Capítulo 40
Eligieron una noche sin luna para escapar de Tintagel. Gwenn fue a buscar a Arturo a su cuarto, donde él ya la estaba aguardando con Excalibur al cinto y la capa de viaje sobre los hombros. Juntos se deslizaron por las escaleras de la servidumbre hasta uno de los patios traseros del palacio, y salieron de él a través del portón exterior de un amplio granero.
Albraith, el criado de Arturo, estaba esperándolos en un callejón cercano con los caballos. Gwenn observó, preocupada, las dificultades de Arturo para encaramarse a la silla. Aunque no se quejaba, sabía por los médicos que lo atendían que la herida del muslo había empeorado. Si algo le ocurría durante el viaje, se sentiría culpable por haberlo arrastrado a aquella aventura, y no quería aquel peso también sobre su conciencia.
Manteniendo los caballos al paso, atravesaron las calles desiertas de la ciudad hasta llegar al lienzo sur de la muralla, donde Lance y sus hombres los aguardaban. Se saludaron sin alzar las voces, y Lance les presentó rápidamente a los componentes de la escolta. Se trataba de nueve caballeros con experiencia en la lucha contra los sajones. Resultaba extraño verlos aceptar el liderazgo de Lance con tanta naturalidad, teniendo en cuenta que todos ellos le superaban en edad y linaje.
Sin antorchas, para no llamar la atención, cabalgaron en grupo bordeando la muralla hacia el este, en dirección a la puerta de Witancester. La ausencia de la luna hacía que se viesen mejor que nunca las estrellas. No era como en los tiempos del velo, no brillaban con la misma intensidad, pero eso mismo las volvía, quizá, más bellas en su inalcanzable distancia.
Un tumulto de voces llegó a sus oídos poco antes de alcanzar la puerta de la muralla. Algunos caballos se encabritaron, nerviosos. Los hombres de Lance se miraban unos a otros. Aun así, continuaron avanzando.
No tardaron en descubrir el origen de aquellas voces. Una turba de gentes del pueblo los aguardaba ante la puerta de Witancester. Iban armados con herramientas de sus talleres de artesanía o con aperos de labranza, y sus rostros coléricos, a la luz de las antorchas que llevaban, parecían claramente amenazadores.
Gwenn distinguió a unos pocos nobles discretamente diseminados entre la multitud: uno de ellos era Kay, el hermano de Arturo. Él debió de descubrirlo en el mismo instante, porque se volvió hacia Gwenn en el caballo con expresión de contrariedad.
—Lo siento —dijo—. Todo esto ha debido de organizarlo Kay; alguno de mis criados habrá cometido una indiscreción, supongo. Pero no te preocupes, te sacaré de aquí.
Mientras hablaban, los hombres de Lance habían formado una barrera delante de ellos para impedir que la gente rodease a la princesa. Todos habían desenvainado las espadas.
—No —dijo Gwenn, mirando horrorizada a Arturo—. Esos hombres no son guerreros, no podemos atacarlos. Sería una masacre. Me volveré a palacio, es lo mejor.
—No hará falta —contestó Arturo. En su rostro se leía una resolución absoluta—. Pasaremos sin derramar ni una gota de sangre, tienes mi palabra.
Gwenn lo miró incrédula.
—¿Cómo?
—Espera y verás.
Espoleando su caballo, Arturo se abrió paso entre dos de los caballeros de Lance y se colocó, él solo, frente a la masa de campesinos, comerciantes y artesanos que les impedía el paso.
—Soy Arturo, hijo de Uther Pendragón, y os exijo que nos dejéis cruzar la puerta y salir de la ciudad —gritó bien alto, para que todos pudieran oírle.
Kay avanzó entre los rebeldes para acercarse a su hermano. Su imponente estatura le hacía destacar en medio de los burgueses y campesinos que lo rodeaban.
—Arturo, esto no va contigo. Solo queremos a la princesa. Entréganosla y vete después adonde quieras, nadie aquí te lo impedirá.
Arturo arqueó las cejas, irónico.
—¿Sabe sir Héctor que estás aquí? No se va a alegrar mucho cuando le informen, créeme.
El grandullón de Kay se encogió de hombros, dando a entender que no le importaba. La gente, a su alrededor, comenzó a corear un nombre.
«Morwen. Morwen. Morwen».
Lo repetían una y otra vez, cada vez más alto, con más ira. Gwenn hizo retroceder a su caballo, asustada. Desde atrás, vio a Lance levantar la espada sobre su cabeza, y a sus compañeros imitarlo. En cualquier momento se lanzarían al ataque.
Arturo paseó a su montura delante de la turbamulta, esperando sin prisa a que se callaran. Eso hizo que, poco a poco, los gritos remitieran.
—Gritáis porque tenéis miedo —dijo entonces, usando toda la fuerza de sus pulmones—. Habéis perdido Britannia. Queréis vengaros, pensando que eso os la devolverá. Pero os equivocáis. Yo os la devolveré.
—¿Tú? —Se alzaron algunas voces, interrogantes.
—No eres más que un bastardo —graznó un joven campesino desde las primeras filas.
Arturo ni se inmutó.
—Queréis recuperar la protección del velo, ¿verdad? —preguntó en el tono de quien ya conoce la respuesta—. Si es así, dejadnos salir cuanto antes por esa puerta. La princesa y yo nos dirigimos a Ávalon para regenerar Britannia. Dejadnos partir y nos acogeréis con vítores cuando regresemos, ya veréis.
—Las damas de Ávalon no os ayudarán —dijo un cortesano al que Arturo conocía desde la infancia—. Ellas no quieren el velo. Apuesto a que han convencido a Morwen para que lo destruya.
—No vamos en busca de las damas de Ávalon, sino del poder del lago sagrado, y de Merlín —replicó Arturo ignorando el comentario sobre Gwenn—. Merlín está en Ávalon.
—¿Y él tiene la clave para arreglar esto? —preguntó un anciano que se hallaba próximo a Arturo—. Pues ¿a qué espera?
—A mí —dijo Arturo, y dejó que el golpe de efecto calara en la gente antes de continuar—. Me espera a mí, porque la clave la tengo yo.
Con gesto teatral, desenvainó el fragmento de Excalibur unido a la empuñadura, y alzó la espada rota, que relumbró a la luz de las antorchas contra el cielo de la noche.
—Os lo he dicho —rugió, en medio del silencio asombrado de la multitud—. Soy Arturo, hijo de Uther, y esta es Excalibur, la espada sagrada. Lo dice la leyenda, lo cantan los bardos en sus poemas épicos. La espada del rey será forjada de nuevo y la tierra sanará. Yo lo haré. Yo soy el Elegido. Forjaré la espada de nuevo en las aguas del lago y os devolveré la protección del velo.
El silencio se prolongó unos instantes cuando Arturo terminó de hablar. Hasta que los rebeldes comenzaron a caer, uno a uno, de rodillas. Al principio eran tan solo algunos hombres entre la multitud, pero enseguida los demás los imitaron.
Al hincar la rodilla en tierra, todos pronunciaban un nombre: Arturo.
Gwenn contempló a la masa enfervorecida con el corazón acelerado. Las mejillas le ardían de cólera, la rabia la estaba quemando por dentro. ¿Qué estaba haciendo Arturo?
La había utilizado. Estaba postulándose delante de todos aquellos campesinos y burgueses descontentos como rey. Había reclamado su derecho a ocupar el trono, invocando el prestigio de Excalibur. En definitiva, había conseguido que se olvidasen de ella.
—Iremos con vos —dijo una voz entre los rebeldes.
Otras muchas se alzaron en apoyo de aquella idea, entusiasmadas.
—Peregrinaremos con el rey para sanar la tierra.
—Os seguiremos adonde vayáis, Arturo.
—Sanad la tierra. Devolvednos el velo.
Gwenn vio que, a una señal de Lance, sus caballeros envainaban las espadas. Arturo había logrado transformar con sus palabras a una multitud agresiva y hostil en una masa de adeptos enfervorecidos.
Gwenn adelantó su caballo hasta situarse a la altura de Lance. Ya no había peligro de que la agredieran. Las gentes congregadas ante la puerta de Witancestar solo tenían ojos para Arturo.
Lance la miró.
—¿Sabíais esto? —preguntó.
—Yo creo que ni él mismo lo sabía —contestó ella, alzando la voz para hacerse oír entre el clamor de los campesinos y comerciantes.
No quería mostrar su decepción ante Lance. Prefería que no advirtiese hasta qué punto la habían herido las palabras de Arturo.
—Esto se podría considerar una rebelión —observó Lance—. Dadme la orden, y haré que mis hombres lo detengan. Se está postulando como rey. Contra vos.
—Solo intenta calmar los ánimos —lo defendió Gwenn—. Y lo ha conseguido.
Lance la miró a los ojos. En los de él se reflejaba el resplandor tembloroso de las antorchas.
—¿De verdad queréis seguir adelante? —preguntó—. Pensad en lo que os espera. El viaje se va a convertir en una peregrinación multitudinaria para reclamar los derechos de Arturo. Todavía podemos detenerlo. Mis hombres y yo podemos sacaros de aquí y esperar a las tropas de Gawain. Os defenderemos. No lo necesitáis a él para nada.
Gwenn sonrió con tristeza.
—Sí lo necesito. Lo necesitamos para sanar la tierra. Si de verdad es él el Elegido, si puede forjar la espada y devolvernos Britannia, no seré yo quien se interponga en su camino.
Lance sostuvo su mirada en la noche, mientras frente a ellos las aclamaciones de la multitud a Arturo subían de tono.
—No lo hacéis por eso —dijo—. Lo hacéis porque os habéis enamorado de él, ¿no es cierto?
Gwenn se alegró de que, en la penumbra, Lance no pudiese advertir el rubor de sus mejillas.
—Creo en él —contestó.
Lance sonrió con tristeza.
—Os romperá el corazón. Si es que no lo ha hecho ya. Nunca seréis su prioridad. Lo sabéis, ¿verdad?
Gwenn asintió.
—Lo sé —admitió, mirando hacia Arturo—. Su prioridad es cambiar el mundo. Cree que puede conseguirlo. Es un ingenuo o un loco o un héroe. Quizá es eso lo que me gusta de él.
—Sí —murmuró Lance sin disimular su amargura—. Quizá por eso le habéis elegido, en lugar de elegirme a mí.