Capítulo 15
Arturo extrajo una gema verde de su bolsa y la echó, pensativo, en el cuenco de vino humeante que su criado Dimas acababa de servirle. Llevaba casi veinticuatro horas sin hacer ninguna libación ritual, y necesitaba renovar su conexión a Britannia cuanto antes. Sin el poder transformador del velo, aquella habitación que ocupaba en la posada del Ciervo Blanco se veía tan lúgubre como realmente era: la pared de ladrillo rezumaba humedad, y las sábanas de su cama, que no habían sido cambiadas desde su llegada a Aquae Sulis, tenían un color ceniciento que no invitaba precisamente al descanso.
Aun así, Arturo se tumbó sobre ellas en cuanto terminó de beber y cerró los ojos. Quería aguardar tranquilo a que la gema hiciese efecto en su organismo.
Esperaba oír los pasos de Dimas al retirarse, y fue su silencio lo que le hizo abrir los ojos de nuevo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó—. ¿Por qué sigues aquí?
—Mientras estabais con sir Pelinor vino a buscaros un mensajero de parte del alquimista que tiene su taller junto a la puerta de Jano. Dijo que fuerais a verle, que tenía una carta de Londres para vos.
—¿Para mí?
Arturo recordó su conversación con el vendedor de amuletos el día anterior en la plaza del mercado. Si había enviado a buscarle, tenía que ser porque el mensaje que le había hecho llegar a Merlín había obtenido respuesta.
—Dame mi capa, pronto —dijo, mientras él mismo se calzaba las botas que solo un momento antes se había quitado—. Y prepárate para venir conmigo No, espera. Será mejor que vaya solo; los alquimistas suelen ser desconfiados, no le gustará que aparezca con alguien más.
—Pero, mi señor, esa parte de la ciudad no es segura a estas horas. Ya ha oscurecido.
—Precisamente por eso será mejor que no vengas conmigo. Un hombre acompañado de su criado puede parecer más rico de lo que realmente es; podrían asaltarnos. Si voy solo, llamaré menos la atención.
El viejo Dimas lo miró con aire burlón.
—Es el argumento menos convincente que he oído nunca —dijo—. Pero si habéis decidido ir solo, bien sé que no voy a ser capaz de haceros cambiar de opinión. Prometedme que tendréis cuidado.
Arturo miró un instante al techo, impaciente.
—Lo prometo —dijo—. De todas formas no voy a ir desarmado.
Dimas lo acompañó hasta la puerta del patio trasero de la posada y le ayudó a levantar la ancha barra de hierro que la mantenía cerrada. Oyó cómo la barra volvía a encajarse en su sitio con un chirrido mientras él se alejaba bajo la lluvia fina que había comenzado a caer sobre el empedrado.
Durante un rato caminó por calles desiertas y oscuras, escuchando las voces incomprensibles que le llegaban a través de las puertas y ventanas de las viviendas. El humo que salía por las chimeneas olía a guiso de col y a cerdo cocinado en su propia grasa. Al otro lado del río se veía alguna antorcha aislada sobre la línea de la muralla, y más allá la silueta negra y agreste de las colinas.
Le habían dicho que Aquae Sulis era una ciudad alegre en los días del verano, pero desde su llegada no había hecho más que llover, y el sol nunca brillaba con el resplandor suficiente como para abrirse paso entre las nubes. A veces se acordaba con nostalgia de los puertos meridionales, donde la gente hacía su vida en la calle y hasta de noche podías encontrar puestos de dulces y de pescado frito o músicos pidiendo unas monedas a cambio de su arte en cualquier esquina. Allí no hacía falta el velo de Britannia para devolver el brillo a la realidad. Todo era tan salvaje y primitivo como si el Mundo Antiguo jamás hubiese existido. Los colores y los olores tenían la intensidad del sur, donde el calor parece querer arrancarles a los objetos y a los seres el orden interno que los mantiene enteros y devolverlos a la corrupción original. En Britannia no existía nada así. No existiría nunca.
Identificó la casa del alquimista por la manzana mordida que alguien había grabado toscamente sobre la puerta. No había llamador, así que golpeó la madera con los nudillos.
Oyó pasos apresurados en el interior de la vieja construcción pegada a la muralla y también otros pasos más alejados, recios.
Eso le puso en guardia.
No esperaba que le abriese una mujer. Era raro encontrar mujeres entre los alquimistas.
Se trataba de una joven de aspecto enfermizo, con el cabello del color de la paja y ojos de un azul tan claro que apenas destacaba sobre el blanco que rodeaba al iris.
—Me dijeron que teníais algo para mí —dijo él a modo de presentación.
Ella asintió y se apartó para dejarle pasar. Al hacerlo bajó la cabeza, evitando su mirada.
Fue entonces cuando vio la silueta de un hombre en el interior, aguardando muy quieto a que entrase. ¿Era una trampa?
Se llevó una mano a la espada y dio un par de pasos hacia atrás. Pensó en echar a correr, pero no quería irse de allí sin saber quién era aquel tipo y por qué lo acechaba. Así que, en lugar de huir, esperó a que el otro se abalanzase sobre él y, cuando le atacó, detuvo el golpe con su espada.
El arma que blandía su atacante era un cuchillo de acero antiguo, más propia de un bandido que de un guerrero.
Se trataba de un hombre enjuto de barba morena y descuidada. En su rostro, el rasgo más sobresaliente eran sus pómulos, inusualmente marcados, como los de algunos pobladores de las estepas orientales.
Pero aquel tipo no venía de tan lejos. El peto de cuero ennegrecido con adornos de hueso era de los que habitualmente utilizaban los sajones.
Antes de que Arturo tuviese tiempo de pensar un plan de ataque, vio que otro hombre emergía de la oscuridad de la vivienda y empujaba a la chica que le había abierto la puerta para salir al callejón y ayudar a su compañero. Era más joven que el primero, y también más alto. Llevaba un cuchillo en la mano izquierda y una espada en la derecha.
El primer hombre se situó detrás de él mientras el segundo lo atacaba por delante. A Arturo le bastó cruzar un par de lances para darse cuenta de que no lo iba a tener fácil. El tipo sabía lo que se hacía. Y el otro seguía a su espalda, aguardando el momento.
No iba a poder con los dos. Si quería tener alguna oportunidad, necesitaba distraerlos.
Se giró un poco para tener a la vista a sus dos atacantes. Al menos sabría de dónde le venían las embestidas en cada momento.
—¿Sajones o britanos? —preguntó, sin dejar de esquivar golpes y lanzar otros—. Britanos, ¿verdad? Mercenarios de Aellas. ¿Y os habéis tomado la molestia de infiltraros en la ciudad para atacar a alguien tan poco importante como yo?
—No intentes jugar —dijo el hombre de más edad—. ¿Crees que somos idiotas? Eres Arturo, el hijo de Uther. El heredero de Britannia.
—Estás mal informado. La heredera del trono es la princesa Gwenn, no yo.
—Eso no es lo que cree el pueblo. Ni vuestros soldados.
—Soy hijo de sir Héctor, el senescal de la reina. No de Uther.
—Claro, seguro. Por eso te desterró la reina. No deberías haber vuelto. Aellas quiere tu cabeza, y se la vamos a llevar.
—¡Cedric!
El más joven de los espías estaba mirando a algún punto detrás de Arturo. El otro siguió la dirección de su mirada.
Arturo comprendió que había aparecido alguien más en el callejón, aunque no podía permitirse el lujo de volverse a ver quién era.
Sin embargo, no tardó en oír su voz.
—Apartaos de él. Dejadle en paz.
Sorprendentemente, el que respondía al nombre de Cedric le hizo caso. Olvidándose de Arturo, centró toda su atención en el recién llegado.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí? ¡Te dábamos por muerto!
Arturo pudo mirar por fin hacia el desconocido que intentaba ayudarle. A pesar de que la mortecina luz de la casa del alquimista apenas iluminaba el callejón, pudo distinguir sin dificultad al joven que había visto la mañana anterior en compañía de la princesa.
El otro hombre también pareció reconocerlo. En su rostro se dibujó una sonrisa incrédula.
—¿Eres tú, Lance? Vamos, ayúdanos. Aellas nos ha prometido un caballo y una espada a cada uno si le llevamos su cabeza.
—No está con nosotros, idiota —dijo su compañero—. ¿Es que no lo ves?
El otro lo miró, desconcertado. Un momento de distracción así era lo que Arturo había estado esperando.
Todas sus fuerzas se concentraron en el brazo que empuñaba la espada. Desde arriba, la descargó de lado sobre el cuello del hombre más joven.
Era una buena espada. Atravesó limpiamente el espacio entre dos vértebras, y la cabeza del tipo cayó pesadamente al suelo.
El cuerpo tardó un instante más en derrumbarse.
Oyó un gemido ahogado a su izquierda. Cuando miró, vio que Lance había aprovechado el momento para lanzar su propio ataque. El tal Cedric había caído al suelo de rodillas, todavía con la espada de su adversario clavada en el vientre.
Cuando Lance se la arrancó, arrastró con ella una masa ensangrentada de vísceras. El tipo aún estaba vivo, y dejó escapar un quejido de dolor.
Lance se inclinó sobre él, y rebuscó bajo su peto negro hasta extraer una bolsa de terciopelo desgastado.
—¿Qué es eso? —preguntó Arturo.
—Gemas de contrabando. Así se conectan los sajones a Britannia. Pediré a un alquimista que estudie sus poderes. Nos vendrá bien saber qué parte del velo pueden atravesar y cuál no. ¿Tienes dinero?
—Encima solo llevo unos cuantos ducados. ¿Por qué?
—Hay que pagar a alguien para que los haga desaparecer —dijo Lance, y sus ojos se clavaron en la muchacha aterrada que había contemplado la escena desde el umbral del taller del alquimista—. Consíguenos tres o cuatro hombres discretos —le pidió—. Te pagaremos bien.
—Espera. —Arturo le hizo un gesto a la chica, que no se había movido de su sitio—. ¿Por qué no avisamos a las gentes de Pelinor? Y si no a Gawain, es un buen amigo. Tú estabas con él y con Yvain hasta hace un rato, ¿no? Pelinor dijo que te habías ido con ellos.
—Gawain ha bebido mucho, no está en condiciones de echar una mano. Y además, es mejor que nadie sepa esto. No solo por mí, también por ti.
Arturo intentó sondear su rostro en la penumbra del callejón.
—Te conocían —dijo—. Te tomaron por uno de los suyos.
Le pareció que Lance le sostenía la mirada desde las sombras.
—Se equivocaron.
—¿Por qué debería creerte?
—Porque tú estás vivo y ellos no.
Era un argumento convincente. Arturo se desató del cinturón su bolsa de monedas y se la arrojó a la chica, que la atrapó al vuelo.
—Haz lo que te ha dicho, y no le cuentes a nadie lo que has visto aquí. Te pagaremos bien tu silencio.
Ella asintió y echó a andar hacia la izquierda del callejón con los ojos clavados en el suelo.
—Espera. —Arturo corrió tras ella para darle alcance—. Esa carta de la que hablaba el mensaje, la carta de Londres. ¿Ha llegado de verdad?
La muchacha se detuvo y sacó algo de entre los pliegues de su saya. Se lo tendió a Arturo.
Era un pergamino de agua como el que había utilizado el día anterior en el mercado. Y tenía algo escrito.
—Mi padre dijo que os lo podéis quedar. Y que este servicio ya se lo han pagado, no tenéis que darle nada. También dijo que erais un peligro para nuestra casa, y que no quería volver a veros por aquí.
Recordó las instrucciones que le había dado Merlín. En los tiempos antiguos, cualquier cosa que escribías en un pergamino de agua quedaba grabada en el alma del pergamino para siempre. La única forma de borrarla era destruyéndolo.
Con desagrado, hizo lo que tenía que hacer: rasgó el material tirando de él en direcciones opuestas con cada mano.
Ya no había peligro de que la información trascendiera.