Capítulo diecinueve
Josse regresó alicaído a Nuevo Winnowlands.
Aparte de todo, ahora se sentía un fracasado. Lo único que había deseado ocultar a Helewise, ella lo había adivinado como si lo llevara escrito en la frente.
Sí, era grave todo el asunto.
Y, para colmo, el brazo le dolía a morir.
Joana salió a su encuentro cuando entró en el patio. Le echó un vistazo y declaró:
—Os dije que era un trayecto demasiado duro. Sois tonto, necesitabais más tiempo de convalecencia. Si ahora os duele, es culpa vuestra.
Josse se apeó de Horace y le entregó, encantado, las riendas a Will. Con paso fatigado se dirigió hacia la escalera.
—¿Tonto, decís? Probablemente lo sea.
Joana se encogió al percibir su tono, pero no dijo nada; se limitó a acompañarlo al salón, donde, en cuanto él se hubo quitado la capa y acomodado en el sillón frente al fuego, se arrodilló frente a él y le preguntó con humildad:
—Josse, ¿me dejaréis curar vuestra herida? He preparado el brebaje que alivia el dolor. ¿Os lo beberéis?
No la entendía. Primero lo reprendía como una verdulera, y ahora le pedía permiso para cuidarlo con la misma timidez que una dócil criada.
De pronto se sintió harto.
—Haced lo que os parezca, es vuestra costumbre.
Ella agachó la cabeza, a modo de aceptación del reproche.
Le sirvió el brebaje y lo ayudó a quitarse la túnica y la saya. Permaneció sentado, tan quieto como podía, con los dientes apretados por el suplicio que suponía quitarle las vendas del brazo, lavarle la herida, aplicarle un ungüento fresco y volver a vendársela.
Una vez puesta la venda, Joana se acomodó a sus pies.
—¿Por qué estáis enojado conmigo?
Puesto que era lo que más le importaba, soltó de sopetón, sin pararse a pensar:
—Porque no confiasteis en mí. No me dijisteis quién era el padre de Ninian.
—¿Denys os lo dijo?
—Sí.
Joana suspiró.
—Josse, deseaba decíroslo. ¡Tenéis que creerme! Me moría por decíroslo y mi instinto me decía que podía confiar en vos. —Hizo una pausa y frunció ligeramente el entrecejo—. Pero no dejaba de ver la cara de Ninian. Es tan cariñoso, tan confiado; no dejaba de pensar que si os decía lo mío con el rey cometería un error. Sería peligroso. Ay, ¡Josse, por favor, no me pidáis que os lo explique! No puedo explicarlo. Sólo puedo decir que tenía que escoger entre vos y Ninian y lo escogí a él.
—Sólo otra madre lo entendería —murmuró Josse.
Ella lo miró con expresión penetrante.
—Sí. Exactamente. ¿Cómo lo supisteis?
—No fui yo quien lo supo. Fue algo que dijo la abadesa Helewise cuando le dije… —Bruscamente se interrumpió. ¡Ay, Dios!, ¿qué había hecho?
Joana se había puesto en pie, con el rostro contraído de furia.
—¿Se lo dijisteis? ¿Le dijisteis a vuestra preciada abadesa quién es Ninian, sabiendo cuan desesperada me siento por mantener ese secreto?
Josse también se levantó. La asió, le apretó los brazos e hizo una mueca por el dolor que traspasaba el suyo.
—Sí, se lo dije —gritó—. ¿Y sabéis por qué? Porque ella y yo compartimos una confianza absoluta… ¡absoluta! Compartimos secretos mucho más mortales que el vuestro, creedme, ¡y tenemos suficiente fe el uno en la otra para confiarnos lo que sea! ¡Eso es lo que hacen los buenos amigos, Joana, por si no lo sabéis!
Ella meneaba la cabeza y Josse se sorprendió al verle los ojos llorosos.
—¡Lo siento, Josse! —exclamó—. Lo siento tanto. ¡No pretendía heriros, no cuando habéis arriesgado tanto y hecho tanto por mí!
Josse aflojó los dedos.
—Está bien, Joana —dijo, aunque no pudo evitar el deje de frialdad.
—¡Pero es que no está bien! —protestó ella—. Probablemente creéis que sólo me acosté con vos para que me ayudarais.
Eso era, precisamente, lo que pensaba. No contestó.
—Tenéis que creerme. No es cierto. Estoy harta del sexo para manipular. Me violaron. Me obligaron a entregarme a un marido al que odiaba y ni siquiera se me habría ocurrido acostarme con vos, fuese cual fuera el objetivo. Ni siquiera por la seguridad de mi hijo. —Hizo una pausa—. Os deseaba, Josse. Mag me dijo que un día sabría lo que es realmente hacer el amor y cuando os conocí sentí un chispazo. Me habéis dado tanto júbilo, Josse, tanto placer maravilloso… —Tendió la mano y le acarició la mejilla—. Sea como sea que lo nuestro acabe, nunca lo olvidéis.
Dejó caer la mano.
Permanecieron frente a frente un momento, tras el cual él le secó las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, le cogió el rostro entre las manos, se inclinó y la besó con suma suavidad en los labios.
—Muy bien.
Una fugaz sonrisa se dibujó en el rostro de la joven y desapareció al instante.
—¿Muy bien?
—Os perdono por no confiar en mí. Y me siento honrado por haber sido el que os enseñó lo que puede ser el amor.
—Yo… —dijo Joana, pero se interrumpió y meneó la cabeza.
—¿Qué?
Sus miradas se encontraron.
—Habláis de amor, pero he de deciros que no puedo quedarme. Es incómodo, pues ni siquiera me lo habéis propuesto.
Josse respiró hondo.
—Joana, responderé a vuestra franqueza con la mía. No se me había ocurrido que os quedaríais. Si lo deseáis, sin embargo, me casaré con vos. —Eso no sonaba muy bien—. Quiero decir que me sentiría muy honrado si aceptaseis ser mi esposa.
Ya estaba dicho. Aguardó mientras ella preparaba su respuesta, y se le antojó que su vida entera pendía de un hilo.
Ella había apartado un tanto el rostro, y ahora se volvió hacia él.
—Josse, mi amor, no deseo casarme. He estado casada y, aunque ni en sueños pronunciaría vuestro nombre en la misma frase junto con el de mi finado y no lamentado marido, el matrimonio no es una condición que me parezca recomendable. En absoluto.
—Pero…
Ella le dirigió una sonrisa, ancha, sincera, llena de humor.
—Dulce amor, no os esforcéis demasiado en persuadirme. Sé muy bien que no tenéis más ganas que yo de casaros.
¿Tendría razón? Josse agitó la cabeza sin saber qué sentía.
—El matrimonio no es bueno para las mujeres —decía Joana—, al menos eso me parece a mí. No quiero estar a disposición de un hombre, ser su posesión, comprada y pagada, sin tener nada más que decir sobre mi destino que una de sus vacas u ovejas.
—Pero…
—Oh, no me interrumpáis, Josse… Os estoy explicando cómo lo veo, y eso, para mí, es lo que importa. No, prefiero labrarme mi propio camino, no tener que dar cuentas a nadie más.
—¿Y cómo os proponéis vivir?
Joana echó la cabeza hacia atrás.
—Me irá muy bien. Poseo unas habilidades que son muy necesarias.
—Las que Mag os enseñó.
—Sí. Conozco una parte diminuta de lo que hay que saber… hace falta toda una vida para aprender, y Mag y yo pasamos muy pocos meses juntas. Pero hay otras mujeres como ella. Y sé dónde encontrarlas. Estarán dispuestas a enseñarme, gracias a Mag.
—Entiendo.
Joana volvió a sonreír.
—No, creo que no lo entendéis. Pero da igual.
—¿Y dónde viviréis?
El rostro de la joven se tornó radiante.
—En la casita, cuando no me quede en la choza de Mag en el bosque.
—¿La casita?
—Sí. Es mía.
—Pero no es posible. Era de…
—De los tíos abuelos de mi madre, lo sé. Se la dejaron a mi madre y, como única hija superviviente de mi madre, ahora es mía.
Como no sabía qué decir, Josse comentó:
—No podéis vivir en un lugar tan solitario.
Y ella le respondió con un sencillo:
—Sí que puedo.
Josse le dio la espalda, regresó a su sillón y se dejó caer en él, exhausto.
Ella lo siguió.
—Pobre Josse. —Le acarició el espeso cabello que le caía sobre la frente—. Tenéis tanto que soportar… En un momento iré a buscar comida y bebida, os lo prometo. Ela ha preparado lo que, según ella, es vuestra comida preferida. Pero primero he de pediros otra cosa.
Él la miró y acertó a esbozar una media sonrisa.
—¿Por qué sólo una?
Joana correspondió a la sonrisa.
—Lo sé, lo siento. Pero esto no es por mí, es por Ninian.
—Pedid, pues.
Ella se agachó a su lado.
—La vida que he planeado es perfecta para mí. Es exactamente lo que deseo. Pero no está bien para él. No puedo decidir sacarlo del mundo y convertirlo en hijo de una mujer sabia, condenarlo a vivir al margen de la vida, sabiendo quién es de verdad.
—No. Entiendo lo que queréis decir.
—De haber vivido Thorald, y doy gracias a Dios de que no lo hiciera… Puesto que hemos de confiaros todos nuestros secretos, Josse, os confieso que yo le metí la piedra en la herradura al caballo aquella mañana, con la ferviente esperanza de que resultara un viaje mortal, y por suerte lo fue… ¿Por dónde iba?… Ah, sí. De haber vivido Thorald, Ninian sería paje en casa de otro caballero y, con el tiempo, se habría convertido en escudero. Lo que os pido… —se interrumpió y él vio lágrimas en sus ojos— es si estáis dispuesto a arreglar algo así para Ninian. Llevarlo a una buena casa. Aseguraros de que se críe como debe ser.
Josse le cogió las manos.
—Lo perderéis. Lo sabéis, ¿verdad?
Ella asintió y las lágrimas le rodaron por las mejillas.
—Cuando sea escudero, el siguiente paso será que se gane sus propias espuelas —prosiguió Josse—. Estará inmerso en su propia vida, Joana. Una buena vida… y lo sé por experiencia propia… pero tan diferente de la vuestra que dudo que sea capaz de salvar el vacío entre ambas.
—Lo sé —dijo Joana, sollozando—. Pero nació para ello. Sería un gran pecado robarle esa posibilidad sólo para quedármelo unos años. —Alzó los ojos húmedos hacia Josse—. ¿No?
Con el corazón partido por ella, éste asintió lentamente.
—¿Lo haréis? —insistió Joana—. ¿Me daréis vuestra palabra de que haréis lo que más le convenga?
Josse la alzó hasta que la tuvo arrodillada enfrente. La abrazó y apoyó el rostro de la joven en la piel desnuda de su propio cuello; percibió la humedad de sus lágrimas.
—Sí, Joana, os lo prometo.
Más tarde, ya calmada, Joana cumplió su promesa y fue a buscar la comida que Ela les había preparado; pero ni el uno ni la otra tenían mucho apetito.
—¿Os duele el brazo? —preguntó, angustiada—. ¿Por eso no coméis?
—No, el brazo está bien. Lo siento, Joana. La comida está buena, pero no tengo hambre.
Ella jugueteó con un muslo de pollo, sosteniéndolo delicadamente entre el índice y el pulgar.
—Yo tampoco.
—Hemos tomado decisiones importantes hoy. Decisiones que nos afectarán a ambos el resto de nuestras vidas.
—Sí.
Josse la contempló. Lentamente, como si se percatara del escrutinio, ella alzó los ojos y su mirada se topó con la de él. Sin una palabra, él abrió los brazos y ella se levantó y se arrojó en ellos. La sentó sobre el regazo y la acurrucó.
—Qué agradable —murmuró la joven, mientras él le acariciaba la espalda—. Me preguntaba si, ahora que hemos decidido no permanecer juntos, ya no íbamos a acostarnos juntos. Pero…
Josse sonrió.
—Pero ¿qué?
—¿Tenéis una opinión al respecto, sir Josse? —El deje humorístico había vuelto a su voz, con menos fuerza, claro, pero…
—No veo por qué deberíamos suspender nuestras relaciones —respondió él en tono grave. Le cogió la cara entre las manos y la miró a los ojos—. ¿Nos vamos directamente a la cama, dulce Joana?
—Sí.
Sin embargo, ahora, a sabiendas de que iba a perderla, hacer el amor le resultó agridulce. Hubo un momento en que, al percibir lágrimas en los ojos de la joven, quiso llorar con ella, pero se limitó a estrecharla con todas sus fuerzas.
—Cuando Dios nos dio el infinito don de las lágrimas, no creo que dijese nada acerca de que podían derramarse con el único propósito de consolar a las mujeres —comentó Joana.
Así que él lloró con ella. Y, en cierta forma, fue un consuelo.
A la luz del alba, Joana se levantó y se vistió. Él la contempló recoger sus escasas pertenencias y guardarlas en su fardo. Observó que se había enfundado la daga de empuñadura negra bajo el cinturón. ¿La habría arrancado ella misma del cuerpo de Denys de Courtenay? Se figuró que sí. No se la imaginaba permitiendo que Will, ni nadie, tocara su propia arma.
—Os marcháis.
—Sí. —Ella alzó la mirada—. Iré primero a la abadía de Hawkenlye. Si creéis que la abadesa me recibirá, le explicaré lo que hemos planeado para Ninian. Luego lo veré a él. Debo explicarle el porqué… —Se interrumpió y, tras recuperar la compostura, prosiguió—: Debo ser yo quien le comunique los arreglos que he hecho para su futuro.
Desesperado por consolarla, Josse declaró:
—No tiene que ser para siempre, Joana. Siempre sabrá dónde encontraros y podrá ir a veros a veces. Quizá.
Ella le sonrió.
—Gracias por eso, Josse. Es un consuelo, como pretendíais. Pero ni vos ni yo lo creemos.
Josse se volvió a tumbar; en ese momento se sentía absolutamente exhausto.
Joana estaba preparada para marcharse. Fue a la cama, se inclinó sobre él y le dio un apasionado beso en los labios.
—¿Estaréis bien? —preguntó.
—Sí.
—Me refiero a vuestro brazo. ¿Conseguiréis que alguien de la abadía os cuide?
—Sí.
Ya había atravesado la habitación y lo miró desde el umbral.
—No habría funcionado lo nuestro, lo sabéis.
—¿Por qué estáis tan segura?
—Porque… —Se interrumpió de nuevo—. Da igual. Sólo lo sé. Adiós, Josse.
Joana había traspasado el umbral cuando él se hizo eco de la despedida.