Epílogo
Un chirrido metálico en los cerrojos de la celda sobresaltó a Dyenu, que se había quedado adormilado en el jergón. Se sentó de golpe, perplejo. La brusquedad del movimiento le provocó una punzada de dolor en la cicatriz de la herida.
La puerta de hierro se abrió con un breve chasquido, y en el umbral apareció una silueta femenina. Se recortaba a contraluz sobre el resplandor de la antorcha que portaba un sirviente detrás de ella.
—Déjala ahí —le dijo la mujer a su criado señalando una anilla en la pared.
Después, avanzó un par de pasos hacia Dyenu, y este pudo por fin distinguir su rostro. Un rostro que se había pasado años contemplando en retratos y miniaturas cuando estaba a solas.
—Igraine, Majestad —saludó con voz temblorosa, y se puso en pie para esbozar una torpe reverencia.
—Siéntate. Y no me llames Majestad. Ya no soy la reina de Britannia, ¿no lo sabías? Mi hija me ha destronado. Gracias a ti.
—¿La reina ahora es la princesa Gwenn?
—Lo será a partir de hoy. Reina junto a Arturo. Iguales en derecho, iguales ante la ley. Hoy se casan, ¿no has oído las campanas tañendo sin parar desde la madrugada? Me están volviendo loca.
—Las he oído, sí. Pero no sabía que era por la boda. No sabía que se casaban hoy.
El criado, que había salido un instante, regresó con una silla de terciopelo para Igraine y la depositó frente al jergón. Después, a una señal de su ama, se inclinó para saludar y salió de la celda.
—Tengo entendido que quieres hablar conmigo.
—Llevo meses solicitando hablar con vos —dijo Dyenu con suavidad, procurando evitar el tono de reproche en su voz—. ¿Por qué habéis tardado tanto?
Igraine le clavó sus ojos azules, sorprendentemente jóvenes a pesar de las finas arrugas que los enmarcaban.
—No me gusta la humedad de las mazmorras. Me hace daño a los bronquios —dijo con frialdad—. Y además, no estoy segura de querer oír tu historia. Me han llegado rumores.
—¿Sobre mi padre?
—Es cierto que te pareces a Uther. No quería creerlo, pero es cierto. Uther nunca me habló de ti, aunque eso no debería sorprenderme. Me amó mucho, pero nunca fui su confidente, ni su amiga.
—¿Qué es lo que os han dicho de mí? —preguntó Dyenu con curiosidad.
—Que apareciste de la nada reclamando Excalibur. Que eres idéntico a Uther. Que has combatido del lado de los sajones. Eso fue un error estúpido si de verdad querías reivindicar tu derecho a ser rey.
—Creéis que Uther me engendró con otra mujer —dijo el muchacho con un leve temblor en la voz—. No lo entendéis, madre.
El rostro de Igraine se contrajo en una mueca tensa al oír aquella palabra.
—No te atrevas a burlarte de mí. Yo solo tuve un hijo varón, y murió a las pocas horas de nacer. Le llamamos Mordred. Y no era hijo de Uther, sino de Gorlois.
—Mordred no murió. Mordred soy yo, madre. Y mi padre es Uther, aunque me engendró bajo la apariencia de Gorlois. ¿Recordáis la noche de la fiesta de presentación de Britannia? Vuestro esposo apareció muerto a la mañana siguiente, pero en realidad murió durante el baile. Se peleó con Uther y este lo mató sin querer. Uther se disfrazó con el avatar de Gorlois para ocultar el crimen, y aprovechó su disfraz para…
—Basta. —Igraine tenía lágrimas en los ojos, habitualmente tan fríos—. Sé lo que pasó esa noche. He atesorado su recuerdo en mi memoria durante todos estos años como mi joya más preciada. La última noche de amor con mi marido. Y ahora me dices que fue un engaño. Que no fue él.
—Pero también amasteis a mi padre. Más tarde.
—Siempre fue una mezcla de amor y odio lo que sentí hacia Uther. Me impuso su pasión. Yo era demasiado joven para resistirme, me dejé seducir.
Con un gesto brusco, Igraine se limpió una lágrima que caía rodando por su mejilla.
—Qué más da. Todo eso ocurrió hace una eternidad, y ellos están muertos. Los dos.
Mordred asintió, y durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada.
—¿Sabía Uther que eras su hijo? —preguntó Igraine al fin.
—Sí, Merlín se lo dijo. Pero no podía hacerlo público; se habría sabido lo de aquella noche, y la gente habría atado cabos. Lo habrían terminado relacionando con la muerte del duque. Así que Merlín lo convenció de que me alejase de la corte y me entregase a las damas de Ávalon para que ellas me educasen. En Ávalon nadie podría encontrarme, porque nadie puede llegar a la isla sin el permiso de las damas.
—Es cierto. Lo que no comprendo es cómo consiguió Merlín convencerlas de que accedieran.
Dyenu asintió.
—No debió de resultarle nada fácil —dijo—. En fin, ahora ya conocéis mi historia.
—Mordred —murmuró Igraine, mirando con fijeza al muchacho—. Qué distinto habría sido todo si te hubiesen dejado aquí conmigo. Ni tú ni yo estaríamos ahora donde estamos.
—Si os sirve de consuelo, no tuve una mala infancia. Aprendí mucho en Ávalon, cosas que luego me han sido de gran utilidad.
—Sí, pero ¿un mercenario de los sajones? ¿Por qué?
—Porque Britannia tiene que caer antes de levantarse. Eso es algo que ellas no comprenden.
—¿Ellas?
—Viviana, las otras damas. Me echaron. Piensan que voy demasiado deprisa. No quieren entender.
Igraine asintió. Seguía mirándole con la misma atención dolorosa. Tal vez buscaba en su rostro huellas del niño que había sido, y que ella nunca había llegado a conocer.
Dyenu tuvo la sensación de que solo había estado escuchándole a medias.
—Tengo que sacarte de aquí —dijo ella con decisión—. Quizá hoy mismo, aprovechando la boda.
—¿No vais a ir?
Igraine torció el gesto en una sonrisa de desdén.
—Tengo que ir; no me conviene mostrar abiertamente mi rencor. Pero ahora que sé quién eres, ahora que sé lo que Uther me arrebató… Van a pagar por ello, Mordred. Todos y cada uno de ellos. Vamos a hacerles pagar por lo que nos hicieron, a ti y a mí.
—Liberadme y yo me encargaré de que paguen. Arturo y Gwenn no aguantarán mucho en el trono. No saben de guerra ni de alianzas. La nobleza no los respeta, y todo el mundo es consciente de que son unos advenedizos. Dadme tiempo y armaré un ejército contra ellos. Los derrocaré.
Igraine lo miró con un brillo extraño en los ojos.
—Te daré más que tiempo. Te daré dinero, hombres, aliados. Puedo proporcionarte todo eso, pero debes prometerme que no actuarás de manera precipitada. Si queremos ganar esta guerra, no nos bastará solo con la fuerza. Necesitaremos, sobre todo, astucia.
—Vos pondréis la astucia, madre; yo, el valor. Os prometo que os escucharé, y que me dejaré guiar por vuestros consejos. Juntos seremos invencibles.
—No saben lo que les espera…
Por primera vez en muchos meses, Dyenu se permitió el lujo de sonreír.