Capítulo 17

Tres días de espera, y nadie parecía tener claro cuándo iban a poder partir por fin hacia Tintagel. Gwenn se consumía de impaciencia, aunque se esforzaba todo lo que podía por ocultarlo. Y para terminar de complicar las cosas, su tía Morgause, la madre de Gawain, había llegado el día anterior a la fortaleza.

Había conseguido esquivarla la víspera alegando que se encontraba indispuesta y que cenaría sola en sus aposentos, pero Morgause no era de las que se dejaba intimidar por esa clase de excusas. A primera hora de la mañana había enviado a una de sus damas para anunciarle a Gwenn que la visitaría en cuanto terminase de vestirse.

Apareció en el umbral de la estancia sin avisar, ocupándolo todo con su suntuoso vestido de brocado púrpura recamado con hilos de plata. Hacía tres años que Gwenn no la veía, pero no daba muestras de haber envejecido. Quizá los rumores acerca de sus artes de hechicera tuviesen algo de cierto. Quizá las utilizase para conservar su innegable belleza.

Sin embargo, en aquella frescura de la tez, en aquellos labios rojos y perfectos, en los ojos brillantes orlados de largas pestañas había algo que a Gwenn le repugnaba. Y no se trataba de su falsedad, porque cada uno de aquellos rasgos era auténtico. No, no era eso, sino la incoherencia entre aquella perfección y el vacío que ocultaba. Detrás de la hermosura de Morgause no había nada. Ninguna profundidad, ningún afecto, ningún talento o virtud verdaderamente grandes; solo las manías y debilidades de una mujer caprichosa y mimada por la vida. Alguien que nunca había tenido que esforzarse para conseguir sus objetivos.

Gwenn fue a su encuentro y le tendió ambas manos, como sabía que debía hacer. Su tía se sacudió hacia atrás los largos tirabuzones pelirrojos, haciendo tintinear las estrellas de oro que llevaba prendidas en ellos.

—Querida niña, qué hermosa estás —dijo Morgause, apretándole las manos con delicadeza—. Cada día te pareces más a tu madre. Igraine siempre fue la belleza de la familia, aunque no se haya esforzado lo suficiente para proteger ese don que los dioses le concedieron de la fuerza destructiva de la edad. ¡Pobre hermana mía! Ser reina tiene sus inconvenientes y sus servidumbres.

—Tú también eres reina, tía —dijo Gwenn, incapaz de contenerse.

Morgause dejó oír su risa cristalina.

—¡Una reina sin reino! Tu tío fue lo bastante estúpido como para dejar que esos salvajes pintados de azul le arrebataran las amadas tierras de Lothian. Y ahora nuestras gentes tienen que sufrir a esos feroces pictos sin que mi buen Lot haga nada por devolverlos a su sitio. La única ventaja es que no tengo que arruinar mi salud en interminables consejos del trono, y que gozo de una libertad que antes no podría ni haber soñado. No niego que hago lo posible por disfrutar de ella. Tú ya me conoces, Gwenn; en eso no soy como tu madre, siempre tan sacrificada, siempre tan entregada a sus deberes.

Morgause se interrumpió al oír a sus damas, que acababan de llegar al umbral de la estancia y esperaban permiso para entrar.

—Pasad, muchachas —dijo, como si ella y no Gwenn fuese la señora de aquellos aposentos—. Espero que hayáis traído el vino que os pedí. Es un vino del otro lado del mar, querida, de los viñedos de las tierras soleadas del sur. Lo he hecho traer expresamente para ti; es decir, para que podamos compartirlo. La bodega de Pelinor no está a la altura de su rango, qué quieres que te diga. Hidromiel y vino tan ácido que hay que calentarlo y aderezarlo con canela y azafrán para soportar su sabor. Esto es otra cosa, puedes creerme. Gisela, sírvele una copa a la princesa.

Mientras hablaba, Morgause se había recostado en el único diván de la estancia, que se hallaba frente a la chimenea encendida. Con un lánguido gesto de la mano, le indicó a Gwenn que se sentase en la alfombra, a sus pies.

—Tú eres joven, niña; puedes sentarte en el suelo sin que tus huesos giman y protesten como mujerzuelas sin educación. ¡Tenía tantas ganas de verte! Los hombres se ponen imposibles en tiempos de guerra, no hay forma de divertirse con ellos. Aparte de…, tú ya me entiendes. Por lo demás no hay nada que hacer. Ni caza ni torneos ni música. El único de todos ellos que parece entender algo sobre el arte de vivir es mi hijo Gawain. Creo que se enfrentó con tu muchacho al día siguiente de vuestra llegada. ¡Y que ese caballero lo derrotó! Me apuesto algo a que Gawain se dejó vencer para ganarse su confianza. Él es así; inteligente, hábil, sabe cómo ganarse a la gente por muy predispuesta que esté contra él. Tiene mi ingenio, pero es más diplomático, menos impulsivo. Será un gran rey, mucho mejor que su padre.

—Lo sería si tuviese un trono que heredar —observó Gwenn con suavidad.

Mientras aguardaba la reacción de Morgause, se llevó la copa dorada a los labios y probó el vino. Si su tía no tenía reparos en provocarla, ella tampoco los tendría en devolverle las afrentas.

Al menos, en cuanto al vino no había mentido. Era el más exquisito que Gwenn había probado nunca.

A su alrededor, las damas que habían inundado la estancia parloteaban, reían y bebían sin ningún reparo. Hasta que Morgause, con tres palmadas secas, acabó con su diversión.

—Id a armar jaleo a otra parte, muchachas. Tengo que hablar con mi sobrina a solas. ¡Hace tanto que no nos vemos!

Las mujeres se inclinaron una tras otra ante Morgause y fueron saliendo de la estancia. A Gwenn la ignoraron todo el tiempo, como si ni siquiera estuviese presente.

—Debes perdonar su falta de modales. La mayoría lleva poco tiempo conmigo, y no han conocido los refinamientos de una verdadera corte. Nuestro retiro a orillas del río Avon no carece de comodidades, pero no puede compararse con Tintagel. Algún día tienes que venir a visitarnos allí, cuando echemos a esos sajones y las aguas vuelvan a su cauce. ¿No te parece buena idea? Le diré a Gawain que te lleve.

Gawain… Esta vez, cuando Morgause pronunció el nombre de su hijo, Gwenn sintió un repentino calor en las mejillas.

Fue en ese mismo instante cuando se dio cuenta de que algo en Britannia se había transformado. No sabía qué era, pero de pronto notaba una presión en su mente, una especie de mirada amenazante. Y no tenía sentido, porque en apariencia todo seguía igual: el vestido de Morgause no había cambiado, ni lo habían hecho el fuego de la chimenea o el cojín sobre el que ella se había sentado.

¿Qué era? ¿De dónde venía aquella angustia, como si alguien la estuviese observando desde el interior?

Mientras ella intentaba sobreponerse a aquel malestar, Morgause había seguido hablando. Gwenn no se enteró de lo que le decía hasta que oyó una pregunta que la dejó perpleja:

—¿Qué opinas de Lamorak? ¿Te gusta?

Gwenn abandonó su incómoda postura en el suelo y, caminando con cierta torpeza, se alejó de su tía y se quedó observando la chimenea.

Tenía que ordenar sus ideas. Lamorak, el hijo de sir Pelinor. ¿A qué venía aquella pregunta?

—No lo conozco mucho —contestó con prudencia—. El otro día, durante el almuerzo, me pareció que tenía ciertas desavenencias con su padre. Es todo cuanto podría deciros.

—Desavenencias. —Morgause sonrió con desprecio—. El idiota de sir Pelinor le hace la vida imposible a su propio heredero. No lo estima en lo que vale. Al menos eso dice Lamorak. No sé si tiene o no razón, pero lo que sí puedo decirte es que Lamorak es un joven con muchas cualidades, aunque no de la clase, probablemente, que Pelinor podría apreciar. ¡Y menos aún mi esposo!

Morgause soltó una risotada. El vino también había arrebolado sus mejillas.

—No eres ya una criatura, Gwenn. Supongo que no te escandalizará que te hable de esta manera. Una mujer tiene que divertirse, y si encuentra al hombre que sabe cómo darle placer de una manera discreta, sin exigencias… Créeme, con el tiempo llegarás a valorarlo. Aunque seguro que tú ya sabes de lo que te hablo, ¿verdad? Aunque te acusan de distante, tienes ese fuego en las pupilas que también tenía de joven tu madre, el fuego que volvió loco a Uther.

Gwenn no quería volverse a mirarla. No quería, pero se volvió y dejó que Morgause la sondease con sus ojos verdes de serpiente.

¿Qué le estaba pasando? Aquella presión en su interior no le permitía pensar con claridad. Pero al mismo tiempo, algo dentro de ella analizaba la situación, trataba de localizar el problema. Como si la angustia no le afectase, aquella parte de su mente estudiaba cada detalle, recordaba, extraía conclusiones.

Hasta que comprendió.

Nada de aquello era casual. La confusión que sentía se la había provocado Morgause o, mejor dicho, el vino que le había dado.

En su organismo se habían dispersado las partículas de una segunda gema que su tía le había puesto en la bebida. Percibía su acción con claridad: no era el velo de Britannia, sino otra cosa, un vínculo. Un vínculo que comunicaba las mentes de ambas mujeres, que le permitía a Morgause mirar en sus recuerdos y en su pensamiento.

Y, sin embargo, ella no sabía que había sido descubierta. Aquella parte del cerebro de Gwenn era inmune a los ataques, no se dejaba observar ni manipular. La conocía bien, porque había trabajado mucho con ella desde pequeña. Era la Fuente de Meditación, que Nimúe le había enseñado a entrenar durante años. Algunos, los ignorantes, confundían aquel poder con magia. En realidad, era solo concentración y dominio de uno mismo. Entrenamiento, entrenamiento y más entrenamiento. Eso decía siempre Nimúe.

Gwenn nunca había sentido su poder como en aquel momento. No era la magia en la que creía el vulgo, pero ciertamente tenía algo de mágico: era percepción pura, la capacidad de ver dentro de sí misma.

Lo más asombroso era que podía volver aquel don contra Morgause. La conexión era de doble vía. Morgause intentaba utilizarla para sondear sus sentimientos, pero ella podía darle la vuelta y mirar dentro del corazón de su tía.

Morgause, mientras tanto, no se había dado cuenta de nada.

—Entonces, ¿qué, Gwenn? ¿Tengo o no tengo razón? Hay un amor en tu vida, no lo niegues. Se te nota en la cara, por mucho que intentes ocultarlo. Vamos, cuéntame lo que ha pasado. ¿Es ese joven, verdad?

Si no hubiera sido por el poder de la segunda gema, Gwenn habría interpretado que Morgause se refería a Lance. Después de todo, era lo más lógico. Había viajado sola con él desde Broceliande. No hacía falta mucha perspicacia para imaginar que algo podía haber sucedido entre ellos.

Sin embargo, cuando Gwenn forzó a su mente a mirar dentro de los pensamientos de Morgause, no fue el nombre de Lance el que encontró, sino el de Arturo.

Arturo. Morgause quería saber si le interesaba.

Pero ¿por qué? ¿Por qué creía su tía que ella podía estar interesada en el hijo de sir Héctor, el senescal de su madre? El hijo menor, para ser más exactos. ¿Qué ventaja habría podido tener para ella una relación tan desigual?

Era cierto que el muchacho la había impresionado. No solo por su apariencia (que no le desagradaba en absoluto), sino, sobre todo, por su ingenio, por su forma de expresarse, y por todo aquel mundo que había visto y que desplegaba ante los demás en sus conversaciones como un mercader extiende las valiosas sedas que acaba de recibir en su almacén. Quizá alguien le había comentado lo fascinada que se había sentido por las cosas que contaba durante la cena en la que se lo habían presentado. Su esposo Lot, tal vez.

No, no era eso.

Un dolor martilleante se instaló en su cerebro mientras trataba de seguir el curso de los pensamientos de Morgause.

No, ella no sabía si Arturo le había causado mala o buena impresión. Pero estaba al corriente de que iba a acompañarla en el viaje a Tintagel, y eso le daba miedo. ¿Por qué lo temía tanto?

Tuvo que concentrarse con toda su energía en la conexión de la gema para encontrar la respuesta. Y cuando la encontró, su perplejidad estuvo a punto de hacerle perder el control y retirarse dentro de su mente, perdiendo todo el terreno que había ganado.

Nadie se lo había dicho, pero todos lo sabían. Arturo no era realmente hijo de sir Héctor, sino de Uther. Era su bastardo.

Eso lo convertía, seguramente, en su rival para heredar el trono de Britannia. Porque toda la legitimidad de Igraine como reina procedía de Uther, pero ella no era más que su esposa. Si Uther tenía un hijo…

Se obligó a mirar una vez más dentro de la mente de Morgause. Su tía acusaba la intromisión, empezaba a sentirse mareada y confundida.

—Creo que este vino me ha sentado mal —dijo en un tono ronco y asustado, muy distinto del que había empleado hasta entonces—. Con tu permiso, querida, voy a descansar un rato en mi habitación. Nos veremos más tarde, si te parece, y continuaremos con esta conversación tan agradable.

—Cuando tú quieras, tía —contestó Gwenn, ayudándola a ponerse en pie—. Para mí será un auténtico placer.