Capítulo 27
El mar verde y frío de Tintagel. Arturo había olvidado aquel color, que no se parecía al de ninguno de los rincones marítimos que había explorado en sus viajes. Quizá se debía al reflejo de los acantilados cubiertos de hierba o a la profundidad de los fondos rocosos en aquella parte de la costa. Tendría que preguntárselo a Merlín cuando lo viese. Él sabía esa clase de cosas, siempre encontraba la forma de explicarlas.
Cuando la silueta del castillo apareció, gris y hostil, sobre una pared de roca, Arturo no pudo evitar estremecerse. No era así como había soñado volver a casa. Siempre pensó que, si regresaba, lo haría para ver reconocidos sus derechos al trono como hijo de Uther. En cambio, llegaba convertido en el escolta de la futura reina, Gwenn.
Miró de reojo a la princesa, que aguardaba elegantemente vestida a que terminasen las maniobras de amarre para descender a tierra, donde una multitud de cortesanos la esperaba. No era la primera vez que la veía utilizar la magia del velo para impresionar a los demás. En el promontorio de Hércules había observado el poder de su belleza en acción. Ni él mismo había podido sustraerse a su influjo, a pesar de que desde el principio se dio cuenta de que era un hechizo. Nunca había visto a nadie utilizar la magia de esa manera, y eso que se había pasado la vida entre alquimistas. Pero lo que hacía Gwenn era distinto de lo que hacían ellos, porque a ella le salía natural, como si tuviese un don para conectarse directamente a la simulación y provocar en ella efectos inesperados.
En todo caso, Gwenn no necesitaba ningún truco de magia para sobrecoger a los hombres con su belleza. Más allá de los encantamientos del velo, había algo real que ninguna simulación habría sido capaz de imitar. Gwenn irradiaba luz: la luz de su inteligencia, de su fuerza, de sus ganas de luchar. Por más que lo intentara, no podría verla nunca como una rival. Le gustaba demasiado. Más que ninguna otra mujer que hubiese conocido.
Era la princesa, por supuesto, quien atraía todas las miradas de los que esperaban en el puerto para recibirla. La reina Igraine no se encontraba entre ellos, pero sí su padre, el senescal.
Desde la cubierta del barco, Arturo estudió el rostro envejecido de sir Héctor. ¿Cuántos años llevaba sin verlo, siete, ocho? Sus cabellos habían encanecido y se le veía, quizá, algo más encorvado, pero su expresión grave y reservada no había cambiado en lo más mínimo.
Como todos los demás, sir Héctor parecía interesado únicamente en la princesa, pero hubo un momento en que sus ojos se deslizaron hasta su hijo. Arturo, que no había apartado la vista de él, pudo advertir de inmediato el cambio de su expresión. Parecía perplejo. ¿Sería por su estatura? Él sí había cambiado en aquellos ocho años. Había dejado de ser un niño y se había convertido en un hombre. Probablemente ahora sería más alto que Kay. Su hermano ya no lo tendría tan fácil para ganarle en todas las peleas.
Tristán ordenó a sus marineros que ayudasen a los que aguardaban en tierra a tender la pasarela de madera que iban a utilizar la princesa y su séquito para descender del barco. Mientras completaban aquellas maniobras, Arturo se fijó en que había una gran cantidad de hombres armados en la comitiva de recepción de Gwenn. Formaban dos escuadrones completos que se mantenían firmes, a cierta distancia del muelle, encabezados por sus respectivos comandantes. ¿Los habría enviado la reina para que rindieran honores militares a su hija? Si hubiese sido así, si hubiese querido darle tanta solemnidad a la llegada de Gwenn, ella misma habría acudido a recibirla, convirtiendo aquel momento en una ceremonia solemne. No iba a perder una ocasión como aquella para ejercer su protagonismo.
En realidad, lo raro era que hubiese decidido desaprovecharla. Tenía que haber un buen motivo para que Igraine hubiese eludido estar presente a la llegada del barco. Tristán había enviado un bote con un mensajero la noche anterior, de modo que la reina había tenido tiempo más que suficiente para hacer los preparativos necesarios. No, si no estaba allí, era porque así lo había decidido. Pero ¿por qué?
Arturo buscó una vez más la mirada de sir Héctor, pero este parecía decidido a evitar sus ojos. Un temor repentino asaltó al muchacho: quizá no lo miraba porque todo aquello era una trampa. Quizá los hombres armados estaban allí esperándolo a él. Igraine le habría permitido volver solo para tomarlo prisionero.
Sí, podía ser eso. Aquellos hombres estaban esperando para prenderlo.
Bien, si era así, no se lo pondría fácil. Había protegido a Gwenn durante todo el trayecto desde Aquae Sulis, y ella se mostraba a gusto en su compañía. Le gustaba charlar con él. Recurriría a la princesa, le pediría que intercediese por él. Gwenn querría demostrarle que su poder era real, que podía plantarle cara a su madre. No lo tendría fácil, pero era hábil. Con su ayuda, quizá lograse eludir la prisión.
Mientras intentaba fraguar con rapidez un plan alternativo para ponerse a salvo, el pequeño séquito de la princesa empezó a descender por la pasarela. Ella bajó la última, precedida de su primo Gawain.
Fue cuando el hijo de Lot puso los pies en tierra cuando vio hacer un gesto discreto a su padre, un gesto que puso a los dos escuadrones de hombres armados en marcha. Unos instantes más, y Gawain se encontraba rodeado de soldados.
El caballero miró a sir Héctor con una sonrisa que apenas lograba disimular su irritación.
—Me temo que no es a mí a quien debéis rendir honores, senescal, sino a la princesa. Os habéis equivocado de heredero.
La broma no hizo reír a nadie; ni siquiera a Gwenn, que observaba lo que ocurría aún desde la pasarela, y en cuyo rostro se leía la preocupación.
—No hay ningún error, sir Gawain —replicó sir Héctor, avanzando unos pasos hacia él—. Estos hombres os escoltarán hasta las mazmorras del castillo por orden de la reina.
Gawain se llevó la mano al pomo de la espada y la desenvainó.
—Intentad prenderme —dijo, desafiante—. Vivo no me tendréis. Sabéis que hablo en serio.
—Gawain…
Gwenn había descendido a tierra y lo miraba suplicante.
—No entregues tu vida sin saber siquiera por qué —rogó—. Esto tiene que ser un malentendido. No puedes morir por un malentendido. Que te lleven adonde quieran. Ya tendrás tiempo de defender tu honor con las armas, si llega el caso. Te prometo que será así.
Intentó llegar hasta su primo, pero dos soldados le cerraron el paso, evitando su mirada.
—¿Puedes prometérmelo? —preguntó Gawain en tono escéptico.
—Te doy mi palabra de que haré todo lo posible, y más aún, para que se haga justicia. Es todo lo que puedo ofrecerte.
Gawain la miró con aire pensativo, y después devolvió su espada a la vaina.
—Me basta por ahora —dijo—. Vamos, muchachos, llevadme a la confortable posada que la reina me brinda en recompensa por haber traído a su hija sana y salva desde Aquae Sulis en tiempos de guerra.
Los soldados recompusieron la formación alrededor de Gawain, y los dos escuadrones emprendieron la ruta de regreso al castillo con un estruendo de pisadas metálicas sobre las baldosas del muelle.
Entre los cortesanos que esperaban a la princesa se oyeron algunos rumores apagados. Varias damas se adelantaron para inclinarse ante Gwenn, y algunas se atrevieron incluso a abrazarla después de ejecutar sus reverencias. Debían de ser sus damas de compañía. Gwenn trataba de contestar a sus saludos y de sonreír en respuesta a sus muestras de afecto, pero la contrariedad que le había causado la detención de su primo aún no se había borrado de su rostro.
Antes de que la comitiva la guiase hasta la carroza que la aguardaba, la princesa se volvió a mirar hacia la cubierta del barco. Lo estaba buscando a él.
Sus ojos se encontraron, y Arturo le sonrió, sin atreverse a agitar la mano en señal de despedida.
Eso fue todo. En un abrir y cerrar de ojos, la comitiva se puso en camino, llevándose a la princesa hacia la fortaleza. En el puerto solo quedaron los hombres de Tristán y algunos comerciantes de la corte que parecían interesados en hacer negocios con el contrabandista. Ellos y sir Héctor.
Dado el escaso interés que había demostrado por él hasta entonces, a Arturo le sorprendió comprobar que su padre le estaba esperando.
Cuando llegó al final de la pasarela, se encontró con el abrazo del viejo, rígido y formal como si aquel gesto formase parte de un ritual obligado.
—¿Por qué has esperado a que bajaran todos para hacerlo tú? —le espetó en tono de reproche en cuanto se apartó de él—. El hijo del senescal de Britannia no debería ser el último en ninguna circunstancia.
—El hijo menor de sir Héctor que regresa del exilio después de ocho años no tiene motivos para querer convertirse en el centro de atención de la corte —replicó Arturo.
Su padre lo miró de arriba abajo.
—Si es prudencia, lo apruebo. Si es temor, me avergüenzo de ti.
—No es temor, padre —dijo Arturo, mirando al anciano a los ojos—. No soy un hombre cobarde. No fui nunca un niño cobarde. Seguramente lo recordaréis.
Sir Héctor lo miró un instante con fijeza.
—Sí. Lo recuerdo. En todo caso, quería que supieras que no tienes nada que temer de la reina. Igraine tiene problemas más urgentes que atender a las demandas de un, bueno, ya me entiendes. En todo caso, yo me encuentro muy próximo a ella ahora, y la he convencido de que no supones ninguna amenaza.
—Os lo agradezco, padre —contestó Arturo, pronunciando la última palabra con deliberado énfasis.
Sir Héctor lo miró de hito en hito.
—No me entiendas mal. Eso no significa que tengas que olvidar, bueno, ya sabes, quién eres en realidad. Especialmente ahora que sir Gawain ha dejado de ser un candidato al trono digno de ser tenido en cuenta. Ya no se casará con su prima Gwenn, eso está fuera de duda.
—Pero no lo entiendo. ¿Qué ha hecho Gawain para que la reina ordene prenderle?
—No se trata de lo que haya hecho él, sino de lo que hizo su padre. Lot traicionó a Britannia, Arturo. En la batalla del monte Badón, en el último momento cambió de bando y combatió del lado de los sajones. El resultado fue desastroso. Una carnicería. Lot murió, y Pelinor está gravemente herido. La reina se ha quedado sin sus mejores comandantes.
—Lo que refuerza vuestro lugar en la corte —murmuró Arturo, pensativo—. Lot muerto. Entonces, ¿perdimos la batalla?
—No exactamente. Los sajones se retiraron, pero nuestro ejército ha quedado prácticamente destruido. No nos quedan fuerzas suficientes para atacar a Aellas en su refugio de Witancester.
—En ese caso, todo sigue como antes.
—En parte sí y en parte no. La reina se ha visto debilitada con este episodio. Ha perdido sus principales apoyos, y en cuanto a su heredera… Por aquí no es nada popular, no sé si lo sabes.
—No lo sabía —dijo Arturo, sorprendido—. Cuando me fui, Gwenn era solo una niña, y nadie esperaba que fuese a heredar el trono.
Sir Héctor asintió.
—Así es. El heredero iba a ser Gawain. El pueblo rechazaba a Gwenn por las historias que se contaban sobre ella. Por aquí muchos creen que tiene poderes de hechicera. ¿Sabes que la llaman Morwen, en lugar de Gwenn? Significa «nacida del mar». Cuando nació hubo tres años consecutivos de mala pesca, y los aldeanos le empezaron a echar la culpa. Luego, se extendió la leyenda de que tenía poderes y de que practicaba las artes oscuras. Es cierto que hizo cosas en su infancia, seguramente ni ella misma las recuerda. Igraine no le prestaba demasiada atención en esa época. Y cuando se enteró, no supo cómo reaccionar. La dejó en manos de una dama de Ávalon, Nimúe. No quiso tener nada que ver con su educación. Yo creo que, secretamente, teme a su hija. Y al mismo tiempo la envidia, porque tiene el poder que ella siempre habría deseado para sí misma.
Arturo contempló abstraído el barco en el que, durante tantas jornadas, había compartido travesía con Gwenn.
—Es una muchacha agradable. Y hermosa —murmuró.
Sir Héctor sonrió con ironía.
—Me alegro de que te lo parezca, porque el destino podría terminar uniéndoos. Quién sabe.
La mirada escrutadora de Arturo consiguió borrar la sonrisa de sus labios.
—Padre, no soy una pieza más en vuestro tablero de ajedrez. Yo juego mi propia partida —advirtió.
—Lo sé, lo sé —dijo sir Héctor, conciliador—. Y nadie pretende otra cosa. Lo único que digo es que, si quieres jugar tu partida, quizá el momento esté más cerca de lo que piensas. La posición de la reina es débil, las historias sobre tu parentesco con Uther corren de boca en boca, y algunos nobles, ahora mismo, estarían dispuestos a apoyar tu causa. La gente está asustada por el avance de los sajones, quieren alguien que les haga sentir seguros en el trono. Un rey nuevo. Y todo está preparado para las fiestas de Beltain. ¿Estás preparado tú, Arturo?
—No sé a qué os referís, padre.
—A tus derechos sobre Britannia —replicó sir Héctor con impaciencia—. Si eres hijo de Uther, antes o después tendrás que demostrarlo. ¿Estás dispuesto a dar la cara cuando llegue la hora? Más vale que lo estés, Arturo, porque en esta fiesta podría presentarse tu única oportunidad.