Capítulo diez
—Es una larga historia —explicó, sin apartar la mirada.
—No tengo otra cosa que hacer, aparte de escucharos.
—Tendré que contaros cosas que preferiría no mencionar.
—No os preocupéis, Joana. No ha menester que habléis de cosas que os duelen.
—Debo hacerlo —insistió ella—, para que lleguéis a entender. —Y bajó los ojos—. Las cosas que preferiría no contar tienen que ver conmigo, caballero. Con mi pasado. Y mi renuencia se debe a que es a vos a quien he de contarlas.
—No veo por qué… —Josse se interrumpió. Sí, quizá sí que lo entendía—. Oh.
Joana se rió suavemente.
—Oh… sí. Por un momento pensé que tendría que ser más explícita. Vacilo, mi señor, por lo que siento por vos, y por lo que creo que sentís por mí. Lo cierto es que no estoy muy orgullosa de mi pasado.
—¿Quién de nosotros lo está? —replicó Josse—. Todos hemos hecho cosas que preferiríamos olvidar.
—Olvidar —murmuró Joana—. Sí. —Pareció entrar en una suerte de ensoñación que, a juzgar por su semblante, no era nada agradable. Finalmente, alzó la barbilla y fijó la vista en el fuego—. Da igual, he tomado la decisión. Para bien o para mal, tengo una historia que contaros, si estáis dispuesto a oírla.
Josse se acomodó en la silla.
—Os escucho.
Joana respiró hondo, a todas luces para tranquilizarse.
—Mi padre murió justo antes de que yo cumpliera los dieciséis años, en el verano de 1184. Lo atacó una de esas horribles fiebres veraniegas, durante una temporada de bochornoso calor. Muchas personas enfermaron. Mi padre murió al cabo de una semana. Mi madre se desmoronó. Bueno, he de reconocer que mi madre se desmoronaba por casi todo. Nunca fue una mujer fuerte, al menos eso dicen, y el que mi hermano mayor muriera de pequeño minó la poca fortaleza que pudo poseer alguna vez. La súbita muerte de mi padre le acarreó un cúmulo de problemas, y no tenía a quién recurrir. Su familia consistía en una tía anciana y medio loca que nunca supo si era Navidad o el día de San Juan, y la única hermana de mi padre había muerto. La rama de mi padre era la menos importante de la familia Courtenay; su tío Hugo era el ambicioso, y él y su esposa Matilde, y sus cuatro hijos, ya adultos, se codeaban tranquilamente con los círculos de la corte.
—¿Uno de esos hijos es Denys de Courtenay?
—Sí. —Joana lo miró, admirada—. De verdad que sabéis escuchar.
—Estoy pendiente de cada una de vuestras palabras.
—Sí, Denys era el benjamín de los hijos del tío Hugo. Hugo y Matilde tenían una familia muy extensa. Una vez calculé que Matilde debía de haber pasado más de veinte años dando a luz. Denys nació mucho después que sus hermanos y, aunque es primo de mi padre, me lleva apenas nueve años.
—Así que vuestra madre fue a pedir ayuda a esa rama más mundana de la familia…
Joana sonrió.
—Oh, no. Mi madre no se habría atrevido a hacer nada semejante. No. Lo que pasa es que en la corte se enteraron de la muerte inesperada de mi padre… Después de todo, éramos parientes de personas que se movían en esos círculos y ya sabéis cómo corren los chismes.
—Sí, lo sé.
—Cuando era jovencita, mi madre conoció a la reina. Me refiero a la esposa del rey Enrique, Leonor. Las dos pasaron un tiempo juntas y, aunque mi madre no lo dijo nunca, creo que durante un breve lapso fue una de sus damas de compañía.
—La reina Leonor es una mujer excelente —la interrumpió Josse.
—¿Os conocéis? —Josse asintió—. Me impresionáis, noble caballero. Como decís, es una mujer excelente, siempre dispuesta a ayudar a las amistades que tienen problemas. No sé si lo recordáis, pero ese verano… estoy hablando del año 1184, el de la muerte de mi padre… el rey mandó llamar a la reina Leonor, y las desavenencias entre ellos parecieron reducirse un poco. Todos decían que era porque Enrique deseaba que se acabaran las interminables reyertas e intrigas entre sus hijos y, puesto que la reina Leonor los alentaba a conspirar contra él, lo más sensato era hacer que ella lo ayudara a poner paz.
—Lo recuerdo, sí. Dicen que la reina estaba encantada de sentirse libre, tras tantos años de confinamiento.
—¿Eso dicen? —Joana sonrió—. Supongo que tienen razón. En todo caso, a la reina no le agradaba la idea de que mi madre se encerrara entre sus cuatro paredes, que se aislara del mundo, así que sugirió al rey que el nombre de mi madre se añadiera a la lista de invitaciones para las festividades navideñas.
—Grande y raro honor —murmuró Josse.
—Lo es. Naturalmente, mi nombre estaba junto al de mi madre.
—Seguro que os ilusionó mucho. A esa edad, ¡ser invitada a una Navidad en la corte…!
—Sí, me ilusioné. Tanto que, cuando mi madre empezó a vacilar y a llorar y a decir que no podía presentarse en la corte, que nadie debía esperar que lo hiciera después de una pérdida tan trágica, supe que tenía que hallar el modo de convencerla. —Una sonrisita pasó por el rostro de Joana—. Después de todo, había adquirido para la ocasión dos vestidos nuevos, zapatillas nuevas y una toca enjoyada, y no iban a servir de mucho si pasaba la Navidad sola con mi desconsolada madre.
—¿Y qué hicisteis?
—De hecho, no hubo menester hacer nada. Los otros Courtenay se enteraron de la invitación y mandaron a Denys a asegurarse de que la aceptáramos. Me figuro que recordaban cómo era mi madre y se imaginaban que decidiría no ir. Ellos irían, por supuesto, pero su reputación se vería ensombrecida si un familiar osaba rechazar una invitación real.
—Es entendible su punto de vista.
—Lo sé. En ese momento me alegré muchísimo de que alguien estuviese de mi parte. Una tarde llegué a casa tras haber ido a cabalgar, y encontré a Denys usando todo su encanto con mi madre; pensé que el cielo lo enviaba en respuesta a mis oraciones. —El rostro de Joana perdió toda expresión, y Josse se preguntó qué le pasaba por la cabeza—. Estaba sentado en un escabel frente a ella, cogiéndole una mano con las dos suyas, rezumando encanto. Y yo, tonta de mí, me dejé deslumbrar.
—Teníais apenas dieciséis años. Y me imagino que ignorabais todavía el funcionamiento del mundo.
—Totalmente. Aunque a esa edad muchas mozas, por no decir todas, están prometidas en matrimonio, cuando no se encuentran ya casadas y a cargo de su propio hogar. Mis circunstancias fueron otras, y aún permanecía en la ignorancia de ciertos asuntos. Inocente como era, creí que todo el mundo coqueteaba con sus sobrinas o sus primas, y le seguí la corriente a Denys. He de reconocer que no me resultaba desagradable.
—Ya me han hablado de su porte. —Josse recordó la impresión que le había causado a Helewise—. Además, estabais en una edad en que es natural dejarse deslumbrar por la gallardía y la apostura.
—Sí, tal vez sí. Y me hacía reír. Era maravilloso. Nunca me había divertido tanto como con él. Parecía que no se tomaba nada en serio. Desde luego, más tarde me di cuenta de que aquello también era una ilusión, que se tomaba muy en serio muchas cosas.
—Así que fuisteis a la corte a pasar las Navidades…
—Sí. Esa temporada las celebraron en Windsor, en los aposentos recién reconstruidos, ¡eran soberbios! ¡Nunca había visto tanto lujo! Preciosos cortinajes, los más hermosos tapices llenos de colores que ni siquiera sospechaba que existieran, pieles por todas partes… ¡y la gente! Bueno, seguro que ya sabéis cómo son los cortesanos.
—No todos —reconoció Josse.
Joana soltó un impaciente resoplido.
—Sí, pero sabéis la clase de personas que van a la corte.
—Sí. —Y por eso, precisamente, pensó Josse, no asistía a la corte, a menos que fuera obligatorio.
—Quizá no siempre sea como fue durante aquella Navidad —admitió Joana—. No creo que pueda serlo porque, si lo fuera, la familia real estaría en la bancarrota. No pueden hacerse siempre fiestas y celebraciones tan lujosas.
—Así que os divertisteis.
—¿Cómo no divertirme? —Joana volvió hacia él un rostro radiante—. ¡El brillo de mil velas, enormes fuegos en las chimeneas, mesas cubiertas de ricas telas con los colores de las gemas y casi combándose por el peso de la comida y las bebidas! Y, por todas partes, personas mundanas vestidas con elegancia y siempre risueñas, bromeando, cantando, bailando, viendo los espectáculos, uniéndose a ellos… Ay, Josse, ¡nunca había experimentado nada semejante!
—¿Y vuestra madre?
—¡Mi madre! Bajó a cenar la primera noche, nerviosa, y se sentó en un rincón a conversar con la persona que tenía más a mano; luego se fue a acostar tan pronto como se lo permitió la cortesía. Estableció esa tímida pauta en la primera velada y así continuó durante el resto de las Navidades. ¡Mi madre! ¡Ja!
—¿Acaso no os alegrasteis al no tenerla vigilándoos mientras os divertíais?
—Qué perspicaz sois —murmuró Joana—. Sí, naturalmente que me alegré. En ese momento creí que era lo mejor que podía ocurrirme. Sobre todo porque, con mi madre fuera de la vista, Denys tomó su lugar y me prometió que se aseguraría de que no me… ¿qué palabra usó?, ¡ah, sí!… que no me desatendieran. —Dejó escapar una brusca y amarga carcajada.
—¿Cumplió su promesa?
—La cumplió. —Con expresión glacial, Joana atizó violentamente el fuego—. La segunda noche, cuando limpiaron las mesas y empezó el baile, bailó conmigo y me hizo dar vueltas para que nadie dejara de verme. Yo llevaba puesto el más llamativo de mis vestidos nuevos, de un color azul brillante, y Denys dijo que estaba preciosa, como para comerme, según recuerdo, y mucho más bonita que las hastiadas cortesanas. Y yo, tonta de mí, me dejé embaucar.
—Seguramente erais más hermosa que las demás —comentó Josse quedamente—. Gracias a vuestra juventud e inocencia. La juventud y la frescura pronto se desvanecen en la corte.
—¿Ah, sí? —Joana ladeó la cabeza y lo escudriñó—. Me imagino por qué. Sir Josse, ¿es siempre así? ¿Los coqueteos, las intrigas, la embriaguez que hace que las personas se manoseen a la vista de todos?
—Ah. —Josse entendía su consternación. A una inocente moza del campo, el comportamiento de los asistentes a una Navidad celebrada por los Plantagenet debía de haberla sorprendido mucho—. No se han de tomar muy en serio, Joana. La gente bebe demasiado, como decís, y, a veces, un coqueteo llega demasiado lejos. Pero, normalmente, no hacen daño a nadie.
—¿Ah, no?
—Un dolor de cabeza por la mañana, un momento incómodo al encontrarse con el hombre o la mujer a quien se le prometió amor eterno la noche anterior, o…
—Espero —dijo fríamente Joana— que no habléis por experiencia personal.
—¿Yo? —Josse se carcajeó—. No, Joana, no hablo por experiencia personal.
—Menos mal.
—Así que allí estabais, con todas las miradas puestas en vos mientras reíais y bailabais con vuestro tío Denys y…
—Por eso lo hizo, claro —lo interrumpió Joana—. Intencionadamente me hizo bailar donde todos pudieran verme.
—¿Qué queréis decir?
Ella lo miró con los oscuros ojos centelleantes de emoción.
—¡Podría haber sido una vaca premiada en el mercado! —exclamó—. ¡Mirad su rostro! ¡Su cabello! Sus pechos jóvenes a punto de florecer… ¿Sabéis que esa rata me hizo bajar el escote del vestido? Me dijo que estaba de moda enseñar tanta carne como se pudiera, y ¡tonta de mí, le creí! ¡Le seguí el juego! ¡Bailé en el gran salón del rey Enrique con la mitad del pecho al descubierto!
—No seáis tan dura con vos misma, Joana. —Josse le hizo una breve caricia en el hombro y se percató de que estaba rígida de tanta tensión—. Erais joven, no lo sabíais. La mayoría de las mozas que pasan a formar parte de la corte cuentan con la guía de una mujer mayor que las aconseja sobre lo que está bien y lo que está mal. Y vos, pobre amor mío, lo único que teníais era a Denys.
—Que tenía su propio plan secreto —convino Joana, iracunda, y aspiró una profunda bocanada de aire, estremeciéndose—. Se fue haciendo cada vez más tarde —las palabras le salían casi a borbotones—, y la gente, las parejas, empezaron a desaparecer. Había muchas burlas acerca del rey y una mujer llamada Bellebelle. Yo no sabía cuál, de las muchas mujeres que lo rodeaban, era la tan mencionada Bellebelle; pero alguien dijo que el rey echaba de menos a Alaís, una mujer que no estaba presente y que le había calentado la cama durante mucho tiempo, y que la tal Bellebelle lo hacía tan bien como una tal Rosamunda.
—Debía de referirse a Rosamunda Clifford, que ya ha muerto, y la otra sería Alaís de Francia, la hermana del rey Felipe. —Estas explicaciones no parecieron sacar a Joana de dudas—. El rey Enrique comprometió en matrimonio a Ricardo con la hermana del rey de Francia, pero…
—Pero el rey Enrique la sedujo primero, y luego el rey Ricardo se negó a casarse con ella —terminó Joana—. Sí, lo sé. Recuerdo que Denys me lo contó. Yo no me daba cuenta de que la Alaís a la que se referían era la misma mujer. —Abrió los ojos como platos—. El chismorreo contenía escaso respeto, teniendo en cuenta que era princesa de Francia.
—Quizá su comportamiento no fuese de los que inspiran respeto —sugirió Josse.
Para su sorpresa, Joana se rió.
—¡Qué piadoso, sir Josse! O sea que, según vos, una princesa no debe dejar que se mancille su reputación.
—Así es. —Josse se sintió obligado a defenderse—. Si los que están en el poder no dan un buen ejemplo, no hay mucha esperanza de que la gente corriente viva decentemente.
Se produjo un corto silencio. Justo cuando Josse empezaba a creer que la había ofendido, Joana comentó:
—Tenéis razón, desde luego. —Suspiró—. Tal vez deberíais frecuentar más la corte, sir Josse. Vuestra influencia les vendría bien.
—El rey Enrique está muerto y enterrado —le recordó él—. Dudo que su hijo y heredero mantenga sus costumbres.
—No, puede que no. —Otro suspiro—. Ay, Josse, en vista de lo que acabáis de decir, ¡esto se está volviendo más duro de lo que debería ser!
—Lo lamento. No pretendía juzgar nada de lo que os haya ocurrido en el pasado.
—No. —Como si hiciera acopio de todo su valor, Joana hizo una pausa y prosiguió—: Como decía, la gente se iba retirando. Yo misma estaba algo ebria y empezaba a pensar que me gustaría acostarme. Era tarde y llevaba horas bailando. Denys me rodeaba con los brazos, ayudándome a permanecer de pie, a decir verdad, y le dije: «Denys, quiero acostarme».
Josse se fijó en que había palidecido. Revivir esa noche le estaba costando mucho.
—Y él dijo: «¡Y eso haréis, joven Joana!». Y me cogió de la mano y corrió conmigo hacia la escalera que llevaba a los aposentos superiores. Yo dije: «¡Por aquí no! ¡Los aposentos de mi madre y mío están por allá, pasillo abajo, al otro lado del patio!». Pero él siguió riéndose, diciendo que mi noche apenas acababa de comenzar. Cuando le rogué que me soltara, se rió aún más y me preguntó si no me daba cuenta de que había hecho lo que toda moza sueña con hacer, ¡había hecho que todos se fijaran en mí! Y yo le dije que muy bien, y que quedaban el día siguiente, y el siguiente y muchos más para divertirme, y que quería ir a mi propia cámara de inmediato. Y volvió a decir que no.
Joana dobló las piernas, se las abrazó fuertemente y apoyó la barbilla en las rodillas. A Josse se le antojó un gesto enternecedoramente defensivo.
—Me llevó por un corredor tenuemente iluminado… Tuve la impresión de que había mucha gente detrás de puertas entornadas; oía murmullos, susurros, risas ahogadas y gritos. Ahora, claro, sé lo que estaba sucediendo. —Soltó una breve y dura carcajada—. Denys llamó suavemente a una de las puertas y alguien la abrió. Entramos. Era una cámara espaciosa; ardían varias velas y, en la chimenea, un buen fuego y, pegada a una pared, había una enorme cama… arrugada, como si hubiesen dormido en ella, con las mantas medio caídas. En ella había un hombre de complexión fuerte, cuyo cabello rojizo se estaba volviendo cano.
—¿Lo reconocisteis?
Joana se encogió de hombros.
—No. La magnificencia de su cámara me hizo pensar que era un lord… Había tantos lores en la corte esa Navidad que nunca supe quién era quién. Se hallaba sentado, apoyado en las almohadas, y había otros dos hombres en el borde del lecho. Denys dijo: «¡Aquí está mi sobrinita!». Y el hombre de la cama dijo: «¡Ah, la reina del baile! Ven aquí, doncella». Denys me empujó hacia adelante hasta que topé con la cama, que desprendía un olor desagradable, un olor como el del moho, como si hubiesen sudado copiosamente en ella y no hubieran cambiado las sábanas. Y el hombre me tocó… me tocó en lo alto de los muslos. Dijo: «Sí que eres doncella, ¿verdad?». Y Denys dijo: «Sí, lo es». Y todos los hombres se rieron.
Josse posó una mano en su brazo, pero ella no pareció notarlo, sino que prosiguió con su relato.
—Luego… luego Denys empezó a quitarse la ropa y me dieron un vino caliente y me sentí aún más ebria, y los otros hombres dijeron: «Vamos a quitarnos la ropa todos». Y el hombre de la cama dijo: «Acuéstate conmigo, doncellita, para que no te congeles». —Agachó la cabeza—. Yo no quería desnudarme, pero se rieron y se burlaron y dijeron que todo el mundo lo hacía, que formaba parte de la diversión y que acostarse juntos protegía del frío. No supe cómo, pero de pronto mi hermoso vestido azul yacía en el suelo, así como mi ropa interior… —Bajó la voz: diríase que hablar de su vergüenza le resultaba insoportable—. Yo era la única completamente desnuda, aunque no me di cuenta de ello hasta que vi que todos los hombres me admiraban. Me dijeron que era bonita, que era fresca e inocente, una ciruela a punto para la recogida. Recuerdo eso sobre todo; fue cuando el hombre de la cama puso las manos en mis pechos y los estrujó. Luego los otros me levantaron, me metieron en la cama y, con Denys empujándome por detrás, me apretaron contra el hombre de la cama.
Joana guardó silencio.
—Joana, no es necesario que me lo contéis —declaró Josse con suavidad—. Puedo adivinar lo que sucedió después y me doy cuenta de que no fue, en absoluto, culpa vuestra.
—Culpa mía… No, Josse, tal vez no lo fuera. —Y, tras otra pausa, Joana agregó—: Denys me estaba tocando… donde nunca nadie me había tocado. Por un momento pensé que iba a… pero no lo hizo. El hombre de la cama empezó a besarme y luego fue él el que me toqueteó, y de súbito supe que era él el que me había visto bailar, él a quien Denys se refería, y que me había llevado allí para él. Comencé a debatirme porque, aunque, que Dios me ampare, estaba preparada para Denys… lo conocía, creía que me gustaba y me resultaba atractivo… no deseaba al hombre de la cama. Pero él sí que me deseaba. Oh, parecía que pensaba que era todo muy divertido, y cuando traté de zafarme, creyó que lo hacía para divertirme también, que fingía no desearlo tanto como él me deseaba a mí. —De repente, Joana cerró los ojos con todas sus fuerzas—. Dijo a los otros: «Tenemos a un pececito que se retuerce. ¡Tendréis que ayudarme a pescarla!». Y los otros me cogieron de las manos y me tumbaron boca arriba y Denys me cogió de los tobillos y me separó las piernas a la fuerza y el hombre se subió sobre mí y me penetró.
Horrorizado, Josse vio dos pequeñas lágrimas brotar de los ojos cerrados de Joana y resbalarle por las mejillas.
—Joana, yo…
—Me mandó llamar todas y cada una de las noches de aquellas Navidades —susurró ella—. Al principio había más hombres presentes… a veces los mismos, a veces otros… Y cada noche estaban ebrios; reían y actuaban como si todo fuera parte de la diversión. —Y, llorando abiertamente, la joven exclamó—: ¡Y yo también! ¡Oh, Josse, ése es mi pecado! Sí que fue culpa mía, porque les seguí la corriente, ¡fingí que me divertía mucho, que era exactamente lo que esperaba y que para eso había ido!
—Teníais dieciséis años —insistió Josse.
—¡Pero, como acabo de recordaros, a esa edad muchas mujeres están casadas y tienen hijos!
—Es posible, pero llevabais una vida sumamente protegida. ¡No sabíais nada!
—Pronto aprendí —declaró Joana en tono lúgubre—. Mi nuevo amo y señor se encargó de eso.
—¿Qué sucedió al acabar las Navidades?
Joana se encogió de hombros.
—Todo el mundo regresó a casa con sus respectivos maridos o esposas y continuaron con su vida.
—¿Incluyendo el que os sedujo?
—Incluyéndolo a él. Pero en febrero descubrí que estaba encinta.
—Y vuestro amo y señor, que había regresado con su esposa, no quiso ayudaros.
—Ni siquiera me molesté en decírselo. —Dirigió a Josse una mirada indignada—. Estaba más que harta de él.
—¿Qué hicisteis?
—Mi madre casi se muere cuando se lo dije, así que supe que no podía contar con ella. La única persona a quien se me ocurrió acudir fue Denys: él había estado allí, él sabía lo que había sucedido y era la única persona que no iba a poner el grito en el cielo.
—¿Así que lo mandasteis llamar?
—Sí. Fue a verme. Mi madre no quería saber nada de nada; se había acostado, llorando y chillando, y ni siquiera bajó a saludarlo. Le dije a Denys que estaba encinta y él silbó. Lo raro… visto ahora, no es raro en absoluto, pero en ese momento me lo pareció… fue que me dio la impresión de no estar descontento.
—¿Qué os sugirió?
—Dijo que debíamos proteger mi reputación y que tendría que encontrarme un marido. Con una risotada dijo que no podía esperar que el padre del niño se casara conmigo, que no había la más remota posibilidad de ello y que más me valía hacerme a la idea, y yo le dije que no me casaría con él aunque fuese el último hombre vivo sobre la faz de la tierra.
—¿Tenía Denys otros maridos en mente?
—Sí. De nuevo, tuve la sensación de que no le había sorprendido tanto como esperaba. Dijo que lo pensaría unos días y que regresaría en cuanto pudiera, después de hablar con algunas personas. Esperé, pues no me quedaba más remedio, y una semana más tarde regresó y dijo que me había prometido en matrimonio a un tal Thorald de Lehon, que nos casaríamos en cuanto fuese posible y que me iría a vivir a la casa del que sería mi marido, en Bretaña.
—Bretaña.
—Sí. —Joana lo miró a los ojos—. A mí me pareció, como sospecho que pensáis, que Bretaña se encontraba muy lejos de Inglaterra y, por tanto, de los cotilleos británicos.
—¿Creísteis que os llevaba a un lugar perdido de la mano de Dios para que todo el mundo se olvidara de vos?
—Sí. Y más cuando llegamos a Lehon, os lo aseguro. Hay una gran abadía, con una comunidad religiosa que se dedica exclusivamente a rezar, un molino, un río, y una fanega tras otra de campos de labranza. Y, en las cercanías, una agradable aldea, sólo que Thorald nunca me permitió ir allí si no era con él. Y era un auténtico recluso: sólo salía a cazar y a mí no me dejaba acompañarlo. Entonces nació Ninian.
—¿Creyó Thorald que era hijo suyo?
Otro encogimiento de hombros.
—No tengo la menor idea. Nunca hablamos al respecto. Casi no hablábamos, de hecho. Thorald maltrataba a Ninian; pero, como a mí también me maltrataba, no es seguro que le tuviera rencor al niño.
Josse recordó las palabras de Ninian: «Muerto, ya no puede azotarnos».
—Lo pasasteis mal —comentó en un tono que pretendía dejar traslucir la enorme compasión que experimentaba.
—Probablemente me lo merecía. Eso decía Thorald. No dejaba de decir que las mujeres estaban llenas de pecados y debían arrepentirse; y me obligaba a confesarme con regularidad. —Esbozó una breve sonrisa—. Seguro que era una bendición para los hombres de Dios de la abadía, porque cuando se me acabaron los pecados verdaderos… y tardé mucho en contárselos porque fue una larga Navidad con muchas noches de lujuria… empecé a inventármelos.
—No debisteis hacerlo. A la Iglesia se la ha de respetar…
—¡La Iglesia no ha hecho nada por mí! —replicó Joana—. ¡No me apoyó en mis peores momentos, ni me consoló cuando fui por primera vez a confesarme! ¿Sabéis lo que dijo el sacerdote que debía hacer? Honrar a mi marido y ser una esposa obediente ¡para demostrar que era capaz de seguir la buena senda! ¡Ay, Josse, no me sermoneéis sobre el respeto! Os diré lo que significó la intervención de ese sacerdote: significó que durante seis años tuve que soportar que se acostase conmigo cuando le apetecía un hombre apestoso que nunca se aseaba, más viejo que mi padre y que, mientras yo apretaba los dientes y rezaba para que acabara, me clavaba las uñas y me decía que ¡mis sufrimientos eran ordenados y sancionados por Dios, a fin de limpiar mi alma de toda mancha!
—Os mintió, Joana —dijo Josse—. Era retorcido, pervertido y utilizaba vuestra culpa para obligaros a obedecerle. ¡No culpéis a la Iglesia por un viejo malvado!
—¡Resulta que era el malvado viejo al que fui entregada en matrimonio! —gritó ella—. ¿Y por qué no iba a culpar a la Iglesia? Estoy segura de que Thorald estaba aliado con el sacerdote… ¡Pasaban muchísimo tiempo encerrados juntos! ¡No me sorprendería que le hubiese hecho una lista de todas las nuevas perversiones que quería de mí para que él las incluyera en mi penitencia!
Se había puesto en pie, con los brazos en jarras, y se inclinó encima de Josse con expresión tormentosa. En su semblante y en su posición, éste vislumbró la humillación, el orgullo herido, la desolación, el impotente servilismo a que se había visto sometida. Para una mujer como ella debía de haber sido una terrible carga.
—Y luego —la joven reanudó el relato— Thorald murió. Salió de caza, metió el caballo en un arroyo y salió despedido de cabeza cuando la montura tropezó. —Miró a Josse y desvió la mirada—. Dicen que el caballo estaba cojo. Que tenía una pata herida, una piedra encajada debajo de la herradura.
—Y huisteis a Inglaterra.
—Antes de que los horribles parientes de mi difunto marido llegaran e idearan otro modo de apresarme. Sí, huí, claro que sí.
—¿Por qué aquí?
—Lo sabéis —estalló Joana, exasperada—. Porque Mag Hobson vivía aquí.
—¿Por qué no regresar con vuestra madre?
—Para empezar, porque mi madre había muerto. Y, además, porque, aunque hubiera estado viva, ¿no habría sido el primer lugar donde me habría buscado Denys? Y comprenderéis que eso no me hiciera mucha gracia.
—Pero es pariente vuestro —persistió Josse—. El deber familiar lo obligaría a ofreceros ayuda y…
—¡No! —gritó Joana—. ¡Fue él el que me metió en el lío! Él… —Se interrumpió de golpe y, tras una breve pausa, añadió, ya más calmada—: Era la última persona a la que me apetecía ver.
Josse tuvo la impresión de que estaba a punto de decir algo más pero que había cambiado de idea. Aguardó, por si volvía a hablar. Al ver que no lo hacía, comentó:
—Vinisteis a casa de Mag Hobson y ella os trajo aquí, a esta casa.
—Sí. Era del tío abuelo de mi madre y de la esposa de éste. Eran buenas personas. Solían traerme a verlos cuando era pequeña.
—Y así conocisteis a Mag, que trabajaba para ellos.
—Sí. Pasaba horas con ella. Me dejaba ayudarla y me enseñó muchas cosas. Mis tíos abuelos la admiraban muchísimo y, cuando murieron, ella siguió cuidando su casa. Siempre creyó que un día alguien vendría a reclamarla y decía que era su deber para con los viejos mantenerla limpia y ordenada. Era una mujer maravillosa. Y creo que me quería.
—Yo también lo creo. Ocultaros aquí fue una buena solución. Nadie conocía la existencia de la casa y existían pocas probabilidades de que alguien… Denys… la encontrara.
—Seguro que la estaba esperando cuando regresó a su choza después de venir a vernos a Ninian y a mí —manifestó Joana lentamente—. Casi cualquier persona podría haberle dicho dónde encontrar a Mag Hobson; sólo tenía que preguntarlo. Yo quería que ella se quedara aquí, con nosotros, donde estaría a salvo, pero dijo que no, que no le gustaba dejar su hogar desatendido; «sin amor», fue su expresión. —Joana sonrió—. Ojalá se hubiera quedado. Sabíamos que Denys rondaba por aquí, habíamos… Da igual. A pesar de todo, no quiso quedarse. —A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas—. Así que regresó a su casa —susurró— y él la encontró. La encontró, la golpeó, le rompió los dedos y ella se negó a revelarle dónde estábamos. —Tragó saliva—. Y luego la empujó al agua y la ahogó.
Permaneció de pie, temblando y llorando como si se le hubiese roto el corazón. Josse, incapaz de aguantar su desolación, se levantó y la abrazó.
En esta ocasión no obtuvo una reacción apasionada, y no es que la esperara. Se apoyó en él cual una niña cansada, agotados ya el orgullo y el valor, rotas todas sus defensas.
Con una mano, Josse le acarició el cabello, como había hecho antes. La estrechó en sus brazos, le murmuró suaves palabras, que ella sin duda no oía. Y no es que importara, pues eran necedades. Continuó abrazándola, proporcionándole el calor y el apoyo de su presencia, mientras ella dejaba salir todo su dolor, su culpa y su pesar.
Al cabo de un buen rato, Joana dejó de sollozar.