Capítulo siete
Josse se dio de alta de los cuidados de sor Eufemia a la mañana siguiente.
—¡No lo sé! —se quejó la monja, mientras le examinaba por última vez la parte trasera de su cabeza—. ¡Vaya par, vos y la abadesa Helewise! Ambos creéis que el mundo se va a acabar si no andáis por ahí para evitarlo.
—¡Muy cierto! —convino Josse—. En lo que se refiere a mí, en todo caso. Siempre fui arrogante, sor Eufemia. Le guiñó un ojo, y ella se sonrojó.
—¡Idos ya!
—Me voy, me voy.
—Regresad en seguida —le pidió sor Eufemia, trotando por el pasillo abierto entre las camas de la enfermería, esforzándose por no perder su paso—, en cuanto tengáis dolor de cabeza o mareos o…
Josse desapareció agitando la mano, en un gesto que podía interpretarse como una afirmación.
En la reconfortante atmósfera matutina, la escarcha, blanca y espesa, relucía pura, cegadora. El aliento de Horace formaba amplias volutas, como si se tratara del humo exhalado por un dragón ocioso.
Josse no se encontró con nadie en el camino a Tonbridge, cosa que no lo sorprendió. Hacía demasiado frío para salir de viaje. A menos, claro, que se tratara de un menester urgente.
Se dirigió directamente al castillo de los Clare.
El puente levadizo estaba totalmente levantado y el castillo tenía un aspecto aún más abandonado, si cabía, que en su última visita. No había ido hasta allí con la esperanza de encontrar al forastero; pero aprovechó la ocasión que le brindaba el paso de una mujer cargada de leña para indagar sobre los habitantes de la fortaleza.
—Ésos no os darán la bienvenida —comentó la mujer, haciendo un gesto con la cabeza indicando la dirección del castillo—. Están fuera. Se han ido. Se quedarán fuera mientras haya enfermedad en el valle —continuó con tono desdeñoso—. ¿Cómo se les iba a ocurrir amparar a los enfermos y necesitados?
—¡Ya! —exclamó. Josse, tratando de parecer indiferente, como si su paso por el lugar fuera casual e hiciese el comentario por ociosa curiosidad—. Pero… me sorprende que no hayan dejado al menos a algunos criados. Después de todo, habrá quehaceres que no deben esperar y la seguridad… —No siguió, a ver si la mujer aprovechaba la oportunidad de cotillear un poco.
Y eso hizo. Dejó la leña en el suelo y se cruzó de brazos.
—¿Seguridad? Me figuro que no les preocupa, no con ese sólido y enorme puente levadizo levantado. Vamos, ¿quién va a intentar trepar esos muros? —dijo con un gesto brusco de la cabeza, señalando la muralla del castillo—. Además, ¿para qué molestarse? Si esos nobles con aires de grandeza no quieren relacionarse con nosotros, nosotros no tenemos ningún interés en ir a molestarlos.
Una mujer independiente, pensó Josse.
—¿De verdad no hay nadie dentro?
—Vigilantes. —Otro gesto desdeñoso y su rostro se iluminó con una sonrisa de auténtica diversión—. ¿Acaso se os ha reblandecido el seso, caballero? ¡Claro que hay alguien dentro! ¿Cómo, si no, habrían izado el puente?
Josse sonrió.
—Sí. Tenéis razón.
—Hay unos cuantos vigilantes —prosiguió la mujer—. Pero no saldrán mientras dispongan de comida y agua. También ellos quieren mantenerse alejados de la enfermedad, igual que sus preciosos y delicados amos. Creedme, no habrá tráfico de almas por ese puente hasta la primavera.
—Tenía la leve esperanza de encontrar a un conocido mío aquí. Me habían dicho que se hospedaba con los Clare…
La mujer meneó la cabeza.
—No lo creo. Como os he dicho… —Observó a Josse con suspicacia, como tratando de juzgar si tenía malas intenciones o era, sencillamente, algo lerdo—. La familia se ha marchado. Si vuestro conocido está ahí, debe de ser huésped de los vigilantes y no de los señores. —Otra mirada penetrante—. Vos seréis mejor juez que yo, caballero, en cuanto a si es posible que vuestro conocido sea huésped de la tropa.
—No, no, tenéis razón. No puede estar allí. Quizá me informaron mal. —Deseoso de calmar la curiosidad de la mujer, pues no le agradaba la idea de que anduviese difundiendo los detalles de su encuentro con un hombre que husmeaba por las inmediaciones del castillo de los Clare, haciendo insensatas preguntas, dijo—: Voy a la taberna. Una jarra de cerveza y un rato calentándome los pies junto al fuego de Anne me sabrán a gloria bendita. Que tengáis un buen día. —Se inclinó, montó a Horace y enfiló el sendero que llevaba al río.
Cuando se arriesgó a mirar por encima del hombro, la mujer había recogido su leña y se alejaba.
La posada estaba muy concurrida. Parecía haber tantas personas arremolinadas en el patio como en el interior, pensó Josse al abrirse paso a codazos. Y también había muchas charlas animadas.
La posadera Anne se encontraba en la taberna, sirviendo jarras de cerveza a un grupo de hombres; las mangas remangadas revelaban sus musculosos antebrazos.
—¿Qué tal, mistress Anne? —le preguntó, cuando, al verlo, lo saludó con un gesto de la cabeza.
—Correteando de un lado a otro, como siempre. —Le dirigió una sonrisa amistosa—. Gracias a vos, mi señor, la gente no se ha espantado y siguen viniendo. —Le guiñó un ojo—. Ya me entendéis.
La entendía, claro que sí. A su lado ahora, Josse le susurró:
—Me alegro de haber podido serviros.
—¿Alguna noticia sobre quién mató al pobrecito de Peter Ely?
—No.
—Y ahora esto. No… —Una voz reclamó la atención de Anne, así como el coro de parroquianos que la secundó—. Disculpadme, mi señor —se interrumpió la tabernera—, pero estoy muy ocupada.
—Desde luego.
Josse cogió su jarra y fue a apoyarse contra la pared. ¿Qué era «esto»? Aguzó el oído y trató de averiguarlo.
Cosa que no tardó en hacer.
—¡… parece que llevaba días allí! —comentó un hombre a su lado con voz pasmada—. Pues no es de sorprender, allá en un lugar tan agreste.
—Sí, tienes razón —convino otro, y sus dos compañeros asintieron con aire sabio—. Supongo que tenía sus motivos para mantenerse alejada.
Una mano fría retorció el corazón de Josse.
—¿Qué ha pasado? ¿De quién habláis? —preguntó al hombre más cercano.
Afortunadamente, a éste le fascinaba demasiado la historia para preocuparse de por qué a un desconocido le interesaba tanto.
—Pues han encontrado un cuerpo en el bosque. Una mujer. Muerta, con la cabeza hundida en dos palmos de agua.
—¿Quién era? ¿Lo sabe alguien? —Josse miró, angustiado, una cara tras otra—. Vamos, ¡uno de vosotros debe de saber algo!
—Tranquilo, mi señor —protestó uno—. No tenéis por qué agitaros tanto.
—Era la vieja cascarrabias que hace los hechizos —declaró otro y, tapándose la boca con la mano, susurró—: No sé cómo se llama.
—Ni yo.
Pero Josse ya no les prestaba atención. Asió del hombro al primero que le había dado la información y lo apremió.
—¿Vieja? ¿Dices que era vieja? ¿Estás seguro?
—¡Sí, sí, claro que sí! —El hombre soltó una risita desconcertada—. Era vieja, no cabe duda. No sólo mi madre sino también mi abuela hablaban de ella y sus pócimas.
A Josse lo embargó tal sensación de alivio que, por inadecuado que fuera, experimentó un intenso anhelo de gritar de alegría. En lugar de esto, pidió que volvieran a llenar las jarras de los hombres, y, una vez que le hubieron explicado cómo encontrar el sitio donde la hechicera se había ahogado —explicaciones más bien vagas, pero mejor eso que nada—, se puso en camino.
El estanque donde habían encontrado a la vieja se hallaba oculto en el corazón del bosque, y quizá no lo habría hallado con tanta facilidad sin el vocerío que atrajo su atención. Se trataba de un nutrido grupo de oficiales del sheriff que ya se habían acercado hasta el lugar.
Los observó desde el borde de un pequeño claro.
El estanque era de unos cinco pasos por diez y en la orilla del fondo había una fila de sauces, bastante desnudos, dada la época del año. En la orilla más próxima se veía un huerto, a todas luces bien atendido, y, detrás de éste, una pequeña choza de sólidos troncos, revestidos de zarzo. El tejado, de paja, permanecía en buen estado.
Más allá de la choza había un herbario. A Josse se le antojó que habían elegido con cuidado el lugar para situarlo, porque era la zona de todo el claro que más sol recibía.
El cuerpo estaba tendido de costado, con las piernas y la parte inferior del torso en el suelo, y la cabeza, los hombros, los brazos y el pecho en el estanque.
—Buenos días, sheriff —gritó, sin desmontar—. Oí hablar de esta muerte cuando estaba en la taberna y he venido a…
—Habéis venido a meter las narices, como siempre, hombre… del rey —acabó por él el interpelado, haciendo hincapié en las últimas dos palabras—. Me imagino que no habrá mucho que os pueda interesar aquí. Parece ser que resbaló, su cabeza fue a dar al agua, y se ahogó.
Josse desmontó, ató a Horace a una fuerte rama y fue a la orilla del estanque. Se agachó y se dio cuenta en seguida de por qué no habían apartado a la difunta del estanque.
El agua que la rodeaba se había helado.
—¿Hay algo en ella que os sorprenda, sheriff?
El sheriff echó un vistazo a sus hombres para asegurarse de que lo escuchaban.
—Está muerta —dijo con una risa desagradable—. ¿O no lo habéis notado? —Su apreciación fue recompensada con algunas carcajadas—. La gente tiende a morir cuando tiene la cabeza metida en un estanque. Digamos que… se ahoga.
—La gente se ahoga en el agua. Este estanque está cubierto por una gruesa capa de hielo y lo ha estado durante… —Josse hizo un cálculo mental— yo diría que… unos tres días.
Sí, eso era. No hacía demasiado frío la noche que había dormido en el campamento de Ninian; pero, la siguiente, la temperatura había bajado en picado y la compasión había impulsado a Joana a correr el gran riesgo de llevar a un desconocido a su refugio, su escondite secreto.
—¿Y qué? —preguntó el sheriff en tono agresivo—. ¿Qué importa?
Josse reprimió un suspiro.
—Entonces esta mujer lleva aquí tres días. Al menos.
—¿Cómo lo sabéis?
—Porque debió de caer cuando el estanque no estaba helado —contestó Josse con paciencia—. O sea, hace tres días, cuando el frío aflojó un poco, o unos días antes. —Echó una ojeada al cuerpo—. Pero dudo que lleve aquí tanto tiempo.
—¿Tenéis una bola de cristal? —inquirió el sheriff en tono malicioso, generando más risitas, aunque Josse dudaba que muchos de ellos supieran siquiera a qué se estaba refiriendo. De hecho, le sorprendió que el propio sheriff conociera su existencia.
—No, no he menester de ella. —Josse señaló el abdomen del cuerpo y lo tocó suavemente—. No hay hinchazón y, si llevase aquí tres días o más, habría empezado a hincharse.
Había observado el fenómeno en los cadáveres de los campos de batalla. Era la razón por la que se hacía conveniente enterrar rápidamente a quienes morían: a mayor demora, más desagradable resultaba manipularlos.
—Seguro que tenéis una idea brillante para sacarla de ahí —espetó en tono cáustico el sheriff.
Josse advirtió que cuanto más se revelaban sus debilidades más irascible se volvía. Pero ¡costaba tanto no revelarlas…!
Desenvainó su espada y, usando la empuñadura como mazo, rompió suavemente el hielo en torno a la cabeza y los hombros de la muerta.
—Creo que podremos soltarla con facilidad. El estanque está congelado tan sólo en la parte más superficial; eso hace que el hielo sea bastante quebradizo.
Al observar lo que hacía, uno o dos de los más despiertos hombres del sheriff empezaron a ayudarlo. El hielo alrededor del torso del cadáver se convirtió pronto en cien fragmentos, y Josse y sus dos ayudantes extrajeron a la mujer de su congelada tumba.
La pusieron boca arriba, y Josse se fijó en que tenía el rostro muy magullado…
—Seguro que se dio contra el hielo —declaró el sheriff, inclinado por encima del hombro de Josse y respirando con la boca abierta junto a su oído.
—Pensadlo bien. Si cayó cuando el estanque estaba helado, no estaría bajo la superficie y ésta no se habría congelado en torno a ella.
El sheriff se quedó sin habla, de momento.
Josse examinó rápidamente el resto del cuerpo. Aparte de las magulladuras en el rostro —la nariz había recibido un puñetazo y, al tantear suavemente el interior de la boca, advirtió lo que parecía un diente roto recientemente—, ambas manos presentaban heridas.
Las sostuvo con las suyas.
Lleno de compasión, se dio cuenta de que alguien le había fracturado intencionadamente dos dedos de cada mano.
La tumbó de nuevo y, debido a la pendiente de la orilla, el cuerpo rodó hasta quedar boca abajo.
Y, sobre la toca cuidadosamente lavada, Josse descubrió la huella de una bota.
Alguien la había golpeado brutalmente, para arrastrarla luego hasta el estanque, meterle la cabeza en el agua y, con el pie sobre ésta, mantenerla sumergida hasta convencerse de que la mujer estaba muerta.
¿Por qué la habían golpeado? ¿Qué razones habían motivado semejante tortura? En este mundo lleno de maldad, ¿qué se espera conseguir al aplicar un castigo semejante? ¿Información? ¿Averiguar algo que no se sabe? ¿Algo que se necesita conocer desesperadamente y que es capaz de inducir al asesinato?
«¡Ay, Dios!», pensó.
—Cuando hayáis acabado —le dijo el sheriff a sus espaldas—, nos gustaría llevárnosla a la aldea para deshacernos de ella.
Deshacerse de ella.
—Tenéis un asesinato en vuestras manos. ¿O es que no os habíais dado cuenta?
—¿Asesinato? ¡Y un cuerno! —El sheriff escupió sobre la escarchada hierba—. Fue a buscar agua, se resbaló, se golpeó la cabeza y cayó al agua. —Acercó el rostro al de Josse y añadió con queda intensidad—: Eso es lo que yo digo. Y lo que yo digo es lo que cuenta.
Por desgracia, bien lo sabía Josse, era cierto.
—¿Ni siquiera vais a averiguar su nombre?
El sheriff sonrió maliciosamente y arqueó una ceja en dirección a uno de sus hombres.
—No hace falta, ¿verdad, Hugo?
El interpelado dio un paso al frente.
—Era Mag Hobson; la tía de mi madre.
Sin más que añadir, Josse se quedó observando cómo iban en busca de una tabla y, colocando el cadáver en ella con escasas muestras de respeto —muestras que, en su opinión, se debían tan sólo a su presencia—, echaban a andar por el largo camino a Tonbridge.
Tirando de las riendas de Horace, Josse se colocó al paso del hombre al que llamaban Hugo.
—¿La conocíais? —preguntó en voz queda, porque no quería que el sheriff se enterara de que aún seguía investigando.
—¿A la vieja Mag? No, no puedo decir que la conociera.
—Pero supongo que vuestra madre sí la conocía. —Hugo no contestó—. ¿Visitaba a su tía? Me refiero a vuestra madre.
—Puede ser.
Josse se preguntó por qué se mostraba tan cauteloso. Pero, al pensar en lo que ya le habían dicho y en el bien atendido herbario, inquirió:
—Era una mujer sabia, ¿verdad?
Hugo le lanzó una rápida mirada.
—Sí —masculló.
—Por eso vivía aquí sola —continuó Josse, pensando en voz alta—. Y por eso la gente prefería mantenerse alejada.
—Era buena —manifestó Hugo, como si, aunque ya tarde, se viera obligado a defender la reputación de su pariente difunta—. Arregló cosas para mucha gente, aunque no les guste reconocerlo. Yo, la verdad, es que prefería no tener nada que ver con esto.
«La superstición —reflexionó Josse—. No, claro que a la gente no le gustaría que se supiera que habían consultado a una mujer sabia. Toda discreción es poca en estos tiempos y más vale estar del lado bueno por si acaso a alguien poderoso se le ocurre meterse con esas cosas».
—Entiendo. Y muchas personas no querrían que se supiera que la tía de vuestra madre era una mujer sabia.
Hugo parecía bregar con un conflicto interno.
—Me da rabia —admitió por fin—. Se burlan de ella y dicen que es una vieja bruja, pero ¿quiénes son los que van corriendo ya caída la noche para pedirle una pócima de amor o un amuleto contra las verrugas? No es justo.
—No, no lo es. Pero me temo que así es la naturaleza humana.
—Dicen que aprendió cuando era doncella —explicó Hugo, sin necesidad de que Josse lo alentase, como si, habiendo reconocido la extravagancia de la tía de su madre, ya ninguna barrera le impidiera hablar de ella—. Cuando estaba todavía en la casa grande, se lo enseñó una mujer mayor, la que lavaba las ropas de cama. Así se hace: una persona mayor pasa sus secretos a una más joven. Al menos, eso es lo que me han dicho.
—Sí, eso he oído yo también. ¿En la casa grande, decís? ¿Acaso poseía alguna mansión?
A Josse no se le antojaba muy probable.
—¡No, por Dios! —Hugo soltó una risita—. Era ama de llaves. Bueno, es mucho decir para un hogar pequeño, pero era la principal criada doméstica, eso es seguro.
—¿De quién?
El rostro de Hugo se arrugó de tanta concentración.
—Creo que no recuerdo el nombre de la familia —admitió—. Eran viejos. Un viejo y una vieja. Vivían solos, pero de vez en cuando tenían visitas. Familiares, me figuro. Lo sé porque ella, Mag, hacía que mi madre fuera a ayudarla a cocinar y esas cosas cuando llegaban visitas.
—Ya veo. —Casi sin atreverse a plantearlo, Josse preguntó—: ¿Y no sabes si todavía viven allí? Quiero decir, los viejos.
—Ay, Señor, no. Están muertos. —Una pausa meditabunda—. Me imagino que la casa estará vacía. Mag solía vigilarla, aunque nunca entendí por qué. A lo mejor era por si un familiar perdido venía a reclamarla. O tal vez porque no era de esas mujeres que dejan que un lugar caiga en ruinas si pueden evitarlo —suspiró.
Siguieron andando en silencio. Josse iba asimilando lo que acababa de oír, y barruntando ciertas conclusiones, cuando Hugo interrumpió el hilo de sus pensamientos.
—¿Creéis que sucedió como ha dicho el sheriff? ¿Un accidente?
—No, Hugo, estoy seguro de que no lo fue.
—¿Le haréis justicia? —Fue un susurro que Josse apenas pudo oír.
Sin embargo, entendió el deseo encerrado en la pregunta: el deseo —formulado por la conciencia de un hombre, llena de compasión por la brutal muerte de una persona de su familia, por muy lejano que fuera el parentesco y por mucho que prefiriera olvidarla— de que se supiese la verdad y se hiciese justicia.
—Sí, Hugo —le susurró a su vez Josse—. Te prometo que haré todo lo que pueda.