—No. Sólo dijisteis que se llamaba Joana.

—De soltera era Joana de Courtenay, hija de Roberto de Courtenay.

—Vuestro hermano. —Tal debía de haber sido el parentesco del padre de la mujer, para que Denys de Courtenay fuese su tío.

—No. El padre de Roberto de Courtenay y el mío eran hermanos. —Denys se rió suavemente, como para restar importancia a un error perfectamente normal.

—Entonces —perseveró Helewise en tono pedante—, siendo vos primo hermano del padre de Joana, sois tío en segundo grado de ella. No sois su tío carnal.

—¿Ah, sí? —Denys volvió a reírse—. Nunca entendí muy bien la complicada red de las relaciones familiares. ¡Y no es que me importe en absoluto!

—Sólo si deseáis casaros con ella —observó Helewise—. Ha habido matrimonios entre parientes en segundo grado, con la dispensa correspondiente, pero no pueden hacerlo un tío carnal y una sobrina, puesto que semejantes uniones se consideran incestuosas.

La estancia se sumió en un instante de silencio gélido, tras el cual Denys de Courtenay se echó la capa sobre el hombro e hizo una reverencia.

—Bueno. Así son las cosas. Ahora me temo, abadesa, que os he hecho perder mucho tiempo.

—Pero ¿qué hay de la amiga de vuestra sobrina? Sin duda…

Sin embargo, él actuó como si no la oyera. Con una profunda reverencia, declaró:

—Os pediría, abadesa, que vos y vuestras monjas recéis por Joana. Si Dios lo quiere, rezo para que ella y yo nos reunamos pronto. —Con la mirada clavada en la de Helewise, prosiguió—: ¿Me lo diréis si sabéis algo de ella? ¿O si, Dios lo quiera, viene aquí?

Helewise no deseaba prometer que lo haría. Por lo que adoptó las tácticas evasivas de su visita.

—¿Y cómo os encontraré para decíroslo si tenemos noticias?

—No hace falta. Os encontraré yo.

«¿Y por qué suena eso como una amenaza siniestra?», se preguntó la abadesa.

—Os he quitado demasiado de vuestro preciado tiempo, así que me despediré.

Con otra reverencia, Courtenay salió y cerró la puerta antes de que Helewise pudiera pronunciar palabra.

La abadesa tardó en caer en la cuenta de que, si Joana de Courtenay había estado casada, su apellido no era ya Courtenay.

Cosa que su tío había decidido no revelar.

Fue directamente a contárselo a Josse.

Éste estaba despierto, dando cuenta de lo que parecía una sustanciosa comida. Tal como ella esperaba, se mostró entusiasmado con lo que le dijo.

—¡Tiene que ser el desconocido de Tilly! —exclamó, con la boca llena de liebre estofada—. Vuestra descripción y la suya se asemejan demasiado para que no lo sea.

—Sí que parece probable. Denys de Courtenay. Hombre del rey. ¿Habéis oído hablar de él, Josse?

—No, pero eso no significa que esté mintiendo. En todo caso, no acerca de sus relaciones con la corte. Y, si es el hombre que vi en el castillo de Tonbridge, significa que tiene vínculos con los Clare, y ellos sí que tienen relaciones con la corte.

—Si…, si…, si… —dijo Helewise, deprimida.

—¡Ahora nos queda un «si» de menos! —le recordó Josse.

—Probablemente.

—Ay, abadesa, ¡seamos temerarios! ¡Digamos que es el mismo hombre!

—Muy bien. Y eso nos lleva a la siguiente pregunta: ¿será vuestra misteriosa mujer del bosque Joana de Courtenay?

—Podría serlo. Aunque no se apellida Courtenay, o al menos su hijo no se apellida así. Se apellida Lehon y es un nombre francés. —Clavó en Helewise una mirada intensa—. El tal Denys, ¿dijo que ella vivía en Francia?

Helewise reflexionó.

—No, pero tampoco dijo que no lo hiciera. Como os he dicho, se mostró muy renuente a la hora de dar detalles.

—Extraño —murmuró Josse—. Abadesa, os diré qué más resulta extraño. Vuestro amigo Denys no sabía que Joana tiene un hijo. ¿O sí?

—No mencionó a ningún niño.

Se produjo un silencio meditabundo. Josse acabó la comida, se limpió las manos y, tras tomar un largo trago, se apoyó en las almohadas.

—Os diré una cosa. No, os diré dos.

—¿Sí?

—Primero: si ese hombre es el responsable de mi dolor de cabeza, es mejor que no nos encontremos cara a cara ahora mismo. No querría derramar sangre en los sagrados confines de la abadía de Hawkenlye. —Le sonrió, pero ella no estuvo segura de que no hablara completamente en serio.

—¿Y la segunda?

—Si tenemos razón al deducir que es Joana a quien Courtenay busca, entonces, creedme, ella no quiere que la encuentre.

Helewise evocó al hombre. Alto, fuerte, rezumando un encanto demasiado obvio, demasiado falso. Y, lo peor de todo, ese pavoroso momento en que bajó la guardia y le dejó ver lo que era realmente.

Se estremeció.

—No, no me cuesta creeros. —Alzó los ojos y sus miradas se encontraron—. Ahora que lo conozco no puedo decir que la culpe.