Capítulo uno
Febrero, pensó abatido Josse d’Acquin, era un mes horrible para viajar.
Se encontraba bastante cerca de su casa y experimentaba esa intensa sensación de desánimo que se produce cuando hacemos algo que nos resulta poco grato, y que se vuelve tanto más desagradable cuanto menos queda para aguantarlo. El viento soplaba sin cesar desde el nordeste; en la mente de Josse surgió de repente el recuerdo de un compañero de armas al que había conocido años atrás, que solía referirse al viento alisio como «Madrenieve».
Gracias al «Madrenieve» se sentía tan incómodo como era posible sentirse, reflexionó Josse con gravedad. Se le había calado la pesada capa que, según le había garantizado el mercader que se la había vendido, ¡malditos fueran sus huesos!, lo mantendría siempre seco. El frío le producía dolor de hombros, y las muchas horas de andar a caballo habían acabado por maltratarle el trasero e irritarle los muslos, debido al roce de la silla sobre las calzas mojadas por la lluvia. A esto había que añadir el hambre y la sed, difíciles de saciar porque las pocas posadas abiertas en pleno y crudo invierno ofrecían bien poco al viajero. Para colmo, en los pies, enfundados en unas botas cubiertas de lodo y también empapadas, se le estaban formando sabañones que le picaban a rabiar. Es decir, le picaban allí donde el frío aún no los había congelado.
Su caballo se hallaba apenas en mejores condiciones que él.
—¡Pobre Horace! —murmuró, y le dio una palmada en el cuello—. ¡Qué cosas te pido!, ¿verdad, viejo?
El equino agitó la cabeza, y de las crines le saltaron varios cristalillos de hielo que, girando en el aire, atraparon los reflejos de la débil luz.
—Tendrás un buen frotado y buena comida en tu propia caballeriza, te lo prometo —añadió Josse—. Dos leguas y media, tres a lo sumo y estaremos sanos y salvos en Nuevo Winnowlands.
Nuevo Winnowlands. La pequeña pero sólida mansión que antaño formaba parte de una propiedad mayor, era un regalo que le había hecho Ricardo Corazón de León para agradecerle sus servicios. La verdad es que el término «regalo» era dudoso, al menos en la mente del rey, pues las palabras «a un precio razonable» se habían infiltrado en su discurso al obsequiárselo; sólo gracias a la intervención de la madre del monarca, Leonor de Aquitania, esposa de Enrique II y reina muy querida por los ingleses, el «regalo» fue realmente eso, un regalo.
Y luego, ¡maldición!, al cabo de dos años, a Josse se le exigía un arriendo. ¡Un arriendo! Al principio se alarmó, se quedó horrorizado, pues la suma mencionada por los retrasos en el pago de dicho concepto resultó mucho más que cuantiosa, resultó enorme, y finalmente montó en cólera.
—¡El rey me regaló mi casa! —rugió, mientras recorría la estancia a grandes zancadas, girando sobre los talones con tal violencia que Will, su criado, se apresuró a rescatar una bandeja con una jarra de vino y una copa medio llena, antes de que Josse las hiciera volar por los aires—. ¡Hace más de dos años era un regalo! ¡Y ahora quiere que le pague! —Volvió la rabiosa mirada hacia Will—. Por Dios, ¿en qué estará pensando?
Al no estar furioso, Will conservaba la capacidad de pensar con lógica, y señaló que, puesto que el rey Ricardo se hallaba todavía en ultramar, en su cruzada, la exigencia de arriendo no podía ser cosa suya.
—Estará demasiado ocupado con esos endiablados sarracenos para preocuparse por una casita de nada, mi señor —aseguró Will, con escasa diplomacia—. Creedme.
Josse, divertido a su pesar, asintió con un gesto salvaje.
—Tienes toda la razón, Will —contestó en voz casi normal, y frunció el entrecejo—. Si no es el rey, entonces, ¿quién lo exige?
Ni Josse ni Will tardaron más de un par de segundos en hallar la respuesta. Y ambos contestaron simultáneamente.
—Ha de ser ese tal Juan Sin Tierra. Me apuesto todo lo que tengo —dijo Will.
—¡Es ese bellaco de Juan! ¡Esa calculadora sanguijuela! —estalló Josse.
El dinero exigido, no obstante, era dinero exigido; algo de lo que debía ocuparse. Sobre todo, cuando quien lo exigía era el hermano menor del rey, un hombre que se veía a sí mismo como el sucesor al trono de Inglaterra —y que se encargaba de que todos los demás lo vieran del mismo modo—, y cuya coronación no podía tardar.
El problema, reflexionó Josse al tratar de decidir qué camino tomar, era que Ricardo, ¡que Dios bendijera su obsesión y su valor!, parecía haberse olvidado de su reino desde el momento en que lo abandonó para ir a la cruzada, unas semanas después de ser coronado. «Se está dejando manipular por ese avaricioso, y no me sorprende que la gente esté casi dispuesta a creer a Juan cuando hace correr el rumor de que Ricardo no va a regresar.
»¿Y si tiene razón? Las cruzadas no son cosa de nada, eso seguro, y nuestro Ricardo no es de los que se quedan atrás mientras mandan a otros a la batalla. Y, además de los peligros del combate, hay enfermedades. Sólo Dios sabe qué peligros acechan allá. Fiebres, diarreas y quién sabe qué más.
»¿Y si el rey Ricardo muere?».
La sola idea le hacía rechinar los dientes. El matrimonio del rey con Berenguela de Navarra era muy reciente, pocos meses, y las malas lenguas afirmaban que era imposible una tan pronta concepción de un heredero. Con cierta razón, reconoció Josse, pues no es probable que un hombre cuya mente se ocupa únicamente en luchar se acueste con su esposa con la regularidad necesaria para impregnarla. Así las cosas, el heredero directo al trono de Inglaterra era un chiquillo de cuatro años, Arturo de Bretaña, hijo póstumo del hermano de Ricardo, Godofredo, y la esposa de éste, Constancia.
Las mismas malas lenguas aseguraban que a los barones de Inglaterra no les resultaría grato dar apoyo a tan joven príncipe.
¿Les apetecería más apoyar a Juan? ¡Imposible! Ningún hombre con dos dedos de frente apoyaría a Juan, al menos no mientras existiese la más mínima posibilidad de que Ricardo regresara a casa sano y salvo.
Josse meneó lentamente la cabeza y volvió a centrarse en el dinero, en el exigido arriendo. A todas luces, Juan recaudaba fondos. ¿Con qué fin? Eso era difícil de saber, pero conociéndolo, y se opinara de él lo que se opinara, había que reconocer que era astuto, por lo que sin duda debía de tener algún plan bien pergeñado. «Pensándolo mejor —se dijo Josse—, quizá “taimado” le cuadre más que “astuto”».
Una repentina inspiración le indicó qué debía hacer: presentar su caso a la reina Leonor. Al fin y al cabo, había intercedido en su favor frente a su hijo predilecto. Seguramente haría lo mismo frente a Juan.
Merecía la pena intentarlo.
De hecho, era su única esperanza.
Leonor se alojaba con las monjas de la abadía de Amesbury, en Wiltshire, o sea, en el sur de Inglaterra, a una considerable distancia de donde residía Josse, cuya mansión se hallaba en Kent.
Podría haber sido peor. La reina había pasado las Navidades en Normandía y, de encontrarse aún allí, habría supuesto para Josse una peligrosa travesía del canal de la Mancha, sin contar los días y días por caminos que el invierno había vuelto casi intransitables. Era pura buena suerte que la reina madre se hubiese visto impelida a venir a este lado del canal para suplicar a Juan que abandonase su plan de aliarse con el rey Felipe de Francia… o sea, de aliarse contra Ricardo.
Nada daba tantas alas a la reina como una amenaza a su querido Ricardo, por cuyos intereses velaba afanosamente, tanto en Inglaterra como en el continente. Una vez eludido —de momento— el inminente peligro, Leonor se retiró a Amesbury a recuperar el aliento.
Y fue allí donde Josse la encontró.
Para su sorpresa, lo reconoció.
—Josse d’Acquin —exclamó, y le tendió la mano enguantada en fina cabritilla bordeada de una suave, espesa y pálida piel—, el solucionador de enigmas de mi hijo.
—Mi señora… —Josse hizo una profunda reverencia sobre su mano.
—¿Cómo van las cosas en Kent?
—Tranquilas, mi señora, a pesar de las inclemencias del tiempo.
—Ah. ¿Y cómo se encuentra mi amiga la abadesa de Hawkenlye?
—La abadesa Helewise está bien, que yo sepa.
—Me alegro.
Tras una breve pausa, la reina continuó:
—En vista del mentado tiempo, sir Josse, ¿nos equivocaríamos al deducir que no habéis hecho un viaje tan largo sólo para besarnos la mano?
Josse alzó la mirada y se encontró con una expresión divertida.
—Mi señora, merecería la pena hacerlo —empezó a decir, galante, pero lo interrumpió una carcajada.
—En mayo, tal vez, pero ¿en febrero? ¡Sandeces, caballero! —Sonreía, y Josse pensó que en verdad seguía siendo una mujer muy hermosa, a pesar de sus setenta y tantos años—. No perdamos tiempo —ordenó Leonor con afabilidad—. Decidme en qué puedo ayudaros.
Josse le describió su problema; eso sí, con toda humildad, pues constituía un gran honor que Leonor de Aquitania no sólo lo recordara con tanto afecto, sino también que le ofreciera tan incondicional ayuda.
—He dudado mucho en exponeros lo que debe de pareceros un asunto tan trivial, mi señora —concluyó—, y lo hago únicamente porque… —se interrumpió; «porque vuestro hijo me prometió que Winnowlands sería un regalo», diría si fuese sincero, ¡pero parecería una auténtica impertinencia!
La reina, no obstante, lo entendió.
—Porque, como vos y yo recordamos perfectamente, sir Josse, Ricardo os donó vuestra mansión. No sin presiones, según recuerdo —masculló—. Pero un regalo es un regalo —anunció regiamente— y así ha de ser para siempre. —Con un gesto de la mano llamó a una de sus damas de compañía, que formaba parte de un pequeño grupo reunido en torno a la chimenea del vestíbulo de la abadía—. Recado de escribir, por favor —le pidió, y la mujer se apresuró a obedecerla.
Mientras Josse la observaba, redactó tranquilamente tres o cuatro breves líneas, decorando el grueso pergamino con su elegante y fluida escritura. Como no deseaba mirar muy de cerca, Josse dio un paso atrás. En cuanto acabó, Leonor chasqueó los dedos a su dama de compañía para que le diera el sello real; al fin levantó la cabeza, esbozó una sonrisa fugaz, como si supiera exactamente lo que Josse pensaba, y, enrollando el pergamino, se lo entregó.
—Si mi hijo menor se presentara personalmente para reclamar lo que os acusa de deberle —comentó sin inflexión—, enseñadle esto. A cualquier otra persona que se presente, despachadla sin miramientos.
Pensando que no sería tan fácil despachar a según quién, Josse hizo una nueva reverencia, le dio las gracias, y, como sentía que su presencia sobraba, se dispuso a salir sin darle la espalda a la reina.
Ésta lo detuvo.
—¡Sir Josse!
—¿Mi señora?
—Saludad a la abadesa Helewise de mi parte cuando la veáis.
A Josse se le ocurrió luego que no había dudado en utilizar el «cuando» en lugar del «si».
El placer de entrar de nuevo en su propio patio —¡y con su misión cumplida!— atenuó los incontables achaques e incomodidades que había padecido. Dio una palmadita al pergamino, cuidadosamente guardado bajo la túnica. «¡Que se atrevan a pedirme arriendos! —pensó, encantado—. ¡Ya verán quién es quién!».
Se le antojó una perspectiva bastante agradable y hasta deseó que un agente de Juan se personara. Merecería la pena ver la furia en su semblante cuando le pusiera frente a las narices el sello personal de la reina Leonor.
Horace, que había recorrido al trote los últimos centenares de metros, se dirigía ansioso hacia las caballerizas. Josse llamó a Will, se apeó deslizándose y, trastabillando ligeramente por el entumecimiento, fue a guarecer su cabalgadura.
Justo a un lado de la puerta principal de las caballerizas vio la carretilla de un calderero, cubierta con una espesa tela de arpillera. Eso explicaba por qué Will no había salido corriendo: sin duda, él y Ela se encontraban en la cocina, disfrutando de los últimos cotillees. Desensilló a Horace, le quitó las riendas y, con una amistosa palmada en el trasero, lo metió en un compartimento cubierto de paja limpia y olorosa y con el bebedero lleno de agua.
—Espera aquí, viejo amigo —le dijo— y te mandaré a Will.
Nada más traspasar el umbral de la cocina oyó una voz que no le era familiar.
—… vomitó por todas partes, en la pared, en el suelo, y dicen que hay una marca nueva junto a la ventana, como marcada al hierro, ¡como si el propio diablo se hubiese largado dejando una señal de su paso!
—¡Ooooh! —exclamó Ela, con los ojos abiertos de par en par y aferrada al delantal.
—No sé nada de diablos —empezó a decir Will—, pero…
Desde la puerta, Josse carraspeó. Will y Ela volvieron la cabeza y el forastero le ofreció una sonrisa amistosa.
—¡Es el amo! —gritó Will, y se levantó de un brinco, con aire tan culpable como si lo hubieran pillado hurgando en las pertenencias personales de Josse—. Lo siento mucho, mi señor, pero no os he oído llamar. —Cogió su capucha de arpillera, que se estaba secando junto al fuego—. Voy a atender a vuestro caballo, mi señor; seguro que lo necesita en un día tan feo como éste.
—Está bien, Will. No…
Pero, tras echarle una mirada medio avergonzada, éste ya había desaparecido.
—¿Sir Josse d’Acquin? —preguntó el forastero, que se puso en pie y se inclinó ligeramente.
—Sí.
—Soy Tomás, sir Josse. Calderero de estas tierras, reparador de artículos del hogar, vendedor de mercancías de lujo, comprador de piezas raras y contador de noticias, buenas y malas. —Hizo otra reverencia, más profunda en esta ocasión; de haber llevado sombrero, se lo habría quitado, pensó Josse.
—Bien venido a mi hogar, Tomás, el calderero. Confío en que os hayan ofrecido algún refrigerio.
—Sí, lo han hecho.
Tomás echó un vistazo a Ela, que, con los párpados bajados, daba la impresión de fingir que no estaba presente; dieciocho meses al servicio del tolerante Josse no parecían haber cambiado mucho a la nerviosa y tímida mujer que era cuando Will la había llevado a vivir con él. Nunca lo miraba a la cara, según se había fijado Josse; ¿sería por timidez innata o porque era demasiado consciente de la ligera desviación de su ojo izquierdo?
—Es una buena cocinera vuestra criada.
—Lo sé muy bien —convino Josse—. Ela, ¿puedes darme un poco de eso? —Indicó la jarra de vino calentado con especias que se encontraba junto a la chimenea.
Con una exclamación, Ela se apresuró a servirle una copa y a rellenar la del calderero, obedeciendo al gesto hecho con la cabeza por su amo.
—¿Decíais algo de una aparición del diablo? —preguntó éste, mientras sentía cómo el dulce y caliente vino empezaba a desentumecerlo—. ¿Querríais repetir vuestra noticia para un nuevo público?
—¡Encantado! —Tomás acercó su taburete al de Josse—. Estuve en Tonbridge anteayer, porque era día de mercado, pero hubo poco comercio: demasiado frío para que la gente se interesara… Era salir de casa, comprar el pollo, el puñado de especias o el tarro de manteca de ganso y vuelta a casa. Nadie quería quedarse por allí, no con el viento que aullaba como cien almas muertas, ¡no, señor!
—¿Y?
—Pues, como muchos otros, me fui a la taberna. «Un poco de la cerveza de Anne, eso es lo que te hace falta, Tomás», me dije, y allí fui y, para no darle más vueltas, allí me quedé. La tarde se convirtió en noche y yo seguí sentado en mi rincón, charlando, pasando el rato en buena compañía, con el tazón siempre lleno; limpié el plato hasta la última migaja y apuré el vaso hasta la última gota.
La desventaja de que un contador profesional explicara una noticia, reflexionó Josse, resignado, era que no se contentaba con una palabra si podía usar diez.
—Por fin, todos nos fuimos a acostar, mi señor —prosiguió Tomás—. Anne fue muy amable y me dejó dormir debajo de mi carretilla, en una de las dependencias, por lo que estaba bastante cómodo. Todo fue quietud hasta la mañana, cuando una de las camareras subió a la habitación de los huéspedes. —Hizo una pausa histriónica y clavó la mirada en Josse—. ¡Nunca adivinaréis lo que encontró, mi señor, ni aunque lo intentarais de aquí a Navidad!
—¿Vómito por todo el suelo y las paredes, y una marca junto a la ventana? —sugirió Josse.
Por un momento, el calderero pareció molesto, pero se recuperó y sonrió.
—Señor, contáis con la ventaja de haber oído el fin del relato antes que el principio; pero sí, ¡eso fue exactamente lo que halló la mozuela! ¡Y gritó! ¡Nunca antes había oído tales voces! Hasta me despertó a mí, que no tengo el sueño ligero, creedme. Corro para adentro, junto con todos los que la oyeron llorar. Todos vamos tambaleantes y trastabillando por el corredor. —Otra pausa—. ¡Y allí está! Tumbado sobre un charco de su propio vómito y con expresión de haber perdido la cordura ante tanto terror y, por supuesto, muerto, difunto, cadáver.
—¡Pobre hombre!
—¿Pobre hombre? —Obviamente, el calderero esperaba una reacción más contundente—. ¡Os estoy diciendo, mi señor, que ese hombre sufrió una verdadera agonía! Imaginad que estáis solo, enfermo, más enfermo que nunca en la vida, y os sentís desesperado porque la muerte se acerca. Oís a la parca andar pesadamente por el pasillo, veis sus garras abrir la puerta, observáis a esa alta y flaca figura con su capucha negra aproximarse sigilosamente, y estáis aterrorizado, sabiendo en todo momento que…
Ela ahogó un grito y se tapó la boca con el mandil. Al echar una ojeada a su pálido semblante, Josse dijo:
—Nos lo imaginamos. ¿Qué ocurrió después?
—Lo que ocurrió después —declaró Tomás, ofendido porque lo interrumpieran cuando contaba los detalles más escabrosos— fue que Anne se abrió paso a codazos y entró en la habitación, vio el vómito por todo el suelo y ordenó a todos que salieran. Luego alguien, no preguntéis quién, porque no lo sé, debió de ir a buscar a la Ley.
Casi podía ver la mayúscula inicial de «ley», pensó Josse. Se trataba de un hombre que, a todas luces, prefería mantener las distancias tanto con la institución como con sus representantes.
—Así que ¿pusisteis pies en polvorosa? —sugirió, sonriente.
Otra vez una expresión de afrenta.
—¡Mi señor! ¿Cómo se os ocurre? Yo… bueno… digamos más bien que no me dejé ver; no tenía sentido, ya que no había nada en lo que pudiera ayudar.
—Claro que no —murmuró Josse.
El calderero le lanzó una mirada punzante.
—Claro que pude escuchar informaciones aquí y allí. Y, por lo que sé, dicen que al muerto le sirvieron comida en mal estado. Una rebanada de pastel, un plato de cocido, lo que sea; y lo que fuera que hubiese en ello lo mató.
—¿Qué? —exclamó Josse, asombrado—. ¿Dicen que algo servido por Anne lo envenenó?
—Sí.
Era evidente que Tomás estaba encantado de haber provocado, por fin, una reacción.
—La están amenazando con hacer caer sobre ella todo el peso de la ley, por servir alimentos que matan.
«Al menos dos cosas fallan», reflexionó Josse. Para empezar, que, según su experiencia, Anne servía buena comida, recién preparada cada día, y que se merecía con creces la reputación de generosa y honesta posadera. La segunda objeción, la más importante, era que, si de verdad hubiese servido un plato en mal estado, no resultaba razonable que hubiese una sola víctima.
—Pobre Anne —dijo Josse meneando la cabeza—. ¡Qué desgracia la suya! Es lo peor que puede pasarle a alguien en su profesión.
Desde su rincón, y para completa sorpresa de Josse, Ela tomó la palabra.
—¿No podéis hacer nada por ella, mi señor? —Se sonrojó ante su propia temeridad y se restregó las manos de pura angustia—. Yo también soy cocinera y, aunque no me atrevería a compararme con Anne, si alguien dijera que lo que he preparado ha matado a una pobre alma, no sé lo que haría. —Su semblante adquirió una expresión fiera, ceñuda, al imaginarse lo inimaginable—. Me figuro que querría morirme.
Que Josse recordara, era la primera vez que Ela hacía un comentario sin que se lo pidieran. Ciertamente era la primera vez que le oía pronunciar más de unas cuantas palabras. «Buenos días, mi señor» y «Sí, hace frío, es verdad» constituían su límite.
—Ela, ¿te importa mucho lo que le suceda a Anne? —preguntó con suavidad.
Pero, al parecer, a Ela se le había acabado el valor, pues había recuperado su postura de hombros caídos en el rincón y se negó a mirarlo a los ojos. No obstante, gruñó y logró decir:
—Sí.
El calderero se puso en pie y apuró el vino con un sonoro sorbo.
—Pues yo sigo mi camino. Me quedan un par de horas de luz y si salgo ahora podré llegar a mi próxima parada antes que oscurezca.
Saludó a Ela con un gesto de la cabeza, hizo una reverencia a Josse y salió de la cocina.
Josse lo siguió a las caballerizas. Oyó a Will silbar entre dientes mientras secaba y cepillaba a Horace con movimientos constantes y tranquilizadores.
—¡Adiós, Will! —le gritó Tomás al inclinarse para coger los brazos de su carretilla—. ¡Hasta la vista!
La cabeza de Will apareció por encima de la media puerta del compartimento.
—¡Adiós, Tomás! —Advirtió entonces la presencia de Josse—. Casi he terminado aquí, mi señor. Luego os ayudaré con vuestro equipaje.
Josse observó al calderero atravesar el patio; el chirrido de una rueda de la carretilla acompañaba el ritmo constante de sus pasos.
—No he venido a meterte prisas, Will —afirmó al volverse hacia el criado.
—¿Ah, no? —Will lo miró con expresión expectante.
—No. —Josse suspiró.
Las perspectivas no eran muy halagüeñas. ¡Anhelaba tanto unos días de paz y tranquilidad en el calor y la comodidad de su propio hogar! Pero así eran las cosas; una amiga es una amiga, y uno no puede dejar en la estacada a una amiga cuando necesita ayuda. Y menos aún si, según parecía, la iban a castigar por algo que no había hecho.
—He venido a decirte que te agradecería que dieras bien de comer al viejo Horace esta noche.
Viendo la expresión dubitativa de su criado, Josse añadió:
—Me temo que lo necesitaré mañana. Voy a tener que ir a Tonbridge.