Capítulo 3
Los incendios del asedio teñían las nubes de rojo, como si también arriba, en el cielo nocturno, los dioses antiguos estuviesen librando una batalla. Quizá la misma batalla, pensó Lance observando la silueta negra del torreón principal, que se recortaba a contraluz sobre aquel resplandor sangriento. La rabia de los hombres desbordaba la tierra, las ruinas, las ciudades. Necesitaba devorar también el cielo. Conquistarlo.
La silueta frágil de una muchacha emergió de las sombras de la torre y, con paso decidido, se dirigió hacia él. El corazón empezó a latirle más deprisa. Cada vez más deprisa. Con una rapidez casi dolorosa.
Había llegado el momento.
Era tan hermosa como la había imaginado. Y al mismo tiempo, muy distinta. Más joven, más vulnerable, con unos ojos que no reflejaban miedo, sino ese asombro anterior al miedo de los que todavía no saben lo que significa sufrir.
Recordaba aquel sentimiento. Era uno de sus recuerdos más antiguos.
—¿Y vuestra capa? —preguntó, después de intentar una reverencia que le avergonzó por su torpeza.
La princesa traía los brazos cruzados sobre el pecho, como si tuviera frío.
—Lo siento, la he olvidado.
—Podéis volver a por ella, si queréis. Yo os espero.
—No. —Se miraron por primera vez a los ojos, y él se dio cuenta de que había estado llorando—. Merlín cree que debemos irnos ya. ¿Dónde están los caballos?
—No hay caballos. No los habrá hasta que salgamos de Londres. No os preocupéis, será más rápido de lo que os imagináis.
Vaciló un momento antes de tomarla de la mano. Le sorprendió la suavidad de su piel. Quizá fuese un artificio, una ilusión creada por Britannia.
La condujo hasta el portón de los almacenes, siguiendo las indicaciones que le había dado el mago. Salieron a una calle estrecha, de suelo embarrado. No había nadie, pero se oían voces a lo lejos. Una canción grosera, de borrachos.
Se detuvo y se volvió a mirarla.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—Vuestro vestido. Hace juego con el cielo de esta noche.
—¿Demasiado llamativo? Perdonad. Me lo habían advertido, pero no me he acordado. Permitidme un instante.
Cerró los ojos para concentrarse. Lance aprovechó la oportunidad para mirarla sin miedo a resultar descortés. Estaba tan pendiente de su rostro que al principio no notó la transformación del vestido. Se había vuelto gris, y parecía menos ceñido a su cuerpo; sin duda el cambio les ayudaría a pasar inadvertidos.
Lance cerró los ojos a su vez y trató de ordenar sus pensamientos. Se estaba distrayendo, y el mago tenía razón. Faltaba poco para el alba, no había tiempo que perder.
—A partir de ahora, no os despeguéis de mí ni me soltéis la mano. Si os cuesta seguir el ritmo de mis pasos, decídmelo. Pero no habléis si no es estrictamente necesario. Caminad con la cabeza baja, vuestra belleza podría llamar la atención. ¿Estáis acostumbrada a andar?
—Sí.
—Eso es bueno. Vamos.
Empezaron a caminar a buen ritmo. Ella seguía sus instrucciones al pie de la letra. Avanzaba con la vista fija en el suelo, dando dos pasos por cada uno que daba el joven para acomodarse a su ritmo. Cuando se cruzaban con alguien se encogía aún más. Por fortuna las calles se encontraban casi desiertas en esa parte de la ciudad, donde apenas había tabernas ni burdeles.
Casi habían llegado a la casa de Eoghan, cuando Lance se dio cuenta de que le estaba apretando demasiado la mano. Seguro que le había hecho daño. Aflojó un poco la presión.
—Tengo un amigo que vive cerca de aquí y que va a ayudarnos. Os parecerá bastante peculiar, pero podéis fiaros de él, es de total confianza. Además, él no sabe quién sois.
—¿Qué le habéis contado?
—Cree que sois mi amante y que estamos huyendo del asedio. No me miréis así, fue idea de Merlín. De esa forma nadie os molestará.
Esa fue la primera vez que la vio sonreír. Sus palabras habían sonado petulantes, lo sabía; pero, al menos, no se había enfadado.
Comenzaron a bajar las escaleras de bronce que conducían al refugio de Eoghan. Lance se había preguntado a menudo por qué Britannia cubría sus viejos peldaños con aquella apariencia metálica. Por fortuna, el velo mágico no ocultaba las grietas ni disimulaba su ruinoso estado. Britannia no mentía.
—Olvidaba deciros que Eoghan es un alquimista de la vieja escuela —comentó Lance, justo después de golpear la puerta de tablones que daba acceso al taller para avisar de su llegada—. ¿Habéis conocido a alguno?
—No, pero he oído hablar de ellos. Dicen que conservan una parte de la sabiduría antigua. Y del poder.
—No sé si a alguien como Eoghan se le puede considerar poderoso. Pero es un buen tipo. Ya viene.
La puerta se abrió lo justo para que el rostro rubicundo de Eoghan pudiese asomarse. Cuando reconoció a Lance se apartó para dejarlos pasar.
—Mi buen amigo. Y su bella enamorada. Eres afortunado, Lance. Ojalá pudiese huir como vosotros. Pero no debo abandonar mi madriguera. Los espíritus de mis ancestros jamás me lo perdonarían.
Hablaba medio en serio medio en broma, como siempre. Y mientras hablaba, los guiaba a través de su vieja casa en ruinas hasta la verdadera entrada del taller, donde empezaba el siguiente tramo de escaleras que descendía hacia las entrañas de Londres.
Bajaron detrás de él sin decir palabra. La princesa había soltado su mano para agarrarse al balaustre de terciopelo dorado. Eoghan, delante de ellos, llevaba una antorcha para iluminar el camino. Continuaron descendiendo durante un buen rato, un tramo de escaleras detrás de otro. Los sajones lo tendrían difícil para encontrar el taller del alquimista.
Como otras veces, llegaron hasta lo que parecía un muro macizo. Eoghan posó una mano sobre él, y el contorno de una puerta empezó a revelarse poco a poco. El símbolo del antiguo gremio de los alquimistas, una manzana mordida, brillaba sutilmente en la parte de arriba.
—Bienvenidos a mi humilde morada —dijo Eoghan, ejecutando una grotesca reverencia.
Una vez dentro, Lance observó con disimulo la expresión aturdida de la princesa. La primera visita a un taller de alquimia siempre provocaba una reacción similar: incredulidad. Incluso Lance, que había estado allí muchas veces, no podía dejar de maravillarse al contemplar todas aquellas mesitas de mármol cubiertas de extraños objetos relacionados con la vieja magia.
—No me imaginaba que existieran lugares así —murmuró la muchacha, pasando con cuidado entre las mesas—. ¿Por qué nadie me lo había dicho?
—¿Lance no te había hablado de mí? —preguntó Eoghan con una sonrisa—. Bueno, no me extraña. No es muy hablador. Y me imagino que cuando estáis juntos tenéis cosas mejores que hacer que hablar de un miserable proscrito como yo. Me imagino…
—No te imagines nada —le cortó Lance, turbado—. Tenemos poco tiempo. Si pudieras llevarnos ya al pasadizo…
—Tranquilo, hombre, ya vamos. Déjame que vaya a por las llaves.
Gwenn se quedó mirándolo mientras pasaba al otro lado del mostrador y se perdía en el laberinto plateado de las cocinas, pero después de un instante lo siguió. Lance estuvo a punto de pedirle que volviese, que dejase a Eoghan en paz, aunque finalmente no se atrevió. Después de todo, era la heredera del trono.
—¿Qué hay en esa caldera? ¿Qué es lo que hacéis aquí, exactamente? —oyó que preguntaba.
—Ahora mismo, no mucho —contestó el alquimista—. Remedios para el enfriamiento, bálsamos, emplastos para heridas y quemaduras… Nada relacionado con las artes antiguas. Es demasiado peligroso.
—¿Por qué?
Eoghan regresaba con una llave en la mano, seguido de la princesa. Se detuvo pensativo junto a una de las mesas y acarició una placa metálica sobre la que se entretejían finos hilos de cobre, algunos ensartados en pequeñas piezas rectangulares.
—¿No lo sabéis? El rey Uther lo prohibió —dijo—. Nos convirtió en proscritos, en apestados. La familia de mi padre llevaba siglos conservando los viejos saberes. No hay nada malo en ellos. Y justo cuando parecía que nuestro momento había llegado, que podríamos resucitar el poder antiguo, Uther lo arruinó todo. Según él, para salvar Britannia.
—¿Y no fue así?
Eoghan miró a los ojos a la muchacha.
—Casi nadie lo recuerda, pero nosotros creamos la primera versión de Britannia. Bueno, yo no participé, claro, era demasiado joven. Pero mi padre y mi abuelo trabajaron como locos en la primera simulación. Ellos y todos los demás. El duque Gorlois los contrató. Los alquimistas eran el alma del proyecto, jamás habría existido sin ellos. Pero luego, cuando el duque murió…, todo se vino abajo. Uther quería exterminarnos, quería apartarnos para siempre de su Britannia, la que él y Merlín crearon. El mago trató de impedírselo, pero no hubo forma. Ordenó arrasar la mayoría de los talleres. Y lo poco que logramos salvar tenemos que ocultarlo así, como veis.
Eoghan se calló al notar sobre él la mirada impaciente de Lance.
—Ábrenos el pasadizo, rápido. Tenemos que llegar a la salida antes de que amanezca.
—Vamos, hombre, no te pongas así. ¿Te molesta que tu amiga hable con un pobre eremita como yo? No me digas que estás celoso.
El alquimista buscó la complicidad de la joven con una sonrisa, pero no la encontró. La princesa seguía con la mirada fija en la mesa cubierta de artilugios antiguos.
Eoghan se encogió de hombros y dirigió sus pasos hacia una puerta situada en el lado derecho de la estancia. Giró la llave en la cerradura y abrió.
—Podéis llevaros la antorcha si queréis. Aunque si vuestra conexión a Britannia es buena, no vais a necesitarla. Veréis perfectamente el camino.
Lance se acercó a Eoghan. Prefería que la princesa no oyese lo que le iba a decir, aunque no estaba seguro de poder evitarlo.
—Hablando de eso, voy a necesitar a alguien que me proporcione gemas cuando llegue a Tintagel —dijo en un susurro—. Alguien de los tuyos. ¿Puedes darme nombres?
—Busca a Le Fou. No te será difícil encontrarlo. Si necesitas para el viaje…
—No, llevo suficientes.
La princesa los miraba con evidente curiosidad. Tratando de ocultar su malestar, Lance volvió a tomarla de la mano y prácticamente la arrastró hacia el pasadizo.
—¡De nada! —exclamó Eoghan a sus espaldas—. Dejaré la puerta abierta hasta el amanecer, por si tenéis que regresar.
No era la primera vez que Lance se internaba en las antiguas galerías. Le bastaron unos segundos para situarse. En realidad, solo tenían que seguir el túnel hacia la izquierda. El suave resplandor que emitía la piedra de las bóvedas les bastaría para ver por dónde iban.
La princesa se había detenido y miraba a su alrededor impresionada.
—¿Qué es esto? ¿Quién construyó esta maravilla? Y el doble camino de plata en el centro, ¿adónde conduce?
—En los tiempos de la magia antigua, dicen que por aquí circulaban carruajes tan rápidos como el viento. No necesitaban caballos. Rodaban solos sobre los caminos de plata. Eso he oído.
—¿Os lo ha contado Eoghan?
Mientras tiraba de ella con delicadeza para reanudar la marcha, Lance la observó un instante.
—Siento lo que ha dicho sobre vuestro padre. Supongo que tendría sus razones para prohibir el Gremio. Además, la Britannia que él y Merlín crearon hizo innecesaria la antigua.
Ella volvió a detenerse, obligándole a volverse para mirarla.
—¿Creéis que Uther Pendragón era mi padre? No soy su hija, sino del duque Gorlois. Pensaba que todo el mundo lo sabía.
Lance se maldijo a sí mismo por su estúpido error.
—Perdonadme. Como sois la heredera del trono, di por sentado que erais hija suya.
—Mi padre, Gorlois, fue el primer marido de Igraine. Cuando él murió, mi madre se casó con Uther y este la convirtió en reina. Uther era mi padrastro, no mi padre.
—Lo siento. Quiero decir… Siento el error. No estoy muy al tanto de los asuntos de la corte.
—Eso ya lo veo. ¿No sois britano?
—No, nací en la costa de Armor, al otro lado del mar.
Él mismo se sorprendió de la naturalidad de su respuesta. Había sonado completamente sincera.
Caminaron en silencio durante un buen rato, sin aflojar el ritmo de sus pasos.
—¿Habéis estado en Ávalon? —preguntó ella de pronto.
—No. Nunca.
Eso, al menos, era verdad. Pero se trataba de una pregunta extraña. Todo el mundo sabía que el viaje a Ávalon era solo de ida, excepto para unos pocos elegidos.
Además estaba aquel sueño, el del día en que lo hirieron en el campo de batalla. La mujer oscura inclinada sobre su pecho ensangrentado, cantando suavemente, poniéndole una mano sobre la herida. Por alguna razón, cada vez que oía el nombre de Ávalon le venía a la mente aquel recuerdo.
Pero eso nadie lo sabía. Nadie podía saberlo.
—¿Sabéis? —prosiguió la princesa al cabo de un breve silencio—. No necesitáis preocuparos por las gemas. Yo os proporcionaré todas las que queráis cuando lleguemos a Tintagel.
—No necesito nada, gracias.
—Perdonadme, entonces. Me pareció entender que le estabais pidiendo a Eoghan un contacto en la corte para que os proporcionase gemas clandestinas. Solo quería que supieseis que no será necesario.
—Habéis entendido mal.
—Está bien. Supongo que no es asunto mío.
Lance no dijo nada. En realidad, prefería que ella no siguiera hablando. Le distraía. Le hacía perder la concentración. Además, tenía la sensación de que, dijese lo que dijese, cometería un error. Conversar con una princesa resultaba mucho más difícil de lo que había imaginado.
—Creo que estamos llegando a la salida —anunció ella con timidez, y señaló hacia la débil claridad al final del túnel—. ¿Qué haremos cuando estemos fuera?
—Hay una posada muy cerca de aquí donde podremos descansar y conseguir caballos. Hasta podréis dormir un rato, si queréis.
—¿Y vos? ¿No estáis cansado?
—Estoy bien. Pero si tardan en traernos las monturas, también aprovecharé para dormir un poco.
Siguiendo los dos surcos de plata, salieron por fin a un terreno boscoso y descuidado. La luz del amanecer se filtraba entre las ramas desnudas de los árboles.
—Si avanzamos hacia el norte, saldremos al camino de Witancester. La posada está al otro lado. No es de las mejores, pero podremos sentarnos un rato junto al fuego y desayunar algo. Después seguiremos hasta la encrucijada de Baude. Con un poco de suerte, estaremos allí antes de mediodía.
Ese había sido el plan desde el principio. Nada tenía por qué fallar. Unos cuantos pasos hasta llegar a su destino, y la etapa más difícil del viaje habría concluido. A partir de allí todo resultaría más fácil.
Sin embargo, en cuanto entraron en el patio de la posada Lance comprendió que ocurría algo fuera de lo normal. Las criadas se arremolinaban alrededor de un carro y apilaban en él colchones y mantas. Había sacos de harina y forraje en el suelo y estaban sacando unas mulas del establo para cargarlas. El hogar se encontraba apagado, no salía humo de la chimenea.
—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose al hombre que parecía estar al mando de los que cargaban las mulas—. ¿Está cerrada la posada?
—Nos vamos —contestó el posadero, que tenía el rostro bañado en sudor—. Los sajones han entrado en Londres. ¿No lo habéis oído en el camino? Han matado a la princesa y a toda su comitiva cuando trataban de huir.