Capítulo 11

Comenzaba a caer el sol, y algunos comerciantes habían empezado ya a desmontar los toldos de sus puestos y a recoger la mercancía. La mayor parte, sin embargo, seguía en su sitio, intentando acaparar la atención de los escasos curiosos que aún deambulaban por la plaza. Arturo observó desde lejos el tenderete del vendedor de pócimas, el único que le interesaba de todo el mercado. Por fortuna, este aún no estaba recogiendo.

Aquae Sulis olía diferente en los días de mercado. El olor sulfuroso de las aguas benéficas que habían dado fama a la ciudad desde los tiempos antiguos apenas se percibía en la marea de aromas que traían consigo los tenderos y comerciantes: fragancia de fruta y flores frescas, de carne roja, de cuero curtido y de pan recién hecho, hedor de estiércol de caballo, de gallinas que aleteaban en sus jaulas… ¿Cómo se percibiría aquella mezcla de olores más allá del velo de Britannia? A Arturo le habría gustado desconectarse aunque solo fuese por un breve espacio de tiempo para captarlos. Lo peor del velo era que siempre se interponía entre las sensaciones y la realidad; lo embellecía todo, pero también lo adulteraba.

Arturo interrumpió sus reflexiones al ver a la muchacha que acababa de irrumpir a caballo en la plaza por la calle empedrada que venía de la puerta de Londres. Supo que era ella en cuanto la miró, aunque nunca antes la hubiera visto.

Cabalgaba como una reina, y su belleza distante atraía todas las miradas, pero al mismo tiempo hacía que la gente se apartase instintivamente a su paso. Bajo su manto de lana gris, llevaba un vestido blanco que casi parecía irradiar luz. ¿Cómo era posible que llegase a la ciudad tan perfectamente ataviada, después de todo lo que le había pasado? Según las noticias que él había recibido, ella había conseguido escapar viva de Londres de milagro. Y aunque su conexión a Britannia fuese mejor que la de sus súbditos, eso no bastaba para explicar la riqueza del vestido ni el espléndido caballo que montaba.

Los ojos de Arturo se deslizaron con interés hacia el joven que escoltaba a la princesa. «Demasiado apuesto», fue lo primero que pensó. ¿De quién habría sido la idea de poner la seguridad de la heredera del trono en manos de un simple caballero con aspecto de príncipe? Porque le habían asegurado que el acompañante no era nada más que eso, un guerrero que se había destacado en un par de ocasiones en el campo de batalla. Lo había imaginado un hombre tosco, curtido en luchas, quizá con una cicatriz atravesándole la mejilla izquierda.

Sí, lo sabía, tenía demasiada imaginación.

Siguió observándolos mientras el caballero ayudaba a la princesa a desmontar. Se dio cuenta de que evitaban mirarse a los ojos. Mala señal, pensó. Muy mala.

Tendría que vigilar de cerca a aquel advenedizo. Por lo visto, había sido Merlín quien lo había elegido para la misión. Pero eso para Arturo no suponía una garantía; más bien al contrario. Los objetivos de Merlín eran suyos únicamente, y rara vez coincidían con los de los demás. Si había aupado al joven apuesto, lo habría hecho por algún motivo egoísta y retorcido. Y la forma en la que él había rodeado con sus brazos la cintura de la princesa para ayudarla a desmontar, la manera en la que ambos habían evitado deliberadamente que sus ojos se encontrasen… Algo había pasado entre ellos, estaba seguro.

Al menos, lo estuvo durante unos instantes; pero después vio a la princesa caminar sobre el empedrado de la plaza hasta la Fuente Máxima y sentarse en el borde de piedra dorada. La vio inclinar el cuerpo sobre el chorro de agua y formar un cuenco con las manos justo debajo para poder beber. Y se rio de sí mismo por haber pensado que aquella criatura semejante a un hada pudiese haber permitido acercarse a ella al soldado que la acompañaba. No, esa no era la razón de que sus ojos se rehuyesen. Quizá ella desconfiaba del hombre de Merlín. Tal vez le había regañado, y por eso él se mostraba hostil. Sí, seguramente ese sería el motivo.

Reaccionó cuando tuvo que apartarse para dejar pasar a unas mulas cargadas de ollas de barro. El dueño le gritó por obstaculizar su camino. Era uno más de los mercaderes que se retiraban después de la larga jornada de mercado. Arturo se giró con viveza para comprobar si el vendedor de pócimas seguía allí. Sí, no se había movido.

Rápidamente se dirigió hacia él sorteando a un grupo de verduleras que también se batía en retirada.

El mercader lo contempló incrédulo cuando se detuvo ante el batiburrillo de talismanes baratos y frascos polvorientos que exhibía sobre un tablón sujeto por caballetes. Enseguida, no obstante, consiguió reaccionar.

—¿Qué se os ofrece, joven caballero? ¿Mal de muelas? ¿Un emplasto para heridas de espada? ¿O tenéis alguna moza por ahí que se os resiste? De todo tengo para aliviar vuestros males, mi noble señor.

Sin dignarse contestar, Arturo rebuscó entre los objetos del puesto hasta dar con lo que buscaba. El viejo libro de fórmulas para combatir el mal de ojo. Con deliberada lentitud, abrió el grueso volumen de tapas desgastadas e introdujo en él, sin disimulo, las dos monedas de oro que acababa de sacar de su bolsa. Luego, con la misma parsimonia, cerró el libro.

Los ojos azules del tendero se clavaron en él con cierto temor.

—¿Qué queréis?

—Enviar un mensaje —contestó Arturo—. Esta noche.

—Para eso os recomiendo que vayáis a la posada de la Yegua Roja. Siempre hay muchachos dispuestos a llevar un mensaje, y si pagáis por un buen caballo además…

—No quiero un mensajero corriente.

Arturo se enrolló la manga derecha para mostrarle al hombre la pulsera de cuero que llevaba. Sobre un rectángulo metálico, en el centro, brillaba la manzana mordida, símbolo del gremio de los alquimistas.

El dueño del puesto contempló la pulsera con ojos codiciosos.

—¿De dónde la habéis sacado? Eso vale una fortuna.

—¿Me dejaréis que envíe ese mensaje de una vez, o no? Es urgente.

El hombre resopló. Parecía acalorado bajo su gruesa túnica de lana sin teñir.

—Primero decidme quién es el destinatario.

Arturo se aseguró de anclar la mirada del hombre a la suya.

—Lailoken —dijo—. El mensaje es para él.

El tendero sonrió, dejando al descubierto una hilera superior de dientes irregulares y ennegrecidos.

—Lailoken ya no pertenece al Gremio —contestó con suficiencia—. Hace tiempo que fue expulsado.

Arturo mantuvo la vista fija en él mientras sopesaba las alternativas que se le ofrecían. Obligar a aquel tipo a entregarle el pergamino de agua no resultaría difícil. Cedería a la primera amenaza.

Sin embargo, no le interesaba llamar la atención en ese momento, con la heredera del trono tan cerca.

De mala gana, abrió la bolsa que llevaba prendida al cinturón y extrajo dos monedas más. Pero cuando se las tendió al hombre, este las rechazó apartando la mano.

—No quiero dinero, quiero la pulsera —dijo.

Arturo clavó los ojos en el símbolo de la manzana prendido a su muñeca.

—Es demasiado valiosa. Una pieza única. Me pides demasiado, amigo.

—No. Vos me pedís a mí demasiado. Lailoken es un proscrito, en el Gremio no se le quiere bien. Me arriesgaría mucho con esto, y si lo hago quiero tener un beneficio. Conozco bien esa pieza que lleváis en la muñeca. Quedan muy pocas como ella, se consideran una reliquia. ¿Sabíais que, en los tiempos antiguos, se utilizaban para medir el paso del tiempo?

Arturo abrió la hebilla que sujetaba la pulsera, se la desprendió de la muñeca y se la tendió al mercader.

—Algo había oído —contestó, malhumorado.

Era un precio excesivo por utilizar el pergamino de agua, pero no podía perder el tiempo regateando con aquel tipo, ni podía amenazarle con la espada si no quería llamar la atención.

Visiblemente complacido, el mercader se guardó la pulsera en su bolsa. Después, se agachó para coger algo de un pequeño arcón que había debajo del mostrador. Era el pergamino de agua.

Se lo tendió a Arturo junto con un punzón oxidado para escribir en su superficie.

En el recuadro reservado al nombre del destinatario, Arturo trazó el nombre de Lailoken con el punzón.

El objeto, que hasta entonces parecía un pergamino corriente, comenzó a cambiar y a brillar bajo sus dedos. Apareció un nuevo rectángulo para escribir en su interior.

Arturo anotó una sola frase: «Está viva».

No era momento para perderse en detalles. Lo importante era que el mensaje llegase cuanto antes. Además, los detalles los ignoraba. Solo sabía que era ella, que la había visto. Poco más podía contar.

Devolvió el pergamino, dio media vuelta y se dispuso a abandonar la plaza para dirigirse al palacio de Pelinor, donde sabía que lo esperaban.