Capítulo 16

Lance se despertó temblando de frío y comprendió que había perdido antes de tiempo la protección del velo. El efecto de la última libación de la víspera habría debido prolongarse hasta bien entrada la mañana, pero algo había provocado que se debilitase demasiado pronto, quizá los agitados sueños que le habían asaltado durante la noche. En ellos había vuelto a ver a la dama del Lago, pero no como se le había aparecido en la taberna, mientras bebía con Gawain y sus hombres. Entonces se le había mostrado como una mujer real; tanto, que al principio la confundió con una de las prostitutas que entraban en el local de cuando en cuando a la caza de clientes. Ella misma lo sacó de su error cuando le advirtió de que los demás no podían verla y de que, por lo tanto, no debía dirigirle la palabra.

Tenía la sensación de haberla visto antes, aunque no recordaba dónde. Quizá cuando cayó herido en el campo de batalla luchando bajo las órdenes de Dyenu, justo antes de que su vida cambiase para siempre y todos empezasen a tratarlo como un caballero britano. Pero aunque el rostro le resultaba familiar, la voz era nueva, desconocida. Estaba seguro, porque de haberla oído antes no habría podido olvidarla. Era una voz que parecía hecha de agua, del susurro del viento entre las ramas de los árboles. Se te metía en el pensamiento sin que te dieras cuenta y te hablaba desde dentro, como si brotase directamente de tu corazón.

Le dijo que su nombre era Viviana y que debía proteger a Arturo. Corría peligro y tenía poco tiempo para llegar hasta él, por eso había acudido a avisarle.

Ella se desvaneció antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta. Y Lance cumplió el encargo. Dejó a Gawain y sus compañeros en la taberna y se fue a buscar al bastardo de Uther en mitad de la noche. Lo encontró en el taller del alquimista que Viviana le había mencionado. Y le ayudó, le salvó la vida. Pero había sido una temeridad, porque Arturo se dio cuenta de que conocía a los mercenarios que intentaban matarlo. Había puesto su secreto en manos de un hombre al que apenas conocía y del que no tenía motivos para fiarse.

Esperaba que la dama del Lago volviese a manifestarse y le ofreciese alguna explicación. Había hecho lo que ella esperaba sin pedir nada a cambio, ni siquiera razones para obedecer. Ella debía estarle agradecida.

Pero en sus sueños, Lance intentaba mantenerse a flote en unas aguas que se arremolinaban en torno de su cuerpo mientras, a escasa distancia, Viviana flotaba sobre ellas y contemplaba sin sonreír sus esfuerzos por no ahogarse. Y él comprendía, al mirarla, que ella no le ayudaría jamás. No estaba allí para protegerle, era al revés. Viviana esperaba algo de él, y si él no estaba a la altura, si se dejaba arrastrar por las aguas y terminaba muriendo, ella no se lo perdonaría nunca.

En la fría claridad de la mañana, Lance se levantó del jergón en el que se había acostado vestido y se envolvió en su capa para acercarse a la ventana. Tenía gemas de sobra para una libación, ya que se había quedado con las de Cedric; pero antes de entrar una vez más bajo la protección del velo, quería disfrutar unos instantes de la aspereza de la realidad. El olor a humedad que rezumaban las piedras de los muros, las telarañas en los rincones, y el frío.

Desde su ventana se veía uno de los patios de la fortaleza de Pelinor, edificada sobre las ruinas de un antiguo templo a la diosa Sulis. El velo difuminaba los contrastes entre los enormes sillares perfectamente tallados de la construcción antigua y las piedras irregulares y unidas con argamasa del castillo del dux. Sin su efecto, en cambio, se notaba perfectamente qué parte correspondía al templo y cuál a la fortaleza. Pero había algo extraño.

Casi en el centro del patio, donde el día anterior había visto un pozo, había ahora un pequeño oratorio circular de piedras antiguas y talladas de un modo más tosco que el resto. Lance estaba seguro de que aquella edificación no estaba allí la víspera.

Sintió un peso desagradable en la boca del estómago. Era lo más parecido al miedo que había experimentado en mucho tiempo.

Podía enfrentarse a los sajones y a sus antiguos compañeros mercenarios; podía afrontar la incertidumbre de las largas jornadas de camino a la intemperie, sin saber si encontraría un lugar para descansar al final del día o algo que comer. Pero las inconsistencias de Britannia eran otra cosa: porque si el velo incumplía sus propias normas, si escondía fragmentos enteros del mundo real, como había comprobado en Broceliande y como ahora estaba viendo, eso significaba que no podría volver a fiarse de sus percepciones. Significaba que podían ocurrir muchas cosas para las cuales no se había entrenado. Y que la verdad podía disolverse de un momento a otro como un arcoíris a la salida del sol. ¿En qué creer, entonces?

Sobre una tosca mesa de roble junto a la cama, Lance había dejado la noche anterior la bolsa de gemas negras que le había arrebatado a Cedric. Pensativo, se acercó a la mesa y sacó una gema de la bolsa. Se la llevó a la boca, pero en el último momento cambió de idea y la devolvió a la talega con las demás.

Ignorar lo que había visto no le serviría de nada. Tenía que averiguar qué era, y por qué Britannia lo ocultaba a la vista de todos, o quiénes sabían de su existencia porque alguien más tenía que saber que aquella construcción estaba allí.

Bajó al pequeño patio sumido en las sombras que la torre oriental proyectaba sobre él. Aunque no llovía, el aire estaba cargado de una humedad que se filtraba entre las ropas calándole hasta los huesos. Las dependencias que rodeaban el patio eran en su mayor parte graneros y almacenes que a esa hora tan temprana permanecían cerrados.

La construcción circular seguía allí, en el mismo lugar donde la había visto desde la ventana. Lance se dirigió hacia ella y la rodeó hasta encontrar la entrada, que era tan estrecha como si estuviese diseñada para que solo una persona pudiese atravesarla. Las maderas de la puerta estaban semipodridas, y daba la sensación de que podían romperse solo con tocarlas. Lance las empujó esperando que la puerta cediera, pero esta no se movió ni una pulgada. Se encontraba perfectamente encajada en su lugar.

A ambos lados de la puerta había dos esculturas desgastadas por el agua y el paso de los años que sostenían sendas pilas de agua. Eran seres alados, pero los rasgos de sus rostros se habían borrado, y resultaba imposible saber si representaban a un hombre, a una mujer, a un animal o a un monstruo. Tal vez se tratase de ángeles carcomidos por el tiempo; tal vez de dragones, o de quimeras.

En la pila de la derecha había una llave de cobre que el óxido había vuelto verdeazul. En la de la izquierda, solo un poco de agua turbia, resto quizá de las lluvias de la víspera. Había oído una vieja leyenda sobre eso, una de aquellas historias en las que se mezclaban la religión popular y las creencias del Mundo Antiguo y que solían contar las mujeres de su aldea cuando se reunían en las noches invernales alrededor del fuego. Lance trató de hacer memoria. Era sobre un ángel, un ángel que custodiaba las puertas del Paraíso. En la mano derecha exhibía la llave que podía devolver a los bienaventurados al mundo de los vivos. En la mano izquierda ocultaba la llave que abría las puertas del Más Allá.

Movido de un impulso que no habría sabido justificar, Lance hundió la mano en el agua sucia de la pila de la izquierda. Encontró una moneda en el fondo y la sacó. Era un óbolo de los que circulaban en los mejores tiempos del Imperio. Estaba muy desgastado.

Lance lo introdujo en la cerradura de hierro de la puerta, donde la pieza de metal se encajó con un breve chasquido al que siguieron otros sonidos metálicos, como si un mecanismo de engranajes acabase de ponerse en movimiento. Y así debía de ser, porque un instante después la puerta se abrió. Había elegido la llave adecuada.

Dentro, el espacio circular se hallaba iluminado por dos altos candelabros de plata, cada uno con ocho velas encendidas. Entre ambos podía distinguirse un ara de piedra con varios objetos dispuestos sobre ella.

Lance se aproximó a mirar. Eran un plato, una copa y una lanza. Objetos sencillos, antiguos tal vez, sin ningún ornamento que pudiese conferirles un valor especial. La lanza parecía de hierro, el plato y la copa, de un metal deslucido que Lance no supo identificar, tal vez alpaca dorada.

—Hacía siglos que nadie traspasaba este umbral, aparte de los miembros de mi familia.

Lance se volvió sobresaltado al oír aquella voz de mujer. Reconoció a la muchacha que había seguido su duelo con Gawain desde una ventana la mañana anterior. Le habían dicho que se llamaba Elaine y que era sobrina de Pelinor.

La muchacha avanzó también hacia el altar donde se encontraban los tres objetos y se detuvo a su lado. Llevaba puesta una túnica blanca que formaba profundos pliegues alrededor de su figura. Recordaba a las vestimentas de las esculturas antiguas.

—Todas las mañanas vengo aquí antes de atravesar el velo de Britannia —explicó, mientras su mano acariciaba con delicadeza la piedra del ara—. Y cada día es como si los viese por primera vez. Son extraordinarios, ¿no es cierto?

Lance asintió. No habría sabido decir por qué, pero la lanza, el plato y la copa le fascinaban. A pesar de su sobriedad, irradiaban misterio, quizá también poder.

—Son tan extraordinarios, que el velo de Britannia no es capaz de reproducirlos. En Britannia no existen, y si ahora mismo estuvieseis conectado, no podríais verlos.

—¿Cómo sabéis todo eso? ¿Os pertenecen?

Elaine hizo un gesto negativo.

—Más que pertenecerme, yo les pertenezco a ellos. O más bien, mi familia. En los tiempos de la caída del Imperio, cuando el Mundo Antiguo se colapsó y toda la civilización quedó destruida, uno de mis antepasados los trajo por mar a nuestra isla, entonces conocida como Albión. Él construyó esta capilla, la capilla del Grial.

—He oído hablar del Grial. Un cáliz de inmenso poder. ¿Es esa copa?

—La copa, el plato y la lanza. Los tres objetos están íntimamente relacionados, los tres son el Grial. Al menos, eso es lo que creemos. Aunque mi familia se va traspasando la carga de su custodia de una generación a otra, no sabemos demasiado sobre ellos. Únicamente las historias que se van transmitiendo de padres a hijos. Son hermosos, ¿no lo creéis así? Tan hermosos que cuanto más los contemplas, más los amas y deseas protegerlos. Y sin embargo, es posible que el Grial estuviese relacionado con el fin del Mundo Antiguo. Incluso que lo provocara.

Lance sonrió incrédulo.

—¿Esos tres objetos? Parecen inofensivos. ¿Cómo iban a destruir una civilización entera?

—No lo sabemos. Tal vez, aunque no lo parezcan, sean armas muy poderosas. O tal vez fuese la lucha por poseerlos lo que desencadenó las guerras que terminaron con el Imperio. Quizá oculten algo que vuelve poderosos a los hombres. Sabiduría. Comprensión. Todos lo querían y nadie lo obtuvo. En todo caso, son solo especulaciones. Lo único cierto es que son demasiado poderosos para que el velo de Britannia consiga asimilarlos.

—Pero eso rompe las normas de Britannia. Se supone que todo objeto en la vida real debe tener su representación más allá del velo. Y sin embargo, no es la primera vez que encuentro una grieta en el velo. De camino hacia aquí, al atravesar el bosque de Broceliande, la princesa y yo descubrimos que toda la población de Caleva se escondía en él y no era detectada por Britannia. ¿Creéis que eso puede estar relacionado con vuestro Grial? No sé, quizá el velo esté comenzando a rasgarse, quizá hayan empezado a actuar las fuerzas que acabarán por destruirlo.

—Yo no creo que se trate de eso —dijo Elaine, pensativa—. Britannia siempre ha sido frágil. Hay quien dice que la magia de Britannia no es más que un diminuto fragmento del saber que acumuló el Mundo Antiguo. Y, quién sabe, quizá estos tres objetos sean la culminación de ese saber, el producto más sofisticado de una civilización que se hundió para siempre. Ni siquiera podemos estar seguros de que sean como nosotros los vemos. Quizá lo que nuestro cerebro interpreta como una copa, un plato y una lanza en realidad sea algo mucho más complejo. Incluso podría tratarse de un solo objeto, aunque nosotros veamos tres.

Lance se la quedó mirando con curiosidad.

—Y vuestra familia los custodia desde siempre. En secreto. ¿Por qué?

Elaine no dejaba de mirar los tres objetos que formaban el Grial. Sonrió con aire ausente.

—Para evitar que caigan en las manos equivocadas, supongo. Si son tan peligrosos, imaginad lo que se podría hacer con ellos.

—En ese caso, ¿no habría sido mejor destruirlos?

Elaine volvió lentamente la mirada hacia Lance.

—Cuando mi antepasado trajo el Grial a Albión, dejó escrito que un día aparecería un héroe, y que él devolvería el Grial a su verdadero lugar. Nuestra familia se limita a protegerlo hasta que llegue el momento.

—Si es que alguna vez llega. ¿De verdad creéis en esa leyenda?

Los ojos de Elaine, oscuros y aterciopelados, se clavaron en él con una extraña intensidad.

—No lo creo, lo sé —murmuró—. El Elegido llegará antes o después, y nosotros estaremos aquí para cuando eso suceda. Y quizá el momento esté más cerca de lo que creemos. Después de todo, esa puerta acaba de abrirse por primera vez para permitirle la entrada a un extranjero que nada tiene que ver con nuestro linaje. Pensadlo. Eso podría significar muchas cosas. ¿Y si el momento hubiese llegado? ¿Y si el Elegido del Grial fueseis vos?