Capítulo cinco
Una mujer realmente hermosa.
Tendría poco más de veinte años, de estatura mediana y una generosa figura, de ademanes muy femeninos pero decididos; daba la impresión de gran fortaleza. Vestía de forma sencilla: un atuendo de tela marrón y, sobre éste, la capa de un hombre. De su cintura pendía un pequeño morral de suave piel.
Le tapaba la cabeza un chal de lana, que servía para ocultar una toca blanca atada con soltura, de la cual sobresalía una larga y suave trenza castaña que reposaba sobre su hombro derecho. En el rostro, de pómulos altos y nariz recta, destacaba su boca, de labios carnosos y bien formados.
Sus ojos eran oscuros, grandes; y su frente, ancha y despejada.
De quien fuera que Ninian hubiese heredado los ojos azules, no era de su madre, pensó Josse.
Sin duda, la mujer era la madre del muchacho: nadie más podría haber mostrado aquella combinación de curiosidad, indignación y fiereza protectora cuando, sin ninguna cortesía, preguntó de sopetón:
—¿Qué queréis de Ninian?
—Ha estado cuidándome. Me atacaron en el bosque. Supongo que me encontró y me arrastró hasta aquí. —Un mozo fuerte, se dijo Josse. Fuerte y resuelto—. No quiero nada de él, mi señora, os lo prometo.
Ella dio un paso adelante, con los oscuros ojos fijos en Josse, que le sostuvo la mirada.
—Cuidándoos —repitió casi entre dientes—. ¿Estáis herido?
Él se incorporó cuidadosamente y se señaló la parte trasera de la cabeza.
Ella la examinó.
—¡Ay! —exclamó en tono comprensivo. Después, como si de pronto recordara su actitud protectora, añadió—: ¿Qué hacíais en el bosque? ¿Quién os ha atacado? ¡Seguro que no teníais buenas intenciones!
Josse esbozó una sonrisita.
—Me encontraba en el bosque porque seguía a alguien, a un hombre con el que quiero hablar respecto a un asunto que tuvo lugar en la taberna de Tonbridge. Me creía un buen perseguidor, pero se ve que no lo soy. Deduzco que fue él quien me sorprendió por la espalda y me golpeó; supongo que no quería que nadie lo siguiese. En cuanto a que no tenía buenas intenciones, eso, mi señora, debéis juzgarlo vos misma.
Se volvió a tumbar. No sabía bien por qué, pero de pronto se sentía agotado. Probablemente, reflexionó, no sin cierta diversión, por tener que soportar la intensidad de la mirada de aquellos ojos oscuros.
Ella seguía contemplándolo, como si pensara que al desviar la vista un solo instante pudiera darle ocasión de abalanzarse sobre ella y atacarla, para después huir, probablemente con Ninian sobre la silla de su montura.
—De verdad que no pretendo dañaros ni a vos ni a vuestro hijo.
Los ojos oscuros se abrieron de par en par.
—¡No es mi hijo! Es…
—Mi señora, tengo más práctica que vos en el arte del engaño. —Le sonrió con la esperanza de restar a sus palabras cualquier tono ofensivo—. Un consejo: si vais a contar una mentira, preparadla bien primero.
—¡Pero es que no es mi hijo! —protestó ella—. Es… un mozo a mi servicio.
—Muy bien. De todos modos, es cierto que no pretendo dañaros.
—¡Ja! —espetó la mujer, si bien a Josse le pareció detectar que se suavizaba ligeramente su expresión—. Dejadme ver vuestra herida —prosiguió, y se arrodilló a su lado—. Girad la cabeza… No, ¡así no!… Así está mejor. Mmm. Está muy hinchado. —Tanteó con suavidad el chichón, y Josse se encogió—. Y la piel se ha rasgado en un par de lugares. —Volvió a bajarle la cabeza y se sentó sobre los talones—. Calentaré agua y os prepararé una cataplasma. Os escocerá, pero absorberá la mugre y permitirá que se curen las heridas. ¡Ninian!
Desde fuera, el muchacho gritó:
—¡Estoy aquí!
—¡Pon agua a hervir!
—Ya está.
—Bien, bien —murmuró la mujer, que se puso en pie y salió de la choza en un solo y grácil movimiento.
Regresó al poco tiempo. En las manos llevaba un emplasto verdoso que parecía hecho con fango. Con ella también entró en la choza un agradable y penetrante olor; un olor que, cuando Josse lo inhaló, le produjo una ligera impresión de mareo.
—No respiréis muy profundamente —le advirtió la mujer.
Pero era demasiado tarde.
—¿Por qué? —Josse se inclinó hacia adelante, y ella hizo lo mismo sobre su cabeza—. ¿De qué está hecho?
—Sobre todo de borraja y lavanda. —Josse sintió calor cuando le aplicó la cataplasma—. Además de un par de mis ingredientes secretos.
—¿Dónde encontráis la borraja y la lavanda en febrero?
—Los traje conmigo. En mi morral. Están secos, claro, no son frescos, pero conservan parte de sus efectos beneficiosos. Ya está —agregó, tras sujetar la cataplasma con una tira de lino que estaba terminando de atar—. ¿Cómo os sentís?
Josse meditó.
—Mejor. Siento caliente la parte trasera de la cabeza, el escozor ha desaparecido y, de hecho… sí, se me está adormeciendo. Es una agradable sensación.
Por primera vez, la mujer sonrió y él no pudo resistir corresponder a tan impresionante sonrisa.
—¡Excelente! —declaró la mujer, y le tendió un vaso pequeño—, bebed esto. Debéis beber mucho: no es bueno que tengáis demasiada sed.
Al principio, Josse creyó que era agua, pero tenía un regusto amargo. Se preguntó por qué no se ponía en guardia, por qué confiaba en ella sin reservas.
La observó guardar sus cosas en el morral de piel y la oyó tararear en voz muy baja: un sonido tranquilizador y soporífero. Bostezó.
—Disculpadme.
—Tenéis sueño. Dormid. Os ayudará a sanar.
—Muy bien.
Josse sintió que se le caían los párpados.
—Regresaré más tarde. He llenado vuestra jarra de agua y os he dejado pan y carne seca. Os traeré más comida después.
Josse abrió un ojo. La mujer seguía allí. Lo cerró y, cuando lo abrió al cabo de un instante, ella se había marchado.
Más tarde se preguntó qué le había añadido a la bebida. Algún sedante, eso seguro. Tenía que reconocer que sabía lo que hacía, ya que al despertar se sentía mucho mejor. El sol derramaba largas sombras en un cielo claro, de modo que se aproximaba la hora del ocaso. Así pues, había dormido casi todo el día.
Permaneció tumbado, contemplando la puesta de sol. El cielo estaba límpido, sin una nube. Al poco rato, el fulgor anaranjado desapareció y, en el profundo azul oscuro de la noche, se dejó ver el resplandor de las estrellas. Allí estaba la Osa Mayor. Recorrió con los ojos la silueta de la constelación: allí sus estrellas externas, allá la Estrella del Norte y, más allá… ¡ah, sí!, Casiopea.
La mujer le había dicho que regresaría y él confiaba en su palabra. Su confianza no se vio defraudada.
Había llegado corriendo: el aliento entrecortado la delataba.
—Va a ser una noche muy fría —comentó, sin saludarlo—. No hay hogueras esta noche, así que más vale que vengáis conmigo. ¿Podéis montar vuestro caballo si os ayudo?
Josse se incorporó. Hasta el momento, todo bien.
—Sí. —Había salido varias veces a hacer sus necesidades, y montar a Horace no debería presentar ningún problema. Se puso de rodillas y, muy poco a poco, de pie. Todo normal.
Ella lo asió del brazo y salieron. Alguien —¿la mujer?— había ensillado la montura y le había puesto la brida. A su lado se hallaba un fuerte poni bayo, igualmente preparado.
—¿Es Trovador? —preguntó Josse.
—Es Trovador.
La mujer se agachó y juntó las manos bajo los estribos de Horace. Josse puso una rodilla en sus manos, se agarró a la silla y se aupó en tanto ella lo empujaba desde abajo.
¡Señor, qué mujer tan fuerte! Prácticamente no necesitó tirar de la silla; fue ella quien hizo casi todo el esfuerzo.
Se acomodó —la cabeza empezó a darle vueltas— mientras ella montaba al poni.
—No sois una debilucha —comentó.
Ella le echó una ojeada.
—Cuatro meses al aire libre han desarrollado músculos que ni siquiera sabía que tenía. Puedo cortar troncos y cargar tan bien como un hombre. —Luego, como si lamentara haber hablado, su expresión cambió y, con semblante severo, acercó su poni a Josse—. Lo siento, pero voy a tener que vendaros los ojos.
—¿Qué?
—Lo siento —repitió—, pero es menester. Tenéis que aceptarlo —dijo, apremiante, como si tuviera que convencerlo—. No tiene sentido descubrir un escondite perfecto y dejar que un desconocido sepa dónde está.
—Es cierto. —Tenía razón y debía aceptarlo.
Se inclinó hasta llegar a su nivel, y ella le ató una suave tela en torno a los ojos, sobre la tira que sujetaba la cataplasma. La ató fuerte y eficazmente: Josse no veía nada.
—También tendré que ataros las muñecas al pomo de la silla —añadió la mujer, y lo hizo antes de que él protestase.
—No me quitaré la venda, os lo prometo.
—Os creo. —Y, a juzgar por la calidez de su voz, Josse no dudó de su sinceridad—. Pero imaginad que vuestra montura tropieza. Por instinto os descubriríais los ojos, pese a vuestra promesa. —Josse no contestó—. No dejaré que ocurra. Quiero decir que no dejaré que tropiece; conozco bien el camino, y probablemente Horace me seguirá encantado. Si se inquieta, desmontaré y lo guiaré. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Viajaron bastante tiempo. Tras la oscuridad de la venda, Josse, desorientado y mareado, se concentró en aferrarse a la silla y en aguantar las náuseas que lo acometían en vertiginosas oleadas.
Al cabo de un rato dejó de sentir sobre ellos la cubierta de los árboles. El suelo se le antojó más firme, y en un par de ocasiones los caballos golpearon una roca o una piedra. El aire se volvía cada vez más frío y Josse temblaba sin cesar.
Ascendieron por una ligera pendiente; al percatarse del esfuerzo de Horace, se echó ligeramente hacia adelante. De pronto se pararon. Le pareció que los rodeaban muros, tal vez un edificio. La mujer se puso a su lado, le desató las manos y le quitó la venda.
—Gracias.
Ella lo miró.
—No, soy yo la que debe daros las gracias. No es un buen recorrido para un enfermo, me temo; sobre todo cuando se lo ha privado de visión.
—Sólo temporalmente.
La mujer lo ayudó a apearse y, mientras ella llevaba a Horace y a Trovador al edificio —parecía un establo remodelado, con particiones internas para formar dos o tres compartimentos—, se apoyó en la jamba de la puerta y trató de evitar que su cabeza continuara girando. De pasada, se fijó en que uno de los compartimentos estaba ocupado, pero la luz resultaba demasiado tenue para distinguir los detalles del caballo. Quizá fuera la montura de la mujer.
Ella regresó rápidamente.
—Ya están a gusto. Tienen el morro metido en el comedero, felices como bufones. Veamos lo que podemos hacer por vos.
Ahora sí que Josse necesitaba su apoyo. La mujer encajó el hombro izquierdo bajo su axila derecha, le pasó un brazo por la espalda y lentamente, pero con firmeza, lo sacó del establo, haciendo una pausa para cerrar las puertas. Luego atravesaron lo que parecía un patio adoquinado, en dirección a una casa pequeña, cuadrada, flanqueada en la parte trasera por altos árboles.
Lo ayudó a subir un tramo de escaleras hasta la entrada de la sala principal, situada encima de un sótano. Abrió la pesada puerta de madera y se sumieron en el calor y la luz de unas velas. Lo hizo entrar a toda prisa, y Ninian, que estaba echado junto al fuego, se levantó de un salto y corrió a cerrar y atrancar la puerta.
—Hola. —Josse le sonrió traviesamente y el niño le correspondió.
—Hola, sir Josse d’Acquin. —El niño echó una ojeada a la mujer—. A ella puedes decirle que sabes mi nombre —añadió—. Son los otros los que…
—¡Ninian! —le advirtió la mujer.
Y el pequeño se encogió de hombros en un gesto extrañamente adulto.
La mujer estaba poniendo cojines en una delgada esterilla colocada frente a la chimenea.
—Venid, acostaos —ordenó—. No es mucho, pero es mejor que el campamento de mi hijo… ¡Oh! —Se enderezó y miró a Josse con expresión horrorizada.
—Ya lo sabía —manifestó éste con suavidad—, pese a vuestras protestas. Mejor dicho, lo supuse.
Anhelaba preguntar por qué resultaba tan importante fingir que Ninian no era su hijo, pero la mujer parecía ser la clase de persona que resiste fieramente la curiosidad ajena.
«Habría preferido dejarme en el bosque —pensó al tumbarse—. Sólo su corazón cristiano le ha hecho traerme aquí para resguardarme del frío».
Como si supiera lo que estaba pensando, ella dijo:
—Esta noche habríais sufrido mucho en la choza, y no quería que Ninian fuera al campamento para atenderos. Tendría que haber encendido fuego… Ya no podrá jugar allí, ahora que sé…
«¿Ahora que sabéis que alguien os busca? No… más que eso. Eso lo habéis sabido todo el tiempo. Ahora tenéis que aceptar que se está acercando».
¿Quién era el que se estaba acercando?
«¿Será… podrá ser… quien yo creo?».
La mujer le llevó comida: una sopa humeante y espesa con trozos de pollo y legumbres, acompañada de pan y una muy deseada copa de vino. Después le acercó otra tacita de agua.
La apartó firmemente.
—No, mi señora.
Sus miradas se encontraron. No trató de negar que el agua estaba drogada, sino que se limitó a declarar:
—Necesitáis dormir.
—Dormiré. Los que hemos sido soldados tenemos el don de dormir en cuanto nos lo ordenan. ¿No lo sabíais? —Ella correspondió a su sonrisa con un ligero mohín—. También necesito despertar con rapidez —añadió en voz demasiado baja para que Ninian lo oyera—. ¿O no?
Los ojos de la mujer se abrieron de par en par al comprender la insinuación.
—¡Oh, no! ¡Ni se os ocurra!
—Tenéis que afrontar la verdad. Se está acercando, ¿no es cierto?
Tenía la ligera esperanza de que, si fingía saber más de lo que sabía, ella bajaría la guardia y se lo contaría todo.
No lo hizo.
Alzó la barbilla, lo miró hasta obligarlo a desviar los ojos y anunció con altivez:
—No tenéis la menor idea de lo que decís y no vais a engañarme para que os lo explique. No soy tonta, sir Josse.
—Nunca creí que lo fuerais —manifestó Josse y, viendo que ella estaba enojada y que se había acabado el momento de las confidencias, agregó—: Dormiré hasta el alba y me marcharé. Sugiero que me acompañéis hasta un lugar donde pueda encontrar el norte. Dejaré que me vendéis los ojos si lo deseáis.
—Lo deseo —contestó gélidamente, y le dio la espalda—. Hasta el alba, entonces. Vamos, Ninian.
El niño lanzó una mirada melancólica a Josse. «Estáis aquí y eso me alegra. ¡Pero tenéis que marcharos otra vez!», parecía decir. Y siguió humildemente a su madre. Subieron por una estrecha escalera, oculta tras un tapiz en un rincón de la estancia, y durante un rato los oyó moverse.
Poco después, la casa entera se sumió en una silenciosa quietud.
Tal y como había prometido, Josse apoyó la cabeza en la esterilla y se durmió.
Por la mañana se despertó antes que la mujer.
Salió. Encontró un aljibe. La superficie estaba helada y tuvo que romper el hielo con una piedra. Llenó un cuenco y fue a calentarlo en el fuego de la chimenea, que había avivado al levantarse hasta formar una buena llama.
Fue al establo a buscar su pequeña alforja, y por primera vez en tres días disfrutó del lujo de poder asearse y afeitarse. Antes de vestirse, cepilló la túnica como pudo; dio brillo a sus botas y trató de quitarse los restos de vegetación que se le habían ido enredando en el pelo. Resultaba difícil sin mover la cataplasma y la tira de lino, de modo que decidió renunciar a la tarea.
Cuando la mujer bajó, se sentía casi presentable.
—Tenéis mejor aspecto —dijo ella, mirándolo de hito en hito.
—Me siento mejor.
—Debéis mantener la cataplasma un par de días, aunque probablemente ya habrá surtido efecto.
—Os lo agradezco.
—No hace falta.
Compartieron un ligero desayuno. Luego ella se puso en pie y arqueó las cejas.
—¿Preparado?
—Preparado.
Salieron al establo, y él ensilló a Horace mientras ella hacía otro tanto con Trovador. ¿Por qué no su propio caballo?, se preguntó, si es que eso era el otro animal. ¿Llamaba demasiado la atención y era mejor montar el fuerte poni de su hijo? No había modo de averiguarlo. Se puso delante de ella para que le vendara los ojos y, una vez en la montura, dejó que le sujetara las muñecas como el día anterior.
—Yo iré delante —dijo la mujer—. He atado una rienda para guiar a Horace.
Él no contestó. No tenía nada que decir.
En esta ocasión, el recorrido fue bastante más largo. Tratando de dilucidar la dirección por el ángulo en que los rayos del sol le caían sobre los hombros, cosa nada fácil con un invierno tan poco soleado, Josse tuvo la impresión de estar dando vueltas.
Finalmente, la mujer tiró de las riendas.
—Aquí está bien.
La oyó desmontar y acercarse. Una vez desatadas las muñecas, él mismo se quitó la venda y le entregó todo sin mediar palabra.
A continuación miró alrededor para ver dónde se encontraba.
No reconoció el lugar.
—El camino a Tonbridge está a unos diez minutos de marcha por ese sendero, en esa dirección —le indicó la mujer con un vago gesto—. ¿Encontraréis el camino desde aquí?
—Sí.
La miró y desvió la vista. Tenía muchas ganas de decirle que estaba dispuesto a ayudarla, cualquiera que fuese su problema, si ella era capaz de tragarse el orgullo y permitírselo; que era importante tener un buen amigo, el amigo que él podría ser.
Pero la mujer había alzado la barbilla de nuevo y, en lugar de ofrecerle lealtad, Josse casi le espetó: «¡Pues hacedlo a vuestra manera! ¡Pero luego no me vengáis a llorar si las cosas salen mal!».
Sabía que ella no se marcharía hasta que él estuviera fuera de su vista, por si trataba de averiguar la dirección que tomaba, de modo que, con el más breve de los asentimientos, espoleó a Horace y enfiló el sendero.
—¡Sir Josse! —le gritó la mujer.
Se detuvo, se volvió en la silla y la contempló.
—¿Qué pasa?
Durante un segundo, el rostro de la mujer reveló la desesperación y la necesidad.
—Yo… —empezó a decir, pero luego, con visible esfuerzo, agitó violentamente la cabeza—. Nada. Adiós.
—Adiós, mi señora.
Josse se volvió de nuevo hacia la dirección que lo conduciría a Tonbridge y, esta vez, puso a Horace a medio galope. Cuando miró por encima del hombro, ella ya estaba fuera de su vista.