Capítulo 5

Gwenn se giró sobre el lecho de ramas para quedarse boca arriba, de cara al cielo. Las estrellas brillaban entre las hojas jóvenes de los robles: incontables puntos de plata en la oscuridad, serenos faros que dibujaban costas invisibles en aquel infinito océano de negrura.

No podía dejar de pensar en los hombres que habían visto en la encrucijada de Baude. No los que aguardaban en el camino disfrazados con las armas de Igraine, sino los otros, los que habían descubierto emboscados entre los árboles, acechando su llegada. Aquellas pinturas de guerra en la cara, aquellas bandas negras y azules que deshumanizaban los rostros y hacían que pareciesen monstruos o cadáveres. Esa debía de ser su intención, que cuando el enemigo los viese se dejase consumir por el miedo.

No eran demasiados, entre veinte y treinta como mucho. Algunos parecían medio dormidos, acurrucados sobre las raíces de los árboles. Otros, sin embargo, miraban fijamente el camino desde sus posiciones detrás de los troncos, con el arco dispuesto para disparar en cuanto recibiesen la orden.

Y luego estaba él: mucho más alto que los demás, con un cuerpo flexible y joven cubierto con un peto de cuero como única armadura. Aunque no le había visto la cara, estaba segura de que, si volvía a encontrárselo, reconocería aquellos hombros anchos, el porte ligeramente encorvado, su grácil delgadez. ¿Cómo sería su rostro? La máscara de oro que lo cubría no reflejaba ninguna emoción. Era rígida e inexpresiva como los monstruos de piedra que adornaban las ruinas de los templos antiguos, cerca de Tintagel. Un semblante vacío que observaba cuanto le rodeaba con la frialdad de lo que no se deja conmover ni transformar por la vida.

Se había quedado un buen rato mirándolo desde su refugio entre los árboles, fascinada. Lance había tenido que alejarla de allí casi a rastras. No le había hablado hasta que se encontraron lo bastante lejos de los mercenarios como para estar seguros de que nadie los oiría.

—Es un milagro que no nos hayan visto —fue lo primero que él acertó a decir—. Ha sido una locura, Alteza. En el futuro estaré más atento para impediros que volváis a arriesgaros así. ¿Es que no tenéis miedo?

Gwenn le sonrió. Le sonrió mirándole a la cara, atenta a su reacción. Quería comprobar qué efecto ejercía su sonrisa sobre aquel joven salvaje, sin modales ni conocimiento alguno de los usos de la corte.

Si aquella sonrisa lo turbó, tuvo buen cuidado en que no se le notara. Estaba entrenado para ocultar sus sentimientos. Pero eso no significaba que no los tuviera. Gwenn sabía juzgar esas cosas. Desde el primer momento había captado que él era vulnerable, a pesar de su aparente indiferencia.

—Si no nos han visto, ha sido porque yo se lo he impedido —explicó con deliberada arrogancia—. Puedo volverme invisible cuando quiero, y puedo proteger a quienes me acompañan para que tampoco los vean.

—Eso es imposible —afirmó Lance desafiante—. El velo de Britannia no hace desaparecer ni a las personas ni a las cosas. Las disfraza, las transforma, pero no las borra.

—Por supuesto que no las borra. —Gwenn recordó como en un fogonazo el cuchillo de Nimúe. No tenía intención alguna de contárselo a Lance—. Lo que yo hago es adaptar el velo a mis deseos. Esos hombres quizá nos vieron, pero no nos identificaron como extraños. Su mente asimiló nuestra apariencia a la de sus compañeros, nos mezcló con ellos.

Lance la miró extrañado.

—He oído hablar de esa clase de hechizos. Encantamientos de extrapolación. Se supone que solo algunos magos de primer orden pueden hacerlos. ¿Es que sois una hechicera o algo así?

—No lo sé. Sé que tengo esa facultad desde que era una niña. No recuerdo que nadie me enseñase.

Estaba siendo sincera, pero tuvo la sensación de que Lance no la creía. Tampoco podía reprochárselo: dicho en voz alta, sonaba disparatado.

En realidad, ni siquiera sabía por qué se lo había dicho. Su capacidad para pasar inadvertida bajo el velo de la simulación era algo que jamás le había revelado a nadie. ¿Por qué contárselo a su escolta? Seguramente en el fondo se había propuesto impresionarle.

Gwenn se giró una vez más sobre el lecho de ramas. El efecto de la última gema sobre su mente se había desvanecido casi por completo a aquella hora de la madrugada. Pensó en renovar la nitidez del velo antes del amanecer con una nueva, pero no lo hizo.

Hacía mucho tiempo que no contemplaba el mundo en toda su crudeza, desnudo de los artificios del reino invisible. Y allí, en el bosque, tan cerca de Lance, que dormía a su lado, decidió que podía arriesgarse.

Ya sentía el contacto punzante de las ramitas de su lecho en la espalda, a través de la capa. Y la incómoda sensación la hacía sentir viva. Entre las hojas de los árboles, las estrellas habían perdido parte de su brillo, tal vez porque ya no resplandecían con la intensidad del velo. Aparecían desvaídas, pálidas, aunque no por eso menos hermosas.

Si algún día llegaba la hora, podría sobrevivir sin la protección del velo de Britannia.

Una vez más le vino a la mente la máscara inexpresiva de Dyenu. Ese era su nombre, según le había explicado Lance.

Le había contado también que, a pesar de su juventud, se trataba de un guerrero legendario. En las aldeas pesqueras del sureste de Britannia se contaban por las noches sus historias alrededor del fuego de las hogueras. Según decían, cuando no era más que un niño llegó entre los restos de un naufragio a una playa en las costas de Oriente. Llevaba puesta ya su máscara de oro, que crecía con él. Y reveló el secreto de las gemas a aquellas gentes pobres de las aldeas pesqueras. Él los introdujo en Britannia. Más tarde, las damas de Ávalon repararon en él y se lo llevaron a su isla, donde permaneció oculto durante años. Reapareció durante la invasión sajona, combatiendo junto al rey sajón Aellas. Se decía que había llegado a un pacto con este para que protegiese a las mujeres mágicas de Ávalon a cambio del secreto de las gemas. Pero todo aquello no eran más que rumores.

Gwenn se quedó adormilada bajo la claridad gris del alba. Cuando se despertó, sintió un malestar que no recordaba haber experimentado en mucho tiempo. Era un frío húmedo que le acuchillaba el rostro y los brazos bajo el fino vestido de lana.

Cuando se incorporó, sus ojos se encontraron con los de Lance. Estaba sentado con la espalda recostada sobre el tronco caído de un roble, mirándola.

La intensidad de su atención la estremeció.

—¿Ocurre algo? —preguntó a la defensiva.

—No quería interrumpir vuestro sueño, pero me alegro de que hayáis despertado. Nos espera una larga jornada de viaje.

—¿Y adónde vamos a ir? El camino hacia el puerto de Rochester está cortado. Tendríamos que atravesar la emboscada de Dyenu.

—No hará falta. No iremos a Rochester. Vamos a tomar la carretera de Witancester. La alcanzaremos unas leguas más allá del río; seguro que la hallaremos medio vacía. Si logramos avanzar lo suficiente durante la jornada de hoy, esta noche podríamos llegar a Caleva. ¿Habéis estado allí?

—No, pero he oído hablar de su feria de ganado y de su mercado de tejidos. Es un buen sitio para conseguir provisiones. Me muero de hambre.

—Provisiones y caballos. ¿Creéis que resistiréis una jornada entera andando en estas condiciones? Si lo preferís, podéis esperarme aquí mientras yo intento cazar algo. Así no haréis el camino con el estómago vacío.

—No. Si vos podéis resistir, yo también —contestó Gwenn con sequedad—. Quiero llegar a Tintagel cuanto antes. Ya casi es de día. Pongámonos en marcha.

Lance le ofreció agua de una pequeña cantimplora que llevaba para que pudiera celebrar la libación de la mañana antes de salir al camino. A él no lo vio beber. Tal vez hubiese hecho su ofrenda antes, mientras ella dormía.

Gwenn sacó una segunda gema de la bolsa de piel que llevaba atada a la cintura y se la tendió al caballero en silencio. Él la rechazó.

—La Britannia de una princesa no es la Britannia de un soldado —dijo—. Tengo mis propias gemas; no os preocupéis por mí.

—Gemas de contrabando, es inútil que lo neguéis. Esas falsificaciones son peligrosas, Lance. No deberíais usarlas.

—No tenéis por qué inquietaros, sé lo que hago.

Después de la libación, el frío y la sensación de hambre remitieron. Gwenn dejó de sentir el cansancio, a pesar de lo poco que había dormido. Avanzaba por el empedrado irregular de la antigua calzada del Imperio con absoluta concentración, sin pensar en nada más que en ir poniendo un pie delante del otro.

Iban tan deprisa que adelantaron a una recua de mulas cargadas con sacos de grano y conducidas por un par de campesinos jóvenes. Les preguntaron si les podían vender algo de comer. Dijeron que no al principio, pero después de intercambiar una mirada sacaron de las alforjas de uno de los animales un pedazo de queso y se lo dieron.

Gwenn extrajo de su bolsillo un par de denarios de plata para pagarles. Lance, al darse cuenta, le quitó uno de la mano justo en el momento en que el hombre que le había dado el queso se disponía a cogerlos. El individuo miró a Lance con enfado, pero no protestó.

Cuando se alejaron, Gwenn se encaró con él.

—No volváis a hacer eso —le advirtió con aspereza—. El dinero es mío, y se lo doy a quien quiero.

—No sabemos cuánto vamos a tardar en llegar a Tintagel. Puede que esta moneda la necesitemos más adelante. Ignoro la cantidad que lleváis, pero, por el tamaño de vuestra bolsa, no puede ser muy elevada.

A Gwenn le irritó que tuviese razón. En realidad, empezaba a irritarle todo lo que él hacía. Y también lo que no hacía. No le preguntaba continuamente si se encontraba bien, si quería detenerse a tomar aliento, si necesitaba algo, como habría hecho un caballero familiarizado con los usos de la corte. Ni siquiera se esforzaba por intentar acomodar su paso al de ella, ahora que estaba manifiestamente cansada y tenía dificultades para seguirle el ritmo.

Lo más desconcertante era que no la miraba con la mezcla de temor y deslumbramiento a la que estaba acostumbrada. Cuando los ojos de Lance se detenían en su rostro, lo hacían con una tranquilidad que rozaba el descaro. Serios, sí, pero curiosos. La estudiaban con detenimiento, como si tuviesen derecho a hacerlo.

Estaba tan furiosa con él que decidió no dirigirle la palabra durante el resto del día. De todas formas, no tenía nada que decirle. Lance no era más que un guerrero, un muchacho sin ninguna educación, se notaba a la legua. ¿Por qué lo habría elegido Merlín?

Además, ocultaba algo. Su forma de hablar de Dyenu intentaba sonar indiferente, pero la aparición del joven de la máscara dorada lo había turbado. Y no porque le tuviese miedo; era otra cosa. Era ¿nostalgia? No, no podía ser, no habría tenido el menor sentido.

Gwenn se preciaba de distinguir con claridad el matiz de las emociones que reflejaban los rasgos de cualquier ser humano. Formaba parte de ese poder que a veces se veía obligada a reprimir, y que estaba vinculado de algún modo inexplicable con el poder de Britannia. Si percibía nostalgia en una mirada, era porque la había. Pero ¿cómo podía Lance sentir nostalgia ante la visión de una banda de asesinos al servicio del rey Aellas?

Tras el incidente de las monedas, Lance no volvió a hablarle hasta el atardecer. Caminaban por la carretera de Witancester y llevaban un buen rato sin cruzarse con nadie. El sonido de sus pasos sobre las losas de piedra se mezclaba con el de los trinos dispersos de los pájaros en las ramas de los árboles. El cielo se había vuelto violeta por el oeste.

—No lo entiendo —dijo el joven—. Hace rato que deberíamos haber llegado. Por la altura del sol, ya tendríamos que haber dejado atrás el desvío de Caleva, a nuestra izquierda.

—Lo hemos dejado atrás. Un camino de piedras regulares, más estrecho que este, pero en buenas condiciones. ¿No lo habéis visto? —preguntó Gwenn desconcertada.

—No, y es imposible. Venía fijándome todo el rato.

—Volvamos atrás. No hará ni una hora que lo pasamos.

Regresaron sobre sus pasos. Era extraño que no hubiese ningún campesino volviendo de los campos a aquella hora de la tarde. Ni tampoco fugitivos de los que intentaban abandonar Londres. Nadie. Era una de las principales calzadas del Imperio Antiguo, pero estaba desierta.

Se les hizo de noche retrocediendo en busca del desvío de Caleva. Pero no lo encontraron.

—Esto es muy raro —dijo Gwenn—. El desvío era bien visible, me fijé antes. No ha podido desaparecer.

—Esto es ya la linde del bosque de Ormes. El desvío se encuentra más allá. Lo hemos vuelto a pasar sin darnos cuenta —murmuró Lance.

La luna acababa de salir por detrás de una hilera de colinas, a su derecha.

Entonces fue cuando Gwenn lo sintió. De allí, de las colinas, emanaba una fuerza apenas perceptible, una fuerza que te impelía a ignorarlas, a mirar a otro lado.

Se obligó a observar sus siluetas oscuras. Había un velo dentro del velo. Y era un velo transparente, que cualquiera podía traspasar si se percataba de su existencia.

Siguió mirando hasta que el contorno de un recinto amurallado comenzó a perfilarse sobre la colina más alejada. Dentro del recinto, las torres de los templos y los palacios de la ciudad se erguían ahora contra el azul profundo de la noche como si siempre hubiesen estado allí.

Se dio cuenta, por la expresión de Lance, de que él también lo había visto.

Después de unos instantes de estupor, se miraron.

—Es Caleva, ¿no? —preguntó Gwenn.

Lance asintió despacio.

—Sí. Es Caleva. Vamos, si nos damos prisa, llegaremos antes de que cierren los portones. Esperemos que mientras tanto no vuelva a desaparecer.